Puerto de Ostia, principios de enero de 274;
1027 de la fundación de Roma
El delfín de plata era el nombre del barco que llevó a Zenobia hasta el puerto de Ostia. La nave atracó en el malecón de poniente del nuevo puerto construido hacía cien años para suplir al viejo, ya abandonado, pues había quedado anegado ante los cambios de curso del río Tiber.
La mayor parte de las mercancías que llegaban a Roma lo hacían a través del puerto de Ostia, donde trabajaban miles de personas afanadas en descargar barcos con trigo de África con el que se mitigaba la demanda de pan de los cientos de miles de personas que vivían en la capital del Imperio.
Una escolta de veinte legionarios de la guardia pretoriana, mandada por un centurión, aguardaba su llegada.
El capitán de la nave entregó a su prisionera y a las dos esclavas que la servían al centurión y le dio una tablilla de madera con un texto escrito en el que se dictaban las condiciones en las que tenía que ser tratada Zenobia. Aquel oficial conocía bien su trabajo y cumplía con disciplina todas sus obligaciones; no había dejado ni un solo día de redactar el parte diario que tenía que presentar al legado de su cohorte en Roma.
—Señora —todos los que se dirigían a la reina tenían que darle ese tratamiento—, mi nombre es Cayo Fulvio, centurión de la primera cohorte de la guardia pretoriana. Me han encomendado la misión de conducirte hasta Roma. Esta noche descansarás en Ostia y partiremos mañana al amanecer; hay toda una jornada de camino.
—¿Dónde me alojaré?
—En casa del presidente de la corporación de constructores de barcos; es la mejor mansión de esta ciudad. Su nombre es Marco Tulio, un hombre muy rico.
Zenobia subió a una carreta en cuya portezuela pudo ver dibujadas las iniciales del emperador. La comitiva atravesó la calle principal atestada de gentes que caminaban prestas entre centenares de carros. Decenas de tiendas se abrían en los bajos de las casas, muchas de ellas de cuatro y cinco pisos de altura.
Circularon con dificultad debido al intenso tráfico que colapsaba la calzada a pesar de que los pretorianos se empleaban con dureza para abrir paso a la carreta de Zenobia.
Por fin llegaron ante la casa de Marco Tulio. El constructor de barcos era elegante y culto. Dueño del mayor astillero de Ostia, su fortuna se debía a la construcción de naves, muchas de ellas por encargo del ejército romano. Su casa era un verdadero palacio de considerables proporciones, con un gran patio central decorado con un enorme mosaico.
Avisado de la llegada de Zenobia, el naviero aguardaba ante la puerta acompañado de su esposa, de dos de sus hijas y de media docena de esclavos. Marco Tulio se adelantó para ayudar a Zenobia a descender de la carreta.
—Sé bienvenida a mi casa, señora, que desde ahora es la tuya.
—Gracias —respondió ella apoyando su mano en el brazo que él le ofrecía.
—Mi esposa, Julia Serena, y mis hijas, Domicia y Aurelia.
Las tres mujeres inclinaron levemente la cabeza; todos en aquella casa parecían muy impresionados por albergar a la que un día fue la augusta de todo Oriente.
—Seis pretorianos harán guardia permanente por turnos. Mañana, con las primeras luces del alba, partiremos hacia Roma. La señora deberá estar lista para entonces.
—No te preocupes, centurión, sé bien lo que debo hacer.
—Salve —el centurión saludó a Marco al uso militar y se marchó con parte de sus hombres, dejando a los seis del primer turno de guardia.
En aquella mansión todos los detalles daban buena muestra de la riqueza de su propietario.
—Magníficos mosaicos. ¿Son sirenas? —Zenobia señaló unas figuras femeninas con cabeza y torso de mujer y cola de pez.
—No, señora; son nereidas, las hijas de Neptuno, el dios del mar. Los marineros de Ostia se encomiendan a él y le ofrecen sacrificios antes de iniciar una travesía. Y yo construyo los barcos que ellos manejan, de modo que cuando encargué el mosaico central de mi casa quise que aparecieran las ninfas reflejadas en el suelo.
—Señora —terció la esposa del naviero—, hemos supuesto que estarías hambrienta y cansada tras la travesía y te hemos preparado un baño antes de la cena. Disponemos de unas pequeñas termas privadas en nuestra casa.
—Te lo agradezco…
—Julia, mi nombre es Julia.
—Te lo agradezco, Julia.
—En ese caso, acompáñame, señora.
Marco Tulio se excusó y dejó a las mujeres solas. Se habían dispuesto un par de estancias para Zenobia y sus esclavas, y allí se quitó la ropa y se cubrió con una bata de seda. El baño era de considerables proporciones pese a estar destinado al uso exclusivo de los moradores de aquella casa.
—Me gustaría quedarme sola —le dijo Zenobia a Julia.
—Como desees, señora.
La reina se sumergió en el agua caliente de una enorme bañera de mármol blanco decorada con bajorrelieves de cabezas de leones. El agua estaba perfumada con esencia de rosas. Sus dos criadas le masajearon los hombros y la espalda y le aplicaron cremas y ungüentos que Julia les había proporcionado.
Ya en su estancia, Zenobia se vistió con una túnica de seda roja y se cubrió los hombros con un manto azul.
Pese a lo avanzado del invierno, no hacía frío. La casa era muy confortable y estaba dotada de un sistema de calefacción mediante conductos de aire caliente que discurrían bajo los mosaicos y por el interior de los muros.
La cena se sirvió en el triclinium, una estancia de más de diez pasos de larga con un mosaico en el que destacaba la figura de una hermosa mujer recostada sobre una enorme almohada, a cuyos pies parecían sometidos los animales más fieros, leones, tigres, jabalíes, osos, panteras, cocodrilos e incluso monstruos marinos que surgían de las aguas para humillarse ante ella.
—Espero que la comida sea de tu agrado, señora —le dijo el naviero a la vez que con un gesto de su mano ordenaba a los esclavos que comenzaran a servirla.
—Hemos preparado los platos más delicados que se suelen tomar en Roma; esperamos que sean dignos de tu persona —intervino Julia.
Los esclavos comenzaron a sacar bandejas repletas de comida.
—A este lo llamamos moretur, es un pastel de ajo y queso de cabra. Y ese es el epytirum, un picadillo de aceitunas majadas en aceite de oliva que se come untándolo en rebanadas de pan. ¡Ah!, las inevitables habas, que ahí están servidas en crema batida con hinojo, vino blanco de la Campania, aceite de la Bética y salsa garum de las factorías de Gades. Y el pulpo, pescado en las costas de Cerdeña, aderezado con salsa picante y fritura de verduras. Como plato principal hemos preparado un cabrito asado con ciruelas pasas de Damasco, garum y aceite de oliva. Y para acabar, tomaremos encytum, nuestro delicioso pastel de queso, harina y miel servido sobre manteca ardiente; nuestro cocinero lo prepara como nadie. El vino es un delicado caldo rojo de Capua rebajado con hidromiel —explicó Marco.
—¿Es de tu gusto, señora? —le preguntó Julia.
—Sois unos excelentes anfitriones.
—Cuando nos dijeron que te instalarías en nuestra casa, procuramos que te sintieras a gusto entre nosotros y que disfrutaras de la hospitalidad de los romanos. Hemos intentado conseguir alimentos de tu tierra de origen, pero en el mercado sólo he encontrado ciruelas pasas de Damasco. Nos han dicho que Palmira es famosa por su excelente cocina; ¿es así?
—Sí. Dicen en Oriente que en Palmira se elabora la mejor cocina del mundo. Nuestros cocineros son célebres, pero su secreto es simple: utilizan los mejores productos y nunca engañan a sus clientes.
Zenobia probó todos los platos; los consideró sabrosos, aunque ninguno de ellos alcanzó la sutil delicadeza de los que se servían en Palmira.
—Señora, ¿me permites una pregunta? —dijo Marco.
—Claro.
—¿Por qué te alzaste contra Roma? Espero no molestarte ni parecer inoportuno.
—No, no lo has sido. Te responderé. Creímos que Roma estaba acabada. Supusimos que el Imperio era incapaz de garantizar la seguridad del mundo civilizado y que la autoridad de los emperadores había desaparecido. Mientras vivió mi esposo Odenato, él fue la muralla de Roma en Oriente, pero tras su asesinato todo cambió. Aquel mundo se desmoronaba por momentos ante nuestros propios ojos y teníamos que hacer cuanto estuviera en nuestras manos para evitarlo. El Imperio era demasiado grande, por todas partes surgían generales que se autoproclamaban emperadores en cualquier lejana provincia y no se vislumbraba ninguna mejora de la situación, ni siquiera un atisbo de esperanza. En medio de aquella desolación yo quise erigirme en salvadora de Oriente, y fracasé.
»Imagino que os habrán contado cosas terribles de mí: que asesiné a mi esposo, que traicioné a Roma, que conduje a mi pueblo a la destrucción…
—Este es un puerto en el que constantemente recalan marinos y viajeros de todo el Imperio, y cada uno cuenta las cosas de distinta manera, pero créeme, señora, a todos cuantos les he oído hablar de ti lo hacían con admiración. Es verdad que muchos te condenaban por haberte rebelado contra la madre Roma y por haber provocado una guerra, pero en sus palabras se intuía que te admiraban. Y, eso sí, todos comentaban tu legendaria belleza, que he podido comprobar que es cierta.
Julia se sintió incómoda por aquel galanteo de su esposo.
—Hubo un momento en el que me sentí tan fuerte que pretendí emular a Cleopatra y convertir en realidad su sueño. Ella fracasó y yo creí vencer cuando me convertí en reina de Egipto. Pero aunque hubo un instante en que logré alcanzar ese sueño, no pude mantenerlo por mucho tiempo y se esfumó.
—Los romanos consideramos que Roma es eterna e inmortal; podemos ser derrotados en alguna ocasión, pero jamás nos damos por vencidos.
—Sabía que así era. Mis consejeros insistieron en ello numerosas veces y en Palmira todos éramos conscientes de que Roma volvería a reclamar sus dominios, pero nos sentíamos fuertes y, por un tiempo, creímos ser invencibles. Palmira nos transmitía su fuerza, la energía de su dios sol vivificador.
—¿Mitra?
—Allí lo llamamos Bel, aunque los romanos dicen que se trata de Júpiter.
—Aquí, en Ostia, Mitra es el dios más venerado. Ninguno tiene tantos altares erigidos en su nombre, ni siquiera el hombre-dios de los cristianos.
—¿Hay cristianos en Ostia?
—Sí, cada día abundan más, y también en la propia Roma. Se dice que en algunos barrios ya son mayoría, sobre todo en los más pobres. Recluían a los neófitos entre los trabajadores más sufridos. La mayoría de los que trabajan en las lavanderías públicas, siempre metidos en los depósitos de orín y las sales que se utilizan para lavar y blanquear la ropa, tal vez el oficio más inmundo de Roma, son cristianos. Dicen que basta con oler a uno de ellos para reconocer que lo es —comentó el naviero.
—No parecen gustarte.
—Mucha gente los odia porque dicen que con sus absurdas creencias amenazan a la religión de los dioses de Roma, pero por lo que a mí respecta, me son indiferentes.
—Estarás cansada, señora, y mañana te espera un día de viaje hasta Roma; ¿deseas retirarte?
—Sí, Julia, y agradezco vuestra amabilidad y vuestras atenciones.
—Ha sido un honor tener en nuestra casa a la reina de Palmira.
El naviero llamó a Zenobia «reina» a pesar de las precisas instrucciones del centurión de los pretorianos, que le había insistido en que siempre deberían dirigirse a ella como «señora», jamás como «reina».
Por una conversación que escuchó a dos de los pretorianos que hacían guardia a la puerta de la casa de Marco Tulio, Zenobia intuyó que Aureliano ya estaba en Roma.
Mientras se despedía de sus anfitriones, los dos soldados comentaban que debían asistir al desfile del triunfo del emperador, pues la guardia pretoriana era la encargada de la seguridad en el desfile.
—El emperador agradece tu disposición, Marco Tulio. Uno de sus consejeros me ha encomendado que te haga saber que serás recompensado por ello.
—Dile que no es necesario; haber hospedado en nuestra casa a esa mujer es suficiente recompensa —dijo el naviero.
—Gracias de nuevo —se despidió Zenobia.
—Esta será siempre tu casa, señora —añadió Marco mientras ayudaba a la reina a subir a la carreta.
El arriero fustigó con su vara a las dos millas y la carreta se puso en marcha hacia Roma. El sol acababa de asomar por el horizonte y sus rayos pronto comenzarían a mitigar el frío de la madrugada invernal.
Las ruedas traqueteaban sobre las losas de piedra de la calzada que unía Ostia con Roma. Desde la ventanilla de la carreta, Zenobia podía observar el trajín de carromatos, acémilas y peatones que circulaban por la vía, en tanta cantidad que por semejante tránsito más parecía la calle de una ciudad que una carretera entre dos ciudades.
Los gritos de los arrieros demandando un esfuerzo a sus acémilas se mezclaban en el aire con las conversaciones de los pretorianos de la escolta, todos ellos montados sobre caballos pardos.
Se detuvieron a comer a mitad de camino, en una posada atestada en esos momentos de mercaderes, trajineros, soldados y buhoneros.
Cuando Zenobia entró en la posada, donde previamente los pretorianos le habían hecho un hueco, todos los que allí estaban comiendo se quedaron en silencio ante la majestad que emanaba. La barahúnda que hasta entonces había envuelto el comedor de la posada se mudó en un silencio tan profundo que parecía como si el mundo se hubiera detenido por unos momentos.
Los ojos de los variopintos clientes se clavaron en su hermosa figura, que lucía como el más rutilante rubí con su vestido de seda roja en medio de aquella turba de tipos de toda calaña.
Ocho de los pretorianos se colocaron de pie a su alrededor, escrutando con expresión amenazadora, con la mano sobre la empuñadura de la espada, a los que se encontraban más cerca. Con su actitud dejaban bien claro que darían su merecido a cualquiera que osara acercarse a molestar a aquella dama.
—Queso frito con miel, cordero asado en salsa de almendras y pescado frito en aceite de oliva. Es lo mejor que puede ofrecer el cocinero, señora —le dijo el centurión.
Zenobia asintió con la cabeza; no tenía ganas de hablar. Deseaba acabar aquel viaje, iniciado hacía ya muchos meses, y llegar a Roma cuanto antes.
Roma, principios de enero de 274;
1027 de la fundación de Roma
La ciudad más grande del mundo no era precisamente un dechado de armonía urbana. La muralla que había comenzado a construirse por orden de Aureliano, enorme, fría y amenazadora, estaba muy avanzada. En sólo cuatro años se había definido un circuito de once millas de longitud, con dieciocho puertas y casi cuatrocientos torreones, que englobaba a las siete colinas sobre las que se asentaba la capital del mundo, todas ellas en la orilla izquierda del Tiber.
Desde el reinado del emperador Octavio Augusto, Roma nunca había necesitado un muro que la protegiera. El Imperio se consideraba tan fuerte, poderoso y seguro que los emperadores ni siquiera se habían planteado la posibilidad de amurallar su capital. Pero el deterioro de la autoridad imperial, las incursiones bárbaras de los últimos años y las permanentes proclamaciones de usurpadores habían provocado que Aureliano acordara, entre sus primeras decisiones como emperador, rodear la ciudad con un muro defensivo. El limes romano había estado hasta entonces a miles de millas de Roma, pero ahora esa frontera terrible y peligrosa se encontraba en la misma ciudad. Aquella muralla era un bastión defensivo, pero a la vez reflejaba la debilidad de un Imperio que había dejado de ser el mundo seguro y firme que construyeran emperadores como Octavio Augusto y Trajano.
Tiempo atrás nadie podía entrar armado en Roma. Según una vieja ley, los soldados tenían que dejar sus armas fuera de la ciudad y, una vez dentro, eran considerados como cualquier civil. Pero aquella ley, supuestamente todavía en vigor, se había olvidado y nadie la cumplía, de modo que los soldados de la escolta ni se molestaron en ocultar al menos sus lanzas y espadas.
La carreta que llevaba a Zenobia atravesó la puerta Ardeatina y enfiló una amplia calle hacia la colina del Palatino. La calzada se fue empinando y el arriero tuvo que exigir de las mulas un último esfuerzo.
Zenobia contemplaba a través de la ventanilla del carruaje la frenética actividad que inundaba las calles. Como si se tratara de un hormiguero humano, las gentes iban y venían de un lado para otro, se movían como presas de un frenesí incontrolable, voceaban los productos a la venta y sus precios, anunciaban a voz en grito espectáculos y el nombre del mecenas que los patrocinaba, chillaban como histriones reclamando la atención de los viandantes, gritaban ofreciéndose para realizar los trabajos más extraños, y todo ello en una jerga tan coloquial que Zenobia, que ya se consideraba familiarizada con el latín, apenas comprendía.
Le llamó la atención la altura de algunos edificios de viviendas, de hasta diez pisos, llamados insulae, que parecían sostenerse milagrosamente en el aire dada la apariencia tan endeble de su construcción.
—Señora, hemos llegado.
El centurión de la guardia pretoriana abrió la portezuela de la carreta y ofreció su brazo a la reina. Zenobia se cubrió la cabeza con un pañuelo de seda y descendió del carruaje. Sus ojos contemplaron una monumental fachada de mármol salpicada de hornacinas en las que se ubicaban decenas de estatuas de la altura de dos hombres, entre las que identificó a algunos dioses del Olimpo y a otros personajes que por su atuendo parecían emperadores de Roma.
—¿Qué lugar es este? —preguntó.
—Estás en el monte Palatino, señora, en el palacio que fue residencia del emperador Septimio Severo, uno de los grandes gobernantes que hemos tenido. Por el momento esta será tu morada en la ciudad.
—Mi prisión, querrás decir.
—Aquí es donde debes aguardar a que llegue el emperador para celebrar su triunfo.
—¿Cuándo sucederá eso?
—No sé si debería decírtelo, no estoy autorizado…
—¿Qué daño puede hacerte que yo lo sepa?
—Será dentro de quince días, el tercer sábado de este mes. El emperador nos ha ordenado que tengamos todo listo. Hace ya varias semanas que se están llevando a cabo los preparativos para el desfile. Aureliano quiere que sea el más fastuoso jamás presenciado en Roma.
—¿Y qué parte juego yo en ese triunfo?
—Eso no lo sé, señora. Mi misión es protegerte…
—Vigilarme.
—Llámalo como desees.
El mayordomo del palacio acudió enseguida ante Zenobia. El centurión le entregó una tablilla con el informe correspondiente al viaje desde Capri.
—Señora, sé bienvenida. Desde ahora esta es tu casa.
—Una casa de la que imagino que no puedo salir, ni siquiera con escolta.
—Así es. Deberás permanecer en este palacio hasta el día del triunfo. Hemos dispuesto unas estancias para ti y las dos esclavas que te sirven, y además tendrás a tu disposición varias esclavas más y media docena de eunucos. El palacio cuenta con baños propios y con un amplio jardín que ocupa lo que fue la arena de un viejo estadio; puedes utilizar esos espacios a tu conveniencia.
El centurión saludó a la reina llevándose el puño de su mano derecha al pecho.
—Mi destacamento velará por tu seguridad, señora.
La reina, acompañada por el mayordomo, entró en el palacio de Septimio Severo y recorrió varias salas, amplias y provistas de espléndidos mosaicos, hasta llegar a la zona reservada para ella, tres estancias abiertas a una galería con columnas desde la que se contemplaba el amplio jardín que en su día fuera un estadio construido por orden del emperador Domiciano para su uso particular y el de los altos dignatarios de la corte imperial.
Aquellos quince días se hicieron muy largos. El palacio disponía de algunos libros, ubicados en una sala que llamaban biblioteca pero que en realidad había sido edificada como salón de banquetes, aunque sólo fue utilizado con ese fin durante el reinado de Septimio Severo. En una alacena de madera con incrustaciones de nácar y marfil se guardaban medio centenar de rollos y códices, entre ellos ejemplares de la Odisea y la Ilíada de Homero, El asno de oro de Apuleyo, la Eneida de Virgilio, algunos Discursos de Cicerón, Sentencias de Séneca, las Meditaciones del emperador Marco Aurelio y varias historias escritas por Tito Livio, Plutarco y Apiano.
Por fin, el mayordomo le anunció que debía prepararse para el gran día, el del desfile triunfal de Aureliano en Roma.
Todo estaba minuciosamente dispuesto. Aureliano había dado órdenes precisas para que nada fallara. Aquel iba a ser su gran día, el de celebración de su triunfo.
Hacía dos meses que se estaba preparando la ceremonia, en la cual intervendrían miles de personas. Los responsables del desfile andaban como locos de un lado para otro, revisando todos los detalles para que no fallara nada.
Los animales que iban a participar en el desfile y sus cuidadores habían sido ubicados en el recinto del circo que se construyera en la colina del Vaticano, al otro lado del Tiber, durante el reinado del emperador Nerón. Los demás se congregaron en el campo de Marte, a orillas del río, donde fueron citados para el amanecer del día de la semana dedicado a Saturno. La comitiva saldría desde el circo, cruzaría el río por el puente ubicado junto al mausoleo del emperador Adriano, donde se sumarían los que aguardaban en el campo de Marte, atravesaría la gran vía de las Coronas hasta el Panteón, el templo redondo erigido en honor de todos los dioses, cruzaría la vía del foro imperial, pasaría por delante del Coliseo, como llamaban los romanos al mayor edificio de la ciudad, donde se celebraban los juegos, las luchas de gladiadores y las peleas de fieras, y acabaría en la colina del Capitolio, ante el palacio imperial.
Zenobia fue despertada de madrugada.
—Señora —el mayordomo, acompañado por dos enormes eunucos, le informó de lo que le esperaba—, debes vestirte con ese vestido de seda rojo y engalanarte con esas joyas.
Sobre una mesa de taracea había una diadema imperial de hojas de laurel de oro y el broche de lapislázuli con forma de caracol que le regalara Odenato. Aureliano le había permitido recuperar media docena de sus más preciadas joyas.
Por un momento Zenobia pensó en negarse, en no vestirse como demandaba Aureliano, en no enjoyarse con aquellos broches, collares, anillos y corona, en resistirse a ser exhibida ante la plebe de Roma como el más preciado de los trofeos de su emperador. Pero al fin decidió hacerlo porque, además, no tenía ningún remedio para evitarlo. Sí, desfilaría por las calles de Roma encadenada, y seguramente sería objeto de la burla y los insultos de los ciudadanos, no en vano muchos legionarios habían muerto en la guerra que ella había provocado al proclamar la independencia de Palmira, y lo haría altiva y hermosa, procurando mantener la dignidad que se le suponía.
—De acuerdo, pero déjame sola mientras me visto —le dijo al mayordomo.
Con la ayuda de sus dos esclavas se puso el vestido de seda rojo, muy ajustado, que marcaba las rotundas formas de sus caderas y sus pechos, se cepilló el pelo negro y lacio, dejando que sus cabellos cayeran sobre su pecho y su espalda, y se colocó la dorada corona de laurel, el broche de lapislázuli y varios collares, pulseras y anillos. Por fin, se perfiló los ojos con kohl negro y se aplicó cremas aromáticas en el rostro y perfume de jazmín en el pelo.
Cuando estuvo lista, hizo que avisaran al mayordomo.
—En verdad, sois digna de ocupar el trono de un Imperio —dijo al contemplarla.
La carroza la esperaba en el exterior, escoltada por una docena de pretorianos a caballo y el centurión que la custodiara en su viaje desde la isla de Capri, que sostenía en sus manos unas enormes y pesadas cadenas de oro.
—¿Y esas cadenas?
El centurión carraspeó nervioso.
—Es una orden directa del emperador. Tienes que desfilar atada con estas cadenas.
—¿Desfilar? Con esas cadenas tan pesadas encima no podré ni siquiera moverme.
—Estos dos eunucos te ayudarán a soportar el peso del oro, señora. Debo colocártelas en las manos y en los pies. Y este grillete en tu cuello. La plebe de Roma tiene que verte de esta manera.
—Soy la reina de Palmira…
—Ahora no, señora. Ahora ya no.
Cuando la carreta de Zenobia llegó al circo, comenzaba a amanecer sobre el cielo de Roma. La mañana era fría pero el cielo estaba despejado. El sol luciría en aquella jornada y contribuiría a ensalzar el triunfo de Aureliano.
Los maestros de ceremonias conminaban a los integrantes del desfile a que todo estuviera bien dispuesto, y se esforzaban porque todos los participantes lucieran como si se tratara de los más afamados actores del teatro.
Zenobia descendió de su carreta y sintió el peso de las cadenas que casi le impedían caminar.
Las antorchas y fanales que habían iluminado el circo durante la noche se fueron apagando y la luz del día permitió observar la formidable comitiva, ya dispuesta para el desfile.
Unas trompetas sonaron sobre una de las gradas y un clamor se fue extendiendo. Aureliano acababa de hacer su entrada en el recinto, listo para colocarse en la posición preferencial.
Zenobia pensó por un momento que el emperador se acercaría para verla, para comprobar que el más preciado de sus trofeos, el que más le había costado conseguir, estaba allí. Pero no lo hizo; él ya sabía que Zenobia estaba ubicada en el lugar que le habían asignado y la imaginó hermosa y cargada con las cadenas de oro, pero prefirió mostrarse distante con ella y la evitó.
Cuando todo estuvo preparado, un nuevo toque de trompetas anunció que comenzaba el desfile del triunfo de Aureliano.
A la cabeza de la impresionante comitiva se situaron tres carros. El primero era el que había pertenecido a Odenato, que a su vez lo ganó en una de la campañas contra los persas; se trataba de un carruaje magnífico, conducido por un famoso auriga vencedor en cien carreras sobre el cual ondeaba el estandarte imperial de Aureliano; estaba decorado con placas de oro y de plata y adornado con piedras preciosas de la India. El segundo era muy similar, también obra de los persas; había sido regalado a Aureliano por el rey Bahram I, el segundo hijo de Sapor, como señal de buena voluntad, pues tras la toma de Palmira ambos habían decidido no atacarse, al menos por el momento. Y el tercero era el carro que había utilizado Zenobia en Palmira. Alguien le había revelado a Aureliano que, cuando ordenó construirlo, ella había dicho que entraría algún día victoriosa en Roma sobre él para ser coronada también como augusta de Occidente. Enterado de ello, el emperador había ordenado que lo llevaran a Roma para ser mostrado en el desfile.
Tras los tres carros traídos de Oriente se ubicaba un cuarto, no tan lujoso como los anteriores, fabricado con gruesos maderos y tirado por cuatro ciervos. Había pertenecido al rey de los godos, derrotado por Aureliano en una batalla a orillas del Danubio. Este carro había sido ofrecido por Aureliano, junto con otros ciervos, en sacrificio al templo de Júpiter Óptimo Máximo, en Roma.
Tras los carros desfilaron veinte elefantes domesticados en la provincia de Libia y trasladados a Roma desde África. Las enormes bestias parecían dóciles acémilas conducidas por expertos domadores de Cartago, descendientes de los púnicos que habían atravesado en tiempos de Aníbal las montañas de los Alpes con paquidermos semejantes. Los colmillos de aquellos gigantes estaban adornados con brazaletes de oro y sus patas traseras enlazadas por una gruesa cadena de hierro que los obligaba a caminar a pasos cortos.
Doscientas fieras, entre las que había osos, panteras y leones, todas ellas capturadas en la provincia romana de Arabia, en los alrededores de Petra, seguían a los elefantes. Dirigidas por decenas de domadores provistos de látigos y lanzas, iban atadas con gruesas cadenas y separadas entre sí por pértigas de hierro; además había también cuatro tigres de la India, enormes y feroces, y una docena de jirafas africanas, con sus altísimos cuellos y sus largas patas.
Mil seiscientos gladiadores desfilaban tras los animales, alineados en parejas según su armamento, su altura y su complexión, equipados con sus armas reglamentarias de combate, cubiertos con capas de lana blanca, con los cascos bajo el brazo y engalanados sus cabellos con cintas doradas.
A continuación desfilaron representantes de los pueblos derrotados o sometidos por Aureliano, todos con las manos atadas y en largas filas: centenares de árabes, indios, persas, palmirenos, godos, alanos, sármatas, francos, suevos, vándalos y de otra decena al menos de tribus, pueblos y clanes extranjeros, cada uno de ellos portando un cofre, una caja, una cesta o un saco con regalos y tributos para el emperador de Roma. A la cabeza de los vencidos, encadenados, figuraban varios aristócratas de Palmira, un puñado de potentados a los que Aureliano había perdonado la vida precisamente para ser exhibidos en su triunfo, y otros tantos de Egipto, cada uno de ellos vestido con los ropajes típicos de su país, y ante cada grupo un esclavo portaba un cartel en el que podía leerse el nombre de cada una de aquellas tribus sometidas.
Soldados de las legiones victoriosas portaban las armas y las insignias de las naciones conquistadas, junto a los embajadores de las regiones de Etiopía, negros como la noche sin luna; de Arabia, altivos sobre sus camellos blancos; de Persia, con sus ampulosos y ricos mantos de seda bordada; de Bactria, tocados con turbantes de lino; de la India, enjoyados con enormes rubíes, esmeraldas y diamantes; y de la lejana China, hombres de piel pálida y ojos rasgados como la hoja de un cuchillo.
Tras los cautivos caminaban semidesnudas, apenas cubiertos sus senos y sus pubis por unas tiras de piel, ateridas por el frío de la mañana invernal, diez mujeres godas, altas y rubias, que habían sido capturadas en una batalla cuando peleaban al lado de sus hombres.
Cayo Pío Esuvio Tétrico, el senador que entregó la Galia a Aureliano, y su hijo cabalgaban sobre sendas monturas vestidos con clámides de color púrpura, túnicas verdes y calzas al estilo de los galos. El emperador quería demostrar que quien estuviera a su lado, aunque en alguna ocasión se hubiera opuesto a su gobierno, sería generosamente recompensado.
Zenobia caminaba cargada con las cadenas de oro que le ceñían manos y pies. Un grillete de oro rodeaba su cuello y de allí salía una cadena también de oro de la que tiraba un bufón vestido al estilo persa que saltaba y brincaba delante haciendo momos, señalándola con el dedo y burlándose de ella a cada instante.
Dos eunucos la ayudaban a sostener el peso de las cadenas. De vez en cuando Zenobia, que había atravesado desiertos, vadeado ríos y participado en duras jornadas de caza, tenía que detenerse, fatigada por tanto peso, a descansar unos instantes antes de continuar con el desfile.
Varios esclavos portaban túnicas y mantos requisados en los palacios y los templos de Palmira; eran de seda finísima, de una calidad jamás vista en Roma, recamados con piedras preciosas y bordados con figuras de fieros dragones, delicadas flores y complicadísimos dibujos geométricos, elaborados con telas de la mejor seda de China en los afamados talleres textiles de Susa, Ecbatana, Tira, y Ctesifonte, las grandes ciudades de Persia; y unas telas púrpuras de un brillo sin igual, que cambiaban de tono según cómo incidían sobre ellas los rayos del sol.
A los vencidos seguían los vencedores. Ciudadanos romanos vestidos con togas y mantos blancos portaban estandartes con coronas de oro con el nombre de todas las ciudades capitales de todas las provincias del Imperio, desde la hispana Emérita Augusta hasta la Artaxata armenia, alzadas sobre altas pértigas para que fueran contempladas por todos los ciudadanos.
Tras los emblemas de las ciudades y las provincias desfilaban las corporaciones de oficios de Roma, cada una con un nutrido número de miembros en sus filas bajo sus enseñas y guiones: los panaderos, los curtidores, los canteros, los herreros, los carpinteros; muchos llevaban al hombro los utensilios que utilizaban en sus trabajos cotidianos, igual que soldados de un extraño ejército.
Después iban los soldados de la guardia pretoriana y los jinetes de la caballería pesada, con sus enormes caballos forrados de láminas de metal al estilo de los catafractas persas.
Por fin caminaban los senadores, con sus túnicas blancas orladas de púrpura; los que habían sido leales a Aureliano lo hacían alegres y saludaban alzando los brazos a los que contemplaban el desfile, pero los que se habían opuesto al emperador o habían conspirado contra él lo hacían maniatados y marcados con unos estrafalarios gorros que los señalaban como objeto de burla y escarnio.
Cerraba el desfile el propio Aureliano. El emperador marchaba sobre un enorme carro, de seis codos de altura, del que tiraban cuatro elefantes. Vestido con la clámide púrpura imperial bordada con hojas de laurel de oro, con botas de cuero rojo y el rostro maquillado también de rojo, cual Júpiter tonante, como había sido habitual en las entradas triunfales de los emperadores y los generales en épocas pasadas, y tocado con una corona de picos de oro que le regalaron los ciudadanos de Oxirrinco con motivo de sus victorias, como si se tratara del dios Helios, saludaba a la multitud desde un trono de oro a cuyos lados había dos enormes baúles con denarios de plata que Aureliano arrojaba a la muchedumbre, entusiasmada ante la visión de semejante muestra de poder.
En otros tiempos, cuando algún general o un emperador habían celebrado un triunfo semejante en Roma, era costumbre que un esclavo, colocado detrás del héroe, le fuera reiterando cada cierto tiempo la frase «Recuerda que eres mortal», una manera de mitigar la excesiva euforia que algunos triunfadores habían mostrado en determinados momentos, pero Aureliano había decidido suprimir ese ritual y desfiló solo, consciente de su triunfo y de su majestad. Quería mostrar a todos que Roma volvía a ser grande e invencible, y eso era gracias a él.
Sobre el trono, un gran cartel escrito en letras doradas lo anunciaba bien claro: «Lucio Domicio Aureliano, emperador de Roma, restaurador del mundo». Y a los lados del carro lucían otros letreros con todos los títulos y dignidades concedidas por el Senado. Desde luego, nadie hasta entonces en la historia de Roma, ni Publio Cornelio Escipión, el vencedor de Aníbal, ni Julio César, el conquistador de la Galia, ni Octavio Augusto, el primero de los emperadores, ni el augusto Trajano, conquistador de la Dacia y de Mesopotamia, había recibido semejantes honores. Todos ellos habían conquistado una parte del Imperio y habían contribuido con sus hazañas a hacerlo más grande y poderoso, pero él, Aureliano, había tenido que reconquistarlo todo de nuevo, Oriente y Occidente, desde Britania y la Galia hasta Mesopotamia y Egipto. Sí, él era el más grande de todos los soberanos de Roma y nadie como él merecía un triunfo semejante porque había salvado a Roma, que hasta su triunfo estaba a punto de perderse para siempre.
Atados al carro imperial con unas cadenas de plata, caminaban cansinamente los dos leones sobrevivientes de los tres que había criado Zenobia. Eran tan viejos, tan dóciles y estaban tan agotados que parecían perros gigantes más que fieras indomables.
La multitud apelotonada a lo largo de las calles por donde discurría el desfile jaleaba diversas consignas convenientemente proclamadas por agentes del emperador distribuidos entre la barahúnda de la población y armados con espadas ocultas bajo sus mantos por si era necesario actuar si se producía algún altercado. En las principales etapas por donde pasaba la comitiva se habían elaborado enramados de hojas de yedra y de laurel ante la ausencia de flores en esa época del año.
El desfile duraba ya demasiado; a mediodía la cabecera todavía no había llegado al Coliseo y no finalizó hasta media tarde, a la hora nona, cuando el sol comenzaba a declinar en el horizonte. El final de la comitiva llegó al Palatino cuando apenas había luz en el cielo.
Zenobia estaba completamente agotada. Había caminado durante media jornada cargada de cadenas a través de las calles de Roma y, pese a su fortaleza, se sentía a punto del desmayo. Apenas había comido nada y el frío le entumecía los músculos, tumefactos por el esfuerzo. Tenía ampollas en los pies y los hombros tan doloridos que apenas podía levantar los brazos.
El bufón vestido al estilo persa que llevaba la cadena asida al grillete del cuello de Zenobia hacía ya tiempo que había dejado de bailotear y brincar a su alrededor, y caminaba con la cabeza gacha, resoplando a cada paso como un asno herido.
Los eunucos que la ayudaban con las cadenas se detuvieron ante el portalón del palacio de Septimio Severo a una orden del centurión de la guardia pretoriana que los había escoltado durante todo el recorrido. Miraron a la reina con piedad y se sintieron tan confortados como ella porque había acabado aquel suplicio.
El mayordomo de palacio había aguardado con paciencia el final del desfile. Al ver el estado de Zenobia se sobresaltó y sintió el impulso de pedirle excusas.
—Señora… ¡Vamos, vamos! —increpó a los esclavos—, ¡quitadle esas cadenas enseguida! Un buen baño os reconfortará.
Zenobia apenas podía hablar. Su cuerpo estaba agotado y maltrecho, pero el mayor de los dolores radicaba en su corazón. Humillada y vencida, se tambaleó cuando la liberaron de sus cadenas y cayó al suelo sumida en una especie de duermevela. A su alrededor todo parecía girar en un torbellino infernal de colores y formas extrañas que se mezclaban formando absurdas e incomprensibles figuras. Estridentes sonidos resonaban en el interior de su cabeza, como si en ella se hubiera introducido una banda de faunos que interpretara las más horrendas melodías al son de flautas estridentes y timbales agudos. Luego se hizo la oscuridad y todo pareció fundirse en un magma negro y silencioso.
—Señora, señora…
Los ojos negros y luminosos de Zenobia se abrieron despacio; la luz solar que entraba por la galería de su alcoba la cegó por unos momentos.
—¿Qué ha pasado, qué hora es?
El mayordomo estaba a su lado, sentado junto a ella.
—Perdiste el sentido al llegar a palacio. Fue ayer, poco después de la hora nona. Has estado durmiendo casi todo un día.
—Tengo sed.
El mayordomo ordenó a una esclava que trajera agua. Zenobia bebió una copa de un trago y pidió que se la llenaran de nuevo, ahora con vino especiado y endulzado con aguamiel.
—Despacio, señora, despacio.
Tras beber la segunda copa sintió dolor en sus pies; estaba descalza pero vestida con una túnica de noche.
—Me arden los pies.
—Anoche los lavamos con agua y los untamos con aceite de oliva y sésamo; luego vendrá un médico y te los curará. Los grilletes han provocado profundas rozaduras y los tienes llenos de ampollas; varias se han reventado y supuran. Creo que durante unos días no podrás caminar.
Y así fue. Casi dos semanas tardaron en curarse las heridas de sus pies.
Durante esos días siguieron los festejos que celebraban el triunfo de Aureliano ante todos sus enemigos. Hubo representaciones de comedias y tragedias en todos los teatros de Roma, bailes y música con liras, cítaras, crótalos y flautas dobles, carreras de caballos y de cuadrigas en el circo de Nerón, en el de Domiciano y en el Circo Máximo, cuya arena podía contemplarse directamente desde diversos puntos de los palacios imperiales.
En el Coliseo fueron sacrificados centenares de animales, muchos de ellos habían sido mostrados en el desfile triunfal por las calles de Roma, e incluso se celebraron los combates de barcos, a los cuales eran muy aficionados los ciudadanos, en los grandes estanques del palacio de los césares. Casi la mitad de los gladiadores que habían desfilado el día de Saturno perecieron en las luchas en el anfiteatro durante los juegos en honor de Aureliano, que distribuyó entre los soldados, la población y diversas instituciones romanas cinco millones de sestercios a modo de donativo.
En los circos y en los teatros se sirvieron cenas y comidas gratuitas para toda la población, y en el campo de Marte hubo desfiles militares y demostraciones ecuestres. Durante aquellos días las panaderías no cesaron de hornear el pan llamado siligino, elaborado con harina blanca de primerísima calidad, que habitualmente sólo se servía en las mesas del emperador, los senadores y los más ricos patricios romanos y que por gracia de Aureliano se puso al alcance de todos los romanos; las carnicerías sirvieron centenares de cerdos y de bueyes, cuya carne se asó en enormes espetones; y corrieron en abundancia los vinos de Campania y de la Bética.
La gente recorría las calles de Roma vitoreando una y otra vez a su emperador; en las esquinas más concurridas poetas y músicos recitaban poemas y canciones en su honor.
Por unos días la mayoría de los romanos fue feliz, y de nuevo volvieron a sentirse los dueños y señores del mundo.