Roma, otoño de 275;
1028 de la fundación de Roma
Aquel verano se alargó y el Senador y Zenobia regresaron a Roma unos días más tarde de lo habitual. En la capital del Imperio ya se habían celebrado los juegos en honor de Júpiter Capitolino, con los cuales se daba por iniciada la nueva temporada.
Ya en Roma, el Senador se enteró de que Aureliano había ido de Atenas a Tracia para sofocar la incursión de una partida de bandidos escitas que merodeaba por esa región. Desde allí se dirigiría a Bizancio, donde prepararía el avance hacia Mesopotamia siguiendo una ruta similar a la que había recorrido cuando conquistó Palmira. En realidad, lo que pretendía era añadir un par de legiones más a las cinco con las que ya contaba, reclutando legionarios de varias cohortes de guarnición en algunas ciudades de Anatolia y del norte de Siria.
—No hay buenos presagios para la campaña de Persia —comentó el Senador a su esposa al regreso de una sesión rutinaria en el Senado.
—¿Otra estatua de Trajano partida por un rayo?
—No. Se ha visto volar a varios cuervos a la izquierda del Capitolio; en Campania nacieron este verano dos terneros unidos por el vientre que murieron a las pocas horas, y se dice que en la piel de uno de ellos podía leerse con claridad el nombre de Aureliano escrito en letras púrpuras; una nave que procedía de Gades cargada de lingotes de cobre se ha hundido a la entrada del puerto de Ostia justo cuando el sol se ponía en el horizonte; las entrañas de un cordero sacrificado a Apolo han salido negras como la noche; y un velo del templo de Vesta se ha rasgado de arriba abajo esta madrugada sin que al parecer hubiera nadie dentro. Todos esos son malos presagios; los miembros del colegio de los augures han determinado que algo funesto va a ocurrir en Roma.
—Cosas como esas pasan todos los días —se limitó a decir Zenobia.
—Hay más. Algunos cristianos están predicando en sus comunidades que se acerca el fin del mundo como se señala en uno de sus libros sagrados al que llaman Apocalipsis, y están proclamando que el culpable va a ser Aureliano por perseguirlos.
—Los cristianos están preocupados por la idea del emperador de establecer el culto al Sol en todo el Imperio. Ellos adoran a un solo dios y estoy segura de que creen que el nuevo dios de Aureliano sí puede hacer competencia al suyo.
—Desde luego, si Aureliano se sale con la suya, derrota a los persas y conquista Mesopotamia, todos los romanos acatarán su voluntad y lo considerarán como a un dios; y si dice entonces que todos los romanos deben adorar a uno solo, el Sol, los cristianos tendrán un grave problema, pues es probable que la mayoría abandone sus creencias y se convierta a la religión solar.
—No lo creo —aseveró Zenobia—. Conozco a algunos cristianos y presencié uno de sus ritos en Palmira, y puedo asegurarte que muchos de los que abrazan la religión de Jesucristo se mantienen en ella de manera firme pese a las amenazas y miedos que puedan caer sobre ellos.
—Sí, son fanáticos irreductibles, pero en este caso…
—Seguirán siendo cristianos haga lo que haga el emperador. Su fe es irrenunciable porque, además, están convencidos de que alcanzarán el paraíso. Por eso son capaces de sufrir persecución e incluso morir en defensa de su fe. Para ellos, su religión es lo más valioso, mucho más que su propia vida.
Entre tanto, el ejército romano se dirigía hacia Bizancio para desde allí emprender la campaña contra Persia. Aureliano estaba convencido de su nuevo triunfo, y se ratificó en esa creencia cuando sus espías le informaron de que el rey Bahram no había reaccionado al enterarse de que los romanos no tardarían en presentarse ante los muros de Ctesifonte.
El revuelo en el Senado era mayúsculo. Los senadores habían sido convocados con toda urgencia a una sesión plenaria en el templo de Cástor y Pólux.
Cuando llegó recostado en su litera, el Senador apreció que los efectivos de la guardia pretoriana que protegían a los senadores cuando celebraban un pleno eran el doble de lo habitual. Aquello le intranquilizó, pero intentó calmarse imaginando que se trataba de una nueva disposición del prefecto del pretorio.
Descendió de la litera, portada por cuatro esclavos, y ascendió las gradas de mármol del templo, a cuyos lados se arremolinaban decenas de individuos entre los cuales se notaba cierta inquietud.
La línea de guardia de los pretorianos se abrió para dejar pasar al Senador y lo saludaron al identificarlo vestido con su toga blanca ribeteada con una banda púrpura. Devolvió el saludo y entró en el templo, donde sus colegas se arremolinaban en varios grupos.
—¿Qué está pasando? —preguntó al primero de sus colegas con el que se cruzó.
—Corren terribles rumores. Se dice que el emperador ha muerto camino de Persia.
—¿Ha caído en una batalla?
—No. Al parecer ha sido asesinado por soldados del ejército.
—¡No, otra vez no! —exclamó el Senador—. No podemos regresar a los tiempos de los asesinatos, las revueltas en el ejército y la autoproclamación de usurpadores, que ya parecían superados. Si caemos en esos mismos errores, Roma estará perdida.
En ese momento un secretario llamó a cónclave a los senadores y les rogó que tomaran asiento. Lo hicieron por el orden de antigüedad que les correspondía. Junto al altar, en un doble sitial, se sentaron el princeps del Senado y el cónsul de ese año, el patricio Aurelio Gordiano.
El primero tomó la palabra:
—Senadores de Roma, debo comunicaros una funesta noticia. Cuando marchaba hacia Mesopotamia para derrotar al tirano persa y devolver esas tierras al dominio de Roma, nuestro augusto Aureliano ha sido asesinado.
Los senadores se agitaron, se revolvieron en sus asientos y algunos se levantaron llevándose las manos a la cabeza entre exclamaciones y gritos de dolor.
—Calmaos, senadores, calmaos —reclamó el cónsul Aurelio Gordiano.
El princeps continuó:
—Los asesinos han sido detenidos. Se trata de una conspiración instigada por Eos Mnesteo, el secretario del emperador, en la que han participado Murcapor, uno de sus hombres de confianza, y algunos oficiales del ejército. El magnicidio se ha perpetrado en un lugar llamado Cenofrurio, una mansión en la calzada que une las ciudades de Bizancio, Perinto y Heraclea.
—¡Han sido los cristianos! —clamó un senador—. Esos tipos eran cristianos. Debemos acabar con esa secta de locos antes de que ellos acaben con Roma.
—¿Tienes pruebas de que esas son sus intenciones? —le preguntó el cónsul.
—¿Pruebas? Claro que hay pruebas. El sentido común los señala como causantes del asesinato del emperador, que iba a firmar un decreto para poner fin a la expansión de esta secta demoníaca que crece como la mala hierba y que amenaza los cimientos del Estado. No llegó a rubricar ese decreto que, como sabéis, ya estaba redactado y listo para la sanción imperial; y para evitar la firma lo asesinaron. Deben ser perseguidos y ejecutados por ello, hasta que no quede un solo cristiano en el Imperio.
—Tu acusación es demasiado grave para sostenerla con simples supuestos. Nuestro derecho se basa en la prueba de los hechos, y ningún ciudadano romano puede ser ejecutado sin haber tenido antes un juicio. ¿Dónde está la prueba de que los asesinos del emperador sean cristianos? —preguntó el Senador.
—Está bien. Los asesinos han sido detenidos. Traigámoslos a Roma y que se celebre un juicio justo. Y ya veréis, queridos colegas, cómo confiesan su pertenencia a la secta maldita de los seguidores del nazareno.
La mayoría de los senadores aceptaron la propuesta.
—De acuerdo —intervino el princeps—, los asesinos serán juzgados en Roma.
Se hizo entonces un silencio denso y prolongado. Los padres de la patria habían caído en la cuenta de que el Imperio estaba sin soberano y de que la anarquía y el caos de tiempos pasados podrían instalarse de nuevo en la política romana.
—Necesitamos un nuevo emperador —habló al fin el cónsul—. Aureliano sólo tiene una hija, de modo que no existe un heredero varón que pueda continuar su obra, y además no dejó designado a ningún sucesor.
—En ese caso el Senado debe asumir su responsabilidad y elegir al nuevo augusto —terció el esposo de Zenobia.
Los senadores lo miraron asombrados. El Senado era la institución más prestigiosa de Roma, pero su poder era prácticamente testimonial desde que Octavio Augusto instaurara el poder imperial casi absoluto El Senado se había convertido en una cámara de debate y consultiva, pero sin ningún poder ejecutivo, aunque de gran influencia debido a la categoría y riqueza de los miembros que lo componían.
—Estás loco —le susurró un colega a su espalda—. El ejército ha sido quien ha proclamado al emperador desde hace mucho tiempo. ¿Quieres que nos degüellen a todos como a corderos?
—Senadores —el esposo de Zenobia se puso de pie—, estamos ante una oportunidad extraordinaria. Proclamemos la autoridad del Senado y demos a Roma el mejor emperador posible.
—¡El ejército no lo consentirá! Si nombramos un emperador sin contar con las legiones se producirá un cisma de incalculables consecuencias y correrá mucha sangre romana —terció el princeps.
—Pidamos al ejército que nos solicite un candidato —propuso el esposo de Zenobia.
—¿Qué? —El princeps estaba asombrado ante la determinación del Senador.
—Es una buena idea —terció el cónsul Aurelio Gordiano—. El general Probo ha quedado ahora al frente del ejército; era el mejor y más fiel ayudante del emperador y es un hombre sensato. Sin duda estará de acuerdo en que sea el ejército quien se dirija al Senado para que sea esta asamblea de los padres de la patria romana la que designe al sucesor de Aureliano.
Los senadores debatieron la propuesta y al fin se aceptó enviar una delegación ante el ejército para tratar el asunto con Probo y sus generales.
—Mañana salgo hacia Grecia —dijo el Senador a Zenobia nada más regresar a su casa, una vez finalizada la asamblea del Senado.
—¿Negocios? —supuso Zenobia.
—Sí, pero no comerciales.
El Senador le explicó lo sucedido.
—¡Aureliano asesinado! Creí que era más precavido y que tenía vigilados a todos sus posibles rivales —se extrañó Zenobia.
—Han sido algunos de sus más cercanos colaboradores quienes han tramado la conjura. Él jamás podría haber sospechado de su propio secretario, en quien había depositado su plena confianza. La ambición por el poder o por el dinero ciega a los hombres hasta convertirlos en alimañas sin escrúpulos. Sé que no sientes su muerte. No te lo reprocho, pues él fue quien te quitó el reino que habías conquistado, pero para mí su asesinato resulta una catástrofe de consecuencias imprevisibles. Soy romano y temo por lo que le pueda ocurrir a Roma —adujo el Senador.
—No siento la muerte de Aureliano. Jamás tuve afecto a ese hombre a pesar de que me salvó la vida cuando se empeñó en rechazar una y otra vez los consejos de la mayoría de sus generales, que se afanaban en solicitar mi ejecución. Pero tampoco me alegro por ello. Reconozco que fue un hombre valeroso y de gran determinación, que arriesgó su vida en defensa de Roma. Y por eso lo admiraba.
—Tengo que prepararme para el viaje. El Senado ha nombrado una delegación de seis de sus miembros y me ha elegido como portavoz ante los generales del ejército. No tenemos tiempo que perder.
—¡Estás loco! —exclamó alarmada Zenobia.
—Un senador me ha bisbisado esas mismas palabras al oído esta mañana.
—Lo más probable es que los soldados os ejecuten a todos los senadores de esa delegación y luego proclamen emperador al general más fuerte, al que cuente con más apoyos entre las legiones o al que soborne con más plata y oro a los oficiales. En Roma siempre se han hecho las cosas así.
—En otro tiempo sí, pero yo confío en Probo, el lugarteniente de Aureliano. Ahora es el hombre fuerte del ejército y supongo que querrá convertirse en el nuevo emperador. Si el Senado lo propone y el ejército lo apoya, todos contentos, y nos habremos evitado muchos problemas.
—Iré contigo.
—No. Si lo hicieras, es probable que algunos entendieran que estoy tramando tu regreso a Palmira y apoyándote para que te alces de nuevo contra Roma aprovechando la vacante en el trono imperial. Soy tu esposo y, aunque nuestro matrimonio fue decidido por Aureliano, he llegado a quererte como jamás quise a ninguna otra persona; pero también soy senador de Roma y no puedo siquiera dejar entrever que estuviera implicado en un complot contra el Imperio.
—De acuerdo. Esperaré tu regreso. Ten mucho cuidado y recuerda que no debes fiarte de nadie.
Zenobia se acercó hacia su esposo y lo besó en la mejilla. No le dijo que volvía a sentir los síntomas de otro embarazo.
La delegación del Senado regresó a Roma a finales de otoño. El Senador se había entrevistado con el general Probo en Atenas y ambos habían acordado el camino a seguir para la proclamación del nuevo emperador.
Zenobia esperaba a su esposo tras casi dos meses de ausencia en el atrio de la casa. Un mensajero llegado de Ostia le había avisado de que no tardaría mucho en presentarse.
El Senador estaba cansado pero su aspecto era saludable. Zenobia aguardaba junto a los dos hijos de su esposo y algunos esclavos, y sostenía en brazos a la pequeña Cornelia, de cuyo cuello colgaba una cadenita de plata con una capsulita que contenía un pedacito de pergamino en el que había escritas unas palabras mágicas, un amuleto protector que solían llevar algunos romanos durante su infancia. El pater familias besó a sus hijos y abrazó a su esposa con contenida moderación; entre los patricios y los potentados romanos seguía siendo de mal gusto mostrar excesivas muestras de cariño hacia la propia esposa en público, aun en el propio domicilio.
—Te he echado de menos mucho más de lo que podía imaginar —le dijo el Senador a Zenobia cuando se quedaron a solas.
—Estoy embarazada de nuevo.
—Por todos los dioses, ¿cuándo ha sido?
—Por las cuentas que llevo, fue a finales de agosto, en Tívoli, tal vez aquella noche de luna llena…
—Cuando te vi en el atrio pensé que habías engordado un poco, pero…
El Senador acarició el vientre de Zenobia y lo sintió ligeramente abultado.
—Pronto crecerá.
—Esta vez será un varón; haré ofrendas a los dioses para que sea un varón.
—¿Has logrado tu propósito? —Zenobia le preguntó por su misión en Atenas ante Probo.
—Sí. El ejército ha enviado una carta al Senado en la que le solicita que designe al nuevo emperador.
—¿Cómo lo has logrado?
—Le he prometido a Probo que el Senado lo apoyará para convertirse en nuevo emperador si enviaba esa petición.
—En ese caso, Probo será el sucesor de Aureliano.
—No; hemos acordado que antes ejercerá el cargo un senador de avanzada edad. Algunos generales han puesto pegas al nombramiento de Probo y se ha decidido que ejerza el imperio un hombre de transición. Yo insistí en que ese hombre fuera un senador para dar la sensación de que el Senado es la institución más prestigiosa del Estado.
—¿Tú? ¿Te has propuesto tú como emperador? Te matarán, como a los demás, como a Aureliano.
—No soy tan mayor ni tan soberbio ni tan insensato. El senador que propongamos como nuevo emperador debe ser de avanzada edad y no deberá permanecer al frente del Imperio más de dos años; tras ese período, Probo asumirá el poder.
—¿Y si para entonces no ha muerto el que designéis ahora?
—Dentro de un año, el que sea designado nombrará a Probo como hijo adoptivo y abdicará a continuación dejando el poder imperial en sus manos.
—Probo no es romano, es un ilirio.
—Aureliano también había nacido de Iliria y no resultó un mal emperador.
—¿Y qué ha sido de los asesinos? —demandó Zenobia.
—Los hemos traído a Roma. Ahora están encarcelados en la prisión Tulliani, en el Foro. Serán juzgados la semana próxima ante un tribunal e imagino que ejecutados. El Senado me ha encargado que sea yo quien dirija la acusación. He intentado renunciar alegando que no soy experto en derecho, pero no me ha quedado más remedio que aceptar.
—¿Dispondrán de un abogado defensor?
—El derecho de Roma así lo dispone; aunque dudo que haya algún abogado serio, prestigioso y cabal en esta ciudad o en todo el Imperio dispuesto a defenderlos. Pero siempre aparecerá uno de esos picapleitos que aprovecha estas circunstancias para hacerse famosos y ganar dinero, aunque sepa de antemano que tiene el caso perdido. Además, hay un senador empeñado en demostrar que los asesinos del emperador son cristianos y que fue la defensa de su fe la que movió al secretario de Aureliano, al ejecutor y a los conspiradores a acabar con su vida.
—¿En verdad son cristianos los asesinos?
—No. He hablado con algunos de sus cabecillas varias veces durante la travesía desde Atenas a Ostia y te aseguro que no han sido ellos. Eos Mnesteo, el secretario de Aureliano, ha sido el instigador de la conjura. Es un tipo mezquino y cobarde, de origen griego, y fue esclavo de Aureliano hasta que le concedió la libertad por sus servicios. Ya como liberto, el emperador lo mantuvo a su lado como secretario principal de la cancillería imperial. Era él quien tomaba nota de todos los edictos imperiales de boca del propio augusto; he intentado averiguar de sus propios labios la causa que lo arrastró a tramar esta conjura, y se ha limitado a decirme que Aureliano era un tirano y que su muerte resultaba grata a los ojos de los dioses. El ejecutor del crimen se llama Murcapor, un oscuro y bruto oficial, tonto de remate, cuyo único mérito es su fuerza y su habilidad en el manejo de la espada. Creo que Eos lo convenció para que asesinara a Aureliano a cambio de promesas increíbles.
—¿Y el resto de los conjurados?
—Una docena de altos oficiales, ambiciosos pero estúpidos e ilusos. Todos ellos creyeron que el ejército admitiría el crimen, como había ocurrido en tantas otras ocasiones en la historia de Roma, y que medrarían en la escala de mando hasta alcanzar el tribunado y el generalato; alguno incluso se imaginó ya revestido con la clámide púrpura y tocado con la corona imperial.
—La vanidad humana es infinita —sentenció Zenobia, que sabía bien de qué estaba hablando.
Los asesinos del emperador encontraron un abogado que los defendiera. Se trataba de Cayo Fulvio, un arribista sin escrúpulos que se ganaba la vida ocupándose de los casos más escabrosos de los tribunales romanos, aquellos que los más prestigiosos abogados rechazaban porque su defensa se consideraba un deshonor y una vergüenza para la profesión. Cayo tenía una fácil oratoria y era considerado un demagogo capaz de alegar cualquier cosa para alcanzar su objetivo. A veces, para ganarse clientes, se subía a algunas de las tribunas abiertas a lo largo del Foro y pronunciaba un discurso en el que siempre aludía a las bondades y virtudes del pueblo romano, virtudes, por cierto, de las que él carecía; en sus intervenciones públicas hacía gala de una hipocresía tal que no le importaba mentir, tergiversar o alterar la realidad a su conveniencia.
El Senador y su esposa Zenobia acudieron al juicio, que había levantado enorme interés en la ciudad. Sobre la litera senatorial atravesaron el Foro por la Vía Sacra y llegaron ante la basílica Emilia mediada la mañana. Bajo su brazo, el Senador portaba unos papiros en los que había anotado las líneas maestras de su acusación. Justo en ese instante unos guardias venían en dirección contraria. Traían con ellos, cargados de cadenas, a los acusados del asesinato del emperador, que habían pasado los días encerrados en la cárcel Tulliani, una infecta red de mazmorras ubicada en unas cavernas rocosas al pie del Capitolio, al lado del templo de la Concordia, de la que sólo solían sacar cadáveres o reos camino del patíbulo.
Los policías que custodiaban la entrada a la basílica los saludaron y dejaron pasar al Senador y a Zenobia, en tanto se afanaban para mantener a raya a los muchos curiosos que se arremolinaban a las puertas del edificio.
Presidía el tribunal el princeps del Senado, al que aconsejaban dos jueces, sentados a su lado.
Los acusados se acomodaron junto a su defensor, en tres banquillos frente a los tres jueces. El acusador lo hizo a la derecha de los jueces, en una sillita de tijera ante la que había una mesa baja donde el Senador depositó los papiros con las notas de la acusación, que había redactado con la ayuda de dos abogados a sueldo del Senado. Zenobia observaba el juicio desde una de las tribunas de la segunda planta de la basílica, reservada para las esposas de los senadores y de los altos magistrados de la ciudad.
El abogado defensor tomó la palabra tras la autorización del presidente del tribunal, se levantó de su banco y se situó ofreciendo un perfil al tribunal y otro al público, mientras miraba al Senador de frente.
—Ciudadanos de Roma. Henos aquí, en este solemne y sagrado lugar, reunidos para dirimir la culpabilidad de estos hombres. —Cayo señaló a Eos Mnesteo, a Murcapor y a los otros seis—. Han sido acusados de asesinar a nuestro emperador y por ello deberían ser ejecutados de la forma más cruenta, sí. Pero lo que hicieron ha servido para salvar muchas vidas. Escuchadme bien. Eos Mnesteo, ese hombre que veis ahí angustiado por el miedo, era el secretario de confianza de Aureliano. Todos recordamos al valeroso soldado que fue, pero tampoco hemos olvidado que en no pocas ocasiones se comportó con una crueldad excesiva. Todavía lloran a sus esposos e hijos miles de viudas y de madres que vieron morir a sus seres queridos cuando se produjo la revuelta de los trabajadores de la ceca; aún están frescas las flores sobre las tumbas de los senadores aniquilados tan sólo por negar su apoyo a la masacre que se perpetró con el pueblo de Roma. Sí, amigos, romanos, ciudadanos del Imperio, estos hombres ejecutaron a Aureliano, pero lo hicieron cuando fueron conscientes del horrendo crimen que su mente tiránica perpetraba. Una noche, después de la cena, Aureliano llamó a su secretario para dictarle una lista. Eos, siempre fiel a su emperador, pero más fiel todavía a Roma, acudió a la llamada de su señor, preparó su cálamo, el tintero y unas hojas de papiro. Mi defendido creía que le iba a ser dictada alguna orden para el ejército, pues, como bien sabéis, estaba a punto de salir en campaña contra los persas. Pero no. Para sorpresa de este romano ejemplar, Aureliano le dictó el listado de los notables y honrados romanos que iban a ser ejecutados de inmediato.
»Algunos de vosotros conocisteis en persona al emperador y sabéis bien que no era de los que amenazan en vano. Cuando fue escuchando los nombres de los condenados, Eos Mnesteo, un hombre bueno y honrado, tembló, y su corazón se convulsionó de pena y de angustia. En aquella lista macabra había nombres de valerosos y benéficos ciudadanos de Roma. ¿Quién os dice que no estabais incluidos en ella algunos de vosotros, senadores, magistrados, altos sacerdotes, generales, tribunos? ¿Cuántos senadores, cuestores, pretores, magistrados o generales fieles servidores de Roma estabais incluidos en aquella papeleta de la muerte? Mi defendido, temeroso de los dioses inmortales y de la justicia de los hombres, no pudo soportarlo. Su lealtad al emperador era mucha, pero su amor a Roma y su razón fueron, afortunadamente, más poderosos, y se dirigió a Murcapor, un soldado ejemplar, valiente, esforzado y disciplinado que ha ascendido en la escala militar gracias a su arrojo en el combate y a su valor en la batalla. Varias cicatrices son testigos de la sangre que ha vertido en la defensa de Roma y en la de todos nosotros. Y con él, estos seis oficiales del ejército, hombres cabales y sensatos que se vieron arrastrados ineludiblemente a ejercer la justicia por su mano para evitar la masacre de muchos inocentes.
»No, ciudadanos de Roma, no, estos hombres no son unos asesinos sino unos ejecutores de la voluntad de los dioses. Nada ocurre aquí en la tierra sin que se permita en el cielo. Aureliano irritó y calumnió a nuestros dioses. Construyó el templo al Sol y dijo a sus confidentes que ese era el único dios existente. Dio la espalda a los dioses que veneramos en estos templos levantados por nuestros antepasados. Salid ahí fuera y mirad a vuestro alrededor, y veréis el templo de Jano, el de Saturno, el de Cástor y Pólux, el de Marte, el de Minerva, el de Júpiter, el de Venus, e incluso los de nuestros gloriosos emperadores divinizados: Julio César, que convirtió a Roma en el Imperio más grande, Augusto, el padre de la patria romana, Vespasiano, el general invicto, Trajano, el conquistador de Dacia y de Mesopotamia… Sus ojos inmortales nos contemplan desde sus tronos celestes, y su fuerza nos protege y nos ampara. Aureliano pretendió relegarlos al olvido y borrar su memoria de nuestras cabezas y de nuestros corazones.
»¿Y qué me decís de lo que hizo el emperador con los cristianos? Sí, sé que a la mayoría no os gustan esos fanáticos seguidores de aquel galileo que se proclamó hombre y dios a la vez; a mí tampoco me agradan los cristianos. Sabéis que existe una ley que obliga a todos los ciudadanos romanos a ofrecer sacrificios a nuestros dioses. Los cristianos se niegan a acatar nuestras leyes, y ¿qué hizo Aureliano para evitarlo? Nada. Se limitó a amagar con firmar un decreto de persecución contra los que la incumplieran, pero no la promulgó y ni siquiera movió un dedo para ejercer su autoridad imperial y hacer cumplir las leyes que rigen en el Estado romano.
»La muerte de Aureliano la decidieron los dioses de Roma y estos hombres sólo fueron los ejecutores de la voluntad divina. Con su acción, evitaron muchas muertes. Si aquella lista hubiera sido enviada a Roma, algunos de vosotros —el abogado adoptó una pose teatral y señaló con un movimiento circular de su brazo a todo el público congregado en la basílica— estaríais ahora muertos. Incluso tal vez tú —Cayo Fulvio se dirigió al esposo de Zenobia—, tú también podrías estar muerto; porque, ¿estás seguro de que tu nombre no figuraba en aquella macabra lista?
El abogado defensor, altivo como un pavo real, regresó a su asiento, dirigió una mirada de autocomplacencia al público y se alisó la toga para que no se arrugara.
El presidente del tribunal dio la palabra al Senador.
—No soy experto en derecho, como es manifiesto, pero sé cuáles son las leyes por las que nos gobernamos los romanos. Las conozco bien porque tengo que debatir sobre ellas en las sesiones del Senado y es mi obligación estar al tanto de cuantas rigen nuestro Estado. El abogado defensor ha intentado confundirnos caminando en el límite de lo que le permite la ley, pero no lo ha logrado, al menos no conmigo.
»Nos ha tocado vivir una época convulsa que ha afectado a nuestras más sólidas creencias. Hace un siglo, cuando Roma fue gobernada por los grandes emperadores que todos recordamos, este mundo gozó de un armónico equilibrio, y la humanidad nunca fue tan agraciada ni tan dichosa. Pero nos relajamos, descuidamos nuestro trabajo, olvidamos nuestros deberes, caímos en el desánimo y el caos se instauró en nuestras vidas. Algunos buscaron liberar las tormentas que acuciaban sus espíritus en las nuevas religiones que surgieron en Oriente; unos lo hicieron adentrándose en el oscuro mundo de las religiones mistéricas, y otros buscando remedio a su zozobra depositando su fe en la creencia en un único dios.
»Pero somos romanos. Somos ciudadanos del Imperio que ha impulsado la civilización y el derecho. Dice una de nuestras más viejas historias que en este mismo lugar, antaño un lodazal maloliente, había abierta una sima tan profunda que no existía manera de cegarla. Los primeros romanos que habitaron estas siete colinas estaban convencidos de que sólo se cerraría cuando se arrojara al pozo aquello que más valoraba el pueblo romano. Y nuestros antecesores, siempre tan prácticos, arrojaron comida, dinero, joyas… Pero la sima no se cerraba, seguía abierta, amenazando con tragarse a la ciudad y arrastrarla hasta el mismísimo centro del Averno. Hasta que apareció un hombre, un romano llamado Curcio, que entendió que lo mejor de Roma no eran sus riquezas, sino sus hombres. Curcio así lo entendió, se arrojó a la sima en un sacrificio de inmolación por su ciudad y esta se cerró para siempre.
»De vez en cuando, y para nuestra desgracia cada vez menos, Roma da al mundo algunos nuevos Curcios, hombres valientes, intrépidos, decididos a dar su vida por Roma, a sacrificarse por todos nosotros, a morir en defensa de lo que somos si es necesario. Hombres sin miedo a la muerte, a su propia muerte, porque saben que Roma es lo más importante, lo más sagrado, lo más trascendente. Porque saben que si Roma es inmortal, se debe a que hay romanos dispuestos a dar su vida para que así sea.
»Aureliano era uno de esos hombres sacrificados y leales al espíritu que ha hecho grande a Roma, y estos canallas —el Senador señaló a los acusados con su dedo índice— lo han asesinado de la manera más cobarde y vil, traicionando la confianza que había depositado en ellos.
»El abogado defensor ha perorado sobre banalidades inconcretas y ha intentado convencernos de que estos criminales han causado un beneficio a nuestra patria, pero se ha olvidado de explicarnos las verdaderas razones del magnicidio. Nos ha hablado de una lista de condenados, intentando conmovernos preguntándonos si no estaríamos nosotros incluidos en esa presunta lista. Bien, ¿dónde está esa lista de candidatos al patíbulo dictada por el emperador la noche de su asesinato? ¿Dónde está esa prueba? Sencillamente, no existe porque la lista que dictó el emperador era muy distinta a la que nos ha presentado el abogado.
»Quiero contaros la verdad. Yo fui a Atenas, comisionado por el Senado, a recoger las cenizas del emperador, a acordar con el ejército una sucesión pacífica al frente del Imperio y a traer a Roma a los asesinos. En el viaje de regreso tuve la oportunidad de hablar en varias ocasiones con cada uno de ellos, y creedme cuando os digo: Eos Mnesteo, Murcapor y los demás acusados no son unos filántropos ni unos servidores de los dioses; son, simplemente, unos asesinos.
»Eos no es ese fiel secretario que nos ha presentado el abogado defensor, y aquella lista, si es que existió, no era un catálogo de futuros ejecutados sino una relación de corruptos inmersos en malversación de fondos públicos. —Por primera vez los asistentes emitieron un rumor de murmullos—. Eos había cometido bastantes irregularidades en su trabajo y al escuchar los nombres de los corruptos, que conocía bien pues eran colegas suyos, comprendió que él también iba a ser investigado.
»Entonces puso en marcha su malvado plan con el único fin de librarse de un castigo que merecía por sus corruptelas. Prometiéndoles dinero, ascensos y honores, convenció a Murcapor y a otros oficiales estúpidos para que secundaran sus planes, les ofreció incluso el mismísimo trono del Imperio, y así los arrastró a una locura infernal.
»Aureliano era un hombre de fuerte carácter, tal vez cruel en algunas ocasiones, pero sólo con quien no cumplía la ley y no guardaba lealtad a Roma. Quienes lo conocisteis sabéis bien que fue austero e íntegro, que jamás se aprovechó del erario público para enriquecerse y que distribuyó con generosidad vestidos, pan, aceite, vino y carne al pueblo de Roma. Y, además, quiso arreglar nuestra caótica hacienda, agusanada por la acción de corruptos como Eos y sus compinches, siempre prestos a llevarse las mejores tajadas a costa del empobrecimiento del tesoro común.
»Y aquí tengo las pruebas de lo que afirmo.
El Senador desplegó sobre una mesa varias hojas de papiro con los detalles de las cantidades robadas por los asesinos de Aureliano y otros colaboradores en la trama de corrupción que estos habían desarrollado.
Se produjo un intenso debate sobre las pruebas presentadas por el Senador, pero eran demasiado contundentes y, además, fueron ratificadas por numerosos testigos.
El abogado defensor insistió una y otra vez en sus alegaciones, pero sus postulados se vinieron abajo cuando el Senador mostró la lista que Aureliano había dictado la noche de su asesinato. El papiro estaba quemado en una de sus esquinas, pero podían leerse con facilidad dos tercios de la misma. El tribuno que la rescató del pebetero declaró que aquella era la verdadera lista y que Eos había intentado quemarla para borrar las pruebas de su traición.
Zenobia siguió con atención las intervenciones de su esposo y se sintió orgullosa de él. Seguía sin amarlo, pero se sintió confortada y segura, y ya no le importó demasiado la perspectiva de acabar sus días al lado de aquel hombre.
El tribunal condenó a muerte a todos los acusados. La ejecución se celebró en el Coliseo; los reos, atados a sendos postes, fueron expuestos a las fieras que los devoraron vivos.
El abogado Cayo Fulvio no mejoró su imagen de arribista sin escrúpulos, pero su bolsa se incrementó con varios miles de denarios que pagaron las familias de los asesinos por hacerse cargo de su defensa.
Tras el acuerdo con el ejército, los senadores estaban eufóricos; en una sesión extraordinaria proclamaron solemnemente la lista de los emperadores más notables de la historia de Roma.
Desde la tribuna rostral, el princeps del Senado anunció al pueblo romano los nombres de los augustos que habían merecido el reconocimiento unánime de los padres de la patria: Octavio Augusto, Vespasiano, Tito, Nerva, Trajano, Adriano, Antonio Pío, Marco Aurelio, Septimio Severo, Alejandro Severo, Claudio II y Aureliano.
—Claudio II ni siquiera gobernó dos años; ¿crees que merece estar en esa lista? —le preguntó Zenobia a su esposo.
—No ha habido más remedio; ha sido una exigencia del general Probo.
—¿Ya habéis recibido la invitación del ejército para nombrar al nuevo emperador? —preguntó Zenobia.
—Sí; ayer nos entrevistamos con una delegación militar que traía una misiva firmada por los generales de las legiones de Oriente en ese sentido. Nos invitan a actuar como árbitros y a designar al hombre que consideremos más capaz para dirigir el Imperio.
—¿Y qué habéis hecho?
—Obrar con diplomacia. Se les ha agradecido el gesto, pero se les ha devuelto la propuesta alegando que siempre ha sido el ejército quien ha tenido la última palabra en la elección del nuevo emperador, y que el Senado, en esta ocasión, sugiere, «por pudor y modestia», que sea el ejército quien lo haga de nuevo.
—Pero ¿no me habías dicho que estaba todo pactado?
—Y lo está. Lo que ahora estamos representando es el juego de la política. Con ello estamos ganando tiempo para decidir a quién proponemos.
—¿Es que aún no os habéis puesto de acuerdo? —preguntó Zenobia.
—Todavía no. La mayoría de mis colegas quiere que el futuro emperador sea un destacado miembro del Senado, a fin de asentar nuestra autoridad y nuestro prestigio, pero un grupo de notables ha sugerido que sea el general Probo quien se proclame emperador ya, aunque, como te comenté, no es este su momento.
Pasaron algunas semanas durante las cuales los elogios mutuos que se cruzaron el ejército y el Senado fueron asombrosos. Nunca se había visto nada igual en Roma: Senado y ejército invitándose uno al otro a que propusiera el nombre del emperador, y ambos lo hacían con una modestia y una delicadeza más propia de unos juegos líricos que de una pugna por el poder.
Entre tanto, se celebraron en Roma los funerales por Aureliano. El Senado publicó un edicto en el que se lo consideraba casi al mismo nivel de prestigio y de trascendencia para la historia de Roma que Rómulo, el rey fundador de la ciudad, y denominaba la época en que fue emperador de «gloriosa».
Los aquilíferos de una docena de legiones portaron sus insignias en el desfile que recorrió la Vía Sacra del Foro, escoltando la urna que contenía las cenizas de Aureliano, que se había custodiado durante varios días en el templo de Saturno, y atravesaron los foros de Nerva, Augusto y Trajano, hasta que enfilaron una ancha calle hacia el Quirinal. El templo del Sol fue el lugar destinado a guardarlas.
La urna se expuso durante siete días en el atrio del templo, custodiada por una centuria de pretorianos. Una docena de plañideras contratadas por el Senado no dejaron de llorar, gemir y arrastrarse por el suelo con el cabello y los vestidos cubiertos de cenizas durante los siete días que duraron los funerales, mientras unos actores ejecutaban mimos y danzas fúnebres.
Acabado el sepelio y colocada la urna de cenizas bajo el altar del dios Sol, el Senado accedió a proponer un emperador a la tercera vez que se recibía la petición del ejército y se anunció que el vigésimo quinto día del último mes del año, el octavo de las calendas de enero, coincidiendo con la fiesta del Sol que estableciera Aureliano en el solsticio de invierno, el día en el que el sol comenzaba a remontar en el horizonte, los senadores designarían al nuevo augusto en una sesión solemne.