Roma, finales de primavera de 274;
1027 de la fundación de Roma
La vida que había llevado Zenobia hasta el momento de su boda no había sido, precisamente, la de una matrona romana. Las diversiones de los aristócratas palmirenos consistían en cazar, en practicar la cetrería o en cabalgar por el desierto; los romanos se divertían en los teatros, los circos y los anfiteatros.
Al menos dos días de cada semana había juegos en el Coliseo. Los más demandados eran las peleas de gladiadores. Comenzaban a mediodía y se alargaban hasta bien entrada la tarde. Habitualmente había que pagar una entrada, cuyo precio variaba mucho según dónde estaba ubicado el asiento, pero en ocasiones se celebraban espectáculos gratuitos para los que sólo era necesario conseguir una invitación del patrocinador de los juegos, que en numerosas ocasiones era el propio emperador.
De cuantos espectáculos se celebraban en Roma eran las carreras de cuadrigas y las de caballos las que más gustaban a Zenobia, pues le recordaban a las competiciones de Palmira. Solían celebrarse en el circo Máximo y en el de Domiciano, y en todas las carreras se cruzaban apuestas cuya organización estaba controlada por un grupo de senadores corruptos que conseguían enormes beneficios, aunque fuera necesario amañar las pruebas.
Una tarde de finales de primavera, durante una sesión en la que se habían celebrado varias carreras de carros, los vencedores fueron premiados con túnicas de seda, lienzos de lino e incluso caballos. Zenobia, que asistía a la competición, se sorprendió y le preguntó a su esposo que por qué no se concedían premios en dinero.
—Es cosa del nuevo cónsul. Los defensores de la tradición han protestado, incluso ante el emperador, pero Aureliano se ha lavado las manos en este asunto.
—Creo que esas prendas proceden del saqueo de Palmira. Aureliano no se ha contentado con llevarse el oro, la plata, las joyas y las estatuas más hermosas, también ha saqueado los comercios y los almacenes de los mercaderes. Me temo que ha requisado cuanto de valor había en mi ciudad.
—Es probable. Tras la conquista de Palmira llegaron tantos rollos de seda a Roma que su precio descendió casi a la mitad. Y algo similar ocurrió con las joyas. Muchos legionarios regresaron ricos de esa campaña, sobre todo los pretorianos que participaron en el asalto y que se quedaron con la mejor parte del botín. Tu ciudad debía de ser muy rica.
—Lo era. Sus mercados y sus tiendas estaban repletos de las mejores sedas de China, y de telas tan hermosas como sólo allí podían verse, bordadas con hilo de oro, de una calidad insuperable. Pero me temo que tras nuestra derrota se hallan en poder del emperador y de sus soldados. Los ejércitos victoriosos se comportan como ladrones tras el triunfo y los mayores beneficiarios suelen ser sus generales.
—No siempre ha ocurrido así. Hubo una época en la que los gobernantes de Roma eran íntegros y administraban las riquezas en beneficio de la ciudad y de sus ciudadanos. Pero aquellas honestas formas de gobierno hace tiempo que desaparecieron. El gobierno se ejerce mediante intrigas y sucias maniobras, y los que lo ocupan procuran obtener los favores de la plebe comprando su voluntad y su adhesión mediante el reparto gratuito de pan y carne y la organización de espectáculos sangrientos.
—¿Crees que Aureliano puede cambiar esta situación?
—Tiene fama de cruel y sanguinario. Desde luego, ha habido ocasiones en que se ha comportado con una severidad extrema, y no me refiero sólo a sus actuaciones en la guerra. No permite que nadie incumpla las normas y las leyes que dicta, y si alguien se atreve a contravenirlas, no duda en aplicarlas con el máximo rigor. Castigó con la pena de muerte a su esclavo favorito porque había sido sorprendido cometiendo adulterio con una esclava de palacio. Hace poco también condenó a muerte a una de sus sobrinas, hija de su hermana menor, acusada de haber cometido una falta de poca relevancia. Con ello ha querido enviar a todos sus súbditos un claro mensaje: no perdonará la más mínima desobediencia, aunque proceda de un miembro de la familia imperial. Todos los delitos serán castigados con severidad y nadie quedará impune ante la ley.
—Ese comportamiento suele acarrear problemas y muchos enemigos, sobre todo cuando se pierde el poder —puntualizó Zenobia.
—Tú has gobernado un imperio, sabes bien lo difícil que resulta contentar a todos.
—Es imposible.
—Por eso un gobernante debe optar y decidir, cueste lo que cueste. Aureliano se ha ganado la voluntad del pueblo con sus dádivas y regalos, y sabe que, con la plebe de su lado, nadie podrá disputarle el trono cara a cara.
—Esa táctica no ha sido diferente a la de los demás emperadores —alegó Zenobia.
—Pero ha logrado grandes éxitos para el Imperio y ha dejado claro que no se enriquecerá a costa del tesoro público. No obstante, y aunque la plebe lo admire, en Roma se esconden confabuladores por doquier. El Senado está lleno de ellos. Algunos políticos pasan el día tramando conjuras para hacerse con el poder o para influir en las decisiones del emperador. Se dice que la sede del Senado no está en el Foro por casualidad. En los orígenes de Roma, la vaguada del Foro era un cenagal que se desecó, se saneó y se enlosó en tiempos de la República. Por eso se asegura que esta antigua ciénaga es el sitio más apropiado para ejercer el oficio de la política. Desde que se inventó la política, siempre ha sido así. Las intrigas, las conjuras y las traiciones son consustanciales al ejercicio del poder.
—Tú eres un político; ¿también participas en esas intrigas; también te consideras uno de esos que se revuelcan en el lodazal?
—Yo apoyo a Aureliano. Sé que es un hombre muy duro y que en ocasiones actúa con una saña sanguinaria, pero ha sido el único capaz de restaurar la unidad del Imperio, de sofocar las revueltas, de someter a los usurpadores y de mantener a raya a germanos y a persas. En los últimos cincuenta años ha sido el único emperador que le ha devuelto el honor, la dignidad y el poder a Roma.
—¿Crees que yo fui una usurpadora por haberme proclamado reina en Palmira?
—Desde el punto de vista de un romano, así es. Pero mis ojos no te ven de ese modo. Si estuviera en el lado de tu pueblo, imagino que consideraría que Roma había sojuzgado a Palmira y tal vez entendiera tu rebelión. Pero soy romano, me he educado con las leyes de Roma y me han enseñado que la grandeza del Imperio depende de su fuerza y de su poder.
—Aureliano me venció, me hizo su prisionera y destruyó cuanto yo había conseguido.
—Y le guardas rencor por ello.
—No; por lo que a mí respecta he sabido asumir mi derrota. Lo que siento es que mi pueblo perdiera la oportunidad de elegir su destino y de ganar su libertad.
—¿Puedo hacerte una pregunta delicada?
—Hazla, y veré si te contesto —respondió Zenobia.
—¿Te poseyó?
Zenobia miró a su esposo y le pareció que por primera vez había en él un atisbo de celos.
—¿Me creerías si te dijera que no?
—Sí, creeré lo que tú digas.
—A pesar de que fui uno más de sus trofeos de guerra, ni siquiera lo intentó. Hubo un momento en que creí que iba a hacerlo, pero Aureliano no me puso la mano encima. Creo que tenía miedo.
—¿Miedo? Se ha ganado fama de soldado valeroso y de no haber rehuido jamás un combate, ¿cómo iba a tener miedo de una mujer?
—No me refiero a ese tipo de miedo, sino al que nos atenaza por dentro y nos reconcome como la sarna: el miedo a nosotros mismos. Y ese miedo casi siempre es insuperable.
—Hablas como si fueras un filósofo. ¿Quién te ha enseñado todas estas cosas?
—En Palmira tuve como preceptor y maestro a un hombre sabio al que nombré mi consejero principal. Su nombre era Longino, uno de los filósofos más ilustres de estos tiempos.
—¿Era…?
—Murió ejecutado por Aureliano tras la toma de Palmira.
—Has hablado del miedo… ¿Y tú, esposa, a qué tienes miedo?
—Antes temía a la batalla, al fracaso, a la derrota, a la muerte, a la soledad, al desasosiego, al dolor. A tantas y tantas cosas… Ahora sólo le temo a la vida.
Corrían los últimos días de primavera, los más largos del año, y al ocaso las calles de Roma seguían atestadas de gentes que buscaban disfrutar de los mejores momentos de la jornada. Era entonces cuando los artesanos dejaban de trabajar en sus talleres y los comerciantes cerraban sus tiendas, cuando las tabernas y los hostales se llenaban de personas dispuestas a gastar sus jornales en una suculenta cena o en una jarra de vino.
La vida de Zenobia se había convertido en una dulce rutina. La mujer que había gobernado un imperio dedicaba todo su tiempo a organizar la casa del Senador donde, además de los dos esposos y los dos hijos habidos de su primer matrimonio, una jovencita de quince años y un muchachito de doce, vivían dos docenas de esclavos y esclavas.
Aquel día, el Senador regresó a casa más tarde de lo habitual. Los esclavos habían preparado la cena según lo indicado por Zenobia, que comenzó a preocuparse ante la tardanza de su esposo, aunque siempre iba acompañado por tres fornidos esclavos por si a algún belicoso romano se le ocurría atacar en la calle a un miembro del Senado.
—¿Te ha ocurrido algo? —le preguntó en cuanto este entró en casa.
—Sí, hoy hemos tenido una agitada sesión en el Senado en presencia del mismísimo emperador. Los cuestores han presentado un informe sobre la situación económica del Imperio y sus conclusiones son demoledoras.
—Yo pensaba que tras tantas victorias las arcas de Roma estarían repletas. ¿Acaso no se está repartiendo pan y carne de manera gratuita a los ciudadanos de Roma?
—Eso son minucias. El coste del ejército es lo que está arrastrando al Estado a la bancarrota. Disponemos de treinta y cuatro legiones distribuidas por todo el Imperio, y probablemente el próximo año se formen tres o cuatro más para garantizar la defensa del limes del norte y para organizar una posible expedición contra los persas. No hay dinero para pagar todo eso. El emperador ha pronunciado hoy un discurso en el que ha propuesto una reestructuración de la hacienda pública y que sea yo quien la lleve adelante.
—¿Y qué le has dicho?
—Que para poner en marcha ese plan es necesario tiempo y estabilidad, pero él me ha respondido que no hay tiempo y que será esta reforma la que aporte esa estabilidad.
—¿Qué piensas hacer?
—No puedo negarme a colaborar. Ha proclamado en el Senado que confía en mí como administrador de sus reformas y que ha depositado sus esperanzas en mi trabajo. De modo que no he tenido otro remedio que aceptar su reto.
—Yo nombré responsable del tesoro de Palmira a un contable de mi padre. Hizo bien su trabajo y consiguió que nuestras arcas siempre estuvieran repletas de dinero. Claro que no celebrábamos espectáculos gratuitos, ni se regalaba pan y carne a toda la población, ni se arrojaban monedas a la calle a mi paso, como hace Aureliano en algunas ocasiones.
—Sí, la austeridad debe ser una de las acciones a poner en marcha en esta reforma. Hemos de acabar con el dispendio que suponen los espectáculos gratuitos. Sólo el mes pasado murieron más de mil animales en el Coliseo durante los juegos en honor a la diosa Cibeles. Todos ellos fueron capturados en África y en Asia con un enorme gasto para el erario público.
—Esas medidas no serán suficientes para acabar con el déficit.
—¿También sabes de cuentas?
—Me crie en ellas. Mi padre era el dueño de una de las compañías más prósperas de Palmira. Desde pequeña en mi casa no oí hablar de otra cosa que de gastos e ingresos, de beneficios y de pérdidas. Y no olvides que goberné un imperio y que mi rostro se acuñó en monedas de plata y de oro. Ahí es donde deberían incidir las reformas de Aureliano.
—Una reforma monetaria es imprescindible, pero dudo que el Senado acepte lo que quiero proponer.
—¿Qué pretendes?
—La moneda de plata ha sufrido en los últimos años una constante pérdida de valor. Los mercaderes ya no confían en ellas y eso frena el comercio y disminuye la actividad en los mercados. Es necesario recuperar la confianza en la moneda y para ello es precisa una profunda reforma del sistema de acuñaciones. Lo más apropiado sería retirar de la circulación los antoninianos de plata y sustituirlos por una nueva moneda, el aureliano, y asentarla mediante la garantía del Estado y la seguridad de que no se devaluará durante un largo período de tiempo, al menos quince años.
—¿Y en cuanto a la moneda de oro? —Zenobia recordó el momento en el que vio por primera vez su rostro y su nombre acuñados en una.
—En ese caso habremos de hacer algo parecido, además de incrementar la extracción de oro de las minas del norte de Hispania.
—Si hacéis eso subirán los precios y habrá revueltas en las ciudades.
—Lo hemos previsto. Si eso ocurriera, se aumentará el reparto gratuito de pan a todos los que lo necesiten.
—¿Cuentas con suficientes apoyos en el Senado para sacar adelante esas reformas?
—No, por ahora creo que no, pero habrá que conseguirlos.
—Supongo que no todos los senadores estarán de acuerdo con el gobierno de Aureliano.
—Algunos ya fueron represaliados, y se les castigó con mucha dureza obligándoles a desfilar portando carteles que los acusaban de traición el día del triunfo del emperador; muchos de ellos se sintieron humillados y vejados en su honor, y le siguen guardando un hondo rencor a Aureliano. Creo que podría convencer a una mayoría notable de senadores, pero sigue habiendo un nutrido grupo de opositores que estos días no ha dejado de repartir en el Foro panfletos en papiros criticando las propuestas de Aureliano. Si el emperador acepta mi plan de reformas y las presentamos en el Senado, es probable que haya una enconada resistencia, pues muchos de sus miembros no están dispuestos a perder uno solo de sus privilegios.
En los meses siguientes a la entrada triunfal en Roma de Aureliano, las oficinas imperiales se convirtieron en una verdadera vorágine y no cesaron de emitir leyes. Acostumbrado a la intensa vida militar en la frontera, la rutina cortesana, en la que florecían las intrigas y las conjuras, no agradaba al emperador, que descargaba su energía en la emisión de innumerables decretos, cuyos originales se guardaban en el archivo de la Curia encuadernados en códices de hojas de pergamino a los que se los dotaba de unas hermosas tapas elaboradas con plaquitas de marfil.
Todos los aspectos de la vida de los romanos resultaron alterados con nuevas leyes, algunas verdaderamente dispares: se prohibió a los hombres el uso de zapatos de color salmón, amarillo, blanco y verde; se prohibió tener una concubina de condición libre, pero se podían tener cuantas se pudieran mantener siempre que fueran esclavas; se permitió a los soldados llevar hebillas de oro en sus sandalias y botas reglamentarias, y usar fajas rectas con bandas de color púrpura, hasta entonces prohibido en el reglamento de las legiones; se autorizó a los patricios y senadores a utilizar carros con adornos de plata, pero no de oro; se autorizó a las matronas romanas a vestir telas de color púrpura, hasta entonces reservado a los miembros de la familia imperial; se limitó el número de eunucos que podían ser vendidos en los mercados alegando que los esclavos castrados habían alcanzado precios muy altos en el mercado… Casi nada en la vida cotidiana de los romanos quedó al margen de las preocupaciones legislativas del emperador.
Muchas de estas medidas anteriores fueron consideradas irrelevantes por los patricios y senadores que se oponían a Aureliano, pero donde sí mostraron reticencias fue en lo referente a las reformas económicas inspiradas por el esposo de Zenobia. Los contrarios a ellas se organizaron enseguida para evitar su puesta en práctica y comenzaron con una campaña de desprestigio mediante el reparto de folletos, a la que siguió la ejecución de decenas de pintadas en las paredes exteriores de muchas casas y en los muros de algunos edificios públicos en las que se proclamaba que lo que pretendía el emperador iba en contra de las leyes y tradiciones de Roma.
El Senador acababa de defender sus medidas en el pleno, que se había reunido en el templo de Vesta, y había acabado su discurso señalando que los que más tenían debían ser los primeros en contribuir para acabar con el tremendo déficit del Estado y evitar que la plebe se alzara en revueltas.
Muy airado por aquella intervención tomó la palabra Felicísimo, hasta ese momento tesorero del Senado, quien había dirigido la política monetaria de los últimos años y que, ante las últimas decisiones del emperador, se consideraba completamente desautorizado.
—Apreciado Senador —dijo Felicísimo impostando cuanto pudo la voz—, reconozco el esfuerzo que has realizado en las últimas dos semanas para presentarnos tu informe, pero discrepo por completo de tu análisis y mucho más aún de tus pretensiones. Lo que buscas con estas reformas es insensato. Nos pides que otorguemos nuestra aprobación a unas propuestas que suponen el final de la capacidad del Senado para controlar la moneda. Si las ratificamos, el Senado dejará de tener control sobre las acuñaciones, que quedarán en manos exclusivas del emperador. Frente a esto, yo propongo que el Senado recupere sus antiguas atribuciones y que sea esta venerable institución, la más antigua, noble y preciada de Roma, la encargada de dirigir las acuñaciones monetarias que, por supuesto, deben mantenerse en la proporción de metal precioso que ahora contienen.
El Senador, habitualmente un hombre tranquilo y de verbo sosegado, dotado del sentido de la paciencia que había aprendido a cultivar en el ejercicio de sus negocios, estalló:
—Tus alegaciones, Felicísimo, son propias del avaricioso que vela únicamente por sus intereses aunque con ello arrastre a la ruina a toda la república. Todos habéis escuchado de boca de nuestro emperador cómo se agotó el tesoro de Roma durante la época del gobierno de Valeriano y de su hijo Galieno. La mayoría sabéis bien, pues fuisteis testigos de ello, que sus campañas y su empeño por derrotar a los persas y conquistar Mesopotamia nos condujeron al borde del abismo. Valeriano era un hombre audaz y valiente, pero estaba lleno de insensatez y de improvisación. Para afrontar los enormes costes de aquella desdichada y frustrada expedición contra Persia utilizó más recursos de los que disponíamos. Su derrota a manos de Sapor no hizo sino agravar la situación, que su hijo Galieno arrastró hasta el desastre, dilapidando el dinero que no tenía y provocando la ruina del Estado y la acumulación de deudas y de incumplimientos. Por eso mis propuestas para poner en marcha una adecuada reforma de las finanzas de la república, refrendadas por el propio emperador, han de ser la base para solventar los problemas que se nos acumulan.
—El Senado de Roma ha cuidado desde su origen, y casi siempre con eficaz diligencia, del buen uso de los fondos del erario público. Si en alguna ocasión se han cometido errores, ha sido por dejar en manos de otros la toma de las grandes decisiones. Si ahora aceptamos tus propuestas, llevaríamos a la ruina al Imperio. Senador, tu bella esposa oriental ha debido de sorberte la inteligencia. Comprendo que andes despistado, ¿quién no lo estaría con una hembra así compartiendo su cama?, pero te ruego que recapacites y recuperes la cordura.
Algunos senadores rieron ante la alusión nada elegante de Felicísimo.
—Tu avaricia y tu egoísmo están a la altura de tu mala educación. Y ni siquiera tu carencia de argumentos para rebatir mis propuestas justifica que utilices a mi esposa para desautorizarme. Pero si eso es cuanto te preocupa, sí, te confieso que soy un hombre afortunado y feliz por estar casado con la mujer más hermosa del mundo.
Otro grupo de senadores asintió ante las palabras del Senador e increpó a los partidarios de Felicísimo.
—Quiero mostrarte algo, Senador. —Felicísimo se giró y un colega le alargó un pergamino—. Se trata de una carta del emperador dirigida al Senado; quiero que la escuches, que la escuchéis todos. Algunos de vosotros le recriminasteis que él, el más valiente de todos los soldados de Roma, el militar ejemplar, mostrase a una mujer en el desfile con el que celebró su triunfo; se trata, como ya habrás supuesto, de la que ahora es tu esposa que fue mostrada, cargada de cadenas, como un trofeo más. Pues bien, escuchad ahora las palabras de Aureliano justificando esa acción: «Escucho, padres y conscriptos, que hay quienes me acusan de no actuar de modo viril cuando mostré a Zenobia en el desfile del triunfo a comienzo de este año. Quienes reprochan mi actitud no cesarían de loarme y alabarme si tuvieran conocimiento de cómo es esta mujer y supieran de la sabiduría de cada una de sus decisiones, de su firmeza en cuanto disponía y de su autoridad para con sus soldados. Zenobia ha sido generosa cuando la situación lo demandaba y severa e inalterable si la disciplina lo requería. Fue ella la que animó a su esposo Odenato a derrotar a los persas y la que acudió con él hasta las mismas puertas de Ctesifonte. Esta mujer provocó un gran temor en las regiones de Asia y de Egipto, hasta tal punto que ni los árabes, ni los mesopotamios, ni los armenios osaron discutir su autoridad. Yo no hubiera respetado su vida si no hubiera estado convencido de que ella será útil al Imperio si vive, pues quienes la reconocieron como reina en Oriente saben ahora que Roma ha resultado victoriosa y que su cautiverio es la prueba de nuestra victoria. Por ello, recomiendo a los senadores que me han criticado por este asunto que se traguen el veneno de sus propias lenguas. Porque si a mí me criticáis, ¿qué no diríais del emperador Galieno, que consintió que esta mujer gobernara la mitad del Imperio, o del venerable emperador Claudio el Gótico, que no hizo nada para acabar con el reino de Zenobia porque alegó que se encontraba combatiendo contra los godos? Mientras esto ocurría, esta mujer a la que ahora muchos deseáis la muerte guardaba la frontera oriental del Imperio y soportaba el peso de la tradición de Roma».
—Deberías haber leído esta carta antes —alegó el Senador.
—Sí, tal vez en ese caso tú no hubieras aceptado casarte con una mujer a la que tanto alaba nuestro augusto. —Felicísimo sonrió con ironía.
El princeps de los senadores, acabada la fase de debate, propuso que se procediera a la votación de las reformas monetarias.
Los senadores, como se acostumbraba en cada votación, se dividieron en dos grupos. Por tan sólo dos votos la propuesta fue aceptada, ante el enfado de Felicísimo y de sus partidarios, que acusaron a sus oponentes de estar vendidos a la voluntad del emperador y de haber deshonrado la autoridad del Senado.
—Esto no quedará así. —Felicísimo alzó la voz entre las increpaciones de unos contra otros—. Si se altera la ley y se burla al Senado, Roma emitirá su propia moneda al margen de lo que decida el emperador. Te recuerdo, Senador, las famosas palabras que pronunció Cicerón cuando la República estaba amenazada: «Que las armas cedan ante las leyes».
—Y tú recuerda que la cabeza y las manos de Cicerón acabaron clavadas en una plataforma del Foro.
El Senador regresó a casa escoltado por tres de sus esclavos. Zenobia lo aguardaba expectante.
—¿Cómo ha ido la votación?
—Hemos ganado, pero por un margen mínimo. Lo peor es que creo que Felicísimo y sus seguidores no aceptarán el resultado. El Senado de Roma está dividido en dos grandes facciones; una de ellas la componen los miembros de las familias aristocráticas de la ciudad, algunas tan antiguas que hunden las raíces de su linaje en los tiempos de la República; y, por otro lado, estamos los senadores que hemos llegado a este puesto a causa de nuestra fortuna. Los miembros del Senado que tienen abolengo familiar reconocido se suelen llamar a sí mismos patres, mientras que a los demás nos denominan conscripti, una manera de remarcar que, aunque todos somos senadores, unos tienen más raigambre que otros. Quienes hemos votado a favor de las reformas hemos sido los conscripti, hombres de negocios que creemos que son necesarias para evitar la bancarrota y la ruina del Estado.
Mientras Zenobia y su esposo conversaban antes de la cena, un esclavo les anunció que un correo aguardaba a la puerta de la casa con un mensaje urgente del emperador.
El senador salió a recibirlo al atrio; tras él fue Zenobia.
—¿Qué ocurre? —preguntó el Senador al heraldo imperial.
—Se trata de los trabajadores de la ceca: acaban de amotinarse. Han proclamado que no aceptan las reformas monetarias dictadas esta mañana y amenazan con desencadenar una revuelta si no se mantiene la situación anterior. El emperador reclama tu presencia en palacio; afuera te espera una escolta con diez pretorianos.
—Debo irme —le dijo a Zenobia.
—Ten cuidado.
—Ordena a los esclavos que cierren bien la puerta y que no abran a nadie; creo que esta noche pueden estallar tumultos graves.
—Así lo haré.
El Senador cogió su manto y salió presto hacia el palacio.
Aquella noche los trabajadores de los talleres de la ceca se proclamaron en rebeldía y se negaron a aplicar las reformas aprobadas por el emperador y ratificadas en votación por el Senado.
El Senador regresó a casa por la mañana. Había pasado toda la noche en el palacio, con Aureliano y varios senadores leales procurando establecer un plan para afrontar los graves problemas que se planteaban.
—La situación en la ciudad es grave —le dijo a Zenobia—; el emperador ha ordenado a la guardia pretoriana que clausure la ceca y que impida el acceso a los trabajadores, pero estos, ayudados por un grupo de senadores rebeldes, están difundiendo por toda la ciudad, a fin de crear el mayor malestar posible entre los ciudadanos, el rumor de que Aureliano va a aplicar de inmediato una enorme subida de impuestos. Cuando venía hacia aquí he visto a varios grupos de gente que se arremolinaba en las esquinas incitada por agentes de Felicísimo; no me cabe duda de que estaban bien organizados. Me temo que pueden estallar graves tumultos de imprevisible resolución.
Un esclavo irrumpió en el peristilo, donde Zenobia y el senador conversaban reclinados en un diván.
—Señor, una multitud de ciudadanos ha tomado las armas y ha cercado a la guardia pretoriana en el monte Celio, junto al templo del divino Claudio. Al parecer se están produciendo sangrientos combates. El emperador demanda tu presencia en el palacio imperial.
—Lo que temía ha sucedido. Debo ir allí.
—No, no lo hagas. Tú no eres un soldado, deja que sea la guardia la que resuelva esta revuelta —clamó Zenobia.
El Senador tomó con sus manos la cara de su esposa.
—Vaya; ¿te importo algo? Hasta ahora creía que sólo era para ti un seguro de libertad, pero por el tono de tu voz me ha parecido que estabas preocupada por lo que pudiera ocurrirme.
—Sí, me importas.
—¿Por qué?
—Porque a tu lado he conseguido algo que jamás tuve…
—No sigas. No quiero saber de qué se trata porque si no fuera lo que pienso me angustiaría; me basta con haber oído de tus labios que te inquieta lo que me suceda. De momento para mí eso es suficiente. Pero debo ir; en esta situación no puedo dejar de lado mis deberes. Soy senador de Roma y debo comportarme como tal, sobre todo en los momentos más difíciles.
Antes de salir, el Senador cogió una espada con su correaje y se lo ajustó a la cintura.
—¿Sabes manejarla? —le preguntó Zenobia extrañada.
—No lo he hecho jamás; en los negocios las armas que se utilizan son mucho más sangrientas, pero no de hierro. No te preocupes, he sobrevivido a combates más cruentos que este discutiendo con algunos de mis proveedores y de mis clientes.
—Te acompaño —dijo Zenobia.
El Senador la miró perplejo.
—¿Qué?
—Tú no has participado en ninguna batalla, pero yo sí lo he hecho en algunas. Recuerda que he estado al frente de un ejército.
—¡Eres una mujer!
—¡Vamos! —dijo Zenobia.
El Senador y su esposa salieron hacia el palacio imperial, donde el emperador había citado a sus adeptos más leales. Cuando residía en Roma, Aureliano solía habitar un pequeño edificio en los jardines de Salustio, y sólo utilizaba el palacio imperial para las recepciones oficiales.
Desde su casa en la ladera sur de la colina del Quirinal, Zenobia y su esposo atravesaron la calle de las termas de Constantino escoltados por media docena de esclavos armados con machetes y hachas y cruzaron el foro de Trajano y el de Augusto, en donde se cruzaron con varios grupos de exaltados que se dirigían hacia la colina del Celio, en la que los rebeldes tenían cercadas a dos cohortes de la guardia pretoriana.
Una vez en la colina del Palatino se presentaron ante la puerta del palacio imperial, fuertemente protegida.
El Senador se identificó y lo dejaron pasar.
Aureliano parecía un león enjaulado. Paseaba a grandes zancadas de un lado a otro de la gran sala de banquetes entre varios de sus generales, consejeros y los senadores más afectos. Cuando entró el Senador, todos se quedaron boquiabiertos; a su lado estaba Zenobia, hermosa y radiante, con su melena negra suelta sobre los hombros y una sencilla diadema sobre la frente.
—¡Senador! —Aureliano se quedó pasmado ante la figura de Zenobia—. ¿Qué hace ella aquí?
El Senador miró a su esposa y luego al emperador.
—Zenobia me ha dicho que participó en muchas batallas, y se ha empeñado en acompañarme. No he sabido cómo evitarlo.
Aureliano, tras la sorpresa inicial, se golpeó el pecho y sonrió.
—En una ocasión, cuando estaba preparando desde Grecia el asalto a Palmira, alguien me dijo que tenías terror al combate, mi señora, y que huirías en cuanto vieras acercarse a mis legiones. Pero no fue así, me hiciste frente y a punto estuviste de derrotarme.
—Fue en los llanos de Emesa. Si nuestra infantería no hubiera cedido ante tus legionarios te hubiera vencido.
—Tal vez. Aquel griego, Giorgios, mi antiguo subordinado, hizo bien su trabajo como general de tu caballería pesada. Ni siquiera con la ayuda de los jinetes acorazados sármatas pudimos vencer a tus catafractas.
—Estaban bien entrenados y combatían por Palmira.
—Echabas de menos la acción, ¿eh? Bueno, al menos en esta ocasión estás de mi parte, y eso me reconforta —dijo el emperador.
—Estoy de parte de mi esposo. ¿No es así como debe comportarse una matrona romana?
Aureliano rio.
—Has aprendido pronto, señora, y me alegro. Sí, te has convertido en una romana, y espero que te guste.
—Perdona, augusto, pero ¿estás aceptando que esta mujer se quede con nosotros? —le preguntó uno de los senadores.
—Esta mujer sola tiene más valor que todos vosotros juntos. Y bien, vayamos a lo urgente. Varios miles de rebeldes, instigados por ese traidor de Felicísimo, que no merece sino oficiar el puesto del más vil de mis esclavos, han cercado a dos cohortes de pretorianos y a tres cohortes de legionarios novatos en el monte Celio. La situación allí es muy grave; o la resolvemos pronto, o Roma sucumbirá sumida en el caos.
—¿Qué propones, augusto? —preguntó uno de los senadores.
—Acabar con la revuelta liquidando sin piedad a todos los amotinados. En el castro del Pretorio aguardan acantonadas seis cohortes pretorianas y tres más de veteranos de la I Legión Itálica, y en las afueras de la ciudad, cerca de la puerta Tiburtina, hay seis cohortes de la XX Legión Valeria Victrix.
—Esa legión sirve en el limes de Britania; son soldados expertos y curtidos en la guerra de la frontera —exclamó Julio Placidiano.
—Traje a la mitad a las cercanías de Roma tras la pacificación de Britania. Con todos esos efectivos, podremos sofocar la rebelión.
Un heraldo llegó con noticias de lo que estaba ocurriendo en la colina del Celio. Sorprendidos por el ataque de las masas, los soldados resistían el envite de la muchedumbre enardecida, aunque comenzaban a ceder ante la tremenda superioridad numérica de los rebeldes.
—No podemos perder más tiempo; los rebeldes liquidarán a todos esos hombres —dijo el Senador.
—Tienes razón; debemos atacar a esos traidores ya, con toda contundencia y sin ninguna piedad —asintió Julio Placidiano; el prefecto del Pretorio ansiaba acudir en ayuda de sus hombres atrapados en la colina del Celio y dar un buen escarmiento a los amotinados.
Así se decidió. Aureliano y todos sus consejeros salieron de palacio de camino al Celio. Varios heraldos partieron a toda prisa sobre sus caballos con mensajes para que todos los soldados disponibles de la guardia del Pretorio y los de las legiones I y XX acudieran a sofocar la rebelión y a socorrer a sus compañeros cercados. La orden era tajante: ninguna piedad con los rebeldes.
Aureliano, Zenobia y el Senador llegaron al Coliseo mediada la mañana. La mole del anfiteatro apenas proyectaba sombras; el sol brillaba en lo más alto del cielo.
Al frente de unos dos mil hombres, el emperador vestía su clámide púrpura, coraza, grebas y su casco de combate. Zenobia había cambiado su vestido de larga falda hasta los tobillos por unas calzas, se había vestido una coraza de cuero y tocado con un casco de combate de un legionario, que tuvo que ajustarse colocándose un pañuelo a modo de turbante alrededor de la cabeza. En aquel momento le hubiera gustado lucir su casco de plata con las dos plumas escarlatas de halcón que tantas veces utilizara como reina de Palmira.
Enseguida aparecieron, entre las termas de Trajano y el Coliseo, las cohortes pretorianas y poco después, por la calle del templo de Isis y de Serapis, las de la XX Legión, con su estandarte al frente, en cuyo emblema figuraba un macizo jabalí de aspecto furioso y colmillos enormes en actitud de cargar contra un imaginario enemigo.
En cuanto se reunieron las tropas ante el Coliseo con la llegada de la I Legión, Aureliano se alzó sobre su caballo y arengó a los que pudieron escucharlo.
—Soldados de Roma, vuestros hermanos de armas están siendo masacrados por unos cuantos centenares de traidores en el monte Celio. Esos rebeldes pretenden acabar con la grandeza de Roma, la que vosotros habéis regado con vuestra propia sangre. ¿Vais a consentir que consigan su propósito?
—¡No! —clamaron los más cercanos golpeando sus escudos con las lanzas provocando un ruido atronador.
—Entonces vayamos a por ellos. No dejéis ni uno solo vivo; acabad con todos aquellos que porten un arma en sus manos y no sean soldados. No hagáis prisioneros.
Los centuriones y decuriones de las cohortes transmitieron las tajantes órdenes del emperador, y en formación de combate caminaron a paso ligero hasta colocarse alrededor de la colina del Celio, por detrás del templo del divino Claudio.
Sobre la cima de la colina resistía un puñado de pretorianos y legionarios que habían retrocedido ante el empuje de la masa. Sobre las calzadas de las calles en torno al templo de Claudio y a las termas de Caracalla, las más grandes de Roma, se amontonaban miles de cadáveres.
Las trompetas de guerra tocaron a la carga y las filas de legionarios y pretorianos llegados en ayuda de los sitiados se alinearon en perfecta formación tras un muro de escudos y lanzas erizadas como las púas de un gigantesco erizo; al toque de carga avanzaron hacia la retaguardia de los amotinados y cayeron sobre ellos, que ya comenzaban a festejar su victoria. Desorientados por el ataque, los rebeldes se descompusieron y entre sus filas cundió el pánico. Los centuriones ordenaron a sus hombres avanzar en formación cerrada, tras sus escudos, alanceando a cuantos encontraban a su paso. Como una formidable máquina de guerra, el frente de las cohortes fue aplastando a sus adversarios, que intentaban escapar por las calles que descendían de la colina. Pero en cada calle, en cada encrucijada, un frente de escudos erizado de lanzas avanzaba inexorable impidiendo su huida.
Mediada la tarde, las primeras filas de la II cohorte de la Legión Valeria Victrix alcanzaron la cima del monte Celio y se unieron a los compañeros que habían resistido. Miles de amotinados yacían por todas partes, alanceados por los pilae de los legionarios o atravesados por sus espadas cortas. La sangre corría por las calles en pequeños regueros pringosos.
Algunos lograron alcanzar las termas de Caracalla y se hicieron fuertes en su interior, pero no pudieron evitar la derrota. Las enormes piscinas del complejo termal se tiñeron de rojo con la sangre de decenas de rebeldes degollados por los pretorianos. Los cadáveres se amontonaron en la inmensa sala central, de más de cien pasos de largo por cincuenta de ancho.
Tras la masacre, Aureliano se reunió en el templo de Claudio con sus consejeros. El Senador presentó un informe sobre lo ocurrido:
—Augusto, la rebelión ha sido completamente sofocada. Hemos perdido mil hombres, pero han muerto más de veinte mil insurrectos. En las termas de Caracalla hay presos unos quinientos, entre ellos varios senadores y el propio Felicísimo.
—Ejecutad a los senadores que hayan apoyado a Felicísimo —ordenó Aureliano.
—Son más de treinta, augusto —terció Julio Placidiano.
—Treinta traidores menos que padecerá Roma —sentenció el emperador.
—Hemos liquidado a veinte mil, si prosiguen las ejecuciones puede soliviantarse todo el pueblo.
—Ordenaré que se añada una libra de más al peso del pan que se reparte entre la plebe y los romanos estarán un poco más felices. No te preocupes, Julio, el pueblo no echará de menos a un puñado de senadores si tiene la barriga llena y ocupa el tiempo en el circo.
Sofocada la revuelta, los senadores que habían apoyado a Felicísimo fueron ejecutados y los principales cabecillas despeñados desde la roca Tarpeia, el lugar donde se celebraban las ejecuciones ejemplarizantes, un elevado escarpe rocoso en la ladera sur de la colina del Palatino.
Según una antigua ley romana nadie podía ser ejecutado sin haber mediado un juicio previo, pero Aureliano se consideraba por encima de aquella ley y nadie se atrevió a recordarle esa vieja norma. Las cabezas de los senadores ejecutados fueron expuestas en el Foro, junto a la tribuna rostral, ubicada en una plataforma donde se exhibían las proas de varios navíos enemigos derrotados por los romanos en una batalla en tiempos de la República; en ese lugar era donde se pronunciaban los discursos más interesantes. Felicísimo fue torturado: le quebraron los brazos y las piernas a bastonazos, le cortaron las orejas y la lengua y le sacaron los ojos antes de ser decapitado.
Ni siquiera algunos familiares del emperador, demasiado condescendientes con los cabecillas de la rebelión, fueron perdonados; sufrieron la confiscación de todos sus bienes y algunos se exiliaron de Roma. Aureliano era un hombre austero y dio ejemplo de ello incautando las fortunas de sus parientes para que los romanos comprobaran que su familia iba a ser la primera en dar ejemplo a todo el Imperio de que las reformas económicas debían afectar a todos, y de que no le temblaría la mano aunque tuviera que adoptar las decisiones más extremas.