Roma, principios de primavera de 275;
1028 de la fundación de Roma
Aquel invierno hizo frío. Los esclavos tuvieron que alimentar con más asiduidad de lo acostumbrado los hornos que calentaban la casa del Senador mediante un sistema de tubos de aire que discurrían bajo el suelo y por las paredes, e incluso colocaron braseros de carbón vegetal a la puerta de algunas estancias. Había ordenado que el ambiente de las habitaciones se mantuviera templado todo el día para que su esposa se encontrara a gusto en las últimas semanas de gestación.
—Un joven historiador ha escrito una biografía sobre Aureliano. ¿Quieres saber qué dice de ti? —El Senador acababa de cenar en el triclinium junto a Zenobia, cuyo vientre estaba muy hinchado.
—Si se trata de un historiador romano, su opinión sobre mí no será precisamente buena.
—Todo lo contrario. —El Senador tomó el rollo de papiro y lo desplegó de su cilindro de madera. Leyó—: «Zenobia fue la más fuerte y noble de las mujeres de Oriente. Gobernó de manera brillante, con dureza cuando lo exigía la ocasión y con clemencia e indulgencia si así se requería. Fue la mujer más hermosa del mundo».
—Vaya; ¿y quién es ese historiador?
—Se llama Cornelio Capitolino. Hace tres años el Senado le encargó que escribiera un libro sobre las campañas de Aureliano en Oriente. Para ello ha revisado algunos libros que los legionarios trajeron de Palmira junto con el oro, la plata, las joyas, las sedas y otros tesoros.
—Habla de mí en pasado, como si estuviera muerta. Podría haberme preguntado. Yo le hubiera contado lo que de verdad ocurrió en Oriente —dijo Zenobia.
—No se atrevió a hacerlo, según me confesó.
—Puede ser que el emperador no esté de acuerdo con sus juicios sobre mi gobierno en Palmira.
—Lo está. Ya ha leído esta historia y ha autorizado su difusión. El emperador ha asegurado que Cornelio ha sido inspirado por la mismísima Clio, la musa de la historia. Este es uno de los cien primeros ejemplares que se han copiado en el más importante taller de libros de Roma. La compré hace tres días; me ha costado diez sestercios.
—La leeré y te daré mi opinión. ¿De verdad dice que soy la mujer más bella del mundo?
—Sí. Compruébalo tú misma. —El Senador le ofreció el libro.
—Entonces eres un hombre afortunado: estás casado con la mujer más hermosa.
—Lo sé.
—¿Y qué te parece?
—Que sí soy el más afortunado del mundo, tanto, que creo estar viviendo un sueño del que temo despertar.
—Eres un buen hombre.
—Me gustaría que te enamoraras de mí.
—Tal vez algún día…
—¿Estabas enamorada de tu primer esposo?
—Era fuerte, generoso, vital, noble…
—¿Lo amabas?
—Era mi esposo; él me eligió. En Oriente las mujeres no decidimos con quién nos casamos; son nuestros padres quienes pactan los matrimonios.
—Eso quiere decir que no lo amabas…
—Fue el padre de mis tres hijos, los tres muertos… —El rostro de Zenobia se entristeció.
—¿No hubo más hombres en tu vida?
—Sí. Hubo uno. Se llamaba Giorgios, un griego que había servido como comandante en las legiones en la frontera del Danubio.
—A él sí lo amaste. Lo he notado en el brillo de tus ojos y en el tono de tu voz.
—Quizá…
—En este libro, Cornelio Capitolino asegura que Giorgios murió peleando sobre los muros de Palmira.
—Así me lo contaron, pero yo no lo vi morir. Cuando las legiones de Aureliano asaltaron Palmira estaba huyendo hacia Persia. Unos jinetes romanos me alcanzaron en la fortaleza de Dura Europos, al lado del río Eufrates.
—¿Y Aureliano? ¿Cómo es que no tuviste relaciones con él?
—Ya te dije en una ocasión que, pese a los rumores que corrieron, nunca me tocó. Podría haberme hecho suya si así lo hubiera querido, pues me encontraba presa y a su merced, pero ni siquiera lo intentó. A ese hombre le interesa mucho más el poder que el sexo.
—En este libro se dice algo semejante de ti.
—Y tiene razón. Nunca me he sentido atraída por los hombres.
—En ese caso, ¿cuando hacemos el amor, te sientes… violada por mí? Si es así, te juro que no te volveré a tocar nunca más.
—Me agrada estar contigo. Me siento segura a tu lado… y amada.
—Para mí es suficiente.
El Senado celebraba una sesión en el templo del Sol. Por primera vez acudía a ella el hijo de Tétrico, que acababa de ser elevado al rango senatorial. Con ello, el emperador quería dejar claro que quien lo apoyara recibiría honores y sería compensado de manera espléndida. El nuevo senador había hecho una buena labor como gobernador de la región de Lucania, donde había logrado incrementar la cría de cerdos, lo que había supuesto grandes beneficios y una provisión abundante de carne para los romanos.
Los senadores estaban contentos, pues aunque Aureliano seguía proclamando en sus discursos que eran necesarios nuevos sacrificios y demandaba que pagaran más tributos los que más rentas poseían, prometió que se iba a producir una amnistía fiscal para el próximo año. Lo que no dijo es que estaba maquinando una expedición contra Persia para obtener un gran botín y nuevos recursos para el erario público.
Algunos senadores recelaron de las promesas de Aureliano, pues las había anunciado en el transcurso de la fiesta de la Hilaria, un carnaval durante el cual los ciudadanos tenían plena libertad para vestirse como les apeteciera, disfrazándose de cualquier personaje y ocultando su identidad tras aparatosas máscaras.
Intervenía un senador que estaba criticando la propuesta remitida por el emperador para construir templos dedicados al Sol en todas las capitales de las provincias del Imperio, comenzando por Tarraco, Mérida y Corduba, las capitales de las tres provincias en las que se dividía Hispania; alegaba que el coste de la construcción de aquellos edificios sería insoportable para el tesoro público.
Uno de los secretarios al servicio del Senado se acercó hasta el banco donde se sentaba el Senador y le bisbisó al oído.
—Tu mujer te reclama. Parece que tu hijo ya está en camino. Uno de tus esclavos ha venido hasta aquí con la noticia.
El senador se levantó de su asiento y salió presto.
En el exterior del templo aguardaba el esclavo; con él estaban los otros cuatro que solían llevar al Senador en un palanquín cuando se dirigía de su casa al Senado.
—Iré andando; llegaré antes —les dijo. La casa del Senador estaba muy cerca del templo del Sol, en la misma ladera de la colina del Quirinal, sobre cuya cima se alzaba el santuario.
Casi a la carrera, llegó a su casa sudoroso. Zenobia estaba recostada en un biclinium, una especie de amplio sofá apto para que se ubicaran dos comensales, en una de las estancias del ala norte del peristilo.
—He venido en cuanto me he enterado.
—Te lo agradezco, esposo.
—¿Ya llega el niño? —le preguntó nervioso.
—Creo que sí. He mandado llamar al médico que me aconsejaste.
—Es el mejor de Roma. Espero que no tarde demasiado; vive en el barrio de Argiletum, en la colina del Aventino.
—La comadrona ya se encuentra aquí; está en la cocina preparando paños y agua caliente con mis dos esclavas. Asegura que vamos a tener una niña.
—No me importa siempre que las dos estéis bien.
Poco después apareció el médico. Era romano, y había estudiado en Neapolis, en la escuela de un prestigioso médico griego.
Examinó a Zenobia y la encontró tranquila y en buen estado.
—¿Cuántos hijos has tenido, señora? —le preguntó.
—Este será el cuarto. Los tres anteriores fueron varones.
—¿Todos nacieron bien?
—Sí, pero dos de ellos murieron a temprana edad.
—Entonces, ya sabes de qué trata todo esto.
El médico y la comadrona hicieron bien su trabajo y mediada la tarde Zenobia dio a luz a una niña. Estaba sana y parecía fuerte y robusta.
—Tiene tu cabello —comentó el Senador.
—¿Cómo deseas llamarla? —le preguntó Zenobia a su marido, que acariciaba el rostro cansado pero hermoso de su esposa.
—¿Cómo la llamarías tú?
—En Oriente los nombres son diferentes a los que usáis aquí en Roma. Un nombre oriental no parece apropiado para una romana. Dale tú el nombre.
—Cornelia Odenata —dijo él—. Cornelia es el nombre más frecuente en las mujeres de mi familia, y tu primer esposo se llamaba Odenato. Vuestros tres hijos murieron y con ellos se acabó el linaje de Odenato, el que fuera augusto de Oriente. Creo que esta niña debería recordar el nombre del hombre que salvó a Roma de los persas. Si no hubiera sido por él, tú no estarías aquí y yo jamás te hubiera conocido.
—Además de un hombre bueno, eres generoso.