Roma, principios de primavera de 274;
1027 de la fundación de Roma
Durante los dos meses que siguieron al triunfo de Aureliano, la única compañía de Zenobia fueron las esclavas, los eunucos, el mayordomo, que solía visitarla una vez al día, y los libros de la alacena de la biblioteca. Comprobaba el paso lento y callado de las horas en una clepsidra, un reloj inventado por ingenieros griegos que funcionaba mediante un complicado mecanismo hidráulico y que el mayordomo cuidaba con todo esmero.
Tras varias semanas sin que ocurriera absolutamente nada, aquella mañana recibió una noticia importante.
—Esta tarde te visitará el emperador —le comunicó el mayordomo.
Zenobia se vistió con una estola de seda azul, con pliegues a la moda romana, que le proporcionó el mayordomo de entre los muchos vestidos que se guardaban en el guardarropa de palacio.
No tenía joyas que ponerse, pues las que lució en el desfile ya habían sido retiradas al tesoro imperial, y no pudo conseguir ninguna pese a que le rogó al mayordomo que le proporcionara alguna para lucir más rutilante.
Aureliano apenas había cambiado con el triunfo. Su figura seguía siendo la de un soldado de anchos hombros, amplio pecho y brazos poderosos. Llevaba el pelo muy corto y las sienes estaban plateadas por las primeras canas.
—La última vez que te vi hacía mucho calor —dijo Aureliano al presentarse ante Zenobia.
—Fue el verano pasado, en Atenas.
—¿Te han tratado bien en este tiempo?
—Como a una real prisionera.
Zenobia evitó manifestar queja alguna por lo ocurrido el día del desfile triunfal.
—Sé que tuviste que ser tratada por el médico. Me comentaron que habías sufrido severas heridas en tus pies. Lo siento, creí que estarías más acostumbrada a caminar.
—Y lo estoy, pero nunca hasta ese día había caminado cargada de cadenas.
—Eran de oro.
—Eran cadenas.
—El pueblo de Roma quería verte así. Durante varios años fuiste nuestra más temible enemiga. Muchos romanos murieron por tu rebelión; ahora se sienten satisfechos y reconfortados.
—No era necesaria tanta humillación.
—Sí lo era. Y te aseguro que te he protegido de los deseos de mis generales. Todos hubieran preferido verte muerta, devorada en la arena del anfiteatro por un par de hambrientos leones o ensartada por las astas de un fiero toro de Hispania. Me debes la vida, no lo olvides, señora.
—Mi vida ya no es valiosa como lo fuera en otro tiempo; si te debo la vida te debo muy poco.
—Tú has sido mi mejor trofeo y Palmira mi conquista más rentable. ¿Sabes que con el tesoro que conseguimos en tu ciudad hemos pagado todas las fiestas celebradas con motivo de mi triunfo? Cuando partí hacia Oriente prometí a los romanos que si regresaba triunfante les regalaría una corona de dos libras a cada uno.
—¿Y lo has cumplido?
—Por supuesto. En Roma se elabora una pieza de pan que se llama corona porque tiene forma de rosca, de modo que regalé una a cada romano. Y he dispuesto que cada familia reciba una corona cada día durante todo el tiempo que dure mi reinado, y que se añada a ese pan unas libras de carne de cerdo en las festividades más señaladas.
—Si gastas a ese ritmo pronto agotarás la fortuna de Palmira.
—Los palmirenos erais muy ricos; ese tesoro todavía dará mucho de sí. Incluso he reservado una parte para una obra que te complacerá: voy a construir un templo dedicado al dios Sol, al que sé que es la única deidad que tú y yo adoramos y en la única en la que creemos. He previsto levantarlo en la colina del Quirinal, en una zona ocupada ahora por unas casas en mal estado que amenazan ruina. He ordenado que desalojen a los residentes y que los instalen en un barrio al otro lado del Tiber. Quiero que comiencen los trabajos del nuevo templo enseguida.
»Hace un par de semanas llegaron al puerto de Ostia varias estatuas del santuario de Bel; vendrán bien para decorar el nuevo templo al Sol Invicto, a quien dedicaré mi triunfo. También depositaré allí el tesoro de Palmira, todas esas túnicas recamadas de piedras preciosas, las telas púrpuras y las sedas que se mostraron durante el desfile triunfal.
—¿Y qué piensas hacer ahora conmigo? Ya me has mostrado como trofeo ante tu pueblo y has conseguido aplacar la ira de los romanos; ¿qué destino me has reservado? —preguntó Zenobia.
—He comentado tu situación con mi esposa Severa y con algunos de mis consejeros más cercanos, y todos coinciden en que todavía constituyes un problema, y que lo seguirás siendo salvo que medien dos alternativas.
—¿Dos?
—No puedo enviarte al exilio porque alimentaría tu leyenda y podrías reorganizar la lucha contra Roma, de modo que la primera propuesta es que mueras y que tu cadáver lo vean todos los romanos para que no haya duda de que no has escapado. Alguno me ha propuesto que seas ejecutada en el Coliseo a la vista de todo el pueblo.
—Comprenderás que esa solución no me atraiga en absoluto. ¿Cuál es la segunda?
—Que te conviertas en una dama romana y te comportes el resto de tu vida como tal.
—¡Vaya! ¿Y cómo se consigue eso?
—De una única manera: casándote con un destacado ciudadano de Roma, con un senador.
Zenobia no se sorprendió ante la asombrosa propuesta de Aureliano, aunque no la esperaba.
—Ya estuve casada con uno. Te recuerdo que mi esposo Odenato fue proclamado senador, augusto de Oriente y defensor de la frontera. De modo que, visto de esta forma, ahora soy la viuda de un senador romano.
—Piénsalo bien. Sólo tienes esas dos alternativas: o te casas con un senador o…
—O me ejecutarás. Y si decido casarme para salvar mi vida, ¿quién sería mi esposo? Imagino que ya habrás decidido quién es el candidato idóneo para ocupar mi cama.
—Sí; he hablado con él y está de acuerdo. Se trata de un prestigioso senador. Es viudo, tiene cuarenta años y posee una de las mayores fortunas de Roma. Su linaje no es de los más nobles; su abuelo era un comerciante hispano que se hizo rico vendiendo salazones en los mercados y su padre alcanzó la magistratura senatorial merced a su dinero. Ha realizado su cursus honorum ocupando todas las magistraturas; ha sido cuestor, edil, curul y pretor. Sólo le falta ser cónsul, aunque eso imagino que ya vendrá, pues tiene condiciones y apoyos para ello. Una boda con la que fue reina de Palmira elevaría su rango nobiliario de caballero a patricio. Además, sé que es un hombre honrado y un ejemplo como pater familias. —Así denominaban los romanos al varón cabeza de un linaje, verdadero dueño y señor absoluto del hogar—. Si te casas con él, te aseguro que te tratará bien y que serás dichosa a su lado. Y creo que él estará encantado de llevar a su cama a una mujer tan hermosa como tú. ¿Qué hombre no lo estaría por hacerle el amor a la mujer más bella del mundo?
»¿Sabes?, el día del desfile yo era el protagonista absoluto, pero la verdad es que los hombres de Roma sólo tenían ojos para ti. Algunos dijeron que eras la mujer más bella que jamás habían visto; entre ellos estaba el senador que si aceptas mi propuesta se convertirá en tu esposo.
—¿De cuánto tiempo dispongo para decidirlo?
—El Senado comienza a sentirse molesto por tu situación; hay quien no ve bien que permanezcas en este palacio y no creo que tarden mucho en proponer que se te traslade a una verdadera prisión.
—Antes de decidir me gustaría conocerlo.
—De acuerdo. Le diré que venga a verte esta misma semana, y que lo haga con toda discreción.
Hacía dos años de la última vez que se había acostado con un hombre. Lo recordaba bien; fue en verano, unos pocos días antes de que comenzara el asedio a Palmira por las legiones de Aureliano.
Hacía calor, estaba sola y tenía miedo. Y entonces llegó Giorgios, su amante, e hicieron el amor en el palacio; mientras duró aquel encuentro se sintió segura en los brazos del ateniense.
El senador había anunciado que la visitaría a la hora nona, antes de la cena. Zenobia no estaba nerviosa, pero sentía cierta curiosidad por conocer al hombre que Aureliano le había elegido.
Nunca le habían atraído los hombres. Cuando se casó con Odenato ni siquiera pensó en ello; se limitó a cumplir, como era lo habitual entre los árabes, el acuerdo entre él y su madre y acatar su papel de esposa. En las ocasiones en que Odenato la tomaba, ella se dejaba hacer intentando agradar a su marido, pero nunca sintió placer en ninguno de aquellos encuentros amorosos.
Sólo con Giorgios se había estremecido y había gemido de placer. Pero tras su muerte no había vuelto a sentir la necesidad de tener un hombre a su lado que le hiciera el amor. Desde luego, si al fin se casaba con el senador, tendría que acceder a sus deseos sexuales, y eso no le agradaba demasiado.
Había sido reina de Palmira y de Egipto y augusta de Oriente, y a sus treinta años mantenía su legendaria hermosura, de modo que decidió mostrarse ante el senador en todo su esplendor.
Sus dos esclavas la vistieron con el vestido rojo de seda que había traído desde Palmira y que tuvieron que apañar con maestría pues algunas zonas se habían deteriorado durante el desfile del triunfo de Aureliano.
Carecía de joyas, pero en esta ocasión el mayordomo de palacio accedió a prestarle un par de brazaletes de plata y un broche de bronce con varias perlas, muy pequeñas, que pertenecían a su esposa.
Se cepilló el pelo negro y brillante y lo recogió en un alto moño, al estilo de la moda que imperaba entre las damas de la aristocracia romana, se perfiló los ojos con kohl, se empolvó las mejillas con colorete, se pintó los labios con un carmín rojo carmesí y se perfumó con aroma de jazmín y lavanda.
Al acabar de arreglarse se miró en un espejo de plata bruñida y comprobó que su belleza no se había ajado. Tal vez se atisbaban las huellas de lo que pronto serían unas pequeñas arrugas en las comisuras de los ojos, pero su aspecto y su figura todavía eran capaces de seducir a cualquier hombre.
El mayordomo le anunció que el Senador había llegado y que la aguardaba en la sala de la biblioteca. Zenobia ya estaba lista, pero le hizo esperar un rato.
El Senador era un hombre maduro. Aureliano le había dicho que tenía cuarenta años, pero aparentaba alguno más. Era de la misma estatura que Zenobia, de fuerte complexión, anchos hombros y brazos poderosos. Tenía el pelo negro, aunque poblado de canas, y lo llevaba muy corto, con unas entradas no demasiado profundas. Sus ojos grandes, verdosos y brillantes denotaban a un hombre sereno y tranquilo. Lucía una barba recortada y muy cuidada, sin una sola cana, por lo que Zenobia dedujo que, a diferencia del cabello, se la teñía. Los labios eran finos pero sensuales, y cuando los abría dejaban entrever unos dientes pequeños pero bien alineados y limpios.
Aristóteles escribió que el rostro de los humanos denota su carácter. Si fuese así, el del Senador era desde luego un hombre sereno, recatado y seguro de sí.
Zenobia apareció en la biblioteca radiante y hermosa. Su vestido estaba algo ajado y sus joyas no se correspondían a la belleza ni al pasado de aquella mujer, pero a él le pareció la más rutilante de la Tierra.
—Señora, permíteme que me presente —balbució mientras decía su nombre y su condición.
—El emperador me ha comentado que deseas casarte conmigo. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—La que desees, señora.
—¿Te lo ha ordenado él? Te rogaría que me dijeses la verdad pues es probable que vayamos a ser esposos. Si quiero seguir viva no dispongo de otra alternativa que aceptarte.
El senador dudó pero, tras unos instantes, se sinceró.
—Sí. El emperador me pidió que te tomara como esposa. Hace dos años enviudé y…
—No, no te excuses por ello.
—No tenía intención de volver a casarme. Yo amaba mucho a mi esposa, tengo dos hijos y soy un hombre rico. El emperador me dijo que Roma tenía un problema muy grave si tú seguías en esta situación, y que yo contribuiría a solucionarlo si aceptaba casarme contigo.
—Agradezco tu sinceridad.
—Eres una mujer muy bella; cualquier hombre se volvería loco por ti.
—Espero que tú permanezcas cuerdo.
—¿Eso quiere decir que aceptas este matrimonio?
—Comprenderás que no es mi deseo morir todavía, aunque tampoco tengo demasiadas ganas de vivir. Hace unos meses incluso pensé en quitarme la vida. Fue en Bizancio. Permanecí recluida durante semanas sin que nadie me dirigiera la palabra, prisionera en unas estancias en las que pasaba sola la mayor parte del día. Casi enloquecí. Pero ahora deseo seguir viviendo, aunque sólo sea para recordar cada día lo que fui.
—Si me lo permites, espero contribuir a que las ganas de vivir sean de nuevo un acicate para ti.
El Senador se sentía por momentos más y más atraído por Zenobia. Así, tan cerca, era mucho más hermosa. Su rostro era perfecto y su cuerpo emanaba una sensualidad capaz de derretir al más gélido de los hombres.
—Me han dicho que eres un buen hombre.
—No te fíes de lo que se comenta en Roma; esta ciudad es un taller en el que no cesan de fabricarse los más extraños rumores.
—Le haré saber al emperador que acepto casarme contigo, Senador.
—Estaré muy honrado de ser tu esposo.
Roma, mediados de primavera de 274;
1027 de la fundación de Roma
El Senador vivía en una gran casa en la ladera este del monte Quirinal, muy cerca del solar donde se habían comenzado a excavar los cimientos del templo al Sol Invicto.
La boda de Zenobia y el Senador se celebró en el templo de Cástor y Pólux, en la ladera sur del Quirinal. El novio ofreció como sacrificio un suovetaurilias, la más relevante ofrenda a los dioses, el que solían hacer cada cinco años los censores al acabar su período legislativo. Consistía en el sacrificio de un cerdo, un carnero y un toro. El pontifex maximus fue el encargado, a petición del propio Senador, de encender el fuego sagrado ante el altar de los dos dioses y de ofrecerles aquellos tres animales como ofrenda para que fueran benignos y protegieran la vida futura de los nuevos esposos. Un augur examinó las entrañas y concluyó que los auspicios para aquel matrimonio eran muy favorables.
Vestida de blanco pero sin el cinturón que acostumbraban a llevar las jóvenes que se casaban vírgenes, y cubierta la cabeza con un velo rojizo, Zenobia se había hecho unas trenzas en su melena negra y brillante que adornaba con cintas doradas.
Tras la ceremonia, los nuevos esposos se desplazaron sobre una litera en un desfile por las calles de Roma hasta la casa del Senador, donde se celebró el banquete nupcial. Asistieron varios senadores, pontífices del colegio sacerdotal y relevantes miembros de la aristocracia romana; todos babearon de envidia cuando contemplaron a Zenobia, vestida como una matrona romana pero con algunos detalles orientales, como el hermosísimo tocado de seda rojiza y una diadema de escarabajos de oro y lapislázuli, regalo de bodas de su esposo. Las mujeres romanas acostumbraban a cuidar mucho sus cabellos y algunas de ellas poseían esclavas dedicadas exclusivamente a peinarlas, pero ninguna pudo competir con el brillo natural y el negro azulado de su cabello que peinó con un tocado al estilo de Palmira que asombró a las damas.
Aureliano y su esposa Severa habían sido invitados al banquete, pero el emperador declinó asistir alegando que tenía asuntos de gobierno muy urgentes que tratar. Unos días antes había firmado la orden de libertad para Zenobia, tras recibir una petición en tal sentido del Senado, que el propio emperador había pactado, y el compromiso matrimonial del Senador de casarse con ella. En las oficinas del Senado se firmó un contrato mediante el cual el Senador se convertía en responsable de las acciones que desde el momento de su enlace pudiera emprender la que fuera reina de Palmira.
Tras el banquete, en el que no faltaron los platos más apreciados por los romanos, como anguilas y lampreas cocidas en su propia sangre, rodaballo asado con hierbas y ajos y guiso de jabalí con ciruelas, almendras y miel, servidos en el peristilo de la casa, un amplio patio cuadrado con columnas y pórticos bajo los que se ubicaron diversos triclinios para los comensales, los esclavos recogieron las mesas, los bancos y reclinatorios y devolvieron al peristilo a su estado original.
Como le había dicho Aureliano a Zenobia, el Senador era en verdad muy rico. Descendiente de una familia de mercaderes de salazones y conservas, sus antepasados habían regentado varias factorías de garum en la costa sur de la provincia de Hispania, en la riquísima región de la Bética. Se habían asentado en Roma, desde donde dirigían sus empresas y controlaban una buena parte de aquella intensa salsa que se consumía en la capital del Imperio, elaborada a base de pescado, aceite, vinagre y sal, tan del gusto romano.
La casa del Senador en el Quirinal era una enorme mansión organizada en torno a un patio central, el impluvium, tras el cual se abría otro patio, el peristilo, con sus porches sostenidos por una docena de columnas de estilo compuesto, donde se celebraban los banquetes que el Senador solía ofrecer de vez en cuando a sus colegas del Senado o a sus clientes. Disponía de una zona de baños con una pequeña piscina de agua templada y un par de bañeras para agua fría y caliente. En la parte posterior se ubicaban la cocina, las habitaciones de los esclavos y sirvientes, los almacenes y los establos.
Los suelos de las estancias principales estaban decorados con mosaicos con dibujos geométricos y florales, salvo en la zona de trabajo del Senador, en donde había un mosaico con una escena del dios Mercurio, el mensajero del Olimpo y deidad protectora del comercio. Las paredes estaban pintadas con frescos que representaban diversos pasajes de la Odisea de Homero. En el tablinium, una especie de galería elevada entre el impluvium y el peristilo, había tres pequeños altares dedicados a los lares, las divinidades del hogar y del ajuar; a los penates, protectores de las provisiones; y a los manes, los espíritus guardianes de los antepasados, junto a los cuales se habían colocado varios bustos de mármol y máscaras de terracota de los familiares fallecidos del Senador, siempre iluminados por una lámpara de bronce alimentada con aceite de oliva. Por toda la casa se distribuían lujosas cráteras de Grecia, alfombras persas y pebeteros de bronce.
Una estatua fundida en bronce del dios Jano, el protector de las puertas, se alzaba sobre un podio en el atrio, y en el centro del impluvium destacaba la figura de la diosa Vesta, esculpida en mármol según un modelo griego, la más venerada en los hogares romanos al considerarla la deidad custodia de la familia.
Cuando se marchó el último de los invitados y los esclavos se retiraron, los esposos se quedaron a solas.
—Imagino que deseas descansar —dijo el Senador.
—Sí, ha sido un día muy ajetreado.
—Ya sabes cuál es tu dormitorio.
—Claro.
Zenobia había llevado consigo a las dos esclavas que la acompañaban, y que Aureliano le había regalado; ambas aguardaban en el dormitorio a su dueña para desvestirla y prepararle la cama.
—Que tengas un feliz sueño.
El Senador ardía en deseos de tomarla. Desde que enviudara había visitado en ciertas ocasiones algunos de los prostíbulos más lujosos de Roma e incluso se había desplazado hasta el suburbio de Suburra, donde se encontraban los lupanares más populares, pero seguía recordando a su primera esposa, un rica heredera de una familia de comerciantes de aceite de la Bética a la que todavía continuaba amando.
Zenobia se acercó hasta él y le dio un beso en la mejilla. El Senador sintió la tentación de abrazarla y llevarla hasta su lecho para hacerle el amor durante toda la noche, pero se contuvo.
Mediada la madrugada, el Senador no podía conciliar el sueño. Estaba excitado, nervioso, y no paraba de dar vueltas. Apenas a veinte pasos de distancia se encontraba el cubículo de Zenobia. La imaginaba allí, dormida sobre la cama de almohadas de lino, con su hermoso cabello negro cayendo sobre sus hombros delicados y suaves.
Era su esposa; la mujer más hermosa del mundo era suya y tenía derecho a tomarla cuando quisiera. Podía levantarse, ir a la habitación de Zenobia y hacerle el amor. Pero no lo hizo; una fuerza invisible e inexplicable lo mantenía inmóvil, como si estuviera atado por las más formidables cadenas.
Entonces oyó unos pasos. Giró la cabeza hacia la puerta de su habitación y vio una figura espléndida recortada bajo el umbral por la tenue luz ambarina de la lámpara de aceite que iluminaba el patio. El rostro de aquella mujer no era perceptible en la penumbra, pero no le hizo falta contemplarlo para saber que era el de Zenobia.
Se incorporó apoyado sobre sus codos y observó a la figura femenina que se acercó hasta el borde del lecho. Zenobia retiró el cobertor de lino con delicadeza y se introdujo en la cama.
La noche primaveral era templada. Zenobia olía a jazmín y bajo su túnica su piel era suave y delicada como la más fina de las sedas. El Senador sintió las rotundas curvas de sus senos y de sus caderas acoplándose sobre sus muslos y su pecho. Le acarició el cabello negro, lacio y suave, y la besó en los labios y en el cuello. Sus manos recorrieron el cuerpo de la mujer deteniéndose en cada pulgada de su piel. Y luego, sin apresurarse, supo encontrar el camino hacia el más preciado tesoro de Palmira.
El alba los sorprendió todavía despiertos, abrazados como las olas del mar a las arenas de la playa. No habían cruzado una sola palabra, apenas se habían besado, se habían dado cuenta de que eran dos desconocidos, pero sus cuerpos se habían unido como si lo hubieran estado haciendo durante muchos años.
—Está amaneciendo —habló al fin el Senador.
—En Grecia dicen que el alba muestra la palidez de la diosa Eos, entristecida porque ha perdido a su amado Orión. Si hubieran contemplado alguna vez los amaneceres dorados de Palmira, es probable que hubieran ideado otra leyenda.
—¿Echas de menos tu ciudad?
—A cada instante.
—Tal vez algún día pueda llevarte de regreso.
—No. El emperador no lo permitirá jamás.
—Aureliano no será eterno, quizá cuando muera…
—Ningún emperador consentirá que la que fue reina de Palmira, aunque se haya convertido en una inerme dama romana, ponga sus pies en ella. Sé que nunca más contemplaré sus atardeceres escarlatas ni sus amaneceres dorados. Pero también sé que están ahí, y su recuerdo me acompañará siempre. Puedo cerrar los ojos y los veo; veo las colinas rocosas, el palmeral verde y frondoso, las doradas arenas del desierto y las montañas rojas al atardecer. Cierro los ojos y contemplo Palmira…
—Eres una mujer extraordinaria. Todo ha pasado tan deprisa… Hace apenas unas semanas yo era un viudo taciturno con dos hijos cuya única ambición consistía en acumular más y más dinero y tal vez aspirar a que un día me eligieran cónsul. Y ahora estoy aquí, en mi propio lecho, junto a la mujer más bella del mundo, la que fue reina de Palmira y de Egipto, a la que muchos consideran la heredera de Cleopatra.
—Soy descendiente de esa reina, te lo puedo asegurar.
—Yo tan sólo lo soy de mercaderes hispanos que se hicieron ricos comerciando con tarros de salsa de pescado. Ni siquiera tengo raíces aristocráticas que ofrecerte.
Zenobia podría haberle confesado que su madre había sido una esclava egipcia y que su padre se había dedicado al comercio con caravanas de camellos, pero calló. Ella había sido la soberana de todo Oriente y eso era lo que realmente debía trascender para siempre.