Capítulo 6

Había recorrido un par de calles cuando Suso se encontró la primera dificultad. El mapa que había cogido de la casa rosa no se correspondía con la ciudad. Un edificio de madera construido en mitad del camino impedía continuar en dirección al ayuntamiento. Ese era su primer destino. Suponía que desde allí debía controlarse cada movimiento, como ocurría en cualquier lugar medianamente civilizado.

Sin embargo, el camino que había trazado bajo aquel sol abrasador se veía interrumpido por esa extraña construcción. Era grande el contraste entre la oscura madera y las paredes de colores claros de las casas que se sucedían por las aceras de Miadona. De una única planta, el edificio ocupaba la calle desde un lado hasta el otro, impidiendo poder bordearlo de ninguna manera. Una puerta frontal le invitaba a entrar, a pesar de estar cerrada. Las ventanas no permitirían ver el interior. No porque estuviesen cerradas, sino debido a que ninguna luz iluminaba lo que hubiese dentro.

Tenía que tomar una decisión: daba media vuelta y buscaba un nuevo recorrido, o investigaba qué hacía aquella especie de cabaña gigante cortando la calle.

No tuvo que pensar mucho. La puerta del edificio se abrió y una mujer salió con paso decidido hacia fuera. Hablaba, pero no a él, sino a un intercomunicador. La mujer no le prestaba atención. Suso iba vestido como uno de los vigilantes. Le bastaba con no llamar la atención para pasar desapercibido. Así que se encaminó hacia la puerta como si hubiese hecho aquello cientos de veces.

—¿Cómo? Lucas no ha faltado jamás a su puesto de trabajo —decía ella.

Ya empezaban a extrañarse que no respondiese el vigilante al que había asesinado. Quizás eso hiciera que se centrasen en encontrar al tal Lucas y se olvidasen de buscarlo a él. De ilusiones también se vivía.

—Pues no sé —seguía hablando con su intercomunicador—. Tardaré un par de minutos en llegar a su puesto —decía enfadada—. ¡No! No pienso correr con este calor.

Suso iba a cruzarse con la mujer en cuestión de segundos. Con la mirada baja para que no le viese la cara ni el cuello, aceleró el paso.

—¿Cómo? —el tono cambió radicalmente—. ¿Cómo has podido matar al viejo? ¡Eres idiota!

Aquel cruce le estaba reportando mucha información. Pelayo había muerto. Enterarse de ello fue un horrendo golpe. Tanto fue así que se atrevió a mirar a la mujer y el tiempo se paró cuando ella también le miró. No porque ella le reconociera, ya que estaba inmersa en su conversación. Fue al contrario. Suso sabía perfectamente quién era aquella mujer. Empezó a encajar piezas mientras se adentraba en el edificio.

Raquel miraba con preocupación a las dos mujeres que en esos momentos la acompañaban. Ariadna la había llevado hasta unos nuevos calabozos, la encerró en la celda que quedaba vacía, la presentó como la tercera candidata y se marchó. Ángel le había comentado que tendría que enfrentarse a otras dos mujeres, pero no le había avisado que tendría que compartir espacio con ellas antes de la prueba. Raquel estaba tensa, mientras que las otras dos mujeres parecían más tranquilas. No sabía cuánto tiempo llevarían encerradas y no se lo iba a preguntar. Si sólo una de ellas iba a resultar vencedora, no quería establecer ningún tipo de relación. Ya lo pasó mal en la última ocasión.

Una de las mujeres la llamó. Raquel intentó pasar de ella.

—¡Eh! ¡Tú! ¿Estás sorda?

Raquel la miró. Vestía un traje parecido al que ella llevaba, sólo que en su parte frontal aparecía el número uno y en el de Raquel había un tres. Era guapa. Tenía el pelo suelto y unos ojos grandes y llamativos. Ojos que ahora la desafiaban a un enfrentamiento. Pero a Raquel no le importaba. Las que se hacían notar desde el principio siempre eran las más cobardes.

Miró a la otra mujer. Con el dos en el pecho, permanecía sentada en el suelo con los ojos cerrados. Le recordó a la actitud de Ángel. Quizás fuese otra infiltrada, pero esta vez no iba a caer en la misma trampa. No era fea, pero su pelo dejaba mucho que desear. Además, tenía un ligero sobrepeso que se pronunciaba en los muslos. La típica mosquita muerta, como otras muchas que se había encontrado a lo largo de su vida. Eran las más envidiosas, las más mentirosas y las peores consejeras. Era un bicho y la había calado a tiempo. Desde el comienzo. Con sólo ver sus pintas.

La número uno seguía gritándole. Se empezaba a enfadar y soltaba insultos bastantes ofensivos. Raquel imitó a la número dos. Se sentó en el suelo y cerró los ojos. No iba a dejar que esas dos le quitaran su puesto en la congregación.

Había sufrido mucho por culpa de los miadonos. Pero eso no quitaba su deseo de unirse a ellos. Mataría a las dos mujeres si con ello la aceptaban. Las ahogaría, aplastaría o envenenaría. Si el premio era una nueva vida en la que Raquel fuese por fin la protagonista, haría todo lo que fuese necesario por conseguirlo. Absolutamente todo.

Unas cuarenta y ocho horas antes, Suso se dirigía al mostrador del hotel Hisperia de Lagos. Había pasado una semana de vacaciones con su hijo y mujer. El tiempo les había acompañado. Disfrutaron de siete días de playa y seis noches de paseo por la orilla de mar.

La mañana en la que debían abandonar el hotel, mientras Raquel preparaba a Álvaro para el viaje, introdujeron bajo la puerta de la habitación un sobre cerrado. El primero en darse cuenta fue Alvarito. Con la cara llena de ilusión, como siempre recordaría Suso, su hijo le dio el sobre para que él fuese el primero en saber qué era.

—Toma papi.

Suso rasgó el papel y sacó de su interior una invitación.

Gracias por elegir nuestro hotel.

Como agradecimiento a la semana que han

permanecido con nosotros, nos complace

invitarles a un almuerzo para usted y su

familia.

Atentamente, A. F.

—Nos invitan a almorzar, cariño —avisó a Raquel—. Es un detalle, la verdad.

—Ya te digo. Con la pasta que vamos a pagarles, me hubiera hecho un par de retoques.

Suso evitó hacer comentarios. La obsesión de Raquel con su cuerpo le traería problemas. Para él, su mujer era perfecta. Suso era la envidia de sus amigos desde que presentó a Raquel en una fiesta de cumpleaños. Esa mañana, con la cara sin maquillar, el moreno de su piel tras sus baños de sol y agua salada, y el pelo recogido en una coleta le hacía sentir un hombre afortunado.

—Lo que pasa es que si nos entretenemos mucho, nos va a pillar la noche por el camino.

—¡Qué exagerado eres, Suso! ¿Qué vamos a tardar? Si vemos que la comida se alarga, pues nos vamos y punto.

Suso prefería quedar mal rechazando la invitación, que dejando la comida a medias. Se había pasado la noche anterior planeando la vuelta. Echaría demasiadas horas en la carretera si quería hacer el trayecto de una vez. De modo que el tiempo que emplearan en el almuerzo lo compensaría con bajar el número de paradas para que su hijo fuese a hacer pis.

Terminaron de empaquetar la ropa y los regalos, y se marcharon todos contentos pensando en el detalle que tendría el hotel con ellos.

Al llegar a la planta baja, el recepcionista le pidió la tarjeta de crédito. Tras firmar en la factura, Suso le preguntó por la invitación que habían recibido. La mirada del recepcionista le sonrojó.

—Lo siento, señor. Esta nota no es de nuestro hotel. Ha debido haber una equivocación.

—Vaya, qué vergüenza. Disculpe.

—No se preocupe, señor. Y muchas gracias por su estancia. Buen viaje.

Suso se dio la vuelta y se guardó la invitación en el bolsillo. Raquel había estado pendiente de su hijo, pero una mirada de su marido le bastó para saber que emprenderían el viaje antes de lo que habían previsto.

—Me han dicho que esta nota no es del hotel.

—¿Cómo? Eso no puede ser, Suso. ¿Nos han gastado una broma?

Suso se encogió de hombros.

—No… no lo sé.

—Dame la hoja —le dijo tendiéndole la mano—, voy a ir a quejarme ahora mismo.

Raquel era caprichosa y, si se había ilusionado con el almuerzo, no pararía hasta conseguir su regalo. En sus primeras vacaciones como matrimonio consiguió que el hotel en el que se alojaron les regalase un par de juegos de toallas. Desde entonces, Suso había iniciado una libreta con los lugares a los que no volvería a ir por vergüenza. Así que Suso le entregó el sobre con la invitación sin ponerle ningún reparo.

La casualidad hizo que en el momento de girar para dirigirse a la recepción del hotel, se chocase con una elegante mujer vestida con traje de chaqueta.

—¡Perdón! —gritó Raquel.

La mujer sonrió con desdén mientras se reajustaba su vestimenta.

—¿Son ustedes el señor López y su señora?

—Correcto —se anticipó Raquel.

—Permítanme presentarme. Soy Inés, la relaciones públicas del hotel. Quisiera disculparme en nombre de nuestro recepcionista. Ha empezado a trabajar con nosotros hace un par de días y desconoce nuestra política de incentivos a clientes.

—Entonces —la cortó Raquel—, ¿sí tenemos un almuerzo de regalo?

—Efectivamente. Si tienen el detalle de acompañarme fuera del hotel.

—¡Qué bien! Ya me parecía a mí que esa nota no podía ser broma, que si mi marido…

Raquel agarró del brazo a la mujer y se encaminaron hacia la puerta, dejando a Suso con todas las maletas y con el pequeño Álvaro.

Así fue como Suso conoció a la mujer con la que se había cruzado antes de entrar en la construcción de madera. Como empezó a sospechar que aquella mujer escondía algo, al ver que el recepcionista lo miraba con cara de extrañado. Como confió por primera vez en aquella voz que los retuvo el tiempo necesario para que pasasen por Miadona a la hora precisa. Y como cayó en la cuenta que esa fue la misma voz de la conductora que se había llevado a Raquel cuando intentaban escapar de la pesadilla en la que se había convertido la ciudad piloto.

Deprisa. Sin vacilación. Cuando la parte superior de la celda se movió, apareciendo un hueco y bajando una escala de cuerdas, Raquel se lanzó a ella para ser la primera en alcanzar la planta superior. Fuese bueno o malo lo que hubiese arriba, quería demostrarles a los miadonos que ya no era la misma, que había cambiado y que sí era capaz de tomar sus propias decisiones.

Raquel estaba en forma, pero la número uno subió más rápido por la escala mientras que la número dos apenas había empezado a ascender. Levantar esos muslos no debía ser fácil. Siguió su ascenso para ser la elegida de las tres.

Se ayudó con las manos para entrar por el hueco. Todo estaba a oscuras al llegar arriba. En un lugar apartado de aquella nueva sala se veía una especie de estaca luminosa. Tenía la misma forma que el colgante dorado que llevaba Ariadna en el cuello. Por lo demás, era el único elemento que iluminaba la sala, pero no tenía la suficiente potencia como para servir de lámpara. ¿Sería ese el objetivo de la prueba? ¿Alcanzar la estaca?

Raquel pudo escuchar a la número uno rastrear los pies y tropezarse.

—¿Ya estás arriba? —preguntó con sarcasmo tras el tropiezo—. Creo que sabes quién va a ser la elegida, ¿verdad?

Raquel se empezó a mover a gatas y deseó que sus pupilas se adaptaran rápido a la penumbra. Avanzó poco a poco para no hacerse daño con nada. Sin embargo, al adelantar la mano derecha se hizo un corte en el dedo meñique con un objeto afilado.

—¡Mierda! —gritó Raquel.

—Ten cuidado, no me lo vayas a poner demasiado fácil.

Esa tía se iba a enterar. Estaba muy subidita, pero seguro que no estaría tan motivada como ella. Raquel había perdido a su hijo y lucharía por él. Lo sentía en su interior. Él le estaba dando la fuerza necesaria para continuar.

Reprimió las lágrimas y vio que la número dos aún no había alcanzado la cima. Tanteó el objeto con el que se había cortado y descubrió que era un cuchillo. Habían dejado un arma blanca allí tirada y Raquel pensó saber con qué objetivo. Cogió el cuchillo y se puso en pie. Ya veía con mayor claridad la habitación en la que se encontraba, pero todavía era pronto para moverse con soltura. Veía a la número uno cerca de la pared. Iba andando de lado, camino de la estaca, girando la cabeza una y otra vez. Si Raquel podía verla, la número uno también. Por eso decidió rápido cuál sería su primer objetivo al ver entrar por el hueco correspondiente a la número dos. Sin dudarlo se encaminó hacia ella. Raquel estaba segura que en esos momentos la número dos no podía ver que ella se le acercaba, aunque sí podría escuchar sus pasos. Pero no le importó. Cuando la número dos intentaba meter el culo por el hueco, Raquel la apuñaló hasta en tres ocasiones por la espalda. El grito de dolor se oyó por toda la sala. Raquel vio que la número uno se agachaba para protegerse. Tenía miedo. Raquel clavó una última vez el cuchillo en la cervical de la número dos y arrojó el cuerpo inerte por el hueco.

—Una menos. Ahora, querida, es tu turno —le dijo a la número uno con una voz que ni ella misma fue capaz de reconocer.

Saber que Pelayo tenía razón cuando le avisó que aquella gente lo tenía todo planeado le provocaba un pánico que le aceleraba el corazón a un ritmo vertiginoso. Sin embargo, Suso estaba seguro que le habían subestimado. Los responsables debían creerse superiores, pero tanto Pelayo como él mismo les estaban demostrando que no podían controlarlo todo. Allí se encontraba Suso, caminando por una serie de pasillos desconocidos, en busca de una pista que le llevase hasta Raquel.

No podía negar que se había perdido. Tampoco entendía la finalidad de aquel edificio que habían construido en mitad de la calle. Suso abrió un par de puertas, pero sólo escondían habitáculos vacíos o llenos de cajas de cartón arrugadas. Los pasillos estaban poco iluminados, lo que impedía que pudiese fijarse en ningún detalle para orientarse. Al menos estaba tranquilo de no ser vigilado por ninguna cámara. Allí no había nada de nada por ninguna parte.

De repente se escuchó un zumbido metálico. Provenía del final del pasillo. Parecía algún tipo de elevador. Eso daría sentido a la situación de aquella construcción. Estaban utilizando los subsuelos del pueblo. ¿Esconderían allí a Raquel? Se orientó por el sonido, que cada vez se escuchaba con mayor claridad, cuando pensó en qué haría si del elevador saliese alguna persona. Recordó al encapuchado que había disparado a su hijo. ¿Cómo actuaría si se abriese una de esas puertas y saliese aquel asesino? ¿Y si fuese acompañado?

Por una vez en su vida, Suso se preguntó por qué se habían hecho realidad sus pensamientos. La última puerta del pasillo se abrió y salieron al trote dos hombres y una mujer. Iban vestidos igual, con unos uniformes de color morado y unas botas de montaña que hacían resonar sus pasos como si de una estampida se tratase. Se habían fijado en él. Intentó disimular como lo hizo con Inés. La poca visibilidad le ayudaba a no poder ser reconocido. Pero ellos eran tres y el pasillo demasiado estrecho. Supo que le habían pillado cuando sus pasos fueron sustituidos por los seguros de sus tres armas de fuego.

La sensación de éxito se desvaneció pronto.

Había acuchillado a la número dos por la espalda. La miraba desde lo alto. Cómo se desangraba. Cómo su mirada perdida miraba a nada en particular. Raquel no se arrepentía de lo que había hecho.

Pero lo que hizo que volviese a la realidad fueron los ruidos que la número uno provocaba en su intento de alcanzar la estaca. Eso le bastó a Raquel para entender que aún no había vencido. Su rival iba arrastrando lo pies mientras esquivaba todos los objetos que se iba encontrando por el camino. Si Raquel no hacía algo pronto, la número uno llegaría a la estaca en unos segundos.

—Esto servirá —dijo mirando al cuchillo ensangrentado.

Nunca había sido buena en puntería, pero lo debía intentar. Distinguiendo entre la oscuridad la situación de la número uno, lanzó el cuchillo con toda la fuerza que pudo.

—¡Puta! —se escuchó.

No sabía si le había dado. Pero sí le había metido miedo. Raquel iba a por todas y la número uno ya lo sabía. Aprovechó la confusión que había creado para salir corriendo tras su rival. Se encaminó hacia la pared para aprovechar el camino despejado. A pesar de que la otra chica había pasado por allí, Raquel se rozó con más de un objeto afilado. No le importó que sus perfectas piernas fuesen marcadas por navajas o puntillas. Ni tampoco golpearse en la frente con tablones situados estratégicamente. Porque se acercaba a la número uno como una bestia rabiosa. La mataría con sus propias manos si fuese necesario.

No lo fue.

La número uno, al ver aproximarse a Raquel, se había preparado para el impacto. Sin embargo, no pudo predecir que se le iba a lanzar desde un par de metros antes, que iba a chocar contra ella sin ningún miramiento, que la iba a tirar al suelo, ni que un largo clavo oxidado se introduciría desde la zona posterior de su cráneo hasta alcanzar la órbita de su ojo izquierdo.

Raquel había ganado. Miró hacia la estaca brillante con la convicción de ser la mejor. Nadie la detendría. Nadie.