El motor del todoterreno dejó de rugir. Álvaro López, conocido por sus amigos como Suso, se giró para despertar a su mujer y a su hijo. Ambos se encontraban sentados en el asiento trasero del vehículo. Suso tenía treinta y dos años, medía algo más de metro ochenta, y su pelo moreno estaba despeinado a causa del viento que había entrado por la ventanilla. Aunque se mantenía en buena forma física, después de casi cuatro horas de conducción sin parar le dolían todas las partes de su cuerpo. Las cervicales le estaban matando.
Habían salido de Lagos, un pintoresco pueblo portugués, rumbo a Salamanca, pero se les había hecho demasiado tarde. Era más de la una de la madrugada y necesitaban descansar. En la autovía A-66, a la altura de Alcuéscar, había descubierto un cartel anunciando Miadona, un pueblo del que jamás había escuchado hablar antes. Sin que eso supusiese ningún problema había tomado la salida hacia allí. Al entrar en su calle principal, las casas ya a oscuras les fueron dando la bienvenida. Advirtió un letrero luminoso que indicaba la existencia de un hostal y paró justo delante. No había ningún coche aparcado en muchos metros a la redonda.
—¿Dónde estamos? —preguntó su mujer en voz baja para no despertar al pequeño.
Raquel Palacios tenía un año más que Suso. Su pelo de color castaño caía sobre su espalda atado a una gran cola. Lo que a Suso más le llamó la atención cuando conoció a Raquel fueron sus grandes ojos verdosos. Podían hechizar a cualquiera con sólo un batir de sus largas y abundantes pestañas. Era delgada y tenía prácticamente la altura de su marido. Raquel podía haber sido modelo sin problemas. Y una razón más de ello es que Raquel no era muy lista. No es que fuese tonta, pero Suso le solía pedir que le dedicase menos tiempo a su cuerpo y más a la lectura. De todas formas, con el nacimiento de su hijo había cambiado para bien.
Bajaron del coche y Suso le abrió la puerta de atrás del todoterreno a su mujer. Acababan de pasar una semana en la playa y Raquel estaba tan morena que a Suso le encantaba observar embobado cada porción de piel que su camiseta y sus shorts dejaban a la vista.
—He parado en un pueblo que se llama Miadona —dijo con el mismo volumen de voz con el que Raquel le preguntó—. Si no me equivoco, estamos aún en la provincia de Cáceres. Vamos a quedarnos en este hostal.
—Me parece perfecto. Llevas muchas horas conduciendo.
Raquel levantó el pulgar. Con un par de gestos más le indicó a Suso que ella cogía al pequeño y él se encargaba de las maletas. Como siempre.
Entraron en la recepción los tres juntos. El pequeño se había despertado cuando Suso cerró el coche con el mando a distancia y este emitió tres fuertes pitidos. Álvaro Junior, Alvarito, tenía cuatro años. El pelo castaño le llegaba a la altura de sus ojos, sin tapárselos. Su nariz respingona era colmada de continuos halagos por todo aquel que se le acercaba. Ahora iba cogido de la mano de su madre, tropezándose cada dos pasos debido al sueño que tenía.
Una mujer morena de pelo corto, vestida con un traje de chaqueta masculino, apareció por la puerta cuando llegaron a la barra de la recepción. Les recibió con una gran sonrisa en la cara.
—Buenas noches, señores. Bienvenidos al hotel Miadona, ¿qué desean? —dijo con voz pizpireta.
—Sí, hola, queríamos una habitación para esta noche —explicó Suso.
—Un momento.
La chica empezó a teclear en el ordenador, y tras una serie de firmas e intercambios de tarjeta de crédito, les entregó la llave de la habitación 314.
»Tercera planta, a la derecha. Que pasen buena noche.
—Gracias —respondieron Suso y Raquel.
Entraron en la habitación con mucho sigilo, esperando no despertar a los posibles huéspedes de otras estancias. Una vez dentro, Suso dejó escapar una sonrisa al ver lo bien cuidada que estaba. Limpia y decorada con gusto, la habitación 314 guardaba en su interior una cama de matrimonio y una individual separadas por una pequeña mesita de noche. La televisión reposaba sobre una mesa escritorio situada justo al lado de la puerta del baño. Al lado de la entrada, el armario empotrado esperaba con las puertas abiertas a sus invitados.
—¿Has visto qué ducha tienen? —le preguntó Raquel desde el interior del baño.
—No… Estoy ocupado descargando las maletas —le contestó Suso con tono sarcástico.
Su mujer salió corriendo del baño en busca de su maleta, y sacó de esta su neceser y su pijama.
—Alvarito, hijo, papi te va a sacar el pijama mientras mami se da una ducha, ¿vale, mi amor?
—¿Puedo ver la tele mientras?
—Pero sólo un rato, hasta que salga de la ducha.
—¡Vale! —gritó Alvarito, que no esperaba que su madre le fuese a dejar ver la televisión tan tarde.
Raquel cerró la puerta del baño. Acto seguido se escuchó el grifo de la ducha abrirse. Mientras tanto, Suso había sacado el pijama de su hijo y se lo había acercado. Consiguió ponérselo tras la lucha infatigable de todas las noches. Entonces, llamaron a la puerta.
—¿Quién será? —Se preguntó Suso.
Se encaminó hacia la entrada, pero se detuvo al observar que estaban girando el picaporte. No recordaba si había echado el pestillo, pero el caso es que la puerta se abrió un par de centímetros. ¿Se habrían equivocado de habitación? ¿O sería la recepcionista que vendría a traerles algún recado? No, eso no tenía sentido. Si fuese así, les habría llamado por teléfono antes. Pero quien hubiese abierto la puerta se detuvo.
Suso se acercó y, asomándose con cuidado, la terminó de abrir. Sin previo aviso sintió un fuerte empujón que lo envió casi al centro de la habitación, derribando todo lo que hubiese habido por medio. Alvarito comenzó a gritar. Suso pudo ver horrorizado cómo entraba un hombre de gran envergadura, encapuchado, vestido de negro y que les apuntaba con una pistola de gran tamaño. Su hijo seguía gritando y, antes de que Suso pudiese decir nada, el encapuchado apretó el gatillo. Los gritos de su hijo cesaron al momento.
—Ciao —dijo el encapuchado marchándose por donde había llegado.
Suso estaba paralizado. No se podía mover. Los músculos le temblaban y no le reaccionaban.
No se pudo mover para comprobar por qué su hijo ya no gritaba. Si se hubiese girado habría visto que su hijo había recibido un disparo en la cabeza que le había destrozado parte de la zona superior del cráneo arrebatándole al instante la vida.
Cuando la mente de Suso volvió a la realidad escuchó los lamentos de su mujer. Se levantó con la mirada borrosa. Vislumbró a su mujer al lado del cuerpo sin vida de su hijo. Le acariciaba el pelo sin importarle que se estuviese manchando con su sangre.
—Ra… Raquel —consiguió decir.
Su mujer no reaccionó al oír su nombre.
Suso se acercó sin querer mirar directamente a su hijo muerto. Aquello debía ser una pesadilla. Pero era demasiado real.
—Suso —susurró Raquel—, ¿qué ha pasado?
A Suso se le llenaron inmediatamente los ojos de lágrimas. No pudo contestar.
»¿Qué ha pasado, Suso? —Preguntó alzando la voz—. ¿Por qué carajo está nuestro hijo muerto?
Raquel dejó a un lado la cabeza de su hijo y se levantó. La ducha que se había dado media hora antes parecía no haberse producido jamás. El aspecto que presentaba era horrible. El blanco inmaculado pijama que vestía se había convertido en una especie de trapo rosáceo. La piel de sus brazos chorreaba sangre de su hijo, y su pelo se hallaba pringoso con sangre que ya se estaba resecando.
»¿Qué ha pasado, Suso? —Volvió a preguntar sin poder evitar caerse de rodillas del dolor que sentía.
Suso se agachó, la abrazó y lloraron juntos.
—Quédate aquí —le decía Suso a su mujer—. Voy a bajar a recepción para que llamen a la policía, ¿de acuerdo?
Raquel asintió. Cada uno tenía su móvil, pero dentro del hotel parecía no haber cobertura. También habían probado con el teléfono de la habitación sin ningún éxito.
»Cuando salga, echa el pestillo y no abras salvo que estés segura de que soy yo, ¿de acuerdo?
Raquel volvió a asentir.
—Ten cuidado —consiguió decir— y vuelve pronto.
—Te lo prometo.
Suso salió de la habitación. Tras él, sonó el chasquido en la puerta que indicaba que su mujer estaba a salvo. O al menos eso esperaba. Sin tiempo que perder, Suso se dio la vuelta y vio como el número 314 le devolvía la mirada. Suspiró hondo, intentó ahogar todos los sentimientos que le invadían y se dirigió hacia la recepción.
Durante el camino sólo escuchaba pensamientos cargados de dolor. Se maldecía por haber decidido detenerse en aquel hotel. Se odiaba por no haber podido hacer nada por su hijo. Y deseaba poder vengarse de aquel cobarde encapuchado que le había arrebatado su razón de ser. Cuando se dio cuenta ya había llegado a la recepción. Nadie.
—¿Hola? —Preguntó con precaución—. ¿Señorita?
No se atrevía a alzar la voz. El asesino podía no haber abandonado el hotel. Y a pesar de que estaba seguro que si viese al asesino de su hijo se abalanzaría hacia él, debía recordar que llevaba un arma y que le dispararía antes de que le rozase la capucha con la que ocultaba su cerda cara.
Pensó que quizás hubiese matado a la recepcionista. Así que se asomó por encima de la barra esperando encontrarse el cuerpo tirado, pero detrás no había nada ni nadie. Suso se dirigió hacia la puerta en la que rezaba el cartel «Sólo personal autorizado» y entró. Desde detrás de la barra buscó un teléfono. Lo encontró, pero al descolgarlo comprobó que no había línea.
»¡Mierda! —gritó acompañándolo de un puñetazo al aparato.
Suso miró a su alrededor en busca de algo útil. Vio el monitor con el que la recepcionista había apuntado sus datos. No había línea telefónica, pero quizás sí hubiese conexión a Internet. Apretó el botón del monitor y empezó a pulsar el teclado para que apareciese algo en pantalla. Nada. Decidió seguir con la mano el cable del teclado en busca de la torre, pero al llegar al final tampoco había nada.
»¿Pero este sitio qué es?
No se lo pensó más. Regresó a la habitación para coger a su mujer y a su hijo, y marcharse de aquel lugar al que jamás deberían haber ido.
Suso golpeó la puerta de la habitación 314. Cuando escuchó unos pasos acercarse, le confirmó a su mujer que era él y Raquel abrió la puerta despacio.
—¡Nos vamos de aquí! —informó—. Este sitio es un puto desastre.
—¿Qué… qué ha pasado? ¿Qué te ha dicho la recepcionista?
—¿La recepcionista? Abajo no había nadie.
Raquel se llevó las manos a la boca. Suso observó que en los ojos de su mujer se reflejaba una profunda tristeza que tardaría tiempo en desaparecer. Pero también comprobó que estaba más calmada y centrada. Eso le tranquilizó y sonrió por ello.
—Vámonos.
—Espera un momento, deja que me cambie —dijo señalando el pijama manchado de sangre que todavía no se había quitado.
—¡No hay tiempo! ¡Vámonos!
—Pues no pienso ir así a las tres de la mañana.
Raquel se dio la vuelta y se vistió con una camiseta blanca ajustada y los mismos shorts que había traído puestos y que encontró tirados en el suelo.
—¿Te queda mucho?
—No estoy tardando, ¿vale? —Raquel se iba a colocar las deportivas, pero, quedándose en sandalias, las arrojó a un lado—. ¿Qué te pasa, Suso? Yo también he perdido a mi hijo, ¿sabes? No te comportes así conmigo.
—Perdona —se disculpó Suso. Sabía que estaba pagando el nerviosismo con su mujer, y no se lo merecía.
Recogieron finalmente todas sus pertenencias entre los dos. De nuevo le tocó a Suso cargar con las maletas. Raquel cogió en brazos el cuerpo de Alvarito. Había dejado de arrojar sangre por la brecha de la cabeza y, a pesar del poco tiempo que había pasado desde el disparo, mostraba una palidez que se contraponía con la piel morena de su madre.
Llegaron al hall del hotel y salieron a la fría noche. Suso apuntó con las llaves para abrir el todoterreno, pero el silencio de la noche no fue quebrado por ningún pitido. Sí lo hizo el impacto de las llaves en el suelo.
—¿Y el todoterreno? —preguntó Raquel.
Suso se vino abajo y, dejando atrás las maletas, se encaminó al lugar donde había dejado su vehículo no hacía más de una hora atrás. Lo único que encontró fue el hueco del aparcamiento.
—No… ¡NO! —aulló apretando con tanta fuerza sus puños que se clavó las uñas en la piel—. ¡Maldita sea! Que pare esta condenada broma de una vez.
Raquel, que aún cargaba con su hijo, se le acercó y le rozó la oreja. Se trataba de un gesto tierno que le hacía cada vez que se enfadaba con ella, con el trabajo o con su suegra.
—¿Qué vamos a hacer, Suso? No pienso dejar aquí a mi hijo.
El silencio volvió a reinar la calle principal de Miadona. De repente, en la acera de enfrente, vieron cómo se encendía la luz de un restaurante. Suso y Raquel se miraron.
—Me voy a acercar a pedir ayuda —decidió Suso que ya había superado la desaparición del todoterreno y estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta.
—Voy contigo.
—No, quédate aquí. Quédate en esta zona en penumbras, y si ves a alguien llámame enseguida. No me fío nada de este maldito lugar.
Raquel se dirigió hacia la zona que había señalado su marido y dejó en el suelo a Alvarito. Suso cruzó la calle mirando a ambos lados. No vio a nadie por ninguna parte, lo cual tampoco lo tranquilizaba. Era tarde, pero también era verano para que no hubiese nadie por las calles.
Al llegar a la entrada del restaurante golpeó la puerta y la empujó. Observó que ésta cedía sin problemas, así que accedió a su interior.
Se trataba de un local amplio, de paredes amarillas y bien iluminado. Las mesas redondas se repartían por todo el lugar y las sillas estaban colocadas bocabajo encima de sus respectivas mesas. Parecía que hubiesen limpiado hacía poco, o por lo menos en el suelo no se podía encontrar ninguna mancha. Al final del restaurante se levantaba la barra. Detrás de ella un hombre se afanaba en limpiar un vaso con un paño del mismo color de las paredes.
—Perdone, señor —avisó Suso tras optar por confiar en aquel tipo—. Por favor, tiene que ayudarme… han asesinado a mi hijo.
Suso se fue acercando a la barra. Sin embargo, el propietario del local ni siquiera se inmutó. Continuó sacando brillo al vaso.
—¿Disculpe? ¿Me ha oído? —Suso hizo una pausa—. Necesito ayuda. ¿Es que no me escucha?
El hombre dejó el vaso y lo cambió por otro. Pero no desvió la mirada hacia Suso ni una vez. Suso continuó acercándose.
—¡Oiga! ¿Es que en este pueblo no hay nada normal? ¡Eh! ¿No me oye?
Al dar Suso un nuevo paso, el hombre arrojó el vaso hacia un lado, estrellándolo contra el suelo y rompiéndolo en miles de pedazos. Fue entonces cuando levantó la mirada hacia el individuo que había irrumpido en su negocio, y consiguiendo así que Suso se quedase quieto. Esa posición no duró mucho, ya que en menos de un segundo aquel hombre había sacado una escopeta y, con un rápido movimiento, la había cargado.
—¡Joder! —Gritó Suso asustado, mientras se lanzaba detrás de una mesa.
El dueño del restaurante no tardó en disparar su escopeta hacia el lugar que había ocupado Suso momentos antes. Mientras volvía a recargar, Suso salió de su escondite para refugiarse tras una mesa más cercana a la salida. En el viaje vio que el hombre había salido de detrás de la barra y se acercaba a él.
Otro disparo.
Una nueva oportunidad para escapar.
—¡Pare! —Intentó convencer Suso—. ¡Pare, por favor!
Un nuevo disparo que sonó demasiado cerca.
Suso decidió hacer un último esfuerzo para salir del local. Al atravesar la puerta casi le alcanzaron los perdigones de la escopeta, pero ninguno le tocó. Una vez fuera, le hizo gestos a Raquel para que se ocultase, y él giró hacia la derecha en busca de un escondite. Antes de que el pistolero saliese de su local, Suso encontró un portal abierto y entró. Desde allí pudo ver como aquel hombre se dirigía hacia el centro de la calzada y desde allí disparaba un par de veces al cielo. Al ver que nada se movía, el hombre decidió volver dentro, pero Suso no salió de allí hasta que pasaron más de cinco minutos. Entonces echó valor y fue hacia su mujer.
Raquel le salió al encuentro cargada con su hijo. Alvarito parecía que dormía con la cabeza apoyada en el hombro de su madre. Pero Suso era más que consciente de que su hijo estaba muerto.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué le has hecho a ese hombre para que te disparase de esa manera?
—¿Yo? ¡Yo no he hecho nada! ¡Este pueblo está loco! ¡Quiero irme de aquí ya!
Suso rompió a llorar. Raquel se acercó a él.
—Suso, no te puedes venir abajo. Tú no puedes hacer eso. —Raquel también empezó a llorar—. Por favor, sácanos de aquí. No te puedes venir abajo.
Suso la abrazó. Tenía razón. Ya lloraría cuando estuvieran lejos de allí. Pero es que no tenía ni idea de qué hacer.
—Dame a Alvarito —le pidió, cogiendo a sus hijo por las axilas—. Vámonos de aquí. Vayamos a la autovía. Reza porque allí haya cobertura o que pase alguien.
—¿Y nuestras cosas? ¿Las dejamos ahí?
Suso empezó a andar pero se detuvo.
—Hemos perdido ya lo que más queríamos —y reemprendió la marcha.
***
Repartidas por cada rincón del pueblo, miles de cámaras convertían a Miadona en un Gran Hermano auténtico. Federico Figueroa miraba divertido una de las pantallas desde las que se controlaba la vida en riguroso directo. Sentado en la butaca del despacho, Federico había podido comprobar que el plan estaba saliendo tal como se había previsto. Apagó la pantalla y buscó su intercomunicador. El matrimonio se disponía a abandonar el pueblo y había que impedir que llegasen a la autovía. Todo se iría al traste si la mujer escapaba. No lo podían permitir.
Federico había visto la llegada del matrimonio, cómo habían subido a la habitación 314 y la tranquilidad con la que se preparaban para pasar la noche. Había disfrutado sobremanera cuando la mujer se había desnudado para tomar la ducha, y se había excitado aún más cuando los sesos del niño salían disparados por toda la habitación tras el disparo de Mateo. Gracias a Jesús que no había entrado nadie en el despacho justo en esos momentos o no habría podido levantarse.
Federico desplazó hacia atrás la butaca y se levantó con esfuerzo, debido a su enorme barriga. Su exceso de grasa, su calvicie y su pequeña estatura le daban un aspecto ridículo, y Federico lo sabía. De no haber sido su hermano quien gobernaba Miadona, Federico no habría disfrutado jamás de los placeres y privilegios que poseía en estos momentos. Su madre ya le decía de pequeño que nunca sería tan inteligente como su hermano mayor. Y no le faltaba razón. Antes de llegar a Miadona no había acabado nada de lo que se había propuesto en su vida. Era el típico tipo que nadie le dirige la mirada cuando va por la calle. Un fracasado. Un don nadie, que, por mucho que se esfuerce, acabará solo.
Pero todo había cambiado cuando un par de meses antes recibió la visita de su hermano. Su vida se transformó por completo. Ahora estaba por encima de muchas cabezas que le hacían la pelota y que le temían al pasar. Gracias a su hermano podía escoger cada noche a una mujer del pueblo y llevársela a la cama. Gracias a él, la gente se paraba a saludarle al encontrárselo por la calle. Así que no podía fallar a su hermano. La mujer no saldría de Miadona, por Jesús que no lo haría.
Cogió el intercomunicador y marcó con precaución con sus gordos pulgares. Al segundo tono una voz femenina respondió.
—¿Sí, señor?
—Ponte en marcha. ¡RÁPIDO!