Capítulo 4

Los golpes de un bastón despertaron a Suso. No sabía dónde se encontraba, pero al abrir los ojos y ver a un señor mayor propinándole golpes lo recordó todo.

—Pare ya, por favor —le pidió con voz ronca a Pelayo.

Había dormido fatal. Le dolía todo el cuello por haber tenido que permanecer sentado en una silla de madera astillada toda la noche. Al menos, pensó, había podido descansar bajo un techo que podría definirse como seguro. Suso miró por la ventana y comprobó que aún no había amanecido.

—¿Qué hora es? —preguntó Suso.

—Si quieres unos números, no tengo ni idea. Se me daban mal las matemáticas cuando pequeñuelo y no he cambiado a lo largo de mis años de vida. Pero sí te puedo decir que es la hora en la que se levantan los hombres para ir a trabajar. ¿Eres un hombre o una señorita?

Suso dudaba de dónde habría sacado Pelayo aquella idea. Seguramente habría vivido alejado de toda persona civilizada en un radio de varios kilómetros. Vio como el viejo iba a una pila situada en una esquina de la cabaña y llenaba una tinaja oxidada con agua. Aprovechó para mirar su reloj y vio que apenas eran las seis de la mañana. Pelayo regresó con la tinaja y se la puso delante.

—Gracias.

—Dámelas cuando la hayas usado y te hayas lavado la cara.

Suso empezaba a cogerle aprecio a aquel viejo cascarrabias. Pelayo le estaba dando todo lo que tenía a cambio de nada.

Una vez que se enjuagó los ojos y se secó con su camiseta, Suso se acercó a Pelayo.

—No sabría cómo agradecerle todo lo que ha hecho esta noche por mí, pero le tengo que pedir algo más.

—¿Qué es lo que quieres, muchacho?

—Dígame cómo puedo recuperar a mi mujer. Usted es la única persona en la que puedo confiar en estos momentos.

Pelayo lo miró fijamente. Suso creyó ver que de los curtidos ojos de su anfitrión iban a salir unas lágrimas, quizás de pena o tal vez de alegría. En cualquier caso indicaban que para Pelayo había llegado un momento que hacía tiempo que estaba esperando.

—Anoche hice que reflexionaras sobre algo. Ellos tienen controlada esta situación desde hace tiempo. Sí, es así… —dijo al ver la cara de incredulidad de Suso—. Quieren algo de ustedes, o al menos de uno de vosotros dos. Vuestro hijo para ellos era prescindible, pues en otro caso no estaría muerto. —Pelayo hizo una pausa y finalizó tajantemente—. Ellos han planificado cada acto, cada pensamiento y cada sentimiento tuyo y de tu mujer.

Suso pensó en aquellas duras palabras. ¿Estaba aquel viejo chiflado, o debería tener en cuenta sus advertencias?

—Tal como lo plantea, que permítame que dude de algunas de sus afirmaciones, me va a ser imposible recuperar a Raquel. Si ellos lo tienen todo planeado y lo saben todo, ¿qué hago? ¿Qué puedo hacer?

Pelayo sonrió con amabilidad.

—Eres libre de creerme o no, pero con el tiempo te darás cuenta de que este viejo no se equivoca.

Pelayo sacó un par de galletas de un viejo zurrón. Se metió una entera en su casi desdentada boca, y dejó la otra encima de la mesa.

—Hay algo con lo que ellos no cuentan —afirmó el anciano.

—¿De verdad? —Preguntó curioso Suso, mientras Pelayo afirmaba con la cabeza fervientemente.

—De verdad, amigo mío. —Pelayo le miraba fijamente—. Estoy convencido que ellos no han tenido en cuenta a este viejo con el que estás hablando.

Y Suso sonrió por primera vez desde que su hijo murió.

Llevaba más de media hora caminando por las tierras que rodeaban Miadona, vestido con unos ropajes apestosos que Pelayo le había prestado, y aguantando las arcadas que le venían cada pocos minutos.

—Los quiero de vuelta —le dijo el viejo antes de soltarlos por completo.

Pues claro que se los devolvería. ¿Para qué los iba a querer él? No servirían ni para trapo con toda aquella mugre. Era cierto que, durante esos treinta interminables minutos, Suso llegó a pensar que aquellas palabras eran el modo en el que Pelayo le daba ánimos. Y es que probablemente iba a morir. Porque no es que se fuese a meter en la boca del lobo. Suso iba a colarse por la boca del animal y no iba a parar hasta salir por el maldito culo.

—¡Por Dios, que asco más grande! —gritó.

No lo dijo por su último pensamiento. En absoluto. Es que los harapos que vestía estaban desprendiendo olores a moho y a comida putrefacta. Era repugnante. Como pasear por un vertedero a las cinco de la tarde en pleno verano. Y todo a pesar del pañuelo que le cubría la boca y la nariz. Pero aquellos olores traspasarían una pared de hormigón.

La idea había sido de Pelayo, por supuesto. Suso pensaba en lo bien que le había parecido todo cuando le explicaba el plan.

—Llevo paseando por estos campos desde pequeñuelo —empezó—, más de ocho lustros antes de que esa gente llegase y se instalase. Así que, aunque al comienzo no les gustaba que hurgase por sus ridículos asuntos, no tuvieron más remedio que acostumbrarse. Ya cuando me ven, miran para otro lado. Yo no les molesto y ellos no me molestan. —Pelayo salió entonces de la cabaña, abrió un viejo arcón semienterrado y sacó de él los harapos que Suso vestía en aquel momento—. Si te pones esto, y caminas un poco jorobado, así como yo, te confundirán conmigo. Los quiero de vuelta —advirtió, entonces, por primera vez.

Suso aceptó con una sonrisa el plan del viejo. Claro que todavía no le había llegado el tufo que desprendían. La vestimenta era sencilla: una gorra marrón con orejeras, un chalequillo de piel de borrego, una chaparrera que le cubría las piernas y unas botas altas negras. Le quedaban algo holgadas, lo que demostraba que Pelayo habría tenido gran porte en su juventud. El hombre entró un momento en la cabaña y salió con un gran cuchillo oxidado en las manos. La chaparrera tenía un pequeño orificio por el que se podía introducir el cuchillo, así que le ayudó a colocarla y le avisó de que debía tener cuidado al sacarlo.

Cuando el sol empezaba a asomar por el horizonte, Suso ya llevaba varios minutos andando. Tenía un rumbo fijado por Pelayo. Debía encaminarse en dirección a una montaña con forma de calabaza. Si no se desviaba, Suso encontraría un pequeño pozo excavado en la tierra. Aquel pozo se encontraba a apenas 100 metros de la primera casa de Miadona. Era habitual que Pelayo fuese a sacar agua de allí, por lo que no levantaría sospecha. Y desde allí podría vigilar esa entrada al pueblo hasta que decidiese adentrarse en él.

Pero después de treinta minutos, con aquellos hedores emanando de la ropa, y el sol empezando a apretar a pesar de la temprana hora, Suso estaba convencido de que se había perdido. Jamás encontraría un pozo entre tantas hectáreas de tierra. Y si volvía sobre sus pasos, estaba seguro de que tampoco encontraría la cabaña de Pelayo. Ese pesimismo le estaba consumiendo poco a poco, con cada paso que daba. Caminar encorvado tampoco ayudaba. Se empezaba a sentir angustiado, hasta que de repente se dio cuenta de que el terreno comenzaba a descender. Su visión panorámica aumentó, y, a lo lejos, pudo ver una serie de piedras dispuestas en forma de círculo. Y lo mejor de todo: pudo ver la primera casa de Miadona. Una pequeña casa rosa de madera, de una sola planta, con tejado inclinado de teja roja y ventanas repartidas por los cuatro costados.

Tuvo ganas de llorar y de salir corriendo, pero Suso se controló y siguió su camino. No podía levantar sospecha, y no sabía si habría alguien vigilando aquella zona y, por alguna razón, estaba convencido de que le debían estar buscando. Por lo que le había contando Pelayo, aquellos tipos lo tenían todo controlado, así que Suso no creía que fuesen a dejarle escapar para que revelase lo ocurrido. El recuerdo del asesino de su hijo irrumpió en su mente y una mirada furiosa apareció en el rostro de Suso. Mientras miraba en dirección al pueblo, juró vengarse costase lo que costase.

Suso llegó al pozo. Cogió un cubo de lata que había atado a una cuerda, lo arrojó, y sacó un poco de agua. Estaba limpia y fresca. Tomó un trago, luego otro, para finalmente lavarse la cara y las manos con la sobrante. Aquello lo relajó y le permitió recuperar fuerzas. Antes de adentrarse a Miadona, Suso siguió el consejo que le dio Pelayo. Se sentó en el suelo, cerca del pozo, y observó el comienzo del pueblo. Tenía que vigilar cualquier movimiento, comprobar las llegadas y las partidas, qué ocurría en tales casos y, sobre todo, esperar. Debía ser paciente, a pesar de la peste inmunda que estaba aguantando.

Una hora después, el ruido de un motor le despertó. Suso se había quedado dormido. Un error que podía echar por tierra todo el plan. Afortunadamente, Morfeo le abandonó en el momento justo y pudo obtener la recompensa de la espera. Un todoterreno gris oscuro, muy parecido al que le habían robado a él, se acercaba al pueblo. Paró justo al lado de la casa rosa y abrió la ventanilla del conductor. Debido a la distancia que lo separaba, no pudo ver quién ocupaba ese asiento. Segundos después salía de la casa rosa un hombre vestido de paisano, con una gorra que le cubría la cabeza, en dirección al vehículo. El conductor sacó la mano y mostró una especie de pase.

—Vaya… —dijo Suso—, así que tienen un puesto de guardia para entrar en el pueblo. ¿Qué pasará si un coche desconocido entra y no se detiene?

Suso creía saber la respuesta. La había vivido justo la noche anterior. No le cabía ninguna duda que habría un puesto similar por la zona por la que entró. Sin embargo, Pelayo afirmaba que aquella gente lo había planeado todo. Pero… ¿sabían realmente los habitantes de Miadona que ellos iban a parar en su pueblo? Eso era absurdo.

El todoterreno subió la ventanilla y continuó su camino. Había llegado el momento de entrar en acción. Cada segundo que pasaba haría más difícil volver a ver a su mujer. Suso se levantó y empezó a bajar por la pendiente en dirección a la casa rosa. Avanzaba con precaución. Imaginaba que en cualquier momento el hombre de la gorra saliese de la casa para advertirle. Suso llegó a esperar incluso un disparo de advertencia.

Nada de aquello ocurrió. Se encontraba a un par de metros de la casa y no había sucedido nada. Eso podía deberse a dos razones: que, tal como dijo Pelayo, ya estaban acostumbrados al viejo e ignoraban sus movimientos; o que no esperasen que nadie en sus cabales se fuese a acercar por el medio del campo y no tuviesen ninguna cámara apuntando hacia allí.

Suso se acercó a la primera ventana y se detuvo justo a un lado.

—Una… —dijo en voz baja—, dos… —tomó aire— y tres.

Miró a través del cristal de la ventana, sólo un par de segundos, y volvió a su posición inicial. Sonrió. Lo que había visto le había gustado. En ese rápido vistazo visualizó todo el interior de la estancia. Realmente no era una casa, sino, tal como sospechaba, un puesto de guardia. En su interior había una mesa amplia llena de papeles justo en el centro de la habitación, varias butacas repartidas por los lados de la mesa, un par de ventiladores colgados de la pared y, lo que le había salvado de ser descubierto, una mesa de vigilancia, llena de monitores, pegada a la pared contraria a la ventana por la que se había asomado. Dentro sólo vio al tipo de la gorra, lo que igualaba, en principio, las fuerzas. Suso tomó aire, apretó los puños, comprobó rápidamente que podía sacar el cuchillo de la chaparrera sin dificultad y rezó lo que supo.

—Por mi hijo —se recordó.

Se movió en cuclillas para no ser visto a través de las ventanas. Al llegar a la esquina, volvió a su posición encorvada anterior y empezó a adentrarse en el pueblo. El miedo le recorría el cuerpo, las piernas le temblaban y el sudor, que le resbalaba por la frente hasta los ojos, le impedía ver con claridad. Suso sabía que en el momento en el que aquel tipo se percatase de que un desconocido entraba en Miadona, saldría con una escopeta, dispararía y luego, si acaso, preguntaría. Moriría como un mierda que había dejado asesinar a su hijo y secuestrar a su mujer.

—No, no te derrumbes ahora… Aguanta…

Suso se animaba a sí mismo. Su única esperanza era todo lo que le había contado Pelayo. Fue curioso. Una sensación de calidez le invadió al pensar en su último amigo. ¿Qué estaría haciendo ahora? ¿Estaría Pelayo vigilándole? No. Seguro que no. Pero aquel hombre había confiado en él y no le defraudaría. No podía decepcionar a tantas personas en tan corto espacio de tiempo. Y lo cierto era que, a lo tonto, ya estaba llegando a la siguiente casa sin que le hubiesen detenido. Diez pasos más y se podría ocultar del campo visual del puesto de vigilancia.

—¡Eh, tú! —gritó una voz detrás de Suso—. ¿Dónde coño crees que vas?

—Mierda —dijo Suso en voz baja, pero no lo suficiente.

—¿Qué has dicho, viejo? ¡Ven aquí! ¡Vamos!

Suso no se movió. El hombre le había confundido con Pelayo. Hubiese sonreído si no fuera porque no podía respirar. El calor y la peste era asfixiante, pero debía esperar el momento justo.

—¡Tú! ¿Es que no me has escuchado, jodido viejo? ¡Vuelve aquí!

La voz del hombre sonó más fuerte. Se estaba acercando. De hecho, Suso pudo oír sus pasos sobre el asfalto.

—¿Es que ahora te has quedado sordo? —gritaba—. ¡Maldita sea! ¡Sabes que no puedes entrar aquí! —Al no moverse Suso, ni responderle, el guarda se empezó a enfadar—. ¡Maldito hijo de puta! Como te tenga que llevar a rastras te vas a acordar de mí el resto de tu puta vida.

Una mano tocó el hombro de Suso y apretó con fuerza. Lo tenía justo detrás. Ahora o nunca.

—¡Ven aquí, maldito…!

Aquel hombre, sorprendido, no pudo acabar la frase. El viejo al que estaba agarrando se giró con agilidad. Más de la que hubiese esperado en alguien de edad avanzada. Lo último que vio fue la hoja de un cuchillo que se dirigía directa a su cuello.

Suso jamás había matado a nadie. Lo más cerca que había estado de una matanza fue en el pueblo de su padre. La familia se había reunido por Navidad y los habitantes de la abarrotada casa convivían con un pavo que tenía las horas contadas. Ese era el año en el que Suso se debía convertir en el hombre de la casa.

Desconcertante. Suso encontró demasiadas similitudes entre ambas experiencias. El ruido gutural o la manera en la que la sangre salió disparada del profundo corte, salpicándole la cara. Pero las similitudes dieron paso a pequeñas diferencias que le marcarían seguro el resto de su vida.

Cuando su padre le cortó el cuello al pavo, este se limitó a dejar de agitarse nervioso, de pegar picotazos y de sufrir. No le miró a los ojos ni le intentó hablar.

Sin embargo, el hombre no tuvo el mismo comportamiento. Aquel hombre le miró aterrorizado, con unos ojos acusadores por los que la vida se le escapaba. Abría y cerraba la boca queriendo decir algo. Pero no podía hacerlo porque Suso le había cortado las cuerdas vocales. Aquella basta voz que momentos antes no dejaba de soltar improperios fue sustituida por resuellos entrecortados en los que sólo salía expulsada por su boca una mezcla de saliva y sangre que caía sobre las botas de Suso con un ruido sordo.

Tampoco levantó preocupado el pavo sus alas hacia el corte para descubrir el daño que le habían causado. Pero ese tipo sí acercó sus manos al corte, comprobando que, efectivamente, sólo un milagro le salvaría.

Y Suso creía recordar que el pavo murió enseguida. Pero el guarda cayó al suelo y empezó a estremecerse. Se desangraba. Sufría. Era consciente de haber sido asesinado por un desconocido que le miraba desde lo alto como un pasmarote.

Suso empezó a notar como la bilis fluía hacia su boca. Iba a vomitar. A desmayarse. Lo evitó escupiendo al suelo, tragando la nueva saliva y disponiéndose a continuar con el plan y llevar al hombre de vuelta a la casa de vigilancia. Mientras lo hacía, Suso sabía que algo fallaba en su plan. Reflexionando se dio cuenta que en aquel plan nunca había estado llevar arrastrando a un hombre que agonizaba, que le miraba con odio y, a la vez, con clemencia. Pero debía hacerlo y rápido. No podía permitirse estar más tiempo expuesto a las cámaras de seguridad y ser pillado.

Al llegar al porche de la casa, el vigilante murió y su peso aumentó sutilmente. A pesar de que los movimientos espasmódicos, que le habían impedido avanzar con normalidad, habían cesado, el peso muerto del hombre era mayor. Afortunadamente casi había llegado a la puerta. Sólo era un último tirón.

—¡Dios! —Dijo cuando se incorporó notando una punzada en el lumbago—. Venga Suso, no hay tiempo que perder.

Suso colocó el cadáver cerca de la mesa central de la habitación y empezó a desvestirse, quedándose en ropa interior. Lo mismo, con un esfuerzo adicional, hizo con el cadáver. Al terminar tuvo que comprobar que a la ropa del cadáver no se le notase demasiado la sangre, antes de vestirse con ella. La parte más impregnada era la del cuello, pero podía ser disimulada si encontraba alguna chaqueta.

—¿Lucas? —Sonó una voz metálica desde algún lugar de la habitación.

Suso se giró asustado. No había nadie.

—¿Lucas? Soy Mateo, responde. Tenemos un problema.

La voz venía de un transmisor portátil colocado enfrente de los monitores. Mientras se abrochaba los botones de la camisa, Suso cogió el aparato.

—¿Lucas? ¿Algún problema? Responde.

Debía hacer algo. Si no contestaba llamaría la atención. Y si estaban contactando con aquel tipo era señal de que no habían visto nada aún.

—Aquí estoy —imitó la voz lo mejor posible.

Tras un silencio que intranquilizó a Suso, la voz contestó.

—Estate atento. Llevamos buscando al marido de la nueva toda la mañana sin éxito. No ha salido a la carretera general, así que sospechamos que debe estar intentando entrar en el pueblo. ¿Me has oído?

—Ajá.

Un nuevo silencio acompañó su respuesta. Era posible que imitase la voz del tal Lucas, pero quizás no su forma basta de expresarse. Esperaba que la conversación no durase mucho más.

—Avisa si ves a cualquiera sospechoso. Nosotros vamos a acercarnos ahora a casa del viejo de la cabaña. Es posible que le haya ayudado. Corto.

Iban a ir a por Pelayo. Suso sabía que su amigo podría defenderse incluso mejor que él, pero el sentimiento de culpa no tardó en surgir.

Se terminó de vestir sin perder ni un segundo más. Encontró una chaqueta en el interior de un armario y se la puso a pesar del calor. Era preferible que se le notase el sudor a la sangre del cuello.

—Las diez y cuarto —dijo tras mirar el reloj—. Tengo que darme prisa.

Revolvió entre los papeles de la mesa. Quería encontrar un mapa que le permitiera orientarse por el pueblo. Lo único que encontró fue la orden del día anterior que, sin pararse a leerla, la arrojó a un lado. No disponía de más tiempo. Decidió dejar la búsqueda y aventurarse. Al menos cogió el transmisor y se dispuso a salir. Justo al llegar a la puerta, Suso vio colgado de ésta un pequeño plano. La suerte parecía estar hoy de su lado después de los horrores del día anterior. Cruzó los dedos para que siguiera así y salió a la calurosa mañana de Miadona.

***

Mateo aporreó la puerta. Podría haber derrumbado la cabaña entera si se lo hubiese propuesto. Pero las órdenes del jefe eran claras: respetar al anciano en la medida de lo posible.

—¡Abra la puerta!

Tras unos segundos la puerta empezó a abrirse. Pero lo hacía muy despacio. Demasiado, a pesar de que su dueño fuese de avanzada edad. Esa desconfianza le libró de recibir un hachazo en la frente. El viejo quería sorprenderlo, pero los años le pesaban para manejar aquel arma con soltura.

—¿Qué pretendía usted, anciano?

Mateo le quitó el hacha de las manos y la arrojó a un lado.

—¡Vete de mi propiedad! —le gritó—. ¡Vete! ¡Vamos!

Mateo agarró del cuello al viejo y apretó un poco. No le podía matar, pero le podía hacer un poco de daño para asustarlo.

—Está usted más alterado de lo costumbre. ¿Acaso esconde algo?

—¡He dicho que te vayas, gigantón! —decía con voz ahogada.

Le apretó un poco más el cuello para que se callara e intentó entrar en la cabaña. La gran envergadura de Mateo le complicó el acceso. De hecho se llevó por delante parte del marco gastado de la puerta. Dio un vistazo al interior, pero allí dentro no parecía haber nadie.

—¿Ha visto usted a un hombre joven?

El silencio fue la respuesta. Siguió escudriñando por el interior en busca de algún escondite, mientras arrastraba a su dueño por el cuello.

—No se haga el sordo. ¿Ha visto a alguien o no?

Mateo dirigió su mirada al anciano y lo soltó. El cuerpo del viejo cayó al suelo con un golpe seco. Había apretado demasiado. Lástima.