Roma, 25 de diciembre de 274;
1027 de la fundación de Roma
Había amanecido con mucho frío. Los esclavos mantenían bien alimentado el horno de carbón vegetal que calentaba el aire de las tuberías que recorrían el suelo y las paredes de la mansión.
Zenobia, embarazada de seis meses, tenía la barriga muy hinchada.
—El desayuno está preparado, señora —le anunció una de las esclavas.
Zenobia se palpó el vientre y sintió que su retoño se movía. Se cubrió los hombros con un manto de lana y acudió al triclinium, donde se habían servido rebanadas de pan empapadas con vino dulce, queso frito con miel, pasta de aceitunas envuelta en hojaldre y agua fresca.
El Senador, que acababa de ser afeitado por su esclavo barbero, y sus dos hijos ya estaban allí.
—Hoy es un día muy importante, el séptimo antes de las calendas de enero, el vigésimo quinto día del último mes del año. El emperador inaugura a mediodía el templo al Sol. Lo han levantado en apenas cuatro años, pero ha sido en los dos últimos cuando las obras se han acelerado gracias a los fondos provenientes del tesoro de Palmira, que parece inagotable.
—Aureliano estará exultante —supuso Zenobia.
—Tiene motivos para ello. En el Senado hemos aprobado todas las medidas económicas que ha propuesto, incluida la gran reforma monetaria, e incluso hemos dictado un senatus consultum, una disposición de obligado cumplimiento para todas las magistraturas del Estado a fin de que pongan en marcha las reformas. Desde que Julio César y luego Octavio Augusto se arrogaran las competencias ejecutivas, en el Senado de Roma carecemos de poder ejecutivo y nuestra autoridad política no es decisiva como antaño, pero seguimos siendo la institución más prestigiosa de Roma y es aquí donde se deposita la autoridad moral del Imperio y el prestigio del gobierno.
—¿Cuándo tenemos que estar en el templo?
—Una hora antes del mediodía. Los senadores formaremos a la derecha, todos vestidos con nuestra toga pretexta, y las esposas estaréis situadas justo detrás. Se ha colocado allí una tribuna de madera para que podáis presenciar cómodamente toda la ceremonia. Acudirán los miembros de todas las magistraturas de la ciudad, el prefecto del pretorio, los cuestores, los jueces, los sacerdotes de todos los templos, las vestales… El emperador desea que en este acto se manifieste la unidad de todos los romanos.
—¿Crees conveniente que acuda a esa ceremonia? —le preguntó Zenobia.
—Eres mi esposa, y las esposas de todos los senadores han sido invitadas a la inauguración del templo.
—Olvidas que fui reina de Palmira y que ese templo ha sido construido con el tesoro de mi ciudad y adornado con estatuas traídas del templo de Bel.
—No lo he olvidado. Como romano, me alegré mucho al conocer la victoria de nuestras legiones sobre Palmira. Entonces no te conocía; lo único que sabía de ti es lo que se decía en Roma.
—¿Y qué se decía de mí?
—Cosas terribles.
—Por ejemplo…
—Que eras cruel y caprichosa…
—¿Qué más?
—Que eras despiadada…
—¿Y…?
—Que ordenaste el asesinato de tu esposo Odenato para hacerte con su trono y reinar en solitario sobre todo Oriente.
—¿Y ahora sigues creyendo todo eso?
—Ahora te conozco y no cambiaría mi vida a tu lado por ninguna otra cosa de este mundo.
Los dos hijos del Senador seguían desayunando, aparentemente ajenos a la conversación de su padre y su madrastra, a la vez que practicaban su caligrafía en sendas tablillas de cera. Para su educación disponían de un pedagogo, un esclavo doméstico ateniense que les enseñaba gramática, griego y filosofía.
—Si acudo a la ceremonia del templo del Sol recordaré a Palmira, y tal vez añore el pasado —dijo Zenobia.
—No me importa. Sé quién eres y quién has sido, sé que hubo un tiempo en que gobernaste medio mundo y sé que fuiste la esposa de un gran hombre, mucho mejor que yo. Y sé también que de no haber sido por las circunstancias, una mujer como tú jamás se hubiera casado con un mercader de salazones. Todo eso ya lo sé. Y sé también que jamás te enamorarás de mí, pero no me importa demasiado mientras me permitas disfrutar de tu presencia y de tu cariño. Porque creo que, al menos eso, sí lo he conseguido.
—Iré contigo. Y te aseguro que te sentirás orgulloso de tu esposa.
Mediada la mañana, Zenobia y el Senador salieron de su casa camino del Quirinal, en cuya cima se alzaba majestuoso el nuevo templo del Sol.
Aureliano estaba empeñado en que el culto solar se convirtiera en el más importante de Roma.
Las creencias monoteístas se estaban imponiendo en todo el Imperio. Los cristianos, muy numerosos en Oriente, Egipto, África y Roma, creían en un único dios y rechazaban a todos los demás; lo mismo ocurría con los judíos; y eran bastantes los romanos, sobre todo legionarios, que creían en un solo dios.
Aureliano era monoteísta, como Zenobia, y estimaba que la mejor manera de defender Roma pasaba por la unificación religiosa en torno a la creencia en una sola divinidad representada por el Sol.
Conocedor de los numerosos cultos que se practicaban por todo el Imperio, Aureliano fue un adorador de Mitra, pero una vez convertido en emperador su monoteísmo se hizo más radical y estimó que el Sol era el más universal de todos los dioses, el único que se veneraba a la vez en la húmeda Britania, en la boscosa Hispania, en la fértil Galia, en la cálida África y en la opulenta Palmira. Hasta los enemigos persas adoraban al dios del Sol, e incluso los bárbaros del norte rendían culto a una divinidad solar creadora del mundo. Bel, Allah, Júpiter, Mitra, Helios, Apolo… todos eran el mismo dios, el Sol, la única divinidad capaz de unir a todos los hombres.
Cuando Zenobia y su marido llegaron al templo muchos de los senadores, sus esposas y la mayoría de los altos magistrados de Roma y del Imperio ya se encontraban allí. Junto al templo se alineaban decenas de literas con sus correspondientes porteadores.
Dos días antes Zenobia había cumplido veintinueve años. Su estado de gestación le impedía lucir su espléndida figura rotunda y sensual, pero estaba hermosa. Vestía una túnica de seda verde, unos botines de piel y se protegía del frío invernal con un manto de lino rojo. Sobre su pecho brillaba un broche de oro y zafiros, regalo de su esposo por el embarazo. Desde luego no vestía como en aquella época en la que siendo reina de Palmira poseía las más delicadas sedas y las más preciosas joyas del mundo, pero su belleza destacaba más si cabe con aquellas ropas propias de una rica patricia romana.
El Senador presentó a su esposa a algunos de sus colegas antes de que hombres y mujeres ocuparan sus puestos previamente asignados y separados. Entre la aristocracia romana todavía seguía vigente la costumbre republicana de considerar indecente cualquier muestra de cariño en público entre dos esposos.
Justo a mediodía sonaron las fanfarrias que anunciaban la llegada del emperador.
Un aquilífero a caballo encabezaba la comitiva portando la insignia con el águila imperial de las cohortes pretorianas. Tras él seguían treinta y cinco jinetes, cada uno de ellos con un estandarte con el nombre de las treinta y cinco legiones que el Imperio mantenía operativas en esos momentos. Zenobia intentó leer los carteles: I Itálica, IV Escítica, VII Gemina, X Fretensis, XII Fulminata, XV Apolinaris, XX Valeria Victrix, XXX Ulpia Victrix… Tras los estandartes de las legiones desfiló una cohorte de la guardia pretoriana con su prefecto Julio Placidiano al frente y a continuación apareció Aureliano sobre el carro de Odenato enjaezado al modo de los decemiurguis, los carruajes tirados por diez caballos aunque en este caso era arrastrado por diez yeguas blancas.
El emperador vestía su equipo de soldado: coraza de bronce de dos piezas con relieves del dios Sol, falda de tiras de cuero sobre calzas púrpuras y capa púrpura orlada con palmas bordadas con hilo de oro; se coronaba con una tiara de oro con hojas de laurel.
Aureliano saltó con agilidad del carro y fue vitoreado por la gente que se arremolinaba tras las líneas de seguridad formadas por soldados de dos cohortes pretorianas.
Delante del templo se había colocado un pedestal de madera cubierto por una tela carmesí, desde donde se dirigiría a los senadores y magistrados, los únicos autorizados a acceder a la plaza que se abría delante del templo. El pueblo de Roma tenía que contentarse con ver a su benefactor a lo lejos, sin poder escuchar su discurso.
—Padres de la patria, prefectos, generales, tribunos, jueces, sacerdotes, vestales —allí estaban las seis jóvenes sacerdotisas vírgenes, encargadas de mantener encendido el fuego sagrado de Vesta—, magistrados de la ciudad de Roma y de su Imperio, hoy es un gran día. Hace ahora casi cuarenta años, el emperador Maximino pronunció un discurso en el Senado en el que otorgaba una enorme importancia al Sol. En ese momento, tan delicado para el Imperio pues fue entonces cuando dio comienzo el largo período de anarquía que ya hemos superado, proclamó que el culto al Sol era la mejor garantía de la unidad del Imperio, que comenzaba a resquebrajarse. Creo que tenía razón. El Sol es el más universal de los dioses, del mismo modo que el de Roma es el más universal de los imperios.
»Por eso, hace cuatro años, cuando asumí este cetro, consideré que esta ciudad, dueña y señora del mundo, debía disponer de un templo dedicado a la más excelsa de las deidades: el dios Sol.
»Hoy ese sueño es una realidad. Además he decidido dotar a este templo de unos pórticos en los que se celebren actividades comerciales que generen las rentas para su mantenimiento y el de sus ministros, a los que concederé fondos extraordinarios procedentes del botín que obtuvimos en la guerra de Oriente. Y aquí se guardarán también los tesoros que allí ganamos.
»Este templo ha sido adornado con estatuas traídas del santuario de Bel, en Palmira, sobre todo dos figuras del Sol —Zenobia supuso que se trataba de la estatua de Yarhibol— y del propio Bel, las deidades más veneradas en esa ciudad.
»Por otra parte, el día de hoy de cada año, el octavo de las calendas de enero, el vigésimo quinto de diciembre, quedará instaurado para siempre como el día dedicado al Sol Invicto, al que desde ahora proclamo como mi dios protector y como defensor del Imperio.
Tras el discurso de Aureliano, Zenobia sonrió; por una más de las veleidades del destino los romanos celebrarían su fiesta principal precisamente el día más sagrado para los palmirenos, el del solsticio de invierno, cuando el sol comenzaba a ascender en el horizonte después de seis meses de caída.
La comitiva de invitados entró en el templo. A la vista de la decoración y de las estatuas allí exhibidas, Zenobia se sorprendió.
—¡Es una copia del templo del Sol en Edesa! —dijo a su esposo.
—¿Lo conoces?
—En esa ciudad está el origen de mi linaje. Mi familia fue la encargada de la custodia de su gran templo hasta que uno de mis antepasados se trasladó a Palmira. Mi padre le profesaba una gran veneración, y cuando pasaba por esa ciudad en alguno de sus viajes comerciales solía visitarlo y le ofrecía donativos.
Aureliano se acercó al Senador y a Zenobia.
—¡Ah!, mi querido Senador y su bella esposa. ¿Qué os parece el nuevo templo? —les preguntó.
—Digno de tu imperio, augusto —contestó el Senador.
—¿No te recuerda a Palmira? —le preguntó a Zenobia.
—Sí. Algunas de esas estatuas estaban en el santuario de Bel. Esa es la del dios Yarhibol, nuestro dios del Sol.
—Ordené que la trajeran a Roma porque me pareció una perfecta imagen de lo que deseo para el Imperio. Escuchad: algunos dicen que fueron los soldados de mis legiones los que me proclamaron emperador, pero no fue así. Yo no les debo el trono a los legionarios, sino al dios Sol, que me colocó al frente de Roma como vicario suyo en la Tierra. Él fue quien me encargó que rigiera en su nombre el destino del mundo. Por eso, cuando tomo una decisión, es el propio Sol quien lo hace y debe ser obedecida sin duda alguna.
—¿Y el resto de los dioses? —preguntó el Senador.
—No existen. El Sol es el único dios, por eso lo adoran todos los pueblos. Los dioses del Olimpo no son sino imágenes creadas por la imaginación de los hombres. El propio Platón ya lo dejó entrever cuando asimiló la imagen del Sol con la idea del dios supremo. Hay un solo dios en el cielo y por tanto ha de haber un solo emperador en la Tierra. Ese es el motivo por el que he decidido que se me denomine «señor y dios», porque soy el protegido del Sol. Hoy empieza una nueva era. Este solsticio de invierno marca el principio del nuevo tiempo que estará regido por la luz del Sol. He vencido en Oriente y en Occidente, desde la salida a la puesta del sol, y el Sol Invicto me ha proclamado su portavoz y su enviado.
—Tu intención es muy notable, augusto, pero tal vez no sea bien acogida por los romanos; están habituados a rezar a muchos dioses, como el resto de los ciudadanos del Imperio. ¿No crees que pueden sentirse molestos si se les impone el culto de un dios oriental? —alegó el senador.
—El culto al dios Sol no tendrá carácter oficial, de momento. No soy un insensato; sé bien en qué creen los romanos y hasta dónde están dispuestos a ceder. Por ahora este templo será el primero de otros que vendrán después y, poco a poco, el Sol se irá convirtiendo en el único dios, hasta que llegue el momento en el que todos los ciudadanos del Imperio lo adoraren y el cielo y la tierra estén gobernados en plena armonía.
—Espero que así sea, augusto.
—Observo que vuestro matrimonio marcha muy bien. ¿Para cuándo esperáis a ese hijo? —Aureliano señaló el vientre de Zenobia.
—Para principios de la próxima primavera, dentro de tres meses.
—Tal vez nazca en el equinoccio; sería un buen augurio. El día igual que la noche, el equilibrio, la mesura… Ordenaré que os envíen un regalo en el natalicio de vuestro primer hijo.
—Gracias, augusto.
—Ahora seguid disfrutando del templo del Sol.
Aureliano se alejó rodeado de un enjambre de aduladores, aunque escoltado por una veintena de pretorianos.
—¿Qué opinas? —le preguntó el Senador a Zenobia.
—El poder absoluto suele conducir a los humanos a ese estado. Lo sé bien, porque en una ocasión yo sentí algo parecido. Cuando me convertí en reina de Oriente y todo el mundo se tumbaba en el suelo en mi presencia, al estilo de lo que se hace en la corte de Persia, hubo momentos en los que creí ser una diosa. Eso mismo le está ocurriendo a Aureliano.
—Los romanos siempre han creído en muchos dioses y para albergar el culto a todos ellos se levantó el templo del Panteón, pero hace algún tiempo todo está cambiando. Los que creen en un solo dios ganan terreno, quizá porque hemos atravesado unos tiempos muy convulsos y la gente ha perdido la confianza en los dioses tradicionales. Ahora todo es confuso y los romanos vacilamos a la hora de profesar nuestros sentimientos y creencias de siempre. El espíritu de los romanos está confundido y nadie sabe hacia dónde caminar. Los dioses de Roma ya no responden como antes y las religiones que propugnan el culto a un solo dios ganan más y más adeptos. Hay algunos senadores que avisan de que los cristianos pronto serán mayoría en Roma; yo no lo creo, pero sé que es cierto que nadie ha propuesto la construcción de un templo a los dioses del Olimpo y en cambio se edifican por todo el Imperio iglesias cristianas, sinagogas judías y santuarios al dios Sol. En estos tiempos son las creencias basadas en un dios único las que triunfan. ¡Ah!, y todavía están los gnósticos, una secta de filósofos extraños que profesan el culto a un dualismo formado por la materia y el espíritu, donde mezclan la astrología, la magia y la hechicería.
—¿Y tú, esposo, en qué crees?
—Soy un mercader. Se dice por ahí que el único dios de los mercaderes es el dinero. No soy un hombre religioso y no me gustaría que nadie me obligara a creer en un solo dios. Creo que todo debería continuar como hasta ahora. Roma ha permitido que cada pueblo profesara su propia religión y siempre que se han respetado las leyes romanas quien ha querido hacerlo ha rezado al dios que consideraba oportuno. A mí me gustaría que las cosas siguieran así, pero me temo que el emperador desea algo muy distinto.
—Tú eres uno de sus principales apoyos en el Senado y has defendido sus reformas económicas. Ahora parece que seguirán otras…
—Yo he apoyado la unidad y la pacificación del Imperio, y Aureliano ha sido el artífice de ambas. Mientras lo considere así, lo seguiré apoyando.