Roma, 24 de diciembre de 275;
1028 de la fundación de Roma
Atardecía sobre Roma. Los esclavos se afanaban en tener todo listo para la cena. Aquella tarde los dueños de la casa recibían a un ilustre invitado. Por segundo día consecutivo celebraban un banquete especial, pues el día anterior Zenobia había cumplido treinta años.
El general Probo llegó a la cita con puntualidad marcial. El Senador y Zenobia lo recibieron en el atrio y le ofrecieron una copa de vino griego, dulce y afrutado, en señal de bienvenida.
—Os agradezco la invitación —les dijo a ambos.
—Es un honor tenerte en nuestra casa, general.
—Sé bienvenido —se limitó a decir Zenobia.
La reina no había vuelto a ver a aquel soldado desde la caída de Palmira. Lo recordaba siempre al lado de Aureliano, como una sombra del emperador. Era tan alto como él y de similar corpulencia. También era ilirio, pero parecía mucho más severo, si cabe, en su comportamiento. Se notaba que le gustaba la disciplina y el orden, y que exigía una obediencia ciega a sus subordinados.
Pasaron al triclinium y se acomodaron para la cena.
—Dicen que estuviste muy brillante en tu intervención en el juicio de los asesinos de Aureliano —comentó Probo, que rechazó la copa de vino tinto que le ofrecía un esclavo.
—Era fácil ganarlo. Todas las pruebas estaban en contra de los acusados y el abogado defensor se excedió en las alegaciones. Y me extraña, porque es un buen orador y sabe utilizar bien los argumentos que interesan para la defensa.
—Estaba comprado —reveló el general—. Le ofrecimos dinero a cambio de que se prestara a representar esa mascarada. No estábamos dispuestos a consentir que este caso se escapara de nuestro control.
—Entonces, ¿todo el juicio fue una farsa?
—Esos hombres eran cadáveres andantes en cuanto los apresamos. Pero no te preocupes, Senador, hiciste muy bien tu trabajo.
—Yo no sabía que el juicio estaba amañado.
—¿Y qué importa eso ahora? Los asesinos están muertos, el pueblo se muestra contento, los senadores se sienten importantes y el ejército sabe que está dirigido por generales cargados de autoridad y de eficacia; eso es lo que cuenta, amigo.
El ilirio era un hombre práctico. Se había forjado como soldado luchando al lado de Aureliano, del que había aprendido que la disciplina era el principal valor en el ejército.
—Este vino tinto es de Campania; dicen que el mejor de Italia —terció Zenobia a la vista de que Probo había rechazado la copa.
—Apenas suelo beber, señora. Con el vino griego que me has ofrecido a mi llegada ya he cumplido como invitado. Es algo en lo que no imito a mi maestro: Aureliano bebía demasiado vino tinto. Por cierto, estás igual de hermosa que la última vez que te vi. ¿Lo recuerdas?
—¿Cómo olvidarlo? Habíais conquistado mi ciudad y me teníais presa.
—Eres un hombre afortunado, Senador; el mundo entero suspiró por poseer a esta mujer, y ahora es tu esposa.
—Sí, general, soy afortunado.
—Y tú también lo eres, señora. Podrías haber sido ejecutada, pero Aureliano se empeñó en salvarte la vida. Ahora eres una respetable matrona, esposa de un senador y madre, a lo que veo, en breve. —Probo se fijó en el vientre abultado de Zenobia, que mostraba con claridad su avanzado estado de gestación—. La reina rebelde que conmocionó los cimientos del mundo romano traerá al mundo a nuevos hijos de Roma. ¿No te parece extraordinario?
Probo comenzaba a mostrarse grosero y el Senador se dio cuenta de que su esposa se sentía algo molesta, de modo que decidió introducir el tema que había motivado aquella cena.
—Como habíamos acordado, mañana será elegido emperador el senador Tácito.
—Sí, ese viejo…
—Tiene setenta y cinco años, pero es un hombre amable y su cabeza rige perfectamente.
—Recuerda que no debe estar al frente del Imperio más de dos años. —Probo sí tomó ahora un sorbo de vino.
—Descuida, general. Tácito está de acuerdo con lo pactado y lo cumplirá. Si sigue vivo dentro de dos años te adoptará como hijo, abdicará y el Senado te reconocerá como nuevo emperador.
Probo sonrió satisfecho.
—Eso es lo que hubiera decidido Aureliano.
—Estoy seguro de ello —reiteró el Senador.
—Así todo el mundo estará contento. Los soldados se felicitarán porque han sido requeridos por el Senado para que decidan ellos, los senadores porque han elegido a invitación del ejército y el pueblo…, bueno, al pueblo le es suficiente con disponer de espectáculos de circo, pan, carne y aceite gratuitos, y que alguien le haga creer que la grandeza de Roma es la suya propia.
Roma, 25 de diciembre de 275;
1028 de la fundación de Roma
La sesión del Senado, reunido en la Curia Pompilia, había congregado a la mayoría de sus miembros. Casi trescientos senadores iban a decidir quién iba a convertirse en el emperador de Roma.
Al amanecer se habían congregado en el templo del Sol, donde habían realizado ofrendas y sacrificios justo a la hora de la salida del astro; también habían recordado la memoria de Aureliano leyendo un panegírico escrito para la ocasión por uno de los mejores retóricos romanos.
Desde allí se habían dirigido en procesión al Foro para celebrar la solemne sesión que todos consideraban como la más importante de la historia del Senado desde los tiempos de la República.
El princeps tomó la palabra y llamó al orden a los senadores para que ocuparan sus asientos y guardaran silencio. Costó algún tiempo conseguirlo, pues los padres de la patria romana se habían reunido en pequeños grupos en los que los más influyentes trataban de lograr que la mayoría de los votos se decantara por la elección de Tácito.
El princeps llamó al esposo de Zenobia y le bisbisó al oído:
—¿Está asegurada la votación?
—Sí. Tenemos apalabrados más de dos tercios de los votos de los senadores. Tácito saldrá elegido en la primera ronda.
—¿No habrá sorpresas de última hora?
—No; queda tranquilo.
—En ese caso, voy a proceder a la votación.
El princeps explicó a los senadores que el único candidato a la elección era el senador Claudio Aurelio Tácito, cuya candidatura había sido avalada por la firma de cuarenta senadores. Luego le preguntó al cónsul, el patricio Aurelio Gordiano, por si había algún impedimento legal para llevar a cabo aquella elección, y el cónsul, que previamente había consultado a los magistrados de Roma, respondió que el procedimiento estaba de acuerdo a las leyes del Estado.
El princeps se dirigió de nuevo a los senadores y les indicó que debían escribir en el boleto de papiro que se les había entregado a cada uno de ellos un «sí» o un «no». Si el número de síes superaba en el recuento al de noes, Tácito resultaría proclamado de inmediato emperador de Roma.
Uno a uno, un secretario fue llamando a los senadores para que depositaran su voto en una caja de cerámica colocada en una mesa delante del estrado desde el que el princeps y el cónsul presidían la sesión plenaria del Senado.
Acabada la votación, se procedió a escrutar las papeletas de papiro, que el secretario fue leyendo una a una.
—Efectuada la suma de los votos emitidos, el resultado es el siguiente: doscientos cuarenta votos favorables, treinta y tres negativos y veintiséis en blanco. Según la ley de Roma y la voluntad del Senado y el pueblo romanos, queda proclamado emperador el ilustre senador Claudio Aurelio Tácito.
Los senadores se levantaron de sus asientos y aplaudieron a su colega, uno de los hombres más ricos de Roma.
—Durará poco —comentó un senador al esposo de Zenobia.
—Lo suficiente como para asentar de nuevo el prestigio de Roma —le respondió.
Entre aplausos, el nuevo emperador alzó el brazo demandando silencio y habló.
—Senadores, colegas, amigos. Os agradezco el nombramiento y la confianza que habéis depositado en mí y espero no defraudaros jamás. El Senado y el pueblo romano me han hecho merecedor de un alto honor que acepto gustoso porque es la voluntad soberana de Roma. Mi primera decisión como emperador es la de proponer que se rindan a Aureliano honores divinos. Ha sido uno de los más grandes emperadores de Roma y merece ser recordado como tal. Por lo que a mí respecta, trataré de imitar su ejemplo y continuar sus grandes logros. Ahora, Aureliano está disfrutando del más allá en los Campos Elíseos. Propongo que se le rinda culto y se proclame su divinidad. Deseo, además, que le sean rendidos los máximos honores militares y que se le erija una estatua de oro en el Capitolio y tres de plata, una en la Curia Pompiliana, otra en el templo del Sol y una tercera en el foro de Trajano, su gloria bien lo merece.
Tácito continuó su discurso señalando que estaba dispuesto a instituir nuevas leyes muy provechosas y útiles para todos los romanos y a fundar nuevos sacerdocios para atender al culto a los dioses de Roma.
Acabado el discurso del nuevo emperador, el princeps invitó a todos los senadores a trasladarse al templo de la Concordia, en el mismo Foro, donde se produciría la investidura de Tácito y su juramento como nuevo emperador ante el altar de la diosa.
Protegidos por la guardia pretoriana, los senadores, alineados en una doble fila por orden de antigüedad, desfilaron hasta el templo de la Concordia. En la calle ya se conocía la noticia de la elección de un senador como nuevo emperador y algunos agentes a sueldo del Senado se habían encargado de alentar a la plebe para que vitorearan a los senadores y aclamaran a Tácito.
Una vez instalados en el templo de la Concordia, el princeps del Senado y el cónsul Aurelio Gordiano certificaron el resultado de la elección y proclamaron oficialmente que el Senado y el pueblo romanos lo habían designado como sucesor legal de Aureliano.
Tácito juró ante los dioses inmortales, en el altar de la diosa Concordia, que sería fiel y leal a Roma, que haría cumplir sus leyes y que defendería al Imperio por encima de todas las cosas.
Roma, principios de primavera de 276;
1029 de la fundación de Roma
—No esperaba que Tácito demostrara semejante vitalidad a sus setenta y cinco años —le comentó el Senador a su esposa Zenobia mientras cenaban.
—Parece un hombre vital. Tal vez os equivocasteis al elegirlo a él como sucesor de Aureliano. ¿Qué ocurriría si no quisiera renunciar a su cargo tal como habías pactado con Probo?
—¿Por qué supones que no accederá a dejar el cargo?
—Porque cuando se tiene el poder y se ha probado su sabor, resulta muy difícil renunciar a seguir degustándolo.
—Tácito es un hombre de palabra; no tengo duda de que lo cumplirá. Hay un hecho que demuestra que no tiene intención de permanecer al frente del Imperio más tiempo del acordado: no ha cambiado ni uno solo de los magistrados y gobernadores que nombró Aureliano; tan sólo ha nombrado como procónsul de Asia a Faltonio Probo. Y, además, ha nombrado a Probo como comandante de todas las legiones destacadas en Siria y Egipto, lo que supone entregarle la llave del control del ejército, y el trono imperial en un futuro no muy lejano.
—Está actuando como si fuera a permanecer muchos años al frente del Imperio. Cada semana dicta una nueva ley y gobierna como si su cargo fuera a ser eterno.
—Tal vez, pero ha sido enormemente generoso. Esta misma mañana nos ha comunicado que donará al tesoro público todos sus bienes, que ascienden a dos millones ochocientos mil sestercios. —El Senador tomó un bocado de lomo de cebón en salsa de ciruelas.
—Es una buena cantidad de dinero. ¿Qué vais a hacer con ella? —preguntó Zenobia.
—Realzaremos la muralla que comenzara Aureliano aumentando su altura en una docena de palmos al menos, compensaremos a los legionarios con algunas monedas y repartiremos varias libras de carne de cerdo y de aceite de oliva al pueblo de Roma. ¡Ah!, y levantaremos un templo a su memoria cuando fallezca, tal vez en el mismo Foro, o junto al Coliseo; cerca del arco del emperador Tito hay un pequeño solar que podría ser adecuado.
—Las prostitutas no lo verán con buenos ojos.
—¿Por qué dices eso?
—El emperador ha prohibido el ejercicio de la prostitución, ¿no es así?
—Sí, ha dado orden de que se cierren los burdeles de Roma.
—Muchos de tus amigos senadores estarán de muy mal humor; algunos de ellos eran los mejores clientes de los prostíbulos del barrio de Suburra.
—No creo que les importe demasiado; saben bien dónde encontrar golondrinitas fuera de sus nidos.
—¿Golondrinitas? —Zenobia no entendió a qué se refería su esposo con esa palabra.
—Es el nombre que en Roma se da a las prostitutas.
—Un apelativo muy cariñoso. ¿A qué se debe?
—No sé. Tal vez a que antaño se cubrían la cabeza con un pañuelo negro, o a que algunas iban de un lado a otro del río Tiber buscando clientes.
—Si el emperador sigue empeñado en convertir a Roma en una ciudad de virtuosos, acabará siendo linchado por la plebe. Los romanos no estáis acostumbrados a soportar semejante catarata de virtudes.
—No te burles, esposa. Roma es una ciudad licenciosa en la que abundan las prostitutas, los matones, los ladronzuelos, los pillos y las busconas, pero también viven aquí muchas personas cuya honradez es intachable.
—Aquí vive demasiada gente ociosa, y eso acaba siendo una herida que no se cierra fácilmente y que termina gangrenándose y arrastrando al cuerpo a una muerte segura.
—Roma es inmortal —afirmó el Senador.
—Eso mismo dijo Aureliano cuando se presentó en Palmira como legado de las legiones de Oriente. Pero no estés tan seguro, esposo. Conozco ciudades en Asia, en Siria, en Mesopotamia y en Egipto que un día fueron ricas, populosas y opulentas, capitales de imperios que conquistaron medio mundo y ahora son ruinas perdidas en medio de un desierto o han sido tragadas por la arena y la maleza.
—Eso no ocurrirá jamás con Roma. Los dioses la fundaron por mano de Eneas, y Rómulo y Remo la convirtieron en la cabeza de un reino que creció hasta convertirse en el Imperio enorme y poderoso que es hoy…
—Un imperio puede desmoronarse en cualquier momento. Yo misma estuve a punto de lograrlo en una ocasión.
—Afortunadamente es imposible que el mundo genere otra mujer como tú.
El Senador se incorporó y besó a su esposa. El vientre de Zenobia estaba muy abultado; en cualquier momento daría a luz a su nuevo retoño.
El segundo hijo de Zenobia y del Senador nació mediada la primavera. Fue un varón. Los dos esposos acudieron al templo de Apolo y ofrecieron ante el altar del dios un par de corderos porque el niño había nacido sano y fornido. Le pusieron el nombre de Cornelio, como su hermana.
Roma, mediados de 276;
1029 de la fundación de Roma
Poco después del nacimiento del hijo de Zenobia y del Senador, Tácito anunció que en un par de semanas saldría en campaña hacia Oriente.
Cuando el Senador escuchó esos planes de boca del propio emperador se quedó atónito. Tácito estaba a punto de cumplir setenta y seis años y, aunque se mostraba pleno de salud y todavía se encontraba con cierto vigor, su edad era demasiado avanzada como para encabezar al ejército en una marcha tan cansada.
El Senador intentó disuadirlo y le rogó que encomendara el mando del ejército de Oriente al general Probo, pero Tácito insistió en que él era el emperador y que era su obligación dirigir personalmente aquella campaña.
A finales de la primavera, el Senador y Zenobia preparaban su viaje anual a su villa de Tívoli. Hacía ya más de un mes que Tácito se había marchado con el ejército y la ciudad había quedado muy tranquila, varada en un extraño sosiego.
Unos pocos días antes de partir, el emperador había dictado varias leyes siguiendo las líneas trazadas por Aureliano; una de ellas hacía referencia a los falsificadores de moneda, a los cuales se aplicaría fulminantemente la pena de muerte.
Los tesoros de los templos de Roma estaban rebosantes de oro y de plata y sus administradores habían recibido orden expresa del emperador para que no faltara nunca el pan y el aceite al pueblo romano y para que se repartieran convenientemente las cantidades estipuladas, pues en caso contrario el responsable del menor indicio de corrupción sería ajusticiado en la cruz y su cadáver se pudriría durante meses a la orilla de alguno de los muchos caminos que llegaban a Roma.
El Senador se encontraba en la sede del Senado en el Foro despachando con un par de secretarios algunos asuntos pendientes antes de salir hacia Tívoli. A la puerta del edificio oyeron un tumulto y varios gritos. Salieron presurosos y se encontraron con media docena de senadores que rodeaban ansiosos y con el rostro lleno de preocupación a una escuadra de jinetes pretorianos.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—El emperador ha sido asesinado en Tiana —respondió el comandante de la patrulla—. Los culpables son varios soldados que no aceptaban los ideales de paz y concordia que anunció en uno de sus discursos camino de Asia.
—¿Conoce la noticia el general Probo?
El Senador hizo la pregunta a sabiendas de que el comandante pretoriano entendería que lo que le estaba preguntando era si Probo había sido el instigador del asesinato.
—No, Senador. El general Probo no estaba al tanto del asesinato.
—¿Qué más se sabe? ¿Alguien ha asumido el mando del ejército?
—Floriano, el hermano de Tácito por parte sólo de madre, se ha proclamado emperador inmediatamente después de la muerte de su hermano en Tiana.
—Entonces, ¿ha sido él el instigador del asesinato?
—No lo sabemos, Senador.
—¿Lo ha proclamado el ejército?
—No. El ejército no se ha pronunciado.
—Pues el Senado tampoco ratificará a Floriano.
—En ese caso, Floriano ha de ser considerado un usurpador.
—En efecto, comandante, y así debe ser tratado. Acude deprisa al pretorio y comunica a todos que el Senado así lo proclamará.
El pretoriano y los soldados de su escolta arrearon a sus caballos y partieron al galope hacia su cuartel.
—¡El Senado no se ha pronunciado en ninguna dirección pero tú acabas de decir que no ratificará a Floriano! —exclamó sorprendido uno de los senadores.
—Lo haremos mañana mismo. Vayamos a ver al princeps y a los cónsules, deben convocar una sesión extraordinaria de inmediato.
Aquel verano el Senador no se trasladó a Tívoli. Envió a su esposa Zenobia y a sus cuatro hijos, a los dos tenidos con su primera esposa, a la pequeña Cornelia y a Cornelio, de apenas tres meses de edad, en una carreta a su villa, encomendando a Zenobia el gobierno de su hacienda. Quien había gobernado un imperio no tendría problemas en administrar una explotación como la de Tívoli.
Los despidió a la puerta de su casa en Roma y les dijo que acudiría junto a ellos en cuanto se aclarara la situación. Zenobia lo entendió.
Pasaron las semanas. Zenobia administró la hacienda con acierto y mesura. Cada semana recibía una carta de su esposo en la que le daba algunos consejos y le informaba de lo que ocurría en Roma y en el resto del Imperio.
Ni el Senado ni el ejército reconocieron a Floriano como emperador. El Senado envió un mensaje al general Probo ofreciéndole su reconocimiento, como se había acordado en secreto meses atrás, si se proclamaba emperador.
El que fuera lugarteniente de Aureliano así lo hizo. Probo se proclamó emperador con el beneplácito del Senado y las tropas de Oriente lo reconocieron de inmediato. Floriano se enteró en Tarsis de la proclamación de Probo y ni siquiera tuvo tiempo para abdicar; los mismos soldados que lo escoltaban lo asesinaron a machetazos.
De inmediato, el Senado reconoció a Probo como emperador legítimo; se cumplía así el pacto acordado ocho meses antes y se volvía a la normalidad establecida a la muerte de Aureliano.
Resuelto el problema sucesorio, el Senador acudió a Tívoli a buscar a su familia. Faltaban un par de semanas para que acabara el verano; pocos días después regresaron a Roma.
Roma, fines de 216;
1029 de la fundación de Roma
Desaparecido Tácito, los burdeles volvieron a abrirse en casi todos los barrios de Roma. El Senado, a pesar de su corto reinado, lo proclamó como uno de los grandes emperadores y lo hizo figurar entre los dioses del Olimpo.
—¿Será Probo un buen emperador? —le preguntó Zenobia a su esposo.
—Por el bien de Roma, así lo espero y lo deseo.
—En Oriente los buenos gobernantes eran los que conseguían grandes triunfos militares.
—En Roma es diferente. Aquí decimos que un emperador ha sido grande cuando no cae en el libertinaje, rechaza la codicia, expulsa de su lado a los amigos perversos, aleja de sí a los cortesanos necios y administra los bienes del Estado con inteligencia y mesura.
—Probo no me parece un hombre demasiado inteligente.
—Su formación militar es extraordinaria, y en sus primeras decisiones ha demostrado poseer un elevado sentido de la justicia, que es una virtud esencial en los buenos príncipes. A pesar de que podía haber olvidado lo ocurrido con los asesinatos de Aureliano y Tácito, ha resuelto que los criminales sean juzgados y que sobre ellos se aplique la ley romana; esa decisión es un acto digno de elogio y reconocimiento.
—¿Qué otra cosa podría hacer?
—Sí, debía actuar contra los asesinos, pero lo ha hecho con suma diligencia y eficacia, lo que demuestra que no carece de inteligencia. Ha actuado con gran habilidad, pues temiendo que si perseguía abiertamente a los asesinos se produjeran tumultos y revueltas en el Imperio, optó por actuar con discreción y convocó a los instigadores de los asesinatos de los dos emperadores que quedaban libres a una cena en su propia mesa. Los criminales cayeron en la trampa pensando que el emperador iba a ofrecerles un pacto y el perdón, pero se encontraron con que en la sala de banquetes los esperaba un escuadrón de la guardia pretoriana que los apresó y los ejecutó allí mismo, mientras el emperador observaba desde una galería la aplicación de su justicia.
—Sí, ahí actuó con habilidad —aceptó Zenobia.
—Y hay más todavía. A pesar de ser un soldado y de estar formado en la guerra, ha proclamado que su actuación como emperador estará asentada en los ideales de paz universal, seguridad dentro de las fronteras imperiales, pan para todos y justicia. Y esos son los valores que más aprecia un romano y los que más se han echado en falta en los últimos años. —El Senador tomó una copa de vino y dio un sorbo.
—Yo creo que la primera cualidad de un gran príncipe ha de ser la clemencia. Séneca, vuestro eminente filósofo, recomendaba a los soberanos actuar de esa manera para comportarse como príncipes óptimos. La benevolencia y la generosidad han de ser la norma de actuación de todo buen gobernante.
—En este caso debía primar la justicia. Los asesinos fueron juzgados y pagaron su culpa; la justicia debe ser ejemplar —opinó el Senador.
—No hay justicia plena sin bondad.
—Eso aseguran los cristianos.
—Y vuestros más eminentes escritores también. La imagen del emperador es la de un gobernante bondadoso, clemente y generoso. En cierto modo, muy similar a la de Jesucristo. Tal vez, algún día, uno de vuestros emperadores sea cristiano. No le sería muy difícil justificar su adscripción a esa religión alegando estas coincidencias.
—No creo que eso llegue a ocurrir jamás. Aureliano fue uno de los más grandes emperadores de Roma, aunque en ocasiones se mostró con severidad y crueldad extremas. Pese a ello, el pueblo lo amó y lo reverenció, y ahora está considerado como un dios y sus estatuas son adoradas en los altares de los templos. Sus virtudes fueron el valor, la disciplina, el buen gobierno y ofrecer al pueblo pan, aceite, carne y espectáculos. Quienes así se comportan son los considerados mejores emperadores por los que escriben la historia. —El Senador apuró la copa de vino.
—Estás sediento —observó Zenobia.
—Hace días que noto un cierto ardor en el estómago que sólo se me calma con vino.
—Deberías habérmelo dicho.
—No quería preocuparte.
—Llamaré al médico.
—Si me visita me recetará infusiones de hierbas y me recomendará que deje de comer carne. Es lo único que saben hacer esos médicos que han aprendido su oficio de los griegos.
—Debes cuidarte —insistió Zenobia.
—Lo haré, esposa, lo haré.
Mediada la noche el Senador se despertó temblando de frío entre convulsiones y espasmos. Zenobia llamó a los esclavos y ordenó que fueran a buscar al médico que atendía a la familia.
A los espasmos siguieron vómitos y esputos de sangre. Una intensa calentura se apoderó del cuerpo del Senador, que tiritaba de frío aunque su piel ardía consumida por la fiebre.
El médico examinó los vómitos y torció el rictus. Zenobia se dio cuenta de su gesto.
—¿Es grave? —le preguntó.
—Tiene el estómago perforado. Lo siento, señora, pero no creo que aguante mucho tiempo. ¿Por qué no me avisaste antes?
—No me dijo nada hasta esta noche.
—No entiendo cómo ha podido soportar el dolor.
Al amanecer, el senador agonizaba. Su semblante reflejaba una extrema palidez, sus ojos se habían hundido y la fiebre lo consumía.
Zenobia se acercó al lecho y le tomó la mano.
—He vivido contigo dos años y medio, sólo dos años y medio… —balbució él.
—Has regalado a mi vida la serenidad que nunca tuve.
—Pero nunca me has amado; hubiera cambiado todos los momentos de placer que he disfrutado a tu lado por un solo instante de tu amor.
—Eres mi esposo y el padre de mis dos hijos.
—Cuídalos, Zenobia, y edúcalos como buenos romanos en el honor y en la justicia.
El Senador apretó la mano de su esposa, pero Zenobia sintió que las fuerzas lo estaban abandonando.
Dos días después, en las calendas de enero, el Senador falleció. Zenobia lloró la muerte de su esposo, cuyo cadáver fue velado en el Senado con las honras fúnebres reservadas a sus miembros más relevantes. El propio emperador encabezó la comitiva que presenció la quema del cadáver, cuyas cenizas fueron depositadas en una urna que sería trasladada a su villa de Tívoli.
Zenobia se había convertido, ahora sí, en una verdadera dama de Roma.
Pasó el tiempo.
Probo gobernó el Imperio durante seis años y, como tantos de sus predecesores, también fue asesinado por un grupo de soldados cuando preparaba la que se había presentado como invasión definitiva sobre Persia. Los magnicidas se justificaron aduciendo que el emperador aplicaba a sus hombres una dureza excesiva y una disciplina insoportable.
Aprovechando la confusión, unas bandas de bárbaros invadieron la Galia y destruyeron la ciudad de Lutecia, sobre el río Sena, pero fueron rechazados por las legiones y obligados a retroceder al otro lado del limes del Rin.
Vacío el trono imperial, se produjeron de nuevo proclamas de usurpadores en diversas provincias y se sucedieron emperadores efímeros como Caro, asesinado en una nueva expedición a Persia, y sus hijos Carino, un tipo perverso que gobernó la parte occidental del Imperio y que convirtió el palacio imperial de Roma en un gigantesco burdel, y Numeriano, que fue asesinado por su propio suegro.
Pero en el año 284, ocho años después de la muerte de Aureliano y dos más tarde de la de Probo, fue proclamado emperador un comandante de la guardia imperial llamado Cayo Valerio Diocles que gobernaría el Imperio durante veinte años con el nombre de Diocleciano. El nuevo emperador, aupado por el ejército, ejecutó con su propia espada al prefecto del pretorio Asper, el suegro y asesino de Numeriano, y depuso a Carino como emperador de Occidente.
Diocleciano acabó con el caos, puso orden en el Imperio, lo reformó y le dio una estabilidad que asentó las fronteras y el gobierno, recuperando la fama y el prestigio de la figura del emperador. Puso en marcha la llamada tetrarquía, mediante la cual dos augustos y dos Césares se turnarían en el gobierno del Imperio, que quedó dividido para su mejor administración en dos mitades. Y no dudó en perseguir a los cristianos, que se oponían a sus reformas.