En el poblado Siwatu, la gente se parecía mucho a Lilith. Hablaban inglés, swahili, y un puñado de otros idiomas. Examinaron a Akin y mostraron grandes deseos de comprarlo, pero no mandarían a una de las mujeres del poblado fuera de éste, con unos extranjeros. Las mujeres cogieron a Akin, y lo bañaron y lo alimentaron como si él no pudiera hacer nada por sí mismo. Varias de ellas creían que sus pechos podrían ser obligados a dar leche, si guardaban a Akin con ellas.
Los hombres se mostraban tan fascinados con él, que sus captores se asustaron. Así que, una noche sin luna, lo cogieron y escaparon del poblado. Akin no quería ir, le gustaba estar con aquellas mujeres que sabían cómo alzarlo en brazos sin hacerle daño, y que le daban comida interesante. Le gustaba el modo en que olían y la suavidad de sus pechos y de sus voces, agudas y vacías de toda amenaza.
Pero Iriarte se lo llevó de allí en brazos, y pensó que, si gritaba, al hombre lo matarían. Desde luego, habría muertos. Quizá sólo hubiese sido Galt, que le lanzaba patadas siempre que lo tenía cerca, o Damek, que había atacado a Tino; pero con más probabilidad caerían sus cuatro secuestradores y varios habitantes del poblado. Y quizá incluso muriese él mismo. Había visto que, cuando estaban luchando, los hombres podían llegar a enloquecer. Y entonces hacían cosas que luego los asombraban y avergonzaban.
Akin dejó que lo llevasen a las canoas de los bandoleros. Ahora tenían dos: la que tenían al principio y otra, más ligera, que habían encontrado en Hillmann. A Akin lo colocaron en la nueva, entre dos equilibrados montones de artículos de comercio. Tras uno de estos montones remaba Iriarte. Frente al otro lo hacía Kaliq. Al menos, Akin se alegraba de no tener que estar preocupado por los pies o el remo de Galt. Y continuaba evitando a Damek siempre que le era posible, a pesar de que el hombre se mostraba amistoso hacia él. Actuaba como si el niño no le hubiese visto golpear a Tino.