NOTA DEL AUTOR

A lo largo del siglo III el Imperio romano atravesó una larga etapa de convulsiones políticas, quiebras económicas, depreciaciones monetarias, recesiones comerciales, guerras civiles, guerras fronterizas, pronunciamientos militares, invasiones e incursiones bárbaras, bandolerismo militar y piratería, pestes y hambrunas, malas cosechas, regresión cultural y degradación social. Ruina, caos y crisis son las palabras más utilizadas por los historiadores para caracterizar buena parte de esta centuria.

En apenas cincuenta años se sucedieron más de una docena de emperadores legítimos y una treintena, al menos, de usurpadores. Hubo años en los que varios generales se autoproclamaron a la vez emperadores en diversas provincias. La anarquía militar que se apoderó del Imperio entre los años 235 y 270 desencadenó una catarata de profundas convulsiones y crisis que a punto estuvieron de abocarlo a su disolución.

A causa de la escasez de fuentes escritas contemporáneas, de las contradicciones entre ellas y de la dudosa credibilidad de las conservadas, este período es el menos conocido y el peor documentado de toda la historia del Imperio romano.

La más importante de cuantas nos han llegado es la llamada Historia augusta, una colección de desiguales crónicas y biografías de los emperadores y usurpadores del siglo III. Esta amplia relación recoge fragmentos redactados por diversos autores, que los escribieron a comienzos del siglo IV, aunque algunos historiadores sostienen que la recopiló un solo cronista hacia el año 330, y otros la fechan a finales del siglo IV e incluso a comienzos del V.

La Historia augusta no es demasiado fiable y contiene numerosas invenciones, pero para algunos acontecimientos del siglo III no existen fuentes alternativas y, además, es la crónica más amplia sobre este período, el más convulso, oscuro y confuso de la historia de Roma.

La biografía de Zenobia se contiene en uno de los fragmentos, titulado «Los treinta usurpadores», atribuido a un narrador llamado Trebelio Polión, y apenas ocupa cuatro escuetas páginas, aunque existen otras referencias en las dos páginas dedicadas a Odenato y en la biografía del emperador Aureliano.

Se conservan inscripciones en griego y palmireno entre las ruinas de Palmira sobre Zenobia y sus familiares, así como algunas de las monedas que se acuñaron con las efigies de su esposo Odenato, su hijo Vabalato y la de ella misma.

Zenobia fue una mujer extraordinaria. Nacida hacia el año 245, el día 23 de diciembre según una tradición, fue hija del patricio palmireno Zabaii ben Selim, de estirpe árabe, y de una esclava egipcia de la que se desconoce el nombre. Apenas había cumplido los catorce años cuando se convirtió en la segunda esposa del príncipe Odenato, gobernador de la ciudad de Palmira.

Tras la muerte de Odenato en el año 267 Zenobia gobernó Palmira durante cinco años, entre 267 y 272, en nombre de su hijo Vabalato, menor de edad. En la Historia augusta se indica que tuvo dos hijos más, llamados Hereniano y Timolao, que no aparecen citados en otras fuentes. En la novela he supuesto que murieron siendo muy niños.

Elegante, hermosísima, culta —hablaba cinco idiomas— y valerosa, se enfrentó y venció al Imperio persa y conquistó un gran imperio que integraba las provincias romanas de Siria, Mesopotamia, Egipto y buena parte de Asia Menor. Se proclamó augusta de Oriente y reina de Egipto y embelleció Palmira de un modo extraordinario.

Roma reaccionó con contundencia ante la rebeldía de Zenobia. En el año 272 el emperador romano Aureliano atacó Palmira, venció a su ejército y conquistó la ciudad que se había atrevido a desafiar al poder de Roma.

Zenobia fue apresada mientras huía hacia Persia y a partir de ahí su destino se difumina en los confusos y escasamente documentados años finales del siglo III; los datos sobre su hijo Vabalato se interrumpen por completo en el año 272.

Según la mayoría de las fuentes, tras la caída de Palmira Zenobia fue enviada a Roma, donde fue exhibida cargada de cadenas de oro en un fastuoso desfile en el que se celebraba el triunfo de Aureliano, para poco después recibir la libertad; esas mismas fuentes señalan que Zenobia se casó con un senador romano y que vivió el resto de su vida retirada discretamente en una lujosa villa en las afueras de la ciudad de Tívoli, la antigua Tibur, en Italia. Se asegura que vivió sus últimos años como una ejemplar matrona —así he querido imaginarla en la novela—, y que tuvo nuevos hijos, de los cuales sería descendiente el obispo san Zenobio, prelado cristiano de Florencia en el siglo V. Una inscripción hallada en Roma hace referencia a un varón llamado Lucio, hijo de una mujer a la que se apoda como Odenatiana. Se ha supuesto que esta persona pudo ser un nieto de Zenobia, tal vez descendiente de una hija que Zenobia pudiera haber tenido con el senador anónimo, a la cual habrían dado este nombre en recuerdo a Odenato, que no tuvo nietos, al morir todos sus hijos sin descendencia.

Por el contrario, en otras fuentes se asegura que Zenobia fue ejecutada junto con otros dignatarios de Palmira tras la conquista de la ciudad por Aureliano; e incluso algunas crónicas apuntan que murió de una enfermedad cuando era trasladada a Roma, o que se dejó morir de inanición y su cuerpo fue arrojado a las aguas en el estrecho de Dardanelos, o que murió en un naufragio en las costas de Iliria. En verdad, no se sabe con certeza cuál fue el final de la vida de esta asombrosa mujer.

Los hechos principales narrados en este relato se atienen a los datos contenidos en las fuentes históricas conservadas, tanto en las diplomáticas y cronísticas como en las numismáticas, epigráficas, arqueológicas, urbanísticas y artísticas. Para ello he revisado buena parte de la historiografía y todas las fuentes escritas disponibles que pueden consultarse en la relación bibliográfica que se incluye aquí.

Si en el curso de la narración me he encontrado con contradicciones, abundantes por cierto entre los historiadores y en los documentos, he intentado solucionarlas a partir de la lógica histórica y cuando he introducido la ficción literaria he procurado no alterar el devenir histórico del relato. Para dotar de mayor agilidad al texto y suplir la desoladora carencia de documentos he tenido que introducir algunos personajes de ficción, mezclados convenientemente con los históricos.

Fueron históricos y plenamente reales Zenobia, Odenato y sus hijos Hairam (sólo de Odenato), tal vez Hereniano y Timolao, y Vabalato; Meonio, primo de Odenato y su probable asesino, y Aquileo, el pariente de Zenobia que protagonizó la rebelión de Palmira en el año 273; y también lo son los ascendientes de Zenobia y de Odenato indicados en el texto, al menos según aparecen citados en las fuentes de la época. Son asimismo históricos todos los emperadores romanos (con sus años de reinado): Filipo el Árabe (244-249), Decio (249-251), Treboniano Galo (251-253), Emiliano (253), Valeriano (253-260), Galieno (253-268), Claudio II el Gótico (268-270), Aureliano (270-275), Tácito (275-276), Probo (276-282), Caro (282-283), Carino (283-284), Numeriano (283-284) y Diocleciano (284-305), así como los usurpadores del título imperial entre los años 260 y 271: Aureolo (en Iliria), Macrino y Quieto (en Oriente), Valente (en Acaya), Pisón (en Tesalia), Emiliano (en Egipto), Postumo (253-260, en la Galia, Britania, norte de Hispania y norte de Italia) y Tétrico (260-274, en la Galia). Los emperadores sasánidas Artajerjes (224-241), Sapor I (241-271), Ormazd I (271-272) y Bahram I (272-276) también lo son, y el sumo sacerdote persa Kartir Hangirpe, quien ordenó esculpir unas inscripciones gracias a las cuales se conoce mejor la religión mazdeísta.

El general Zabdas fue, en efecto, el estratega principal del ejército de Zenobia y el responsable de sus éxitos militares y sus victorias, y el filósofo Casio Longino fue, en verdad, el preceptor y principal consejero áulico de Zenobia cuando esta se convirtió en soberana del Imperio de Palmira; existieron el historiador Calimaco y el consejero Nicómaco. Shagal y Elabel, sumos sacerdotes del templo de Bel en Palmira, están documentados, pero de ellos apenas se sabe otra cosa que su nombre. También existió Pablo de Samosata, el controvertido patriarca de Antioquía (260-268) que tuvo que renunciar a su episcopado por defender posiciones teológicas que a los ojos de la mayoría de los obispos eran consideradas heréticas; escribió muchos tratados pero, condenado por apóstata, fueron destruidos por los cristianos seguidores de la línea ortodoxa de san Pablo y no han llegado hasta nuestros días. Y es histórico el profeta Mani, de gran influencia en Persia.

Un general llamado Septimio Zabaii, tal vez emparentado con el padre de Zenobia, formó con Zabdas una doble comandancia del ejército palmireno. Me he tomado la licencia literaria de sustituirlo por Giorgios, el general mercenario griego al que he convertido en amante de la reina.

Aquileo, que en alguna crónica se identifica como pariente de Zenobia, se rebeló en 273 contra Roma, restaurando por unas semanas el Imperio de Palmira. Aureliano volvió a conquistar la ciudad, y aquí las fuentes divergen. Algunos autores aseguran que Aquileo consiguió escapar y se refugió en Persia, aunque Zósimo escribe que el emperador lo consideró tan insignificante que lo perdonó.

Por el contrario, son producto de la ficción literaria, aunque se ajustan a los prototipos humanos de la época, el general ateniense Giorgios, personaje basado en varios mercenarios griegos que combatieron en Oriente al servicio de Roma o en su contra, el mercader griego Antioco Aquiles, ejemplo idealizado de los comerciantes griegos que se establecieron en Palmira entre los siglos I y III, el sumo sacerdote egipcio Teodoro Anofles, el mercenario armenio Kitot, reflejo de los muchos gladiadores que ganaron su libertad a base de pelear en la arena, y la esclava Yarai, imaginaria sierva cortesana, a la que he presentado como delatora de su señora Zenobia por una cuestión exclusivamente literaria.

Tal cual se cuenta en la novela, Odenato defendió las fronteras orientales del Imperio romano frente a los persas sasánidas y recibió por ello los honores y cargos que aquí se mencionan; en el volumen primero he presentado tres incursiones de Odenato en las tierras bajo dominio persa en la baja Mesopotamia en los años 261, 262 y 265. Revisadas las fuentes creo que fueron en efecto esas tres, si bien alguna de ellas, tal vez una de las dos primeras, se limitase a una simple escaramuza militar. Algunos autores sólo admiten dos, fechadas en los años 262 y 266. Odenato fue asesinado junto a su heredero Hairam, hijo de una primera esposa de nombre desconocido, a finales del año 267. Su primo Meonio fue declarado culpable y ejecutado, aunque los romanos hicieron correr el rumor de que el magnicidio había sido concebido y ordenado por la propia Zenobia.

Zenobia se convirtió en soberana de Palmira a la muerte de su esposo y fundó el efímero Imperio de Palmira, que gobernó en nombre de su hijo Vabalato. Las fuentes históricas la describen como una mujer hermosísima, con el mismo aspecto físico que presenta en esta obra. Son históricas sus pretensiones de convertirse en una segunda Cleopatra.

A fines del siglo III el Imperio romano parecía abocado a su desaparición, pero gracias a las reformas de Diocleciano logró sobrevivir a las terribles crisis del siglo III y su existencia se alargó durante doscientos años más.

Uno de sus sucesores, Constantino, legalizó el cristianismo en el año 313 y otro emperador, Teodosio, lo convirtió en la religión oficial en el año 380. A su muerte en 405 el Imperio se dividió en dos.

En el año 476 un tal Odoacro, un caudillo de la poco relevante tribu germánica de los hérulos, decidió deponer de su endeble trono al joven Rómulo Augústulo, un niño de poco más de diez años, el último emperador romano de Occidente. En esa época ya hacía tres cuartos de siglo que el Imperio se había dividido en dos mitades, Occidente y Oriente. Para muchos, este hecho supuso el final del mundo antiguo y el origen de la llamada Edad Media.

La mitad oriental todavía sobrevivió durante mil años más como Imperio bizantino, hasta que en 1453 fue conquistado por los turcos otomanos. Para muchos, este hecho supuso el final del mundo medieval y el origen de la llamada Edad Moderna.

Para entonces, la reina Zenobia de Palmira se había convertido en una leyenda.

La recreación de las ciudades, monumentos y paisajes que aparecen en el texto es fiel a la realidad arqueológica, así como los utensilios, alimentos, vestidos y demás enseres de la vida cotidiana que aquí aparecen descritos. Para ello he examinado los restos arqueológicos datados en el siglo III y conservados en diversos museos del mundo, con especial atención a los de Palmira y Damasco. Las descripciones de las ciudades de Alejandría y Palmira están basadas en las fuentes que se conservan de estas dos ciudades. Para el caso de Palmira, el plano del siglo III se sigue perfectamente a partir de las excavaciones realizadas en los últimos decenios. En esta ciudad pude visitar algunas de las tumbas excavadas y en proceso de excavación arqueológica por misiones científicas de Alemania, Francia, Japón y la propia Siria; de esas visitas proceden las descripciones de las tumbas, de los edificios y de la antigua ciudad de Palmira, así como de los paisajes y de otros yacimientos arqueológicos de la zona. Por el contrario, la composición del plano antiguo de Alejandría ofrece más dificultades, pues la ciudad actual se erige sobre la antigua, que sufrió numerosas destrucciones y determinantes cambios urbanísticos entre los siglos III y IX, a lo que habría que añadir considerables modificaciones en la línea de costa y en el lago interior con respecto al pasado.

Para la reconstrucción de los ejércitos romano, persa y palmireno y de las batallas libradas me he basado en la disposición clásica del ejército romano en el siglo III. En esa época el Imperio disponía de entre 30 y 35 legiones operativas. Una legión tipo estaba integrada por 10 cohortes de infantería, cada una de ellas con 480 hombres, salvo la primera, que la formaban 800; a su vez, una cohorte se dividía en 6 centurias, y 2 centurias configuraban un manípulo. Además, formaba en cada legión un batallón de caballería de entre 120 y 300 jinetes. Estas fuerzas, que alcanzaban la cifra de 5000 soldados, se completaban con tropas llamadas auxiliares, reclutadas entre los pueblos aliados de Roma, en número variable. En ocasiones el número total de efectivos de una legión podía elevarse hasta los 10 000 hombres, incluyendo las tropas auxiliares y los encargados de la intendencia, aunque el número de efectivos variaba mucho en función de todos esos parámetros.

El jefe supremo de la legión era el legado senatorial, al que ayudaban cinco o seis tribunos de rango ecuestre, al menos uno de ellos de familia senatorial. Al frente de cada centuria había un oficial llamado centurión; el más antiguo, habitualmente del orden ecuestre y jefe de la primera centuria, mandaba toda la cohorte y se denominaba primer pilus. Cada cohorte enarbolaba su bandera específica y cada manípulo disponía de su propio soldado portaestandarte, el signario, que custodiaba un emblema con varios medallones e insignias. La caballería la mandaba un comandante y los oficiales eran los prefectos.

Los legionarios debían ser ciudadanos romanos, al menos según el derecho. Servían en el ejército durante veinte años, a veces hasta veinticinco, y recibían un salario de 10 ases diarios (unos 250 denarios o 1000 sestercios al año), en tres pagos anuales; de la paga se descontaban el vestido, las armas y las tiendas. Cuando se proclamaba un nuevo emperador solían recibir una paga extra. Al licenciarse se les entregaba un lote de tierra o una paga de 3000 denarios.

En total, a mediados del siglo III Roma tenía enrolados en el ejército entre 300 000 y 350 000 soldados, entre legionarios y tropas auxiliares, lo que significaba un gasto muy oneroso para las arcas del Estado.

Para elaborar los relatos sobre los mitos griegos y romanos me he basado en las obras de los autores clásicos griegos Homero y Hesíodo, además de en numerosos trabajos contemporáneos, en especial los de Robert Graves y Carlos García Guai.

Algunas cuestiones tratadas en esta obra pueden resultar asombrosas para la época en que está enmarcada la novela, como los animales fabulosos, las personas metamorfoseadas en asnos, los poderes y las propiedades atribuidas a las piedras preciosas y las creencias en sus efectos sobre el cuerpo humano, los habitantes en la Luna, etc., y pueden parecer fruto de mi imaginación, más aún tratándose de un texto ambientado en el siglo III, pero forman parte de la literatura de la época y están integradas en los tratados que se escribieron en el mundo romano sobre la naturaleza y en algunas de las novelas escritas en la época romana por autores como Luciano de Samosata o Apuleyo, entre otros.

La monumental y enigmática ciudad de Palmira, llamada Tadmor por los árabes, la ciudad de las palmeras, fue construida en pleno desierto sirio en un oasis a mitad de camino entre la costa mediterránea y el río Eufrates. Centro de las caravanas que recorrían la Ruta de la Seda entre China, India y el Mediterráneo floreció extraordinariamente entre los siglos I y III. Gracias al comercio y al tránsito de mercaderes se enriqueció de tal modo que en la tercera centuria fue considerada la ciudad más rica y lujosa del mundo, y llegó a estar poblada por varias decenas de miles de habitantes, ocupando una superficie en torno a las cuatrocientas hectáreas.

Merced a sus ingentes recursos económicos la ciudad se dotó de templos, edificios públicos y calles y plazas monumentales, y sus ciudadanos construyeron lujosas mansiones y fastuosas tumbas.

Capital de un gran imperio bajo el gobierno de la reina Zenobia, el emperador Aureliano la conquistó en el año 272 y fue parcialmente destruida en 273. El emperador Diocleciano restauró algunos barrios unos años después, pero Palmira ya no recuperó su pasado esplendor. Se cristianizó a principios del siglo IV y durante esa centuria llegó a disponer de obispo propio, que en 325 acudió al decisivo concilio de Nicea, donde se fijó el dogma de la Trinidad y el de la divinidad de Jesucristo.

A comienzos del siglo V pasó a ser parte del Imperio bizantino y en el siglo VII se incorporó al Imperio islámico. Lentamente fue agudizándose su decadencia hasta que en el siglo XI resultó gravemente afectada por un terremoto. Palmira jamás volvió a recuperarse y quedó reducida a una pequeña aldea de campesinos y beduinos.

Hoy sus ruinas monumentales, descubiertas por viajeros europeos en el siglo XVII y excavadas y restauradas en los últimos cien años, surgen en medio del desierto de Siria, junto al palmeral y a los manantiales que le dieron vida, como mudos pero grandiosos testigos de un pasado de ensoñación y leyenda.

Comencé a imaginar este relato sobre Zenobia en octubre del año 2007, en el transcurso de un viaje a Siria al que fui invitado por el gobierno de ese país gracias a la mediación de Juan Carlos Benavides, alcalde de la acogedora ciudad andaluza de Almuñécar.

Durante varios días de aquel mes recorrí Siria y entré en contacto profundo con la cultura y la historia de esa laboriosa nación. La visita a Palmira, Tadmor en árabe, me impactó de manera extraordinaria, y no sólo por las monumentales ruinas, el épico paisaje de epopeya en el que se erigen y la mágica aura de misterio que las envuelve, sino también por los cálidos atardeceres otoñales y por un amanecer prodigioso que compartí entre las ruinas con mi amigo, el magnífico novelista y relevantísimo historiador, José Calvo Poyato. Ambos contemplamos asombrados y conmovidos desde la gran calle de columnas el clarear del horizonte oriental minutos antes del alba y disfrutamos del tornasolado cambio de colores y de la rutilante invasión de la luz solar surgiendo entre las tupidas palmeras hasta bañar con una preciosa y etérea pátina ambarina las doradas piedras de Palmira, todo ello en el transcurso de la más rutilante alborada que pueda presenciarse. En ese lugar y en ese momento supe que algún día escribiría este libro sobre Palmira y sobre su reina Zenobia.

Esta obra debe mucho a los citados Juan Carlos Benavides y José Calvo Poyato, pero también a las autoridades sirias que en el otoño de 2007 ocupaban los siguientes cargos: la vicepresidenta de Siria, la señora Nayah Al Attar, que nos recibió en audiencia y con la que comentamos aspectos puntuales de la historia común de Siria y España; el ministro de Cultura, doctor Riyad Nassan Agha, que nos facilitó el tránsito por el país y el acceso a museos y monumentos en condiciones privilegiadas; el embajador de Siria en España, doctor Mohsen Bilal; el director del Centro Cultural Árabe Sirio en Madrid, doctor Rifaat Atfé; el conservador del Museo de Palmira, doctor Khalil al-Hariri, que nos explicó con erudición y orgullo las ruinas de Palmira, las tumbas y el museo de la ciudad; y también los funcionarios del Ministerio de Cultura, los responsables del patrimonio y directores de los museos de Palmira, Damasco y Alepo, y los intérpretes que nos acompañaron por todo el país. A todos ellos mi agradecimiento y mi consideración.

Estoy en deuda con muchos de los habitantes de la República Árabe de Siria, un hermoso país que, pese a los problemas que afectan a la región de Oriente Medio, se desarrolla entre la tradición y la modernidad, orgulloso de su pasado y de su cultura, con un patrimonio de ensueño y unos paisajes de leyenda, poblado por gentes laboriosas y serviciales, herederas de una civilización varias veces milenaria, que son amables y acogedores como el más hospitalario de los pueblos de la Tierra.

Por último quiero agradecer la confianza depositada en mí por Carlos Revés y Marcela Serras, de la Editorial Planeta, y, por supuesto, a Ana D’Atri por su trabajo y su aliento y a Purificación Plaza, gracias a la cual esta novela es mejor.