El tanque se vaciaba con lentitud. Raquel veía cómo el cuerpo de Ángel se desplazaba inmóvil a la vez que bajaba el agua. Al terminar de vaciarse, Ángel yacía en el suelo de la celda contigua.
—¡Ángel! —le llamó mientras daba pequeños golpes con el pie hasta donde podía alcanzar—. ¡Ángel! ¡Despierta, por favor!
Raquel no quería mirar hacia el monitor. Tras el brillo de la pantalla, el tanque de Javier aún permanecía lleno. De reojo, mientras las paredes del depósito de Ángel se recogían, pudo ver el cuerpo de Javier flotando. Llegaba a ver incluso el movimiento ondulatorio del pelo al compás del agua. Ella no tenía la culpa de su muerte. Le habían obligado a elegir entre dos desconocidos. Javier había muerto, no por su culpa, sino por la de la mujer de la túnica. Aquella negra enfermiza, con su estúpido atuendo, era la auténtica responsable de su muerte. Ella no quería…
Una tos interrumpió sus pensamientos. A su lado, Ángel intentaba incorporarse del suelo.
—¡Gracias a Dios! ¡Estás vivo!
Ángel tomó aire y miró hacia Raquel. Pero la mirada que pudo verle en la cara la dejó desconcertada. Unos ojos duros y una fina sonrisa cómplice le devolvían la mirada.
—Sí, Raquel, gracias a Dios —dijo incorporándose—, y… gracias a ti.
Sin mediar otra palabra más, se levantó hacia la puerta de su celda, y con un ligero empujón la abrió y salió sin problemas.
—¿Cómo coño…?
La sonrisa de Ángel no se desdibujó de su cara mientras avanzaba hasta la salida de la habitación. Una sonrisa que Raquel era incapaz de comprender.
Federico Figueroa volvía a mirar divertido, desde el monitor del despacho, la cara con la que se había quedado aquella chica. La verdad es que su hermano nunca se equivocaba y siempre conseguía que le salvaran. Desde que él había llegado allí, había visto cómo Ángel se había salvado de tres disparos, una electrocución y dos ahogamientos. Flipante.
Ariadna se levantó del sofá que Federico tenía a sus espaldas y le tocó el hombro. Aquel contacto le produjo un escalofrío placentero que recorrió todo su cuerpo. Ojalá le tocase algo más que el hombro aquella mulata.
—Tienes un hermano muy inteligente y valiente —le dijo con aquella sensual voz.
Ahora la tenía enfrente de él, y sus ojos sólo podían mirar aquellos generosos pechos que sobresalían lo suficiente para su disfrute personal.
—Es una pena que esas cualidades no sean hereditarias —añadió asqueada dándole la espalda.
—¿Qué? ¿Qué has dicho? —le preguntó Federico volviendo a la realidad.
—Nada, mi amor, que te levantes de esa silla. Ya viene tu hermano.
Federico asintió sin saber muy bien por qué tenía que levantarse. Aquel despacho también era suyo. Pero Ariadna conseguía que hiciese cosas en contra de su voluntad. Eran aquellos ojos penetrantes, que… ahora que lo pensaba, no recordaba cómo eran exactamente.
Con esfuerzo, levantó su gorda figura de la silla, que crujió aliviada con el movimiento. Sabía que tenía que perder algunos kilos, pero no se sentía con fuerza para empezar ninguna dieta. La culpa la tenía aquella vida llena de desgracias que le había tocado vivir. Su juventud fue de fracaso en fracaso. No servía para estudiar, sus negocios no levantaban cabeza, las pocas mujeres con las que se relacionaba le dejaban cuando le conocían un poco, y la lista podía continuar con detalles que deprimirían al más optimista.
Todo cambió el día que su hermano mayor fue a visitarlo. Llegó sin avisar. La sorpresa dejó paso a la vergüenza. Sintió asco de sí mismo al abrirle la puerta de su ridículo y sucio piso de soltero. Allí plantado, con un traje marrón de corte americano, de los que te hacen a medida y cuestan un pastón, Ángel observaba cada detalle. Llegó a pasar la yema de los dedos a lo largo de una repisa para quitar el polvo acumulado. Federico reprimió sus ganas de llorar. Ambos hermanos bajo un mismo techo, pero dos caras distintas de una misma moneda.
—Siéntate —le ofreció, pero Ángel negó con la cabeza—. Bueno, vaya sorpresa, ¿no? ¿Qué te ha traído hasta aquí?
Su hermano no hablaba. Le hacía sentir un extraño en su propia casa. Aquel silencio estaba siendo insoportable para él.
—¿Te traigo algo para beber? ¿Agua? ¿Un café? —Nada, no contestaba. Sólo le miraba sin mostrar ningún sentimiento en su rostro—. Dime, Ángel, ¿cómo te va? Por lo que veo, no lo estás pasando mal. Si te digo la verdad, a mí no me van las cosas como me esperaba. Pero, ¡no vayas a pensar que te estoy pidiendo nada! Que sólo es que como no nos vemos desde…
—Hermano —le cortó—, vengo a cambiar, con la ayuda de Dios, tu vida llena de ruina y pecados. Sólo te pido que me cedas tus pocas pertenencias y te vengas conmigo. No te arrepentirás jamás de esta decisión. ¿Qué me dices, Federico?
Aceptó, por supuesto. Varios meses después seguía sin arrepentirse. Su hermano le había designado encargado del cumplimiento de las leyes divinas en Miadona. Casi nada. Muchos le envidiaban por su estatus dentro de la congregación. Muchos hablaban por detrás de su claro enchufe. Pero a él le daba igual. Porque todos esos que hablaban, le temían. A más de uno le había cortado la lengua. Literalmente. Salvo su hermano y la putilla negra, nadie estaba por encima de él. Su vida había cambiado.
En eso pensaba cuando Ángel abrió la puerta del despacho.
Conseguido. Dos pájaros de un tiro. Aquel motero, que se había atrevido a parar en el pueblo, había muerto. Y la próxima candidata había pasado la primera prueba. No había tiempo que perder.
—Albornoz —ordenó a Ariadna en cuanto entró en su despacho.
La mujer fue al armario y sacó un albornoz del mismo color morado que su túnica. El color de la congregación.
—Enhorabuena, Ángel —dijo mientras le colocaba sobre los hombros la prenda y le acariciaba la cara con una mano.
Se dirigió hacia su mesa. Federico estaba esperándole justo al lado de la silla. Cómo odiaba que se pusiera ahí. Si no fuera por lo serio que se tomaba su trabajo aquel gordo, le habría ahogado con sus propias manos. Era un perdedor. Pero era justo por ello por lo que hacía medianamente bien su tarea.
—Ha sido una actuación magistral —le dijo con aquella sonrisa boba en la cara.
No se dignó ni a mirarle. Estar sumergido tanto tiempo bajo el agua siempre le agotaba. Había tenido que entrenar su capacidad pulmonar durante años. Pero era, sin lugar a dudas, la técnica de reclutamiento más eficaz de todas.
—Ariadna, ve a por la chica. Tú, largo.
El poder era maravilloso. Dios le había tocado con su gracia y le había convertido en el líder que era hoy. Siempre había tenido don de gentes. Desde pequeño. Ahora era capaz de vender arena en el desierto. Años de estudio del comportamiento humano le habían llevado a ser el líder de la congregación de Miadona. Ángel estaba preparándose para el día del Juicio. Quedaba ya poco, un par de años a lo sumo. Dios se lo había dicho. Él era el elegido. Le había encomendado reclutar a quinientas personas puras. El día que Dios decidiese acabar con la especie humana, los miadonos subirían al cielo y gobernarían con Cristo. Él sería la mano derecha de Jesús y juntos confeccionarían un nuevo mundo.
Se quitó el albornoz y recogió una camisa nueva. Se tenía que preparar para la segunda prueba de Raquel. Ella sería la miadona número cuatrocientos sesenta y dos, estaba convencido. Pero no lo tendría fácil. Debía vencer a otras dos contrincantes y no morir en el intento.
Ariadna acompañó a Raquel al despacho. A Ángel le encantaba el momento del reencuentro. Sus ojos siempre reflejaban un estado puro de incertidumbre. Eran como perritos que obedecen sin rechistar a su amo. Raquel anduvo hasta acercarse a unos pasos de él.
—¿Quién eres? —preguntó Raquel conmocionada—. Te he salvado la vida, ¿verdad? Estoy mareada, no sé…
—Tranquila, Raquel, te lo voy a explicar. —Ángel hizo un gesto a Ariadna para que le acercase una silla—. Siéntate, por favor.
Ángel permaneció en silencio. Sabía que el silencio era un cuchillo que destroza al oponente. Muy pocas personas pueden soportar que alguien esté cerca y no pronuncie una sola palabra. Desde pequeños asociamos el silencio a la culpabilidad. Sin embargo, Ángel sabía que, con el silencio, se alcanzaba la pureza del ser. El centro del alma.
Era entonces cuando sacaba ese cuchillo cuya finalidad no era otra que la de curar las heridas del pasado.
—Dime… ¿Qué pensaste cuando Ariadna te contó tantas cosas sobre ti?
Raquel le miraba fijamente. Desvió durante un par de segundos su mirada hacia Ariadna, pero sus ojos retornaron a él. No contestó.
—Sabemos mucho de tu vida. De tu familia —siguió.
Raquel abrió los ojos. Empezaba a reaccionar de lo sucedido.
—¡Tú has matado a mi hijo! —Le acusó mientras se levantaba. El gesto fue breve. Ariadna, con un empujón, le obligó a sentarse de nuevo—. ¡Hijoputa! Te salvé la vida… y tú habías matado a mi Álvaro.
Rompió a llorar. A pesar de que ya no le miraba a la cara, notaba su dolor y su odio repartidos a partes iguales.
—Raquel, no te confundas, cielo. Tú no me has salvado sólo a mi. Nos has salvado a los dos. Tu elección demuestra que eres pura de corazón.
—Vete a la mierda.
Ángel se acercó a ella y le dio una bofetada. Acto seguido le cogió de los hombros.
—Ese no es el camino, Raquel. Que tu dolor no enturbie tu pureza. Te llevo observando desde hace muchos meses. Desde el primer momento en que te vi supe que valías para esta congregación. —Raquel le miraba confusa. No estaba entendiendo ni una palabra, lo que era perfecto—. Mi trabajo es buscar personas como tú, que se unan a mi causa. Valientes que luchen contra todo el mal que hay en el mundo y que se está extendiendo como un cáncer.
—¿El mal en el mundo? Tú no estás bien de la cabeza.
Nueva bofetada.
—Has sido elegida para contribuir en un plan divino. Los miadonos estamos destinados al cielo y pocos son los seleccionados para el plan de Dios. —Hizo una pausa para que Raquel captase algo de su mensaje—. Dime Raquel, ¿no sientes que en tu vida ha fallado algo? ¿Acaso no te dolió todo lo que te dijo Ariadna? Porque sabías que no había sido culpa tuya. Han sido los que te han rodeado quienes te han traído a esta silla. Dentro de ti hay un diamante, y los que han estado contigo durante toda tu vida lo han triturado hasta convertirlo en polvo.
—No… no es verdad.
—No niegues lo que sabes que es cierto. Tu padre, tu madre o tu marido. Todos te dicen lo que tienes que hacer y decir. Estás manipulada y eres consciente de ello.
Ángel iba elevando el tono en cada palabra. Estaba llegando al momento clave para la aceptación de los hechos. Raquel miraba hacia el suelo. Estaba avergonzada.
—Eres pura, Raquel. Te has dejado atrapar porque tu interior es sano. Ellos se han aprovechado de tu corazón. Pero eso se ha acabado.
Ángel cogió con dulzura la mandíbula de Raquel para que le mirase. Ella lloraba. Hizo un gesto a Ariadna para que se acercase a un pequeño arcón situado a un lado de la habitación.
—Raquel, olvida el pasado y empieza desde cero con nosotros. Una nueva vida en la que tú eres la protagonista. Este es tu momento. Quiero que olvides a tus padres. Que olvides a tu marido. —Se echó a un lado para dejar paso a Ariadna—. Pero no quiero que olvides a tu hijo.
La mujer traía en brazos el cadáver de Alvarito. Raquel se levantó y quiso gritar, pero sólo salió un pequeño sollozo. Se dirigió hacia su hijo y nadie se lo impidió.
—¡Álvaro! No…
Raquel cogió en su regazo al pequeño. Estaba desnudo. El tacto de su piel era viscoso. Le habían impregnado con un mejunje que retrasaba su descomposición. Observó el blanco mortecino de su piel que dejaba paso a tonalidades moradas en algunas zonas. Ya había olvidado el frío de su cuerpo, así como aquella abertura oscura en su pequeño cráneo.
—Vuelve a la silla, Raquel, y atiéndeme.
Notó cómo las piernas de la madre temblaban y se podía llegar a caer. Aguantando su peso, la guió de vuelta a la silla para terminar de una vez con el reclutamiento.
—Aquí tienes a tu hijo —le dijo entregándole el cuerpo sin vida—. Como te he dicho no quiero que lo olvides. Porque su muerte va a significar tu salvación. ¿Entiendes? —Esperó a que asintiese—. Y sólo te voy a pedir una cosa más, Raquel. Algo que me demostrará que estás con nosotros. Un pequeño detalle que hará que realmente lleves a tu hijo dentro de tu ser.
Ariadna se acercó a Raquel con paso elegante.
—¿Qué vas a hacer?
—No tienes nada que temer —le susurró Ariadna.
Con una mano tranquilizó a Raquel secando con delicadeza sus lágrimas. Con la otra agarró el meñique de Alvarito. Antes de que Raquel comprendiese su propósito, el semblante de Ariadna se oscureció. Un movimiento brusco fue acompañado de un horripilante chasquido que petrificó a Raquel en su asiento. No se atrevía a mirar. Su cerebro no era capaz de asimilar que aquella exuberante mujer hubiese arrancado el pequeño dedo de la mano de su hijo y se lo estuviese mostrando con una siniestra sonrisa.
—Trágatelo.
Aquello la enloqueció. Empezó a negar explosivamente la cabeza. No iba a hacer tal monstruosidad. La sola imagen del dedito separado de su mano le provocaba arcadas. Que no cayese ni una gota de sangre de él le recordaba que aquello que estaba abrazando no era más que el cadáver de su hijo.
—No pienso hacerlo —le dijo con una voz que apenas oyó la propia Raquel—. ¿Por qué has hecho eso? Es sólo un niño… ¡Le has arrancado el meñique a mi niño!
Un caudal de lágrimas volvió a regar el rostro de Raquel. Apretó contra su pecho al niño porque se sentía indefensa ante aquellas personas. Ariadna hizo que se separase de él agarrándole del mentón.
—Trágatelo —repitió.
—No… ¡no puedo!
—Raquel —intervino Ángel tras haber estado observando la escena—, es lo único que te estamos pidiendo. ¿Acaso Abraham dudó ante Dios cuando le pidió que matase a su hijo? Nosotros lo hemos hecho por ti y encima te hacemos este maravilloso regalo que es llevarlo en tu interior. Para que recuerdes. Una nueva vida a cambio de este sacrificio. Tu pasado desaparecerá cuando lleves este pedacito de él en tu interior.
Ariadna le acercó el meñique a la boca.
—Trágatelo.
Raquel separó indecisa los labios. En primer lugar besó aquel dedo que tantas veces había acariciado. Un dedo que estaba lleno de vida apenas un par de días antes y que ahora reposaba en sus labios, separado del resto de su cuerpo. Sacó la lengua y, como si de una oblea se tratase, se lo tragó.
—Muy bien, Raquel —la felicitó ángel—, muy bien.
Mientras Raquel notaba como aquel dedo atravesaba su esófago, Ariadna se puso en cuclillas y la abrazó. Por extraño que pareciese, Raquel pensaba que había hecho lo correcto.