Bizancio, orillas del Bósforo, principios de 273;
1026 de la fundación de Roma
La próspera ciudad de Bizancio había sido fundada muchos siglos atrás por colonos griegos de la ciudad de Megara. Rezaba una leyenda que el oráculo de Delfos, ante la consulta de los colonos sobre cuál sería el mejor emplazamiento para su nueva ciudad —pues estaban a punto de zarpar en busca de un lugar en el que establecerse—, auguró que la debían fundar «frente a la ciudad de los ciegos». Los de Megara no entendieron en principio el mensaje, pero navegaron por el Egeo siempre hacia el norte, atravesaron el Helesponto y cuando iban a salir del mar de Mármara divisaron una península en la orilla occidental del estrecho del Bósforo, justo enfrente de una colonia llamada Calcedonia. El caudillo de la expedición era Bizas, quien interpretó que «la ciudad de los ciegos» a la que había hecho alusión la sibila de Delfos no podía ser otra que Calcedonia, pues sus fundadores no se habían dado cuenta de que el mejor lugar para ubicar una ciudad en esa zona era precisamente la orilla que habían desechado. Bizas decidió fundar su nueva ciudad en esa península y la nueva ciudad se llamó Bizancio en reconocimiento a su agudeza.
Ubicada en la punta de una península, sobre siete colinas, como la propia Roma, desde su acrópolis se dominaba el paso del Bósforo, una larga y estrecha lengua de mar que unía el Ponto Euxino con el Mármara, punto estratégico fundamental en las rutas comerciales y militares porque allí confluían los caminos entre el norte y el sur y el este y el oeste de la mitad oriental del Imperio romano.
La flota imperial se fue acercando hacia el llamado Cuerno de Oro, un amplio estuario que por sus extraordinarias características se consideraba el mejor puerto de todo el Mediterráneo y el más seguro, pues estaba protegido de todos los vientos, no había corrientes marinas peligrosas y no le afectaban las mareas.
Decenas de barcos se alineaban en los malecones junto a los mercados de la ciudad, siempre rebosantes de mercancías procedentes de medio mundo.
—Fondearemos en Bizancio sólo el tiempo necesario para reponer suministros y seguir hacia el Danubio —anunció Aureliano a Zenobia, que había permanecido en silencio desde la muerte de su hijo.
—Tu éxito es tu condena.
—¿Qué significa eso?
—Que estás condenado a librar una guerra tras otra. Los romanos habéis construido un imperio sobre una única razón: la guerra. Y no os queda otro remedio que seguir eternamente en guerra si queréis mantenerlo. Y la historia demuestra que eso no puede ser. Si has leído a los grandes historiadores como Heródoto, habrás comprendido que todos los grandes imperios que en el mundo han sido han acabado descompuestos, y de algunos de ellos sólo quedan las ruinas de un pasado de esplendor o la memoria en los libros de historia.
—Recuerdo que cuando visité tu ciudad como embajador imperial alguno de tus cortesanos comentó algo parecido. Yo le respondí que Roma era eterna. Los romanos no somos como los asirios o como los egipcios, señora. El espíritu romano es el que nos hace fuertes. Hubo un tiempo en el que el temido Aníbal empujó a Roma hasta el mismo borde del abismo. En aquella extrema situación cualquier otro pueblo se hubiera rendido, pero Roma se resistió a ser vencida; a pesar de las derrotas, nuestros generales, nuestro Senado y nuestro pueblo juraron combatir hasta el final, hasta la última gota de sangre del último hombre romano. Pese al valor de Aníbal y a su audacia, ganamos aquella guerra y conseguimos alzarnos con la supremacía en el mundo. Desde entonces, y hace ya medio milenio de ello, Roma es la señora y dueña de este mundo. Los romanos solemos decir que es eterna porque cuando caiga Roma, todo caerá con ella.
—En eso os parecéis a los cristianos, que están convencidos de que un día, que ellos llaman el del Juicio Final, se producirá el fin del mundo…
—No tengo nada que ver con esos cristianos, y en cuanto a sus supercherías, no son otra cosa que falsos augurios para asustar a viejas, engatusar a esclavos y ganarse adeptos entre los más débiles de espíritu —asentó el emperador.
—A veces, ciertos augurios se cumplen; cuando te dirigías hacia Palmira con tus legiones se comentaba que a lo largo de tu vida hubo varios augurios que anunciaban que ibas a ser emperador.
—Sí, algo de eso he oído —ironizó Aureliano.
—Me gustaría saber si es cierto cuanto se decía sobre esos presagios y si se han cumplido.
—¿A cuáles te refieres?
—A la serpiente que se enroscaba en la palangana donde te lavaba tu madre cuando eras un niño y a la que nadie podía dar muerte.
—Si ocurrió así yo era demasiado pequeño; comprenderás que no lo recuerde. Pero sí, mi madre me dijo alguna vez que una serpiente inofensiva solía aparecer en el cuarto donde yo dormía y que acudía a esa palangana para beber su agua. En varias ocasiones los criados de mi madre intentaron matarla, pero siempre se escapaba y volvía una y otra vez; imagino que lo que buscaba era el agua caliente que allí colocaba mi madre para bañarme.
—También dicen que de niño vestías un manto púrpura, el color reservado a los emperadores de Roma.
—Sí, eso es cierto. Lo recuerdo bien. Era un manto de lana de muy buena factura y gran calidad. Fue un regalo de un emperador, creo que de Filipo, a mi madre. Se lo entregó en una ocasión en la que visitó el templo del Sol en el que ella era sacerdotisa. Se trataba de un manto pequeño, sólo útil para un niño, y mi madre me lo entregó para que me cubriera con él en invierno.
—¿Y el episodio del águila?
—Nunca he llegado a saber si aquello fue cierto. Se llegó a decir que a las pocas semanas de mi nacimiento, y estando fajado en mi cuna, una águila me cogió entre sus garras y, sin hacerme el menor daño, me depositó sobre el altar de un templo dedicado al dios Júpiter. Pero este episodio lo he escuchado siendo emperador y no antes de mi proclamación. Algunos de los que merodean alrededor de los poderosos sólo están pendientes de halagar nuestros oídos; son esos los que han interpretado que esa águila era el mismísimo Júpiter.
—Los dioses domésticos tampoco dejaron de manifestar sus deseos de que fueras tú el futuro emperador, según he escuchado.
—Sí; cuando ya era general en mis establos nació en una ocasión un novillo completamente blanco a excepción de una mancha de color púrpura sobre la testuz en la que algunos creyeron leer la palabra «Ave». Bueno…
—Me refería a las rosas de oro —comentó Zenobia.
—Aquello no fue del todo como se cuenta. Es verdad que una primavera, siendo general de caballería de la III Legión, en el jardín de mi casa brotaron unas rosas cuyos pétalos eran de un color similar al púrpura, pero te aseguro que no eran de oro, como algunos han dicho.
—¿Y la pátera que te regaló el rey Sapor de Persia? Ese regalo es el que los persas reservan para los que consideran sus iguales, y tú sólo eras un tribuno delegado de Roma ante los sasánidas.
—Fue un gesto de Sapor para mostrar que no reconocía a Galieno como emperador de Roma. Todavía la conservo. Tiene un sol grabado en el centro, y hace tiempo que sólo rezo al Sol, es el único dios en el que creo. También me regalaron un elefante. Se dice en Roma que soy el único ciudadano romano propietario de uno, lo que se explicó como una señal más de que yo era el elegido para la púrpura. En realidad se trataba de una vieja hembra que tenía dificultades para caminar; ni siquiera valía para los juegos del circo, de modo que tuve que sacrificarla. ¿Y tú?, ¿también estuviste rodeada de señales antes de convertirte en reina de Palmira y de Egipto?
—No. Los historiadores no han tenido tiempo de inventar un relato sobre ello. Tú no les has dado ocasión de hacerlo. Sólo Calimaco escribió un memorial sobre mi linaje, donde se demuestra que soy descendiente de Dido de Cartago y Cleopatra de Egipto.
—Los historiadores no deberían falsificar el pasado —comentó Aureliano.
—Cuanto se describe en esa historia es cierto.
—Todas las historias tienen algo de invención.
—Si así piensas, tendrías que ordenar que se escribiera una nueva historia de Roma.
Aureliano sonrió ante la ironía de Zenobia.
—Eres una mujer brillante y con una sagacidad fuera de lo común. Ahora comprendo por qué Oriente cayó rendido a tus pies. No era sólo por tu belleza; dentro de ese hermoso cuerpo hay mucha inteligencia.
—Les di la esperanza de ser libres.
—No; les ofreciste la ilusión de tenerte como reina, y bastó para poner en marcha un imperio. Pero Roma no podía ceder en eso.
—Hubiera sido mucho mejor para el mundo que hubieras aceptado la paz y hubieras consentido la existencia pacífica de dos imperios. Hubiéramos evitado muchas muertes.
—La muerte es inevitable, mi señora. Tarde o temprano, la negra parca siempre aparece para arrastrarnos al otro mundo.
Zenobia se apoyó en la baranda de la trirreme.
—Esa ciudad —dijo la reina mirando a Bizancio— pudo haber sido parte del imperio de Palmira.
Aureliano contempló la belleza de Zenobia; la suave brisa que soplaba sobre el Cuerno de Oro agitaba el velo de seda con el que cubría su cabeza; su transparencia dejaba entrever su cabello negro y brillante.
—Toda mi vida he sido un soldado, solamente un soldado, pero te aseguro que si te hubiera conocido antes…
—No. No sigas, augusto, no hay marcha atrás. No se puede cambiar el pasado, ni siquiera los dioses pueden hacerlo, ni siquiera tu dios Sol, el único en el que yo creo.
—Había pensado en llevarte conmigo al Danubio, pero creo que será mejor dejarte aquí, en Bizancio, mientras yo soluciono la rebelión de los carpi.
—¿Crees que yo sería un estorbo en tu campaña militar? Te aseguro que he participado en algunas otras.
—Una mujer como tú es capaz de causar un hondo desasosiego en cualquier hombre, y cuando se está en campaña toda la atención debe estar centrada en la batalla.
—Tienes miedo —asentó Zenobia.
—¿Miedo? Jamás he rehusado un combate.
—No, no me refería al miedo a la guerra, sino miedo de mí, de una mujer.
Aureliano no contestó a la pregunta; en el fondo de su corazón Zenobia le provocaba una extraña inquietud.
—Te quedarás aquí, en Bizancio. En cuanto regrese, viajaremos a Roma.
La campaña de Aureliano contra los carpi duró dos meses, los más crudos del invierno. Con los veteranos de las legiones con las que había conquistado Palmira y con el apoyo de varias cohortes de las legiones I Itálica y XI Claudia, acantonadas en sus campamentos de Novae y Durostorum, a orillas del Danubio, arrasó a los carpi en dos batallas, capturó y ejecutó a los caudillos promotores de la revuelta y trasladó a los supervivientes a la región del bajo Danubio. A los que le juraron fidelidad les concedió tierras a cambio de la promesa de mantenerse leales a Roma y de ayudar a los legionarios de la V Macedónica en la defensa de esa zona del limes. Los que no lo hicieron fueron vendidos como esclavos o ejecutados.
Por esa victoria, Aureliano recibió del Senado el título de cárpico máximo y una nueva corona de oro. Además, al inicio de aquel año fue elegido cónsul de Roma por segunda vez.