Akin dio sus primeros pasos hacia los tendidos brazos de Tino. Aprendió a tomar alimentos del plato de Tino, y estaba subido a las espaldas de Tino tantas veces como éste quería llevarlo. No había olvidado la advertencia de Dichaan de no quedarse a solas con el humano, pero no la tomaba muy en serio. Rápidamente aprendió a confiar en Tino. Al cabo, todos llegaron a confiar en Tino.
Así que resultó que Akin estaba solo con Tino cuando apareció un grupo de merodeadores en busca de niños que robar.
Tino había ido a cortar madera para la casa de invitados. Aún no era capaz de distinguir los límites de Lo, y había adquirido la costumbre de llevarse a Akin para que se los mostrase, después de haber roto un hacha que le había prestado Wray Ordway contra un árbol que no era un árbol. El ser que era Lo se moldeaba a sí mismo de acuerdo a los deseos de sus ocupantes y las formas de la vegetación que lo rodeaban. Y, no obstante, se trataba de la forma larvaria de un ente destinado a viajar por el espacio. Su piel y sus órganos estaban mejor protegidos que los de cualquier ser nativo de la Tierra. Ninguna hacha o machete podía hacer ni una mella en el ser. Hasta que fuera mayor, nada de vegetación nativa crecería dentro de sus límites. Era por esto por lo que Lilith y alguna otra gente tenían sus huertos apartados del poblado. Lo podría haber producido buenos alimentos a partir de su propia sustancia…, los oankali podían estimular la producción de alimentos y tomar éstos del propio Lo. Pero la mayoría de los humanos del poblado no deseaban ser tan dependientes de los oankali. Así, Lo tenía una ancha zona fronteriza de huertos plantados por los humanos, algunos en producción, otros en barbecho. A veces, Akin tenía que impedirle a Tino pisotear esos huertos, cuando no se daba cuenta de que se había abierto paso a machetazos a través de plantas alimenticias, destruyendo el trabajo de alguien. Era como si no viese nada.
En cambio, a Akin le resultaba imposible no darse cuenta de cuándo cruzaba los límites de Lo. Incluso el aroma del aire era diferente. Al principio, la vegetación que le rozaba le hacía estremecerse, por lo diferente que era a la de casa. Más tarde, por la misma razón, le atraía, le interesaba por su rareza. Deliberadamente dejaba a Tino caminar más lejos de lo necesario, hasta que el azar le llevaba a rozar algo que no había probado antes.
—Aquí —le dijo, arrancando algunas hojas del árbol que le había rozado la cara—. No cortes este árbol, pero puedes cortar cualquiera de los otros.
Tino lo dejó en el suelo y le sonrió.
—¿Me das tu permiso? —le dijo en broma.
—Es que éste me gusta —le explicó Akin—. Creo que nos dará alimentos cuando sea más viejo.
—¿Qué clase de alimentos?
—No lo sé. Nunca antes había visto un árbol como éste, pero, aunque no llegue a dar frutos, sus hojas son comestibles. A mi cuerpo le gustan.
Tino alzó la vista hacia la cúpula de la selva y agitó la cabeza.
—Te lo metes todo en la boca —murmuró—. Me sorprende que no te hayas envenenado ya decenas de veces.
Akin ignoró esto y comenzó a investigar la corteza del arbolillo, tratando de descubrir lo que podían estar comiendo en ella los hongos y los insectos, y también lo que podía estar comiéndoselos a ellos. A Tino le habían explicado el motivo por el que Akin se llevaba las cosas a la boca; no lo entendía, pero no trataba de mantener las cosas lejos de la boca del bebé, tal como lo intentaban otros visitantes. Podía aceptar las cosas sin entenderlas. Una vez había visto que algo desconocido no hacía daño, ya no lo temía. Decía que la lengua de Akin parecía un enorme gusano gris, pero, de algún modo, aquello no parecía molestarle. Cuando lo llevaba en brazos le permitía que lo sondase y lo estudiase. Lilith temía que estuviese ocultando disgusto o resentimiento, pero no podría haber ocultado unas emociones tan fuertes, ni siquiera a Akin. Y, desde luego, no habría podido ocultárselas a Nikanj.
—Es más adaptable que la mayoría de los humanos —le había dicho Nikanj a Akin—. Igual que Lilith.
—Me llama «hijo» —indicó Akin.
—Eso he oído.
—No se irá a marchar, ¿verdad?
—No se irá. No es un vagabundo. Estaba buscando un hogar en el que pudiera tener una familia, y lo ha hallado.
Ahora, Tino empezó a talar un arbolillo. Akin lo contempló por un momento, preguntándose por qué el hombre disfrutaría con aquella actividad. Y la disfrutaba: se había ofrecido voluntario para realizarla; no le gustaba trabajar en el huerto, ni deseaba colaborar con la biblioteca de Lo escribiendo sus memorias de anteguerra para las generaciones futuras, cosa que se le pedía a todo el mundo que hiciese, aunque sólo pasase una corta temporada en el poblado. Los construidos también escribían acerca de sus vidas, y los oankali, que nunca escribían nada, a pesar de ser capaces de hacerlo, contaban sus historias a escritores humanos. Tino no mostraba interés alguno en aquello: cortaba madera, trabajaba con unos humanos que habían establecido una piscifactoría y con los construidos que criaban abejas, avispas, gusanos, escarabajos, hormigas y otros pequeños animales, todos ellos mutados, para producir nuevos alimentos. Construía canoas y viajaba con Ahajas cuando ésta visitaba otros poblados. Ella iba en canoa por él, a pesar de que lo habitual entre los oankali era hacer aquello a nado. Ahajas se había quedado muy sorprendida al ver lo fácilmente que él la había aceptado, y había reconocido enseguida la fascinación de él por su preñez. Tanto Ahajas como Akin habían tratado de explicarle al humano lo que era el entrar en contacto con el niño en formación y el notar su respuesta, su reconocimiento, su intensa curiosidad. Los dos habían convencido a Nikanj de que tratase de simular la sensación en beneficio de Tino. Inicialmente, el ooloi se había resistido a ello, únicamente porque Tino no era uno de los padres de la criatura; pero cuando Tino se lo pidió, la resistencia del ooloi desapareció. Le dio al hombre aquella sensación… y la retuvo por más tiempo del necesario. Aquello era bueno, pensó Akin: Tino necesitaba ser contactado más a menudo. Para él, había sido dolorosamente duro el descubrir que su entrada en la familia significaba que ya no podía tocar a Lilith. Aquello era algo que Akin no comprendía. A los seres humanos les gustaba tocarse los unos a los otros…, necesitaban hacerlo. Pero, una vez se juntaban con un ooloi, ya no podían hacerlo al estilo humano…, ni siquiera podían acariciarse y tocarse al modo de los humanos. Akin no comprendía el motivo por el que necesitaban de esto, pero lo cierto era que lo necesitaban…, lo sabía, y sabía lo frustrados y amargados que les dejaba el no poderlo hacer. Tino había pasado días gritándole o no hablándole a Nikanj, gritándole o no hablándole a Lilith, sentado solo y mirando a la nada. En una ocasión abandonó el poblado durante tres días, y Dichaan lo siguió y lo guió de vuelta a Lo cuando estuvo dispuesto para volver. Podría haberse mantenido alejado hasta que los efectos de su relación con Nikanj hubieran desaparecido de su cuerpo. Podría haber hallado otro pueblo, un apareamiento, estéril, sólo entre humanos. Pero de ésos ya había tenido varios: Akin le había oído hablar de ellos durante aquellos primeros días malos. Y no eran lo que él deseaba. Pero tampoco lo era esto. Ahora era muy parecido a Lilith: estaba muy unido a la familia y contento con ella la mayor parte del tiempo; pero, sin embargo, venenosamente resentido y amargado a veces. Claro que sólo Akin y el resto de los niños pequeños de la casa se preocupaban por el que fuera a irse para siempre. Los adultos parecían seguros de que se quedaría.
Al fin cortó el árbol que había talado en trozos manejables, y luego buscó una liana con la que hacer un hato. Y entonces fue en busca de Akin. Al verlo se detuvo bruscamente y exclamó:
—¡Dios mío!
Akin estaba probando un gran ciempiés, al que le había dejado subirse a su brazo. De hecho, el animal era casi tan largo como el antebrazo del niño. Era de color rojo brillante y moteado por lo que parecían ser penachos de largos pelos, rígidos y negros. Akin sabía que esos penachos eran mortíferos: el animal no tenía que picar, sólo era preciso que algo tocase uno de esos penachos, y el veneno era lo bastante poderoso como para matar a un ser humano de buen tamaño. Aparentemente, Tino sabía esto. Su mano se movió hacia el ciempiés, pero se detuvo.
Akin dividió su atención, observando por una parte a Tino para asegurarse de que no hiciera más movimientos y probando el ciempiés con cuidado, delicadamente, tanto con su piel como con un ir y venir rapidísimo de su lengua a la pálida y apenas mostrada parte inferior del animal. Esa parte inferior no era peligrosa: no envenenaba a aquello por sobre lo que se desplazaba.
El ciempiés comía otros insectos. Incluso comía pequeñas ranas y sapos. Algún ooloi le había dado las características de otro ser parecido: el pequeño peripatus, parecido a un gusano, pero de múltiples patas. Ahora, tanto el peripatus como el ciempiés podían proyectar una especie de pegamento para atrapar a sus presas y mantenerlas así hasta que pudiesen ser consumidas.
El ciempiés en sí no era bueno para comer: era demasiado venenoso. El ooloi que lo había elaborado no lo había hecho para que fuese alimento de nada mientras estuviese vivo, aunque podía ser muerto por las hormigas o avispas si decidía cazar en uno de los árboles protegidos por ellas. No obstante, en el árbol que había elegido estaba a salvo. Y aquel animal le daría al árbol una mejor posibilidad de madurar y dar frutos alimenticios.
Akin llevó el brazo hasta el tronco del arbolillo y cuidadosamente manipuló al ciempiés para que volviese a caminar hacia él. En el mismo momento en que hubo abandonado su brazo, Tino lo alzó del suelo de un tirón y le gritó:
—¡Nunca vuelvas a hacer una locura así! ¡Ese bicho podría haberte matado! ¡Podría matarme a mí!
Alguien lo agarró por detrás.
Alguien más le arrancó a Akin de los brazos.
Ahora, demasiado tarde ya, Akin vio, oyó y olió a los intrusos: extraños. Machos humanos sin aroma de oankali en ellos. Resistentes. Merodeadores. Bandoleros. ¡Ladrones de niños!
Akin chilló y se debatió entre los brazos del que lo había capturado. Pero, físicamente, apenas si era más que un bebé. Había dejado que su atención quedase prendada por Tino y el ciempiés, y ahora lo habían atrapado. El hombre que lo aferraba era robusto y fuerte. Sostenía a Akin, sin parecer darse cuenta de sus esfuerzos por liberarse.
Mientras, cuatro hombres habían rodeado a Tino. Había sangre en el rostro de Tino allá donde alguien le había golpeado, cortándole. Uno de los cuatro hombres tenía un pedazo de brillante metal plateado alrededor de uno de sus dedos. Aquello debía ser lo que había cortado el rostro de Tino.
—¡Quietos! —dijo uno de los captores de Akin—. Este tipo vivía en Fénix.
Frunció el ceño, mirando a Tino.
—¿No eres tú el chico de los Leal?
—Soy Agustín Leal —afirmó Tino, manteniendo el cuerpo muy tenso—. Yo era de Fénix. ¡Yo ya era de Fénix antes de que vosotros oyeseis hablar de esa ciudad!
Su voz no temblaba, pero Akin pudo ver que su cuerpo temblaba levemente. Miró hacia su hacha, que ahora yacía en el suelo, a varios pasos de él. La había dejado apoyada contra un árbol cuando había ido a buscar a Akin. Sin embargo, su machete había estado en su funda…, pero ahora había desaparecido. Akin no podía ver dónde había ido a parar.
Los bandoleros llevaban palos de metal y madera, que ahora apuntaron a Tino. El hombre que lo sujetaba tenía uno de esos palos, colgado a la espalda. Aquello eran armas, se dio cuenta Akin. ¿Porras, o quizás armas de fuego? Y aquellos hombres conocían a Tino, o al menos uno de ellos lo conocía. Y a Tino no le gustaba aquel hombre. Tenía miedo. Akin nunca le había visto con tanto miedo.
El hombre que sujetaba a Tino había puesto su cuello al alcance de la lengua de Akin. Éste hubiera podido aguijonearlo y matarlo. Pero, entonces, ¿qué pasaría? Había otros cuatro hombres.
Akin no hizo nada. Miró a Tino, esperando que el hombre supiese qué era mejor hacer.
—No había armas de fuego en Fénix cuando me marché —les estaba diciendo Tino. Así que los palos eran armas de fuego.
—No, y vosotros no queríais que las hubiese, ¿no? —le preguntó el mismo hombre. Hizo la fanfarronada de clavarle a Tino el cañón de su arma.
Tino comenzó a sentirse un poco menos temeroso y mucho más irritado.
—Si creéis que podéis usarlas para matar oankali, entonces es que sois tan estúpidos como imaginaba que seríais.
El hombre giró su arma, de modo que su extremo casi tocó la nariz de Tino.
—¿O es que lo que queréis es matar hombres? —le preguntó en voz muy queda Tino—. ¿Acaso quedan tantos humanos? ¿Tan rápidamente se incrementa nuestro número?
—¡Te has unido a los traidores! —exclamó el hombre.
—Para tener una familia —dijo suavemente Tino—. Para tener hijos.
Miró a Akin.
—Para que, al menos, una parte de mí continúe viva.
El hombre que sujetaba a Akin habló:
—Este crío es lo más humano que he visto desde la guerra. No puedo hallar nada malo en él.
—¿No tiene tentáculos? —preguntó uno de los cuatro.
—Ni uno.
—¿Y qué tiene entre las piernas?
—Lo mismo que tú tienes. Un poco más pequeño…, tal vez.
Hubo un momento de silencio, y Akin vio que tres de los hombres estaban divertidos, pero el cuarto no.
Akin tenía miedo de hablar, tenía miedo de enseñarles a los bandoleros sus características no humanas: su lengua, su habilidad para hablar, su inteligencia. Esas cosas, ¿harían que lo dejasen en paz, o les darían ganas de matarlo? A pesar de los meses pasados con Tino, no lo sabía. Guardó silencio e intentó oír u oler a cualquier poblador de Lo que estuviera pasando cerca de allí.
—Bueno, pues nos llevaremos al crío —dijo uno de los hombres—. Pero ¿qué hacemos con éste? —Hizo un gesto seco en dirección a Tino.
Antes de que nadie pudiera responderle, Tino exclamó:
—¡No! ¡No podéis llevároslo! ¡Aún mama…, si os lo lleváis, morirá de hambre!
Los hombres se miraron unos a otros, inciertos. De repente, el que sujetaba a Akin lo volvió de cara a él y apretó sus carrillos con los dedos. Estaba tratando de abrir la boca del niño; ¿para qué?
No importaba el motivo. Le abriría la boca a Akin, y entonces se sobresaltaría. Él era humano, desconocido y peligroso. ¿Quién sabía qué reacción irracional podía tener? Había que darle algo familiar que acompañase a lo desacostumbrado. Akin comenzó a agitarse en los brazos del hombre y a gemir. Hasta el momento no había llorado, y aquello había sido un error. Los humanos se maravillaban de lo poco que lloraban los bebés construidos. Estaba claro que un bebé humano se habría quejado más.
Akin abrió la boca y berreó.
—¡Mierda! —murmuró el hombre que lo aferraba. Miró rápidamente a su alrededor, como temiendo que alguien pudiese ser atraído por el sonido. Akin, que no había pensado en aquello, berreó aún más fuerte. Los oankali tenían un oído mucho más fino de lo que se imaginaban la mayoría de los humanos.
—¡Cállate! —le gritó el hombre, sacudiéndolo—. ¡Buen Dios, tiene la lengua más jodidamente gris y fea que jamás hayáis podido ver! ¡Cállate ya, coño!
—Sólo es un bebé —dijo Tino—. No se consigue que un bebé se calle a base de asustarlo. Dámelo a mí.
Empezó a caminar hacia Akin, tendiendo los brazos para cogerlo.
Akin también tendió los suyos hacia él, pensando que era menos probable que los resistentes les hicieran daño a los dos juntos. Quizá podría escudar a Tino, hasta cierto punto. En brazos de Tino se mostraría silencioso y cooperador. Así verían que Tino les era útil.
Pero el hombre que había reconocido antes a Tino se puso ahora tras él y le dio un golpe en la nuca con la parte trasera de madera de su arma.
Tino cayó al suelo sin un solo gemido y su atacante le golpeó de nuevo, dando con la madera del arma en su cabeza como quien mata a una serpiente venenosa.
Akin chilló de terror y angustia. Conocía lo bastante bien la anatomía humana como para saber que, si no estaba ya muerto, Tino moriría pronto, a menos que le ayudase un oankali.
Y no había ningún oankali cerca.
Los resistentes dejaron a Tino donde había caído y se metieron caminando en la selva, llevando con ellos a Akin, que seguía chillando y debatiéndose.