Roma, fines de primavera de 275;
1028 de la fundación de Roma
La nueva moneda en la que se materializaban las reformas económicas y monetarias del emperador recibió el nombre de aureliano. Fue bien aceptado por los comerciantes y acabó imponiéndose enseguida en todo el Imperio.
Su valor real era menor del que se le adjudicaba por la cantidad de plata que contenía, pero todo el mundo acordó que se utilizaría sin reservas en las transacciones mercantiles.
Los senadores estaban intranquilos. Aureliano seguía repartiendo a la plebe de Roma grandes cantidades de pan, aceite y carne de cerdo, y los fondos del tesoro comenzaban a resentirse.
El hijo de Tétrico se acercó al esposo de Zenobia durante el descanso de una sesión del Senado.
—Algunos colegas ponen reticencias a la acuñación de aurelianos. Tú tienes más experiencia; creo que deberías hablar con ellos, tal vez te escuchen y se calmen.
—¿Qué alegan? —demandó el Senador.
—Aseguran que la reforma va a provocar la ruina de las provincias de Italia y de Grecia debido al valor de cambio entre el oro y la plata, e incluso de la Galia y de la propia Hispania. Si el valor oficial del oro sigue decayendo en favor de la plata, la explotación de las minas del norte de Hispania ya no será rentable y se clausurarán. Sabemos que con las nuevas reformas los precios están subiendo de manera exagerada; algunos productos comienzan a escasear en los mercados de las ciudades de Occidente. El descontento se extiende y ya se han producido tumultos en Tarraco, en Lugudunum y en otros lugares de la Galia y de Hispania ante la carestía de los alimentos.
—En ese caso creo que debemos incrementar la entrega de víveres a la plebe; y no sólo a la de Roma. Comenzaremos con el reparto gratuito de pan y aceite en Alejandría y en Cartago. Para disponer de mayores reservas anularemos el pago en especie que se está haciendo a los soldados en algunas legiones, así habrá más productos en los mercados y es probable que bajen los precios.
—La confusión es enorme debido a la diversidad de monedas; hay gente que no se fía de algunas de ellas y los comerciantes no admiten las más dudosas; eso retrae el comercio —argumentó el hijo de Tétrico.
—En ese caso ordenaremos que se recojan todas las monedas que se consideren adulteradas y las sustituiremos por los nuevos aurelianos de plata. Así se aclararán las cosas y el comercio se sentirá más seguro. Tenemos que dejar claro que el emperador está empeñado en luchar contra la corrupción. Para ello, la confianza en el valor de las nuevas monedas de plata ha de ser absoluta.
—¿Funcionará?
—Eso espero porque, si no ocurre así, en el Imperio pueden estallar revueltas de imprevisible final. Hablaré con los senadores críticos a nuestra política e intentaré convencerlos.
Julio Placidiano, el prefecto del pretorio, apareció entonces. Los dos senadores seguían hablando de las reformas monetarias cuando el prefecto se acercó a ellos.
—El emperador necesita el apoyo unánime del Senado; es imprescindible lograrlo —les dijo.
—Estamos en ello, pero algunos colegas todavía se muestran reticentes a admitir las nuevas monedas —apuntó el Senador.
—Este verano saldrá en campaña contra Persia y para entonces las reformas deben estar en marcha y han de ser defendidas por todos los senadores.
—¡Vaya!, entonces los rumores eran ciertos —dijo el esposo de Zenobia.
—La decisión está tomada. El augusto Aureliano marchará a Oriente al frente de cinco legiones. Persia es nuestro objetivo; si conquistamos Ctesifonte y nos hacemos con el tesoro de los persas, los romanos nadarán en la abundancia durante décadas.
—¡Cinco legiones! Eso supone que quedarán desguarnecidas las fronteras del norte —alegó el Senador.
—El limes del Rin y el del Danubio se encuentran en paz. Hace cuatro años que no se ha producido un solo ataque de los germanos; la última vez que se enfrentaron a Aureliano recibieron un buen escarmiento; parece que no lo han olvidado. Además, el emperador piensa emplear a guerreros bárbaros en esta campaña, como ya hiciera con los sármatas, los vándalos, los númidas y los eslavos en la conquista de Palmira. Mientras esos salvajes guerreen a nuestro lado, no nos incordiarán desde sus intrincados bosques.
—¿Cómo va a pagar esa campaña? —preguntó el hijo de Tétrico.
—Todavía guardamos en el tesoro del templo de Saturno bastante dinero del conseguido en Palmira y en Emesa. Y, además, en Persia ganaremos un botín aún mayor que el obtenido en esas ciudades.
—Si ganamos esta guerra…
—No lo dudes, Senador, la ganaremos.
—Por lo que sé, Persia dispone de decenas de miles de soldados…
—Tu esposa puede confirmarte que los palmirenos derrotaron por tres veces a los persas con apenas dos legiones.
—Lo sé, pero los persas derrotaron al emperador Valeriano, que mandaba siete.
—Entonces gobernaba el Imperio sasánida Sapor, un monarca valiente y arriesgado. Su hijo Bahram no tiene ni el valor ni el arrojo de su padre; de hecho se arrugó cuando Palmira demandó su ayuda ante nuestro ataque. Y Valeriano no era tan buen general como lo es el augusto Aureliano —aseguró Julio Placidiano.
—Espero que así sea.
—El emperador saldrá en campaña contra Persia este próximo verano —le dijo el Senador a Zenobia.
Acababa de llegar en medio de un aguacero y se estaba secando el pelo con un paño.
—No debería hacerlo.
—¿Por qué dices eso?
—Persia puede ser derrotada por Aureliano, pero no podrá conquistarla y mucho menos retenerla. Lo sé muy bien. En tres ocasiones, los palmirenos derrotamos a las tropas de Sapor y nos presentamos ante las puertas de Ctesifonte para tener que dar media vuelta y regresar. El Imperio persa es enorme y está habitado por millones de personas en centenares de ciudades.
—El Imperio romano es aún más grande, y Aureliano ha sabido gobernarlo y reunificarlo. Y los augurios son propicios. Ha ordenado consultar los Libros Linteos…
—¿Linteos…? —Zenobia no comprendió esa palabra latina.
—Se llaman así porque están escritos sobre hojas de tela. Se trata de unos textos muy antiguos que recogen unas viejas profecías sobre la historia de Roma. Existen dos copias; una se guarda en el templo de Juno Moneta y la otra en la biblioteca Ulpia, la más importante de Roma, que ocupa una parte del edificio semicircular del Foro de Trajano.
—¿Y dices que el futuro está escrito en esos libros?
—El futuro está escrito en los Libros sibilinos, pero hay que saber interpretarlos; en los Linteos está, escrito lo que sucederá en la historia.
—No entiendo la diferencia.
—Las profecías contenidas en los Libros sibilinos son vagas; se trata de alusiones indefinidas que los augures deben interpretar. Los Linteos son textos concretos escritos como unos anales, en los que se lee lo que va a pasar de un modo preciso cada año.
—¿Con nombres y lugares?
—No, pero sí con fechas. Y según dicen los que los han consultado, en ellos se asegura que un emperador romano conquistará Mesopotamia mil treinta años después de la fundación de Roma.
—En Palmira solemos consultar a los astrólogos que predicen el futuro; allí creemos que el destino de cada persona está escrito en las estrellas. Lo aprendimos de los persas, cuyos magos son expertos en lo que nos deparan los astros. Aunque te aseguro que, en muchas ocasiones, esas predicciones fallan. Una de ellas aseguraba que yo entraría triunfante en Roma sobre un carro de plata. La creí y ordené que me construyeran uno en Palmira. Y ya ves, sí entré en esta ciudad pero derrotada y humillada, cargada de cadenas. Eso sí, mi carro fue requisado por Aureliano y ahora es de su propiedad.
—Esa profecía todavía puede cumplirse. Sigues viva y estás aquí, en Roma, y tu carro de plata también; ahora se guarda en las caballerizas del palacio imperial. Tal vez algún día…
Las fiestas del final de la primavera en honor a la diosa Ceres solían congregar a varios miembros del Senado en el palacio imperial.
Aureliano había invitado a los senadores más próximos a una cena en los jardines del hipódromo de palacio. Tenía previsto anunciarles allí que ese mismo verano saldría en campaña contra Persia con la intención de recuperar la baja Mesopotamia para Roma.
El Senador y Zenobia se vistieron para la fiesta y acudieron a palacio sobre el palanquín senatorial, escoltados por una docena de esclavos.
Aquellos días el emperador estaba nervioso. Algunos de sus asesores le habían recomendado que decretara una persecución contra algunos cristianos que no cumplían con el decreto del emperador Decio. Se cumplían veinticinco años de aquella ley imperial en la que ese emperador había ordenado que todos los romanos ofrecieran sacrificios a los dioses de Roma. Quienes no la cumplían podían ser condenados incluso a muerte. Algunos cristianos se habían negado, pues sólo lo hacían ante su dios, y el emperador ordenó la ejecución de un puñado de ellos.
Al cumplirse esos veinticinco años, los sacerdotes del templo de Júpiter le recordaron a Aureliano que aquel decreto seguía en vigor y que muchos de los cristianos de Roma no acataban aquella ley imperial, lo que suponía un acto de deslealtad para con Roma y para con su emperador. Este ordenó, tras la insistencia de los sacerdotes, que los secretarios de la curia prepararan un decreto en el que se incluyera una cláusula mediante la cual los cristianos que no ofrecieran sacrificios ante los altares de los dioses de Roma sufrirían persecución. Pero justo cuando le estaban leyendo el texto del decreto para que lo sancionara, un rayo cayó muy cerca de donde se encontraba Aureliano.
Aquello fue considerado un mal presagio y el decreto de persecución de los cristianos fue paralizado.
En la sala de banquetes del palacio imperial se habían dispuesto varios bancos con almohadas alrededor de mesas bajas, a modo de un enorme triclinium.
Antes de la cena, los senadores se fueron congregando en el salón de columnas que se construyera en tiempo de Septimio Severo. Unas esclavas sirvieron vino rojo de Apulia y pasteles de miel mientras varios acróbatas entretenían a los asistentes realizando malabarismos con bolas y pelotas de diversos tamaños.
Cuando estuvieron presentes todos los invitados, una trompeta anunció la entrada del emperador.
Aureliano vestía una modesta túnica púrpura de lino y unas sandalias de cuero. Su esposa, Severa, lo hacía con una clámide también de lino púrpura, pues el emperador le había prohibido asistir a las ceremonias públicas vestida con telas de seda.
Uno a uno, el emperador fue saludando a los invitados y con algunos de ellos intercambió algunas palabras. Al llegar ante Zenobia y el Senador se detuvo por un tiempo.
—El matrimonio te sienta bien, señora, y la maternidad todavía mejor. Me han dicho que habéis tenido una hija; enhorabuena.
—Gracias, augusto. Sí, es una niña preciosa. La hemos llamado Cornelia. —El Senador obvió añadir el segundo nombre, Odenata.
—Cornelia… un nombre muy romano. La hija de Zenobia de Palmira es muy romana. ¿Qué dirían los palmirenos si se enteraran de esto? —sonrió Aureliano.
—Una gran fiesta. —El Senador intentó cambiar de conversación intuyendo que su esposa podría sentirse molesta.
Pero Aureliano volvió sobre Palmira.
—¿Sabes por qué no ordené la destrucción absoluta de Palmira? —le preguntó a Zenobia.
—No, augusto, no lo sé, pero te agradezco que no lo hicieras.
—Algunos de mis generales insistieron en que redujera a un montón de escombros tu ciudad, pero lo evité. No fue por filantropía, ni siquiera por condescendencia caballerosa hacia ti, señora. Voy a confesarte un secreto: cuando estaba asediando la ciudad, una noche, en sueños, se me apareció Apolonio de Tiana, aquel viejo filósofo que me convenció para que no destruyera su ciudad. El discurso de ese anciano me conmovió y en sueños volvió a convencerme para que tampoco destruyera Palmira.
»Ya ves, señora, me han adjudicado fama de cruel y vengativo, y, por el contrario, ando por ahí perdonando a ciudades rebeldes sin más motivo que el consejo de un pobre viejo durante un sueño. Y no sólo eso. He ordenado que se reconstruya Palmira. Tu ciudad volverá a ser hermosa y próspera para mayor gloria de Roma.
—Te lo agradezco de nuevo, augusto.
—Con todas estas medidas trato de demostrar a los habitantes de la zona oriental del Imperio que si se comportan con lealtad, Roma les retribuirá con la misma moneda.
—Una política muy inteligente, augusto —terció el Senador.
—Pero no exenta de rigor, amigo. ¿Nos excusas unos instantes, señora?
Aureliano cogió por el brazo al Senador y se alejó con él a una distancia suficiente para que Zenobia no pudiera escucharlos.
—¿Qué deseas, augusto?
—Ya sabes que durante esta cena voy a anunciar el inicio de la campaña contra Persia.
—Sí, claro.
—Pues he de confesarte que cuando fui a la Galia a someter la revuelta de Tétrico, consulté a unas druidas que habitaban en un bosque cerca de Lugudunum, de las que se decía que jamás erraban sus profecías, sobre si iba a tener descendencia que estuviera al frente del Imperio en el futuro.
—¿Y qué te respondieron esas sacerdotisas galas?
—Que mi linaje no gobernaría Roma, sino que lo haría el Claudio, mi antecesor.
—No tienes hijos varones, sólo una hija.
—Y si aquellas druidas no estaban erradas, ya no tendré descendencia masculina.
—¿Has cotejado esas previsiones con las de los augures romanos o con las de algunos astrólogos? Tu esposa Severa todavía es joven…
—No; no es necesario. Sé que mi linaje se acabará conmigo.
—Pero aunque así sea, el Imperio seguirá adelante, y eso será gracias a ti, augusto.
—Si antes alguien no logra impedirlo.
—¿A qué te refieres?
—A la resurrección de posibles usurpadores. Te conmino a que, en mi ausencia, mantengas vigilada a tu esposa.
—¿Vigilada?
—Vamos, Senador, ¿no creerás que he dejado a tu esposa sin vigilar durante estos meses? Zenobia sigue siendo un peligro. Bajo esa apariencia de matrona romana late el corazón de una mujer ambiciosa y astuta. Quien ha saboreado las mieles del poder jamás renunciará a ellas si se presenta una nueva ocasión de hacerlo. Tu esposa fue, durante cinco años, la reina de todo el Oriente romano y no te quepa duda de que sigue añorando aquella época de gloria y poder. La he tenido vigilada por agentes imperiales y seguirá así por mucho tiempo. Disfruta de ella, pero no olvides que ante todo eres un senador de Roma y que te debes al Imperio.
—Te aseguro, augusto, que mi esposa se ha comportado durante todo este tiempo como una mujer romana, y si te refieres a que haya podido siquiera maquinar una conspiración contra ti…
—No, ya sé que no lo ha hecho. En ese caso me hubiera enterado de inmediato. Pero eso no significa que no lo piense hacer en algún momento, y más en mi ausencia. Por eso te digo que la vigiles y que tengas en cuenta quién eres. Y que en caso de tener que optar por la lealtad hacia tu esposa o hacia Roma, sepas bien cuál es tu deber.
»Si permití que Zenobia siguiera con vida a pesar de que todos mis generales me recomendaron que la ejecutara fue porque no quise convertirla en una mártir de una causa. Esa mujer sigue gozando de simpatías en Palmira; lo sé bien porque mis agentes en esa ciudad me informan de ello. Y todavía tiene seguidores en Egipto e incluso en algunas ciudades de Siria. Muerta era un ejemplo a seguir, una causa por la cual luchar contra Roma; convertida en la esposa de un romano, deja de ser un peligro para convertirse en un lejano recuerdo. Siempre que no regrese y no se rebele contra nosotros.
El emperador se despidió del Senador y este regresó al lado de Zenobia.
—¿Qué te ha dicho? —le preguntó.
—Que a lo largo de la cena va a anunciar el inicio de la campaña contra los persas.
—¿Sólo eso?
—Sí, sólo eso.
Zenobia calló, pero por la expresión del rostro de su esposo supo que este mentía.
La cena fue bastante frugal, a base de lechuga, fruta y carne asada de cerdo; sólo unos faisanes y unas botellas de vino tinto de Campania, el favorito del emperador, pusieron cierto lujo sobre las mesas. Los comensales se descalzaron, como era habitual, pero no fueron agasajados con coronas de flores, como ocurría en los banquetes ofrecidos por los predecesores de Aureliano. El emperador se había propuesto ofrecer una imagen de austeridad y no quería que nadie lo acusara de despilfarrar el erario público.
Tívoli, verano de 275;
1028 de la fundación de Roma
El emperador celebró una parada militar en el campo de Marte, el espacio abierto junto al Tiber donde tenían lugar los alardes militares y los ejercicios ecuestres. Tiempo atrás, en los últimos años de la República y durante el gobierno de los primeros césares, el campo de Marte era mucho más grande, pues ocupaba una amplia explanada entre la curva del Tiber y el Panteón, pero poco a poco la construcción de nuevos edificios como el mausoleo de Octavio Augusto, el Altar de la Paz, las termas de Nerón o el estadio de Domiciano fue reduciendo su tamaño.
Los soldados de la guardia imperial juraron defender la vida del emperador, quien desde una tribuna de madera contempló el desfile de las águilas imperiales, las insignias de las cinco legiones portadas por los aquilíferos, que iban a participar en la campaña contra Persia.
Aureliano rebosaba de dicha. Tras sus rotundas victorias militares en todos los frentes del Imperio se creía invencible. Condecorado con todos los honores posibles, no existía en la historia de Roma nadie con tantas menciones del Senado ni con tantos reconocimientos, ni siquiera los mismísimos Octavio, Trajano o Adriano habían recibido semejantes honores. Sólo le faltaba uno, el de «conquistador de Persia», para reunir en su persona todos los títulos que habían llevado cada uno de los demás emperadores.
El Senador y su esposa asistieron al desfile, ubicados en la tribuna reservada a los miembros del Senado. Zenobia contempló la larga serie de cartelones que desfilaron, pintados con títulos en letras rojas, alabando los méritos de Aureliano. Entre ellos estaba el de restaurador y pacificador de Oriente, en alusión a su triunfo sobre Palmira. Aureliano había acudido al campo de Marte montado en el carro de plata de Zenobia, del que tiraban cuatro yeguas blancas.
Acabada la parada militar, Aureliano partió hacia el este y el Senador y Zenobia se dirigieron, como hacían cada año a fines de primavera o comienzos del estío, a su casa de Tívoli, donde pasarían su segundo verano como esposos, ahora acompañados además de su hijita Cornelia, a la que cuidaban con celo sus hermanos mayores.
Nada más llegar a Tívoli, el Senador ordenó celebrar la fiesta de los ambarvalia, durante la cual se realizó el suovetaurilio, en el que se sacrificó a un cerdo, un carnero y un toro. Esa fiesta se celebraba en honor de la diosa Ceres, para que fuera propicia con la fecundidad y feracidad del campo. El Senador lo hacía todos los años nada más llegar a Tívoli, pero en aquella ocasión se añadía el nacimiento de su hijita, lo que suponía un acicate más para la celebración. Tras la cena, en la que participaron todos sus amigos e incluso los esclavos, se cantó y se bailó hasta la madrugada.
En su villa de Tívoli, Zenobia era feliz. El tiempo transcurría más despacio y de manera más plácida que en Roma. La cosecha de los frutos del campo suponía mucho trabajo para los esclavos, pero para los amos constituían momentos de abundancia, felicidad y relajo. Allí las noches del estío eran más frescas y dulces que las calurosas romanas; el aire más ligero y limpio estaba impregnado del aroma de los miles de flores que esmaltaban de colorido todos los jardines de los patricios.
Para disfrute de los senadores, de sus familias y de los miembros de la oligarquía romana que pasaban el verano en aquel lugar todas las tardes se celebraban espectáculos teatrales, combates de gladiadores, competiciones atléticas, carreras de caballos y cuadrigas o luchas de fieras.
Durante una carrera de caballos, una tormenta se abatió sobre Tívoli. El Senador y Zenobia habían acudido a presenciarla y ante la lluvia tuvieron que guarecerse bajo unos pórticos con otros espectadores. Un rayo cayó entonces sobre una estatua del emperador Trajano y la hizo añicos.
—Mal agüero —comentó un senador.
—¿A qué se refiere tu colega? —le preguntó Zenobia a su esposo.
—Trajano conquistó Mesopotamia y, ahora que lo intenta Aureliano, un rayo ha destruido la estatua de su antecesor.
Eso suele interpretarse como un mal presagio. Pero no hay de qué preocuparse, ese senador no suele acertar uno solo de sus augurios.
Los pedazos de la estatua de Trajano quedaron esparcidos por el suelo. Acabada la tormenta, todo el mundo regresó a sus casas. Nadie se preocupó por recoger los fragmentos de la efigie de quien había llevado a Roma a la máxima extensión de sus fronteras.
A mediados de agosto se recibieron en Tívoli las primeras noticias de la marcha de la campaña de Aureliano.
El ejército se había dividido en tres cuerpos; uno de ellos, mandado por el propio Aureliano, se había concentrado en Atenas. El emperador quería visitar aquella ciudad y había prometido a sus magistrados que, en su condición de arconte de Atenas, se comprometía a finalizar las obras del templo de Zeus Olímpico, cuya construcción se hallaba interrumpida desde hacía tiempo, y que dedicaría a ello el primero de los botines que consiguiera en aquella expedición.
—Aureliano ha prometido seguir embelleciendo Atenas con nuevos edificios —le comentó el Senador a Zenobia.
—También a restaurar Palmira.
—Creo que hará ambas cosas. Es un hombre de palabra. Además, el futuro lo recordará, sobre todo, por las grandes obras que realice. Aquí ha construido la muralla y el templo del Sol, por el momento… Los grandes emperadores siempre han legado grandes construcciones. Octavio Augusto levantó el Altar de la Paz, Vespasiano y Tito el Coliseo, Trajano su Foro, con la columna donde se narra en relieve la conquista de la Dacia, Adriano el muro del norte de Britania y esta hermosa villa de Tívoli, Caracalla las mejores termas de Roma… Si Aureliano consigue conquistar Mesopotamia y obtener un buen botín, estoy seguro de que construirá templos dedicados al Sol por todas las ciudades del Imperio.
—Es decir, a mayor gloria suya.
—Tiene derecho. Ha salvado a Roma del desastre. Sin él, probablemente el Imperio ya no existiría.
—Pero tal vez lo conduzca de nuevo al abismo. El rey de Persia, Bahram, es un diletante. Su padre, Sapor, o su hermano mayor, Ormazd, eran hombres de palabra. Con ambos llegamos a acuerdos, a pesar de nuestras disputas, y Ormazd me prometió apoyo en caso de que Palmira fuera atacada por los romanos. Pero Ormazd murió y le sucedió su hermano Bahram, y esa ayuda nunca llegó, a pesar de que firmamos un tratado entre persas y palmirenos.
—No creo que Aureliano pretenda firmar acuerdo alguno. Su intención no es pactar con los persas, sino aniquilarlos para siempre y que dejen de ser una amenaza permanente en las fronteras orientales del Imperio. Anhela conquistar Mesopotamia y convertirse en un nuevo Trajano, y superarlo si es posible.
—Hace cientos de años que romanos y persas luchan por el control de Mesopotamia. Si se siguen matando entre ellos, el final de ambos imperios puede estar cercano —dijo Zenobia.
—Tú intentaste crear un nuevo imperio entre los dos, un tercer reino, pero, querida esposa, sólo puede haber un Sol en el cielo y un emperador en la tierra. Aureliano está convencido de que cuando él sea el único señor sobre la tierra, la paz universal se instalará en los corazones de los hombres y el sueño de Octavio Augusto de un mundo unido y en paz bajo el manto protector de Roma se habrá cumplido.
—¿Existe alguna profecía sobre eso en vuestros libros, sean los Linteos o los Sibilinos? —preguntó Zenobia con ironía.
—Claro que sí. Hay una profecía que señala que un monarca aparecerá para unir al mundo y librarlo de todos los males que lo acechan. Aureliano está convencido de que es él.
—Los cristianos aseguran que ese rey ya vivió, en Judea, hace varios siglos, y que ellos son los depositarios del mensaje de salvación del mundo. Los judíos, en cambio, todavía siguen esperando a su propio mesías salvador que restituya la paz y los devuelva a su tierra. ¿Qué pueblo no tiene esperanza en un redentor que lo libere de las miserias de la vida en la tierra? Sólo los griegos carecen de ese salvador universal, tal vez porque sus filósofos son los que más han escudriñado en el alma de los hombres, los que han ido más allá en el conocimiento de nuestro ser. Y tal vez por eso han renunciado a creer en un mesías.
—Se cumpla o no esa profecía, lo cierto es que Aureliano se dirige con sus tropas camino de Mesopotamia, y que no va a cejar en su empeño hasta que sus estandartes se claven sobre los muros de Ctesifonte.
—¿Crees que lo logrará?
—Estoy seguro. Aureliano no ha fallado jamás. Y, en esta ocasión, dispone de las mejores tropas de Roma. Sí, creo que Persia sucumbirá a su ataque y que ese reino pronto será una provincia más del Imperio romano.
—Hispania tardó en ser ocupada por completo más de dos siglos y, desde luego, esa región no era tan poderosa ni estaba tan poblada como Persia —alegó Zenobia.
—Pero Alejandro Magno conquistó Persia entera en diez años, Julio César sometió las Galias en sólo cinco y Trajano la Dacia en tres. El tiempo de una conquista depende de las cualidades del general que la dirige, y sabes bien que Aureliano es el más grande general de este tiempo, tal vez de todos los tiempos.
—¿Lo consideras superior a Alejandro, a Escipión o a Aníbal?
—Si ocupa Persia, será el más grande conquistador de todos los tiempos. De eso sí estoy seguro.