Le habían encerrado en una especie de calabozo. A su derecha, otros dos habitáculos esperaban su hora para ser ocupados. Ni en lo más remoto de su mente, Suso podría haber imaginado que, unas horas antes, su mujer había estado prisionera en aquellas mismas celdas. La había fastidiado al dejarse atrapar, pero había hecho todo lo que estuvo en sus manos.
La puerta del calabozo se abrió. Por ella entró una mujer que ya le resultaba familiar.
—Hola Álvaro —le saludó.
—Hola Inés. ¿Era ese tu nombre, verdad?
La mujer se acercó a su celda. Tenía un andar atractivo. De cerca volvió a comprobar que era guapa, pero no tanto como su esposa. Sin embargo, sus ojos mostraban una audacia de la que Raquel carecía.
Al abrirle la puerta pensó en salir corriendo. Un empujón sería más que suficiente para librarse de ella. Pero no le quedaban fuerzas. Estaba agotado, tanto física como mentalmente.
—Vamos, levanta. Te están esperando.
El deje con el que acabó la frase le hizo recordar.
—¿Por qué te llevaste a mi mujer? ¿Por qué habéis matado a nuestro hijo?
—Te he dicho que te levantes.
—¿Y si no me da la real gana?
La mujer entró en la celda y se sacó del bolsillo una pistola.
—Pues si no te da la gana, escucha.
Le apuntó, quitó el seguro y disparó.
Raquel seguía a Ariadna por una serie de pasillos poco iluminados. No sabía dónde estaba ni hacia dónde se dirigía. La cabeza le daba vueltas. La euforia que le invadió momentos antes la había abandonado. Euforia que dio paso a recuerdos oscuros. Había cometido canibalismo al tragarse el dedo de su hijo. Había sido la responsable de la muerte de dos mujeres. Pero su malestar no se debía a eso. Se sentía como drogada. Ya había tenido esa sensación en la universidad cuando en una fiesta se tomó una pastilla que le pasó su compañera de piso. Ella no quería hacerlo, pero no podía quedar mal delante de todas aquellas chicas que la miraban con desdén. Se dio cuenta que Ángel tenía razón. La habían manipulado desde siempre.
Ariadna se paró y le señaló hacia una puerta visible al fondo del pasillo. Una luz roja brillaba sobre ésta.
—Dirígete hacia esa puerta. Entra dentro cuando la luz se vuelva verde.
—¿Tú no vienes conmigo?
El rostro de Ariadna, apenas alumbrado por un piloto de seguridad colocado en el techo, le causaba aún mayor malestar. Tenía miedo. Ahora se daba cuenta que no sabía dónde se estaba metiendo. Como si hubiese notado su miedo, Ariadna le acarició un mechón de pelo que le caía por la frente.
—Yo me quedo aquí. Tú debes ir hasta la puerta y hacer lo que te he dicho.
—¿Qué hay dentro?
—Deja de hacer preguntas y confía en nosotros. Ya descubrirás lo que hay tras esa puerta. Será tu última prueba.
—Estoy cansada. —Las lágrimas iban a empezar a brotar de nuevo—. ¿No ha sido ya suficiente lo que os he demostrado? Estoy cansada de pruebas…
Ariadna volvió a señalar hacia el fondo del pasillo y le dio un beso.
—Debes destruir cualquier huella de tu pasado. No es más que eso, querida. Serás libre cuando termines.
Y se marchó dejándola sola en medio de ningún sitio.
Ángel pulsó el botón. La magia de la electricidad conseguía que ese simple gesto hiciese que una pequeña bombilla pasase de desprender un color rojo a uno verde. Y no sólo eso, sino que llegaba a ser capaz de obligar a otra persona que abriese una puerta y entrase en aquella habitación. Seguro que Dios debía sentir algo parecido cuando, desde arriba, movía los hilos de la humanidad.
No tardó ni un segundo. Raquel giró el picaporte y entró. Su cara reflejaba miedo. Ángel articuló un saludo sin emitir ningún sonido. Con un cortés gesto la invitó a entrar.
La sala estaba prácticamente en penumbras. Un foco iluminaba la mitad de la habitación por la que entró Raquel. La otra mitad estaba a oscuras. Era imprescindible que Raquel no viese a su marido hasta que se sintiese segura en la sala. Pegado a la pared, justo en la zona en la que la oscuridad empezaba a reinar, Ángel se preparaba para el acto final.
—Hola Raquel —la saludó.
—Hola Ángel. He entrado porque Ariadna me dijo que…
—No te preocupes —cortó con suavidad—, no has hecho nada malo. Ni lo vas a hacer. ¿Te ha comentado Ariadna algo?
—Sí, bueno, me dijo que esta sería la última prueba. Ojalá lo fuera —dijo con miedo—, porque me siento realmente mal…
—Y lo es, Raquel. Ariadna jamás miente. Nadie en Miadona te va a mentir ya más. Ahora somos tu familia. No lo olvides.
Raquel negó con la cabeza. Perfecto.
—¿Te ha dicho Ariadna que con esta prueba romperás tu lazo con tu pasado? ¿Con todos aquellos que han controlado cada uno de tus actos?
—Sí —susurró Raquel, que cada vez parecía tener más sueño—, me dijo algo así.
—Pues observa.
Ángel pulsó un segundo botón. La otra mitad de la sala se iluminó y Raquel pudo ver a Suso, encadenado de manos y pies, sentado en el extremo opuesto de la habitación. Estaba inconsciente. Mostraba una herida de bala en el muslo derecho que aún sangraba. Además, le habían amordazado la boca con un trapo. Ya había subestimado a aquel tipo y no se podían permitir que lo echase todo a perder.
—¿Puedo ir? —le preguntó tímida.
Aquello le encantó. Estaba totalmente rendida a su mando. No cabía duda que había acertado con Raquel.
—Claro —sonrió—, despiértalo.
Raquel echó a correr. Al acercarse a su marido casi se tira en sus brazos. Sin embargo, de una forma tan delicada que sólo el amor puede conseguir, Raquel abrazó a Suso. Le acariciaba la cara para despertarlo, y le susurraba palabras cariñosas que Ángel no podía escuchar. La escena se volvió aún más tierna cuando poco a poco, Suso abría los ojos y descubría a su mujer delante de él. Aquello era perfecto.
—Suso, ¿cómo estás? —decía llorando e intentando arrancarle la mordaza, sin éxito—, ¿qué te ha pasado?
Los ojos de Suso expresaban la mezcla de sentimientos: alegría de ver a su mujer en buenas condiciones; dolor por la el disparo recibido en la pierna; desconcierto al verse maniatado en un lugar desconocido; o impotencia al querer hablar a su mujer y no poder.
—Ayúdale, Ángel —le decía con lágrimas en los ojos—. Le han herido… ayúdale.
Ángel se fue acercando. Tenía que vivir aquello de cerca. Miró de reojo la cámara situada en el techo, sabiendo que Ariadna lo observaba todo desde la sala contigua.
—Ayúdale, Ángel —le repitió cuando se encontraba justo al lado.
—¿No has aprendido nada, Raquel? Yo no voy a ayudar a tu marido.
El matrimonio escuchaba atento a cada palabra. Sabía que en la mente de Suso estarían apareciendo mil formas de insultarlo o de dañarlo. Pero quien controlaba la situación era él, como siempre desde que llegó a Miadona. Él era el elegido.
—Ayúdale, por favor… te lo ruego. Es lo único que me queda.
Ángel negaba con la cabeza.
—Que no, Raquel, que sólo me importas tú. Que no se te olvide. Tú eres la mujer que busco, y él es tu conexión con el pasado.
Suso cambiaba la dirección de su mirada de Raquel a Ángel, para volver a su mujer. Entre el dolor de su pierna y las palabras de Ángel, no tardaría en volver a desmayarse. Tenía que darse prisa.
—Es tu última prueba —continuó—. Libertad o control. Futuro o pasado. Tú eliges, Raquel. —Se sacó una pequeña pistola del bolsillo del pantalón, le quitó el seguro y se la entregó a Raquel—. Para quedarte con nosotros debes acabar con tu anterior vida. Tú decides.
La mirada dubitativa de Raquel contrastaba con el miedo de Suso. Los ojos de su marido, tan abiertos que parecían querer salirse, suplicaban por su vida. Suso gritaba tras la mordaza el nombre de su mujer, pero sólo se escuchaba un sonido áspero tras el vendaje. Por su parte, Raquel decidía que hacer. La elección debía ser rápida y Ángel sabía como acelerar el resultado.
—No dudaste tanto con el meñique de tu hijo —soltó.
Un remolino de sentimientos debían estar pasando por la mente de Raquel. Pero su simpleza haría desechar los más significativos de su amor hacia Suso para quedarse con su deseo de vivir una nueva vida. Ángel había presenciado tantas veces este momento que mantenía una cuenta atrás.
Cinco…
Raquel miró a Ángel para obtener su aprobación.
Cuatro…
Empezó a levantar el arma.
Tres…
Dirigió una última mirada al que había sido su amor.
Dos…
Pronunció un frágil ‘lo siento’ para disculparse a sí misma.
Uno…
Cruel disparo que ensordeció a los presentes y acabó con una vida.