Roma, mediados de 274;
1027 de la fundación de Roma
A comienzos de aquel verano el sol apretaba con fuerza sobre Roma y la humedad del río hacía todavía más pesado el sofocante calor. La mayoría de los patricios solía abandonar la ciudad durante el estío y se retiraba a sus fincas y villas en los alrededores, bien en la costa o bien en las montañas del interior. Hacía mucho tiempo, desde la época de Octavio al menos, que se había puesto de moda ausentarse de la ciudad durante los meses más cálidos, buscando el frescor y la tranquilidad del campo.
A fines de la primavera el Senador le había dicho a Zenobia que pasarían el verano en su villa de Tívoli, una tranquila localidad ubicada a diecinueve millas al noreste de Roma, como era costumbre todos los años.
Dos carros llenos de baúles y cestas y un carruaje esperaban a la puerta de la casa a Zenobia y sus dos hijos para salir hacia Tívoli. Una docena de esclavos y seis esclavas los acompañaban.
Cuando la familia del Senador estuvo lista y acomodada en el carruaje, el esclavo que la conducía arreó a las mulas. Las ruedas comenzaron a sonar con su monocorde traqueteo sobre las losas de las calles romanas.
—Roma es una ciudad muy incómoda durante el verano. Al tremendo calor y la sofocante humedad se suma un olor nauseabundo, que en los días en que sopla el viento del sur se torna insoportable. Tívoli es un lugar delicioso de abundante vegetación y aguas frescas. En esta época del año está repleto de flores; te gustará —le dijo el Senador a Zenobia.
—Estoy acostumbrada al calor; en Palmira luce siempre un sol abrasador, pero el aire es seco y la humedad no te empapa la piel como aquí.
—Muchos aristócratas son propietarios de fincas en las campiñas de Roma, en Campania o en Etruria, y aprovechan el verano para visitar sus explotaciones agrícolas en el tiempo de la siega de los cereales y residen en ellas hasta la vendimia a finales del verano. Es una buena excusa para huir del calor, de la humedad y del hedor de Roma en estos meses.
Atravesaron la ciudad y salieron por la puerta Nomentana, cuya maciza silueta enmarcada por torreones casi estaba completamente terminada. Era una de las dieciocho puertas del recinto que había ordenado levantar Aureliano para defender la ciudad de Roma. Las obras avanzaban muy deprisa. Buena parte del tesoro de Palmira se estaba utilizando para pagar a los trabajadores y comprar los materiales utilizados en su construcción.
—Odenato, mi primer esposo, ordenó construir una muralla para defender Palmira de los posibles ataques de los persas. Entonces era la principal aliada de Roma, su fortaleza y primer bastión defensivo ante el Imperio sasánida, el gran enemigo. Eran tiempos de guerras y de luchas, pero entonces ni Palmira ni Roma necesitaban muros de piedra para defenderse. Sin embargo el destino juega con la ironía como las parcas con la vida de los humanos. Palmira jamás necesitó muros para defenderse de Persia, y sí para hacerlo del ataque de Roma, y Roma está utilizando el tesoro de Palmira para protegerse de sus enemigos. ¿No te resulta paradójico? —le comentó Zenobia a su esposo mientras contemplaba desde la ventanilla de la carreta la puerta Nomentana.
—Así son las cosas en estos convulsos tiempos. Cuando el emperador planteó en el Senado la construcción de este muro, muchos senadores protestaron y lo consideraron innecesario. Alegaron que Roma no había necesitado murallas desde los tiempos de la monarquía, cuando la rodeaban tribus enemigas; de ello hace varios siglos. También adujeron que nuestros enemigos lo considerarían un acto de cobardía, de debilidad y de miedo, y que se animarían a atacarnos. Recuerdo que mantuvimos una acalorada sesión en el templo del divino Claudio por este motivo.
—Pero, pese a ello, Aureliano puso en marcha esa obra.
—Los ánimos de los senadores se apaciguaron cuando el emperador nos anunció, tras conquistar Palmira, que la muralla se pagaría con el tesoro de tu ciudad y no con los impuestos de los romanos.
—Es la ley de la victoria, los derrotados son quienes pagan los monumentos que los vencedores se erigen a sí mismos.
—Así es y así ha sido siempre. Tengo entendido que algunas de las obras que se hicieron en Palmira fueron sufragadas con las riquezas requisadas a los persas —puntualizó el Senador.
Zenobia calló. Su esposo tenía razón. Aquel hombre por el que comenzaba a sentir cierta sensación de cariño era sensato y claro, y solía expresarse con los argumentos de la lógica de los más preclaros filósofos griegos. Su formación intelectual no era elevada, había sido educado en una escuela para hijos de ricos comerciantes romanos en la que había aprendido, sobre todo, las técnicas que aplicaban los mercaderes. Desde luego no sería capaz de mantener un diálogo sobre las ideas de Platón o de Aristóteles acerca del sentido de la existencia de los seres humanos, pero nadie lo superaba a la hora de planear un negocio o de calcular un beneficio sobre una empresa.
Poco después de mediodía se detuvieron a comer en una posada en las afueras de un pequeño pueblo a mitad de camino entre Roma y Tívoli. Hacía calor, pero el aire era más limpio que en Roma y el aroma de las flores en todo su esplendor y de las mieses y los frutos en sazón despertó el apetito de Zenobia.
Tívoli, cerca de Roma, verano de 274;
1027 de la fundación de Roma
Llegaron a Tívoli mediada la tarde, con el sol brillando en el cielo azul de los días más largos del año.
—Mira; nuestra villa está allí —le indicó el Senador a su esposa—, muy cerca del complejo de edificios y jardines que el emperador Adriano ordenó construir para su descanso, en medio de un hermoso pago que se llama Concha porque se extiende por una vaguada entre dos colinas que tiene esa forma. El emperador Octavio Augusto fue quien puso de moda este lugar porque se asegura que se curó del insomnio gracias al agua sulfúrica de las cascadas del río Aniene. Y cien años más tarde el emperador Adriano fijó aquí su residencia de descanso estival. Desde entonces los más ricos de los patricios romanos tienen casa en este lugar. Fíjate en la hermosura de este paisaje, las deliciosas colinas, la abundancia de agua, el aire fresco y limpio.
»Ahora están algo deterioradas, pero en la villa de Adriano todavía pueden verse las reproducciones de monumentos de Grecia y de Egipto que allí se levantan. Te las enseñaré. Hay una copia de unos pórticos y de la Academia de Platón de Atenas, tres bibliotecas, dos baños, un teatro, una reproducción del santuario egipcio de Caniopus, dedicado al dios Apis en Alejandría…
—¡Ah!, lo conozco. Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que yo reiné en esa ciudad —comentó Zenobia con una sutil sonrisa no carente de melancolía.
—Pues aquí están las estatuas originales que en su día lo embellecieron, y un canal extraordinario, e incluso hay un lago circular, al que llaman estanque marítimo, con una isla en medio. Se dice que era en esa isla donde Adriano se retiraba a meditar. ¿Sabes que ese gran emperador era también un notable filósofo y que escribió varios libros?
—Sí. He leído uno suyo, se llama Meditaciones. ¿Lo conoces? —le preguntó Zenobia a su esposo.
—Claro. Pero te confieso que no lo he leído. Tal vez pueda hacerlo este verano, con tu ayuda. Seguro que se conserva algún ejemplar en la biblioteca.
—Cuenta con ello, esposo. ¿No viene el emperador por aquí?
—No. Aureliano carece de la formación intelectual que tenía Adriano. Es un hombre de gustos sencillos. Hace unos días me dijo que lo que más le había divertido en los últimos años fue presenciar la hazaña de un comilón que se tragó un jabalí entero, diez panes, un carnero y un lechón, y se bebió todo el vino de un tonel.
—¿Existe gente capaz de comer todo eso?
—Si el emperador dice que lo ha visto, así debe de ser. Mira allí. Esa villa perteneció al poeta Cátulo, uno de los más grandes de Roma, y tras aquella suave colina se encuentra la del sublime Horacio, el protegido de Octavio Augusto y del opulento Mecenas, el hombre más rico en toda la historia de Roma, quien construyó un auditorio en la colina del Esquilino, en el barrio de Carinae, una zona de residencias de notables romanos tan sólo para escuchar los versos de Horacio y de Virgilio con la más refinada sonoridad.
El Senador calló que bajo la tierra de los espléndidos jardines de la villa de Adriano, el emperador filósofo había ordenado construir una reproducción de los infiernos, mediante la excavación de varios túneles que unían las diferentes partes de la villa. Por el subsuelo de Tívoli se extendía un espacio subterráneo frío y lúgubre, que tal vez ordenó horadar para recordarse a sí mismo que también existía el mundo demoníaco y terrible del Averno.
Los días del estío discurrían plácidos y Zenobia comenzaba a adaptarse a su nueva vida como matrona romana.
Mediado el mes de julio, al que los romanos habían denominado así en recuerdo al nacimiento de Julio César, el Senador tuvo que marchar a Roma durante cinco días para celebrar una sesión extraordinaria del Senado en su sede del Foro.
A su regreso, Zenobia lo recibió sonriente. El Senador saltó de su montura, se quitó el sombrero de ala ancha de estilo griego que usaba en los viajes a caballo, entregó las riendas a uno de los esclavos que lo habían escoltado y dio un beso en la mejilla a su esposa.
—¿Cómo ha ido la sesión? —le preguntó Zenobia.
—Sin oposición —ironizó, aludiendo de modo macabro pero con cierta crítica a Aureliano por la eliminación de todos los senadores que se le habían opuesto la primavera anterior—. Hemos reconocido los extraordinarios méritos de Aureliano y lo hemos honrado con nuevos títulos. Además de los que ya tenía por sus numerosas victorias, ahora lo hemos proclamado máximo, grande, invicto, indulgentísimo y pacífico, y se ha dispuesto que en las nuevas puertas de la muralla se coloquen inscripciones en letras de bronce de dos palmos de altura resaltando todos esos títulos y también los anteriores. Claro que, a cambio, los senadores hemos obtenido un nuevo cargo.
—¿Cuál? ¿Aduladores óptimos del emperador Aureliano? —se burló Zenobia.
—Sacerdotes del Sol. Ya ves, a partir de ahora estás casada con un sacerdote del Sol. En función de este cargo deberé asistir a las ceremonias que se celebren en el nuevo templo al Sol que el emperador está construyendo en el Quirinal. En realidad, Aureliano ha procurado no perjudicar los intereses de los senadores que lo hemos apoyado. Algunos de los más influyentes miembros del Senado eran contrarios a las medidas que ha puesto en marcha el emperador, porque perjudican a sus intereses —el Senador hablaba como si él no fuera precisamente uno de los más ricos—, y ha procurado que el perjuicio creado por sus reformas económicas no acabe por distanciarlo todavía más del Senado. Hay algunos que no le perdonan que ejecutara a treinta y seis senadores, que, aunque fueran miembros de la oposición encabezada por Felicísimo, no dejaban de ser padres de la patria romana.
—Tú eres, precisamente, uno de los más ricos —precisó Zenobia.
—Pero no soy miembro de la aristocracia de sangre de Roma. Y ha sido ese grupo el que más reticencias ha puesto a los planes del emperador. Aureliano es un hombre cruel, pero sólo cuando estima que la crueldad es necesaria para mantener la gloria de Roma. Ama la disciplina y está dispuesto a que la austeridad que ejerce en su propia vida se extienda a todos los rincones del Imperio. Por ello, el pueblo lo ama y los ricos lo temen. Me ha confesado que quiere acabar con el desmedido lujo y ostentación que muestran los patricios romanos. Incluso ha prohibido a su esposa que se cubra la cabeza con el tinicopallium, un exagerado y carísimo tocado que suelen llevar las emperatrices en los juegos en honor de la diosa Cibeles, y ha ordenado que todas las mujeres de la familia imperial eliminen los adornos de oro de sus cicladas, las largas túnicas que se usan en las ceremonias públicas.
—Mientras disfrute del apoyo del ejército podrá llevar a cabo todas esas medidas —comentó Zenobia.
—El ejército está a su lado porque es uno de los suyos y porque lo ha llevado una vez tras otra a la victoria. Y además, porque ha prometido aumentar la paga de los legionarios.
—Algún día se acabarán los tesoros de Palmira. ¿Quién va a sufragar entonces todos esos gastos?
—Está empeñado en que la distribución de la carga fiscal del Estado recaiga en un mayor porcentaje sobre las espaldas y las haciendas de los poderosos y que los necesitados no sólo no paguen impuestos sino que reciban cuanto necesiten del erario público.
—¿Se ha hecho cristiano? —preguntó Zenobia.
—¿Cómo dices? ¿Cristiano el emperador? —se extrañó el senador.
—Ese tipo de política coincide con algunas propuestas de los cristianos. Ellos proponen que las riquezas sean repartidas de manera equitativa entre todos, y también dicen que su dios odia a los ricos y ama a los pobres. En sus libros sagrados se condena la riqueza y está escrito en uno de ellos que «es más difícil que un rico entre en el reino de los cielos a que un camello pase por el ojo de una aguja».
—El emperador no es cristiano, aunque tampoco muestra ninguna animadversión hacia ellos. Aureliano es un fiel devoto del dios Mitra, el Sol Invicto, y por ello está construyendo en su honor ese gran templo en el Quirinal.
—Lo sé, pero su plan para favorecer a los más pobres…
—No se trata de ser caritativo sino de ejercer la autoridad y de mantenerla. Aureliano quiere acabar con la corrupción y el mal gobierno que ha sufrido Roma. Ya ha logrado la primera meta que se propuso, reunificar el Imperio y acabar con la inseguridad en las fronteras; ahora se ha propuesto reformarlo por dentro, y para ello necesita unas nuevas bases. El tesoro dispone de dinero gracias al botín logrado en Oriente y Egipto, y las fronteras están de momento en paz. O afrontamos ahora las reformas, o Roma perderá la gran oportunidad que hace tiempo espera.
Roma, fines de verano de 274;
1027 de la fundación de Roma
Para poner en marcha sus reformas, Aureliano no aguardó ni siquiera a que culminara el verano y los senadores regresaran de sus villas en el campo.
Una mañana de comienzos de septiembre apareció en el Foro de Trajano, donde se exponían unas tablas en las que se anunciaban las deudas que había contraído el Estado romano y las destruyó con sus propias manos. Rodeado de un manípulo de pretorianos, pronunció a continuación un discurso en el que anunció a la plebe que se perdonaban las deudas contraídas por los más pobres.
Ante la mirada atónita de algunos poderosos, la población de Roma aclamó a su emperador quien, incentivado por los vítores de la gente, prometió que en las próximas semanas se repartirían de manera gratuita abundantes cantidades de pan, aceite, vino y carne de cerdo.
—Has comprometido demasiadas cosas, augusto —le dijo Julio Placidiano, que dirigía la escolta de pretorianos, mientras Aureliano se retiraba aplaudido y aclamado por una masa de incondicionales.
—No te preocupes. Ayer me informaron de que la cosecha de grano en Egipto ha sido excelente. Serán los egipcios quienes contribuyan a cubrir las necesidades de los ciudadanos de Roma. En cuanto al vino y al aceite, lo obtendremos de los excedentes de los ricos patricios y senadores; algunos de ellos poseen extensas viñas y cuantiosos olivares en la Bética, en Sicilia y en África. Ya han visto en las personas de algunos de sus colegas lo que les puede ocurrir si se oponen a las reformas que hemos puesto en marcha —alegó Aureliano.
—¿Y en cuanto a la carne de cerdo? Esta primavera pudimos repartir raciones debido a que había abundantes reservas en algunos almacenes que pagamos con el tesoro de Palmira, pero no sé si podremos mantenerlas.
—Perdoné a Tétrico porque se pasó a nuestro lado en la guerra de la Galia, pero también porque es un excelente administrador. Ya se encargará de que la provincia de Lucania y la misma Galia produzcan suficiente carne de cerdo como para abastecer la demanda de los romanos. Italia quedará dividida en pequeñas provincias y cada una de ellas contribuirá con sus tributos y sus productos al mantenimiento del Estado. Para ello, los colegios profesionales de todas las cofradías de productores deberán aprender a producir más y mejor. En esta nueva época nadie debe permanecer con los brazos cruzados. Se acabó el tiempo del ocio; todos debemos trabajar en beneficio de Roma.
—Quizá demandes de nosotros algo que no podemos cumplir; además, hay demasiados romanos acostumbrados a no hacer nada —respondió el prefecto del pretorio.
—Roma requiere de un esfuerzo supremo para solventar todo cuanto nos acucia o estaremos perdidos. Tú mismo has sido testigo de cómo nos habíamos situado al borde del abismo. Si no hubiéramos ganado la guerra a los bárbaros y sofocado las revueltas de Palmira y de la Galia, es probable que el Imperio ni siquiera existiera en estos momentos.
—Ya sabes que los soldados siempre estaremos contigo, augusto.
—Eso espero. ¡Ah!, he visto que algunos de los que me aclamaban en el Foro vestían de manera indigna. No puedo consentir que Roma sea una ciudad de andrajosos pordioseros. Encárgate de que repartan túnicas blancas a los más pobres.
—¿Cómo las pagamos?
—Con la venta de las túnicas de seda que trajimos de Palmira. Será un buen detalle vestir a los pobres de Roma gracias a los potentados de Palmira. Pero guarda las diez mejores; quiero ofrendarlas al templo del Sol, que pronto estará acabado.
—Queda un pequeño problema pendiente —añadió Julio Placidiano—. Algunos cristianos están difundiendo el rumor de que preparas una gran persecución contra ellos. Su número crece cada año; según sabemos por nuestros agentes, al menos una docena de senadores se han hecho cristianos o ya lo eran antes de tu acceso al trono.
—Hasta ahora no han supuesto ningún problema —dijo Aureliano.
—Pero cuestionan el poder imperial, critican numerosas decisiones y no están dispuestos a convivir con otros cultos a otros dioses.
—Mientras permanezcan como hasta ahora, los dejaremos en paz. Pero no consentiré que nadie atente contra la unidad que tanto esfuerzo ha costado recuperar; házselo saber al obispo de su comunidad.
—El ejército es la garantía de esa unidad.
—Y no dudes de que lo utilizaré con toda contundencia para acabar con quien pretenda romperla de nuevo. Pero no puedo exigir a los romanos que se sacrifiquen sin ofrecerles nada a cambio.
—Los cristianos predican el reparto de las riquezas, pero algunos no lo ejercen; varios de sus más destacados miembros son muy ricos y no sabemos que hayan distribuido su fortuna entre los más pobres —alegó el prefecto.
—Pues identifícalos, confisca sus bienes y repártelos entre los cristianos más pobres. Así cumplirán con el mandato de su dios.
Tívoli, fines de verano de 274;
1027 de la fundación de Roma
Los campos de Tívoli habían dado sus frutos tras el estío. El verano consumía sus últimos días y las noches comenzaban a ser frescas.
—Es hora de preparar nuestra vuelta a Roma; en cuanto acaben las fiestas de la vendimia regresaremos —le dijo el Senador a su esposa tras finalizar la cena en el triclinium de la villa.
Zenobia parecía preocupada.
—Estoy embarazada —comentó.
—¿Cómo ha ocurrido?
—Deberías saberlo; tú has visitado mi cama muchas noches en los últimos meses.
—¿Estás segura?
—He tenido tres hijos, y los síntomas que ahora siento son los mismos.
—¡Por todos los dioses, voy a ser padre! —El Senador estaba nervioso pero contento.
—Ya lo eres, y de dos hijos.
—Quiero decir que voy a ser padre de nuevo. Quizá sea un poco tarde para mí; ya tengo cuarenta años.
—Yo tampoco soy una jovencita; este invierno cumpliré treinta años.
—Habrá que tener cuidado con el traslado a Roma; hay mujeres que han perdido a sus hijos por hacer un viaje.
—No te preocupes; sólo hay una jornada de camino. Lo resistiré.
—En ese caso dispondré que la carreta sea provista con mayores comodidades, que se cubra el interior con almohadones y que circule despacio, aunque tengamos que emplear dos días en el trayecto.
Los dos esposos salieron al jardín de la villa, dotado de un pequeño estanque alimentado por una fuente y cubierto de hermosos parterres que lucían llenos de flores. En un rincón, el pedagogo dictaba un texto de Homero en griego a los dos hijos del senador, que lo copiaban en sendas tablillas de cera de las que utilizaban los escolares.
—Si en Palmira hubiéramos dispuesto de tanta agua… —susurró Zenobia mientras se agachaba y mojaba su mano en la pila de la fuente.
—¿La echas de menos?
—Nunca podré olvidarla. Este lugar es muy hermoso y rebosa de fertilidad, placidez, exuberancia y verdor. El agua corre por todas partes y el aroma de las flores es delicioso. Pero Palmira… Si pudiera contemplar uno solo de sus atardeceres… En esta época se producen los más hermosos. El sol se pone entre las colinas pedregosas del valle de los Muertos como un disco rojo y ardiente. Poco antes de ocultarse, parece que el cielo y la ciudad entera estén bañados en oro puro, pero poco a poco va tornando hacia tonos anaranjados, rojizos, púrpuras, añiles y violetas, hasta que cae la noche y miríadas de estrellas comienzan a brillar como los más purísimos diamantes. El aire es cálido y suave, y a veces una ligera brisa te recorre la piel y la sientes como si te envolviera una delicada, suave e invisible seda.
—Me gustaría complacerte y viajar contigo a Palmira para contemplar juntos esos atardeceres, pero ya sabes que el emperador jamás consentirá que regreses, ni siquiera vigilada por la más poderosa de las escoltas.
—Lo sé. Aunque Aureliano puede impedir que vuelva a Palmira, nunca logrará que se borren de mi memoria mis recuerdos.
—¿Deseas estar sola?
—Sí; te lo agradecería.
—De acuerdo. —El Senador le dio un beso y se alejó, pero antes de salir del jardín se volvió y dijo—: ¡Ah!, quiero que sepas que soy un hombre feliz porque vas a darme un hijo.
El cielo de la noche de Tívoli no era como el de Palmira. Allá, en medio del desierto, las estrellas parecían más cercanas. Daba la impresión de que si se subía a uno de los cerros y se estiraba el brazo podría cogerse un buen puñado con la mano.
Cuando era una niña, Zenobia así lo llegó a creer, sobre todo cuando su padre le regaló sus primeros diamantes, cada uno del tamaño de uno de sus dientes de leche, que había traído de Persia.
Roma, otoño de 274;
1027 de la fundación de Roma
A finales de septiembre Roma ya había recuperado la actividad perdida durante el verano. Todas las grandes familias patricias habían regresado de sus fincas y comenzaban a cruzarse invitaciones para asistir a fiestas y cenas en sus palacios.
Los grandes juegos que se celebraban en honor de Júpiter en los últimos días del verano suponían el inicio de una nueva temporada. El emperador había regalado un pañuelo a cada uno de los romanos que asistieron al Coliseo el primer día, de manera que los espectadores se acostumbraron a agitarlos al viento como manera de aclamar a Aureliano cuando este entraba en el palco imperial para presenciar los espectáculos o cuando se levantaba para dictaminar un veredicto de un combate de gladiadores.
Tras los juegos de septiembre, Roma volvía a la rutina de las grandes aglomeraciones en los foros, de las muchedumbres atestando los mercados, de los debates en el Senado, del trajín interminable y perpetuo de la ciudad más grande y poderosa del mundo.
El vientre de Zenobia comenzaba a tomar volumen. Por sus cuentas presentía que se había quedado encinta a los pocos días de llegar a Tívoli, de modo que a comienzos de otoño estaba embarazada de tres meses.
Al poco de regresar a Roma, el Senador se dirigió al templo de Apolo, cercano al teatro de Marcelo, y allí, ante el altar de uno de los santuarios más antiguos de Roma, sacrificó un cordero y le pidió a uno de los flamines del templo, un joven de apenas catorce años, que encendiera el fuego sagrado y quemara en el pebetero un cuarto de libra de incienso. Le rogó al dios de la sabiduría que su hijo naciera sano y le prometió generosas ofrendas si así se lo concedía.
Un senador amigo del marido de Zenobia acudió a casa de estos alarmado. Los dos esposos lo recibieron en un ala del peristilo, en un triclinium.
—¿A qué viene tanta prisa? —quiso saber el Senador.
Su colega se extrañó por la presencia de Zenobia, pues las mujeres se ausentaban cuando los hombres hablaban de política.
—¿Puedo hablar con confianza ante tu esposa?
—Por supuesto. ¿Qué ocurre?
—El emperador ha ordenado quemar los registros de la propiedad y ha decidido que se anulen todas las denuncias sobre deudas impagadas que se estén cursando en los tribunales. Al parecer no tuvo bastante con destruir las tablas del Foro de Trajano donde se contenían las deudas con el Estado y ahora arremete contra los débitos de los ciudadanos para con los prestamistas y banqueros. Acaba de anunciar que perseguirá con todo rigor la codicia de los banqueros, las exacciones injustas y abusivas de los usureros y las depredaciones de los administradores de las provincias.
—Vaya, parece que las reformas anunciadas en el Senado la pasada primavera se están cumpliendo en serio. Si conseguimos detener la voracidad de los prestamistas habremos logrado un gran éxito.
—Da la impresión de que te alegras. Si Aureliano sigue por ese camino acabará arruinándonos a todos. Ya hay quien insinúa que los cristianos se han adueñado de su voluntad.
—Perdonad que intervenga en vuestra conversación, senadores, pero creedme si os digo que los cristianos son inofensivos —terció Zenobia.
—¿Los conoces, señora?
—Me invitaron a participar en una de sus celebraciones en Palmira.
—Hay quien asegura que adoran a un asno crucificado y que sacrifican a niños y se los comen tras rebozar su carne en harina y freiría en aceite.
—No; te aseguro que lo que ingieren es pan y vino.
El Senado romano estaba reunido en el templo de Cástor y Pólux, en un extremo del Foro, al pie de la colina del Capitolio.
La sesión se presentía tensa pese a que los senadores contrarios a Aureliano habían sido represaliados y muchos de ellos ejecutados durante la revuelta de los trabajadores de la ceca de Roma.
El abundante trigo llegado de Egipto en el mes de septiembre había colmado los graneros de la annona, y el prefecto encargado de los almacenes imperiales había comenzado a distribuir, por orden del emperador, pan y harina a toda la población con el prometido aumento de una libra de peso en la ración habitual. Por toda la ciudad aparecieron pintadas adulando a Aureliano y proclamando su gloria y su majestad, señalándolo como el más grande de los emperadores romanos.
En el Foro, diversos oradores hablaban en improvisadas tribunas de las bondades del emperador, y no faltaba quienes lo emparentaban con los llamados «buenos emperadores», aquellos cuatro magníficos augustos cuyo buen gobierno había hecho grande a Roma: Octavio Augusto, Trajano, Adriano y Marco Aurelio.
El discurso que abría la sesión del Senado lo pronunció el senador princeps. Constituyó un alegato a favor de las reformas impulsadas por el emperador, pero con algunos matices sobre los problemas que podrían acarrear a la economía de los patricios, a los que calificó como «los mejores hombres de Roma». Acabó señalando que tal vez no fueran necesarios más cambios, pues el sistema de gobierno de los romanos era la más perfecta creación política elaborada por la mente humana.
Acabada su intervención, el esposo de Zenobia pidió la palabra.
—Tengo aquí —mostró un papiro— el listado de distinciones que el Senado y el pueblo romanos han otorgado a nuestro emperador. Por si no las recordáis, ya que a veces la memoria es flaca, os las precisaré: cuatro coronas murales, que ofrecemos al primero de los soldados que escala un muro de una fortaleza enemiga; cinco coronas vallares, que entregamos al primero que rompe una valla de un campamento hostil; dos coronas cívicas, otorgadas a quien ha demostrado un arrojado valor en la batalla; cuatro túnicas rojas, que sólo concedemos a los generales que vencen en batallas; cuatro banderas bicolores, las ofrecidas a los generales y legados que vencen en una guerra; dos mantos proconsulares, los que corresponden a quienes han sido distinguidos con esa alta magistratura del Estado; una toga pretexta como sacerdote de Mitra; una túnica palmada, por haberle sido concedido el triunfo y el derecho a entrar en Roma sobre un carro triunfal; una túnica pintada… ¿Queréis que siga, o preferís que os detalle los calificativos que le hemos concedido? Pérsico, armeniaco, restaurador y pacificador de Oriente, gótico, sarmático, aeliabénico, cárpico, máximo, grande, invicto, indulgentísimo, pacífico… ¿Ahora dudáis de haber sido justos al concedérselas, creéis que Aureliano ya no las merece?
»Por primera vez desde el reinado de Marco Aurelio tenemos a un emperador que vive con la sobriedad de un soldado y se comporta con la honestidad del más egregio de los romanos. No despilfarra los fondos del Estado en gastos suntuarios privados, sino que emplea los recursos obtenidos en la guerra gracias a su habilidad con la espada en alimentar a la población de Roma y en honrar a nuestros dioses. No es un filósofo, como Marco Aurelio, pero lee a Cicerón, a Séneca y a Lucrecio. Conoce de memoria El asno de oro de Apuleyo, ese libro en el que un hombre se convierte en un burro al comer las hierbas equivocadas; una magnífica alegoría de lo que puede ser Roma si no recuperamos y mantenemos los valores que la han hecho tan grande, y que encarna nuestro emperador. Aureliano ama a Roma por encima de todas las cosas y ha vertido mucha sangre propia en su defensa. ¿De cuántos emperadores de los que habéis conocido puede decirse algo semejante?
»Sí, senadores, la reforma que propugna el augusto Aureliano grava las haciendas de los patricios de Roma y las propiedades de los más ricos, y sé bien que a algunos no os parece justo, pero os pido que recapacitéis por unos instantes. ¿Cuándo ha sido Roma más grande? Hubo un tiempo en que parecíamos indestructibles, pero sabéis bien que hace tan solo cuatro años estuvimos al borde del desastre. Si el Imperio ha sobrevivido a su peor crisis ha sido gracias a la determinación de Aureliano. Cuando la mayoría lo daba todo por perdido, él sostuvo sobre sus hombros a Roma, a todos nosotros, y nos condujo a la victoria. Él ha vuelto a unir lo que estaba deshecho y ha devuelto al Imperio a su máxima extensión desde los tiempos del augusto Trajano.
»Ahora nos pide a todos que hagamos un pequeño sacrificio y que demostremos que amamos a Roma como tantas veces solemos proclamar. ¿Vas a perder tus esclavos y tu hacienda por contribuir con unos miles de sestercios al año, Marco Fulvio? ¿Vas a verte arruinado si colaboras con veinte mil sestercios al erario público, Marcelo Claudio? ¿Vas a perder tus posesiones en Capua y tus fincas en Sicilia por un puñado de monedas, Julio Antonio? —El Senador se dirigía personalmente a algunos de sus colegas presentes señalándolos con el dedo—. ¿Voy a quedarme yo en la ruina si me desprendo de una parte de mis ganancias? Os ahorro la respuesta, caros amigos.
»Estamos construyendo un mundo nuevo asentado sobre las sólidas bases del antiguo, conservando los valores tradicionales que han hecho de Roma la mayor potencia del mundo: la disciplina, el coraje, la determinación, la fuerza, el espíritu de grandeza, el honor, el orgullo…, pero incorporando nuevas maneras de gobierno para poder seguir siendo grandes en estos nuevos tiempos.
»Aureliano ha sido nuestro sostén, seamos nosotros, ahora, su apoyo.
Más de la mitad de los senadores se pusieron en pie para aplaudir el discurso.
Tras la votación, cuatro de cada cinco senadores aprobaron seguir adelante con las reformas económicas propuestas por el emperador; los demás se abstuvieron; ninguno votó en contra.