Capítulo XLVI

Bizancio, principios de primavera de 273;

1026 de la fundación de Roma

Zenobia contemplaba las aguas del Bósforo desde el palacio ubicado en la acrópolis de Bizancio. Antes de partir en campaña contra los carpi, Aureliano había dispuesto que la reina de Palmira quedara recluida en un sector del palacio, con libertad para moverse por una zona vigilada pero sin posibilidad de salir del recinto. El comandante encargado de su custodia respondía con su vida si escapaba.

Uno de los eunucos de su pequeño séquito se dirigió a ella en voz muy baja.

—Mi señora, tengo una noticia que te interesará mucho.

Zenobia se volvió hacia él.

—Habla.

—Esta misma mañana había cierto revuelo en el cuerpo de guardia de palacio. He conseguido averiguar el motivo: Palmira se ha levantado en armas contra Roma.

—¿Estás seguro? ¿Es eso cierto?

—Creo que sí, mi señora. Según he podido saber, un pariente vuestro, Aquileo, ha logrado hacerse con el control de la ciudad y ha proclamado la independencia de Palmira.

—¿Qué más sabes? —insistió Zenobia.

—Nada más. Mi informador, uno de los legionarios de la guardia, tenía miedo a que su comandante lo sorprendiera hablando conmigo y no ha podido revelarme los detalles.

—Pues procura enterarte de cuanto puedas. Necesito saber lo ocurrido en Palmira.

Zenobia indicó con un gesto de su mano al castrado que se retirara y este lo hizo con parsimonia tras una reverencia.

Hacía tan sólo dos días, Zenobia había pensado en envenenarse porque apenas soportaba la ausencia de su hijo, y el recuerdo de Giorgios y de su perdida Palmira. Pero aquella noticia la reconfortó.

«¡Palmira de nuevo libre!», pensó mientras procuraba imaginar qué habría sucedido en su ciudad. Desde luego, le sorprendió que fuera Aquileo el instigador de la revuelta contra Roma, no lo creía capaz por sí solo de dar un paso semejante.

Pero ¡y si fuera Giorgios el rebelde! Tal vez su amante ateniense no hubiera muerto y lo que le habían dicho sobre su final no era sino una excusa para desanimarla y doblegar su voluntad de resistir.

Durante toda esa semana intentó averiguar qué estaba pasando, pero el comandante de la guardia ordenó que quedara incomunicada y que le sirvieran la comida y la atendieran dos eunucos y dos sirvientas bizantinas siempre bajo la supervisión de dos legionarios, que tenían la orden de degollar al instante a cualquiera que pronunciara una sola palabra ante ella.

El emperador se presentó hecho una furia. Parecía el mismísimo dios Eolo henchido de cólera y dispuesto a desencadenar la más terrible de las tempestades.

—Imagino que ya sabes la noticia —espetó a Zenobia sin darle ocasión a saludarlo.

—Sí, enhorabuena augusto, conozco tu victoria sobre esos desdichados bárbaros que han osado cuestionar la autoridad de Roma.

—No es momento de ironías, señora. Sabes a qué me refiero.

—No sé nada; lo único que he escuchado en los últimos siete días ha sido el eco de mi voz en las estancias donde he sido recluida, el sonido de los pasos de mis guardianes, el trino de los pájaros y el ulular del viento en los tejados durante la noche. Tu perro guardián dio orden de que no se me dirigiera la palabra bajo pena de muerte y me recluyó a estas tres estancias de las que no he podido salir. ¿Cómo quieres que sepa a qué te refieres?

—Se ha producido una violenta rebelión en Palmira. ¿Tienes que ver algo en ello?

—Hace meses que estoy presa, ¿cómo pretendes que sea culpable de nada?

—Te pondré al corriente de lo sucedido. Un tipo llamado Aquileo, del que he averiguado que es pariente tuyo, comenzó a tramar una conspiración para que estallara una revuelta contra Roma. Consiguió convencer a algunos palmirenos para que se sumaran a la rebelión y una vez que logró la adhesión de varios notables de la ciudad se dirigieron a Marcelino, el gobernador que yo designé para administrar la provincia de Mesopotamia, y le propusieron proclamarlo emperador de Oriente a cambio de su apoyo y del de los legionarios a sus órdenes. Los conspiradores desconocían que Marcelino, uno de mis más fieles amigos, me informó de inmediato de lo que pretendían aquellos traidores y rechazó su oferta dándoles largas para ganar tiempo. Pero los rebeldes optaron entonces por nombrar emperador a su cabecilla, ese tal Aquileo. Hace unos días ha sido proclamado emperador en Palmira con el nombre de Septimio Antioco Aquileo.

»Y lo primero que ha hecho el muy cretino ha sido ordenar labrar unas inscripciones en piedra o pintadas en rojo con su nombre en todas las paredes Palmira.

—¡Vaya con Aquileo!, jamás lo hubiera imaginado al frente de una revuelta contra Roma.

—Pues debes saber que se ha proclamado emperador alegando sus derechos al trono por ser hijo tuyo.

—¡Hijo mío, pero si es mayor que yo! —se sorprendió Zenobia.

—Hijo adoptivo. Ha anunciado que tú lo acogiste como hijo adoptivo poco antes de que Palmira cayera en mis manos y, por tanto, es tu sucesor legítimo.

—¿Qué han hecho los legionarios de la guarnición en Palmira?

—Eso es lo peor. Muchos de los ciudadanos de Palmira han seguido las consignas de Aquileo y armados de cuchillos y espadas han abatido a la guarnición que dejé acantonada en la ciudad. Seiscientos de mis hombres, una cohorte entera de excelentes arqueros de Emesa, ha sido aniquilada. Sandarión, el general a su mando, también ha sido asesinado. Dime que no tienes nada que ver en esto, dímelo.

—Te juro por el dios Sol, en el que creo, que nada de cuanto ha sucedido en Palmira ha sido instigado de modo alguno por mí. Ya he visto demasiado sufrimiento, demasiadas muertes. Además, mi hijo Vabalato, el último retoño de mis entrañas, ha muerto y sin él nada me empuja ya a recuperar un reino que considero perdido para siempre. ¿Qué vas a hacer?

—Regreso de inmediato a Palmira. Voy a borrar esa ciudad de la faz de la Tierra.

—No lo hagas.

—Los palmirenos me habéis causado demasiados problemas. Arrasaré tu ciudad y arrancaré hasta la última de las piedras de sus cimientos. Cuando acabe con ella, Palmira sólo será un recuerdo.

—Te lo ruego: no la destruyas. Castiga a los culpables, es tu obligación como emperador, pero no asoles Palmira, no lo hagas, por favor, no lo hagas.

—Dame una sola razón.

—El perdón es mejor que la venganza —citó Zenobia.

—¿Quién dice eso?

—Un filósofo griego, Pitarco de Mitilene. Lo proclamó en una situación extrema. Su hijo había sido asesinado y cuando apresaron al asesino y lo llevaron a su presencia, eso fue lo que sentenció y dejó que el criminal se fuera libre.

—El castigo es el único remedio que entienden los delincuentes. Si no hubiera castigos para reprimir los delitos cometidos, el mundo sería ingobernable. Las leyes de Roma se crearon para hacer justicia, y yo soy el encargado de impartirla.

—Eres un hombre justo y has demostrado que eres capaz de perdonar. En tu marcha amnistiaste a algunas ciudades que se habían resistido a tu avance. Haz lo mismo con Palmira y te aseguro que no habrá más rebeliones.

—¿Qué harías tú a cambio de mi perdón? —le preguntó el emperador.

—¿A qué te refieres?

—He matado a más de mil hombres con mis propias manos. Comprenderás que no me temblaría el pulso al ordenar que ejecutaran a todos los palmirenos. ¿Qué precio estarías dispuesta a pagar si me comprometo a no borrar de la faz de la tierra a tu ciudad y a todos sus habitantes?

—Lo que me pidieras. Sé que no harás nada que te deshonre.

—Hay quien asegura que soy cruel.

—Tal vez, en ciertas situaciones, todos lo seamos, pero sé que no destruirás Palmira.

—¿Estás segura?

—Completamente.

—También se ha rebelado Alejandría. Un traidor llamado Firmo ha proclamado una especie de república independiente, al estilo de las antiguas polis griegas…

—O de la vieja Roma —lo interrumpió Zenobia, que recordaba las clases de historia que le impartiera Calínico.

—La república es una forma de gobierno propia del pasado. Una vez que reconquiste Palmira, iré a Alejandría y pondré en su sitio a ese tal Firmo. Cuando acabe con estas dos revueltas, el poder de Roma no se cuestionará nunca más.

—Palmira y Alejandría son las dos ciudades que más he amado, y ambas continúan vivas. Si las destruyes, nada me ligará ya a mi pasado.

—Hablas de ellas como si fueran la razón de tu vida.

—Y en cierto modo lo son. Han muerto todos los seres que alguna vez he querido; sólo me quedan los recuerdos. Pero mientras Palmira y Alejandría existan, aunque nunca volveré a verlas, sabré que siguen ahí, palpitantes de vida, y eso será lo único que me conforte.

—Eres extraña, señora. Los romanos amamos a Roma, aunque algunos ni siquiera saben el porqué. Yo nací en Iliria, pero me hicieron sentirme romano desde que lo recuerdo. ¿Sabes por qué? Te lo diré, Zenobia, porque Roma es el mundo, todo el mundo.

—Estáis equivocados. Allende las fronteras de Roma, hacia la salida del sol, hay una extensión de tierra mucho más grande que tu Imperio. Tal vez los romanos os creáis el centro del mundo, pero el Imperio de los sasánidas es tan grande como el de Roma, y más allá hay otro imperio, el de la India, y todavía más hacia el este otro si cabe más extenso, el de China y todavía existen unas enormes islas en el océano del extremo oriental del mundo, donde nace el sol cada mañana.

—Tierras bárbaras… —comentó Aureliano.

Zenobia sonrió; el emperador no había sabido qué contestar ante sus argumentos. El mundo era mucho más grande de lo que suponían los romanos y, visto así, el Imperio de Roma no era ni el más grande ni el más poderoso, ni siquiera estaba ubicado en el centro del mundo, sino en su extremo occidental, en el fin de la tierra hacia Occidente.

Palmira, finales de primavera de 273;

1026 de la fundación de Roma

Aureliano se puso en marcha hacia Palmira al frente de dos legiones. En Antioquía, donde había concentrado a sus tropas, asistió a unas carreras de caballos en el hipódromo. Durante la competición, Marcelino, el gobernador romano de Mesopotamia, le había informado personalmente de la trama que había urdido Aquileo. Le ratificó, como ya había hecho unas semanas atrás mediante una carta, el intento de soborno a que había sido sometido y cómo algunos palmirenos, de los que tenía la lista completa con sus nombres, le habían propuesto otorgarle el título de augusto y proclamarlo emperador de Oriente si aceptaba defender la independencia de Palmira y declaraba la guerra a Aureliano.

Los habitantes de Antioquía se sorprendieron ante la presencia del emperador, pues estaban acostumbrados a que los romanos no reaccionaran con tanta celeridad ante cualquier contratiempo en la frontera oriental. La determinación de Aureliano era buena muestra de que estaba dispuesto a mantener su autoridad y la unidad del Imperio a toda costa.

Cuando en Palmira se supo que el emperador y su ejército se encontraban apenas a dos jornadas de distancia de la ciudad, el pavor a una terrible represalia cundió entre sus habitantes. Hacía sólo dos meses que, siguiendo las consignas de Aquileo, se habían sublevado contra Roma y habían asesinado a los seiscientos legionarios de la guarnición que Aureliano había dejado para controlar Palmira.

Muchos de los ciudadanos que habían apoyado la rebelión se arrepintieron. No habían calibrado la capacidad de Aureliano para responder con tanta rapidez a ese reto, y no habían tenido tiempo para preparar un ejército en condiciones de enfrentarse a las dos legiones con las que a toda marcha se acercaba el emperador.

En la sede del Senado de Palmira, entre el teatro y el ágora, los cabecillas de la revuelta sopesaron todas las posibilidades. Desde luego era imposible plantar cara a las dos legiones, pues tras la conquista de Palmira su ejército había quedado diezmado y, además, no encontraron a ningún general dispuesto a dirigir las tropas. Zabdas, Giorgios y el resto de los oficiales que en otro tiempo los habían conducido a la victoria contra los persas estaban muertos y no había ningún estratega con la experiencia y la capacidad suficiente como para organizar la resistencia armada, y mucho menos en el plazo de dos días. Además, ni siquiera se habían ocupado en rehacer los paramentos de las murallas que habían quedado destruidos durante el asedio.

Cuando se presentaron ante los muros de Palmira, los legionarios romanos estaban excitados. Por un lado los enervaba la sed de venganza; la muerte de sus seiscientos compañeros, asesinados a cuchilladas, requería de una respuesta sangrienta que sirviera de escarmiento definitivo para los palmirenos y de aviso para cualquier otra ciudad o región que pretendiera seguir su ejemplo. De otra parte, y pese a la conquista y el saqueo del año anterior, Palmira y los palmirenos seguían siendo ricos, y los legionarios estaban convencidos de que en esta ocasión su emperador les permitiría saquearlos impunemente.

El día anterior al del asalto, Aureliano reunió a los tribunos, generales y altos oficiales en su pabellón.

—Hace ahora nueve meses conquistamos esta ciudad. Entonces concedí el perdón a la mayoría de sus habitantes, ¿qué creéis que deberíamos hacer ahora? —les preguntó.

El tribuno de mayor antigüedad, de rango senatorial, alzó su brazo y habló:

—Palmira debe ser arrasada. Tras la batalla de Zama, Roma decidió no destruir Cartago y de nuevo se rebeló contra nosotros y tuvimos que acudir a una nueva guerra. Este caso es similar; si no la destruimos, volverá a suponer un problema.

—Yo estoy de acuerdo —añadió otro tribuno.

Uno a uno, los oficiales de las dos legiones ratificaron la opinión de los tribunos y algunos propusieron que se permitiera a los legionarios saquear la ciudad.

—Sabéis bien, pues hace años que combatís a mi lado, que siempre he exigido a mis hombres una severa disciplina. Nunca he permitido ni que se robara ni que se saquearan las ciudades o aldeas conquistadas.

—Perdona que te interrumpa, augusto —intervino el tribuno de mayor rango—, pero este caso es especial. Los palmirenos no nos declararon la guerra; se comportaron como traidores y asesinos al degollar a nuestros compañeros de armas en un complot criminal. No puede haber perdón alguno para su comportamiento.

—Tal vez tengáis razón, pero no podemos dejarnos llevar por el justo sentimiento de la venganza. Palmira es una ciudad estratégica para el Imperio. Si la destruimos, tal vez nos sintamos confortados por haber hecho justicia ante nuestros compañeros muertos, pero si desaparece se irá con ella una fuente de riqueza que puede ser muy útil. Sabéis bien que las arcas del erario imperial están vacías y que cada año que pasa es más oneroso mantener nuestro ejército, sin el cual los bárbaros se presentarían a las puertas de Roma en un par de meses. La construcción de la nueva muralla y el mantenimiento de las fortalezas en el limes del Rin y del Danubio, en el norte de Britania y en los desiertos de África acaparan casi todos los impuestos que recaudamos. Y además está Persia, cuya amenaza sigue pendiendo sobre Roma. Si destruimos Palmira, los persas podrían presentarse de nuevo en Antioquía o Damasco sin nadie que los frenara en su camino —alegó Aureliano.

—Tienes razón, augusto, pero deja al menos que durante un día nuestros soldados ejerzan su venganza.

El comandante de la guardia imperial se acercó hasta Aureliano y le bisbisó algo al oído. El emperador asintió con la cabeza.

—Me acaban de comunicar que ante nuestro campamento se ha presentado una delegación de ciudadanos de Palmira y ofrecen rendirse si perdonamos sus vidas y no destruimos su ciudad.

—No tienen ninguna baza para negociar la rendición. Deja que nuestros hombres se venguen, augusto. Un día, sólo un día.

Aureliano se quedó pensativo por unos largos instantes y, ante la expectación de su Estado Mayor, al fin habló:

—De acuerdo. Mañana a la salida del sol los legionarios entrarán en la ciudad y les dejaré hacer, pero sólo hasta mediodía. Cuando el sol esté en lo más alto sonarán las trompetas y cesará el saqueo. Si después de ese momento algún legionario sigue en ello, será ejecutado de inmediato.

»Decidle a los mensajeros de Palmira que quienes lo deseen podrán salir de la ciudad, dispondrán para hacerlo del tiempo que va del alba a la salida del sol, pero lo harán sin llevar nada consigo. Los que decidan quedarse dentro deberán atenerse a las consecuencias.

Y así ocurrió. Como había dispuesto el emperador, con las primeras luces del alba sonaron las trompetas y unos centenares de palmirenos salieron por las puertas huyendo de la masacre anunciada. Otros muchos se quedaron en sus casas, esperanzados en que los romanos se limitarían a saquear sus moradas y sus riquezas. Justo cuando el arco amarillo del sol comenzó a rayar en el horizonte sonaron de nuevo las trompetas y los legionarios se lanzaron al pillaje.

Palmira fue saqueada, muchos de sus hombres ejecutados, sus mujeres violadas y luego asesinadas y con ellas sus hijos, incluso los más pequeños; ni siquiera los ancianos fueron respetados.

A mediodía sonaron de nuevo las trompetas y cesaron el saqueo y las matanzas. Aureliano entró en Palmira y contempló el terror que habían aplicado sus legionarios.

Centenares de cadáveres aparecían diseminados por las calles en medio de charcos de sangre que teñían las calzadas de macabras manchas marrones. Todas las casas presentaban sus puertas quebradas y de muchas de ellas salía un humo negruzco y un repelente olor a muerte y a destrucción.

Los aquilíferos de la III Legión Cirenaica se cebaron con el templo del Sol. La mayoría eran ciudadanos de Bosra y no habían olvidado que los palmirenos arrasaron y destruyeron el templo de Bel de su ciudad cuando la ocuparon en tiempos del gobierno de Zenobia.

Los supervivientes y los que habían salido de la ciudad al alba, que habían quedado concentrados en el valle de las tumbas, fueron conducidos a la plaza del ágora y a la escena del teatro. Los que habían sobrevivido a la matanza no constituían ni siquiera la cuarta parte de los habitantes que tenía Palmira antes de ser sometida a la ira de las legiones. Entre ellos estaba Aquileo, el caudillo y principal instigador, que se había proclamado emperador de Oriente.

—Borpha, Tybul, Hegión, Bolha, Barates, Shaqai, Maani, Cálices, Hagago, Themes, Estásimo… —un escriba fue leyendo unas listas escritas en rollos de papiro con los nombres de los implicados en la revuelta según los informes que el gobernador Marcelino había hecho llegar a Aureliano.

Los citados que todavía quedaban vivos fueron identificados, separados del grupo y conducidos al exterior de la puerta de Damasco, donde fueron degollados.

Aureliano perdonó la vida a los demás supervivientes y dejó la decisión sobre Aquileo para el final. Al sobrino de Antioco Aquiles le esperaba una muerte terrible.

—De modo que tú eres el causante de todo esto. Me han dicho que eres pariente de Zenobia.

—Mi tío, Antioco Aquiles, fue socio de su padre, y ambos se consideraban casi como hermanos.

—¿Por qué lo hiciste? Sabías que no podías vencer.

—Me cegó la ambición. Soy un hombre de condición humilde que fui adoptado por Antioco. Creí que me convertiría en su hijo y que heredaría toda su fortuna. Yo lo amaba, pero él le legó la mitad a Zenobia… Yo, yo…

—Quitadle las cadenas. Eres libre —sentenció Aureliano.

Aquileo no creía lo que estaba oyendo; los generales de Aureliano se miraron sorprendidos.

—Pero, augusto, este hombre ha sido el culpable del asesinato de seiscientos soldados romanos —alegó un tribuno sorprendido por la decisión.

—«El perdón es mejor que la venganza», dijo un filósofo griego —se limitó a comentar Aureliano.

—Gracias, mi señor. —Aquileo se arrojó a los pies del emperador.

—Hoy mismo saldrás de esta ciudad para no regresar jamás; si vuelvo a verte te aseguro que no tendré piedad y ordenaré que te descuarticen con caballos y arrojen tus despojos a los perros. Vete a Persia, o al fin del mundo si lo prefieres, escóndete allí y no se te ocurra regresar nunca. Eres un tipejo insignificante, indigno siquiera de ser juzgado por un tribunal de Roma.

Aureliano miró a sus generales y a sus tribunos; ni uno solo se atrevió a replicar su decisión.

—¿Qué hacemos con los supervivientes y con la ciudad, augusto? —le preguntó un tribuno.

—Requisad cuanto quede de valor y liberad a esas gentes, que vuelvan a sus casas y reanuden sus actividades. Dejaremos aquí una guarnición de dos cohortes y cuatro escuadrones de caballería. Todas las demás tropas disponibles partirán de inmediato hacia Alejandría. Una vez sofocada la rebelión de Firmo, los legionarios recibirán una buena compensación y podrán disfrutar de un descanso. Los que más destaquen en el combate tendrán un puesto en las cohortes pretorianas de Roma.

El emperador recorrió la ciudad y se detuvo ante el gran santuario de Bel, que había sido muy dañado por los legionarios de Bosra. Aureliano ordenó que se restaurara de inmediato y se reanudara el culto en exclusiva al dios Sol, aunque autorizó que los palmirenos se dirigieran a él con el nombre de Bel. Tras la victoria, prometió que erigiría en Roma un templo dedicado al dios Sol, al que le atribuía la protección de sus soldados en las batallas, y ordenó que se requisaran varias estatuas de buena factura dedicadas al Sol, obra sin duda de escultores griegos, para ser enviadas a Roma.

Antes de partir, Aureliano dispuso que se destinaran tres libras de oro, algunas gemas del tesoro de Zenobia y mil ochocientas monedas de plata de las requisadas a los palmirenos para reconstruir lo destrozado por los legionarios y reponer los adornos destruidos y arrancados, y ordenó que se remitiera una carta al Senado de Roma para que enviara a un pontífice para que volviera a consagrar el templo una vez restaurado.