Akin durmió el resto de la noche con el pelirrojo. Simplemente esperó hasta que el hombre hubo colocado su colchoneta bajo el reconstruido refugio y se hubo echado en ella. Entonces, Akin reptó hasta la colchoneta y se echó a su lado. El hombre alzó la cabeza, frunció el ceño mirando al niño, y luego dijo:
—De acuerdo, chico…, siempre que no te mees en la cama.
A la mañana siguiente, mientras el pelirrojo compartía con Akin su escaso desayuno, el que originalmente lo había capturado vomitó sangre y se desplomó.
Asustado, Akin lo contempló desde detrás del pelirrojo. Esto no debería de estar pasando. ¡No debería de estar pasando! El niño se abrazó a sí mismo, temblando y jadeando. El hombre sufría, sangraba, estaba enfermo…, y lo único que podían hacer sus amigos para ayudarle era ponerlo plano en el suelo y volverle la cabeza hacia un lado, para que no volviera a tragarse su propia sangre.
¿Por qué no le buscaban un ooloi? ¿Cómo podían dejar que su amigo sangrase así? Podía perder demasiada sangre y morirse. Akin había oído hablar de humanos a los que les sucedía aquello. Sin ayuda, no podían impedir que siguiese la hemorragia. Akin podía controlar la pérdida de sangre en el interior de su propio cuerpo, pero no sabía cómo enseñarle esta habilidad a un humano. Quizá fuese algo que no pudiese ser enseñado. Y no podía hacerlo por otro, como lo habría hecho un ooloi.
Uno de los hombres bajó al río y trajo agua. Otro se sentó junto al enfermo y le fue limpiando la sangre…, pese a que no dejaba de sangrar.
—¡Jesús! —exclamó el pelirrojo—. Nunca antes había estado tan mal.
Miró a Akin, frunció el ceño, y luego lo alzó en brazos y se fue con él hacia el río. Se encontraron con el hombre que había ido a por el agua y que volvía con un cazo lleno.
—¿Está bien? —preguntó el hombre, parándose tan en seco que derramó parte del agua.
—Aún sigue echando sangre. Pensé que era mejor llevar al chico a otra parte.
El hombre se apresuró, vertiendo algo más de agua.
El pelirrojo se sentó en un árbol caído y colocó a Akin frente a él.
—¡Mierda! —murmuró para sí. Puso un pie sobre el árbol, apartando la mirada del chico.
Akin siguió sentado, deseando hablar y sin atreverse a hacerlo, casi enfermo a causa del hombre que sangraba. Era un error el permitir tanto sufrimiento, un error absoluto el desperdiciar así una vida que aún no tenía por qué acabar sin que le hubiese llegado el momento, sin equilibrio, sin compartir.
El pelirrojo lo agarró y lo alzó en el aire, mirándole ansiosamente a la cara.
—No irás a ponerte enfermo tú también, ¿verdad? —le preguntó—. Por Dios, no lo hagas.
—No —susurró Akin.
El hombre le miró fijamente.
—Así que puedes hablar. Tilden dijo que debías de saber algunas palabras. Pero, siendo lo que eres, seguro que sabes más que algunas, ¿verdad?
—Sí.
Hasta más tarde, Akin no se dio cuenta de que el hombre no había esperado ninguna respuesta. Los seres humanos hablaban con los árboles, los ríos, los botes y los insectos del mismo modo que hablaban con los bebés. Hablaban por hablar, pero pensaban que estaban hablando con cosas que no les entendían. Les sobresaltaba y asustaba cuando algo, que debería haber permanecido mudo, les contestaba de un modo inteligente. Todo eso lo comprendió Akin más tarde. Ahora, sólo podía pensar en el hombre vomitando sangre y quizá muriendo tan incompleto. Y el pelirrojo se había mostrado amable. Quizá le escuchase.
—Morirá —susurró Akin, sintiéndose como si estuviese pronunciando una espantosa blasfemia.
El pelirrojo lo dejó de nuevo, contemplándolo con incredulidad.
—Un ooloi detendría la sangre y el dolor —dijo Akin—. Y no lo retendría ni le haría nada. Sólo lo curaría.
El hombre agitó la cabeza y abrió mucho la boca.
—¿Qué infiernos eres? —Ya no había amistad o bondad en su voz. Akin se dio cuenta de que había cometido un error. ¿Cómo remediarlo? ¿Guardando silencio? No, ahora el silencio sería considerado como testarudez, quizá castigado como tal.
—¿Por qué debe de morir tu compañero? —preguntó con toda la apasionada convicción que sentía.
—Tiene sesenta y cinco años —dijo el hombre, apartándose de Akin—. O, al menos, ha estado despierto en total esos sesenta y cinco años. Ése es un período decente de tiempo para vivirlo un ser humano.
—Pero está enfermo, sufre.
—Sólo es una úlcera. Ya tenía una antes de la guerra. Los gusanos se la curaron, pero le volvió al cabo de unos años.
—Podría ser curada de nuevo.
—Creo que él mismo se cortaría el cuello antes que dejarse tocar por una de esas cosas. Yo, al menos, lo haría.
Akin miró al hombre, tratando de comprender esta nueva expresión de odio y repulsión. ¿Sentía aquello por Akin, como por los oankali? Estaba mirándole.
—¿Qué infiernos eres? —le preguntó.
Akin no supo qué contestarle. El hombre sabía lo que era.
—Realmente, ¿qué edad tienes?
—Diecisiete meses.
—¡Joder! ¿Qué nos están haciendo los gusanos? ¿Qué clase de madre tuviste?
—Nací de una mujer humana. —Eso era lo que verdaderamente quería saber. No quería oír que Akin había tenido dos madres, del mismo modo que había tenido dos padres. Ya lo sabía, aunque probablemente no lo entendía. Tino había sido muy curioso respecto a todo ello, y le había hecho a Akin preguntas que le avergonzaba hacer a sus nuevos familiares. Este hombre también sentía curiosidad, pero era una curiosidad del tipo que hacía que algunos humanos dieran la vuelta a troncos podridos…, para así disfrutar sintiendo asco por lo que vivía bajo ellos.
—Aquel tipo de Fénix, ¿era tu padre?
A su pesar, Akin se echó a llorar. Había pensado muchas veces en Tino, pero no había tenido que hablar de él. Le dolía hablar de él.
—¿Cómo podéis odiarlo tanto a él, y aun así quererme a mí? Él era humano como vosotros, y en cambio yo no lo soy, pero uno de vosotros lo mató.
—Era un traidor a su especie. Él eligió ser traidor.
—Él nunca hizo daño a otros seres humanos. Ni siquiera estaba tratando de hacerle daño a nadie cuando lo asesinasteis. Sólo tenía miedo por mí.
Silencio.
—Si yo soy valioso, ¿cómo puede estar mal lo que él hizo?
El hombre le miró con profundo disgusto.
—Quizá no seas valioso.
Akin se limpió la cara y miró, mostrando su propio disgusto, al hombre que defendía el asesinato de Tino, un hombre que nunca le había hecho daño a él.
—Seré valioso para vosotros —le dijo—. Lo único que tengo que hacer es quedarme callado. Así os podréis librar de mí, y yo podré librarme de vosotros.
El hombre se alzó y se marchó.
Akin se quedó donde estaba. Los hombres no lo abandonarían aquí, pasarían por aquel lugar cuando bajasen al río. Estaba asustado, se sentía mal y temblaba de rabia. Nunca había sentido una mezcla así de emociones intensas. ¿Y de dónde habían salido sus últimas palabras? Le hacían pensar en Lilith, cuando estaba irritada. La ira de Lilith siempre le había asustado, y sin embargo la llevaba dentro. Lo que había dicho era bastante cierto, pero él no era Lilith, alta y fuerte. Habría sido mejor que no hubiera expresado sus sentimientos.
Y, no obstante, había habido algo de miedo en la expresión del pelirrojo justo antes de que se marchase.
—Los seres humanos temen a lo diferente —le había dicho en cierta ocasión Lilith—. A los oankali les encanta la diferencia; los humanos persiguen a sus diferentes, y sin embargo los necesitan para darse a sí mismos definición y estatus. Los oankali buscan la diferencia y la coleccionan. La necesitan para evitar caer en el estancamiento y la sobrespecialización. Si no entiendes esto, ya lo entenderás. Probablemente notarás cómo ambas tendencias salen a la superficie en tu comportamiento.
Y le había puesto la mano en el pelo:
—Cuando entren en conflicto, trata de hacer como los oankali: decídete por la diferencia.
Akin no lo había comprendido, pero ella le había dicho:
—No te preocupes. Simplemente recuérdalo.
Y, naturalmente, había recordado cada una de sus palabras. Era una de las pocas veces que ella le había animado a mostrar características oankali. Pero, ahora…
¿Cómo iba a hacer como los humanos que, en su diferencia, no sólo lo habían rechazado, sino que le habían hecho desear ser lo bastante fuerte como para poder hacerles daño?
Descendió del tronco y halló hongos y frutos caídos que comer. También había nueces caídas, pero las ignoró, porque no podía partirlas. Podía oír a los hombres hablar de vez en cuando, aunque no podía entender lo que decían. Le daba miedo intentar escapar de nuevo: esta vez, cuando lo atrapasen, podrían pegarle. Y si el pelirrojo les contaba lo bien que entendía las cosas, quizá deseasen pegarle.
Cuando hubo comido hasta quedar satisfecho, contempló varias hormigas del tamaño del dedo medio de un adulto. No eran mortíferas, pero a los humanos su picadura les resultaba muy dolorosa y debilitante. Akin estaba reuniendo el valor necesario para tomar una y explorar su estructura básica cuando llegaron los hombres, lo alzaron sin detenerse y bajaron, resbalando y cayéndose, el sendero que conducía al río. Tres hombres llevaban el bote, el cuarto a Akin. No había señales del quinto.
Akin fue colocado, solo, en el quinto banco del centro del bote. Nadie le habló ni le prestó la menor atención mientras metían las cosas en la barca, la empujaban hacia aguas más profundas y saltaban dentro.
Los hombres remaron sin hablar. Por la cara de uno corrían lágrimas. Lágrimas por un hombre que parecía odiar a todo el mundo, y que aparentemente había muerto por no pedirle ayuda a un ooloi.
¿Qué habrían hecho con su cadáver? ¿Lo habrían enterrado? Habían dejado a Akin solo durante un largo rato, lo bastante largo como para que incluso hubiera podido escapar, si se hubiera atrevido a intentarlo. Habían retrasado mucho su partida, pese a que sabían que estaban siendo perseguidos. Habían tenido tiempo suficiente para enterrar un cadáver.
Ahora eran peligrosos. Como la madera en brasas que, o bien podía estallar en llamas, o irse enfriando lentamente y tornarse menos mortífera. Akin no hizo ruido alguno, apenas si se movió. No debía provocar una llamarada.