Capítulo XLIV

Playa de Trípoli, en la costa siria, últimos días de otoño de 272;

1025 de la fundación de Roma

—No es seguro navegar por estas aguas en esta época del año, augusto. Sería más conveniente viajar hasta Bizancio por tierra y procurar atravesar las montañas de los Balcanes antes de que caigan las nieves en lo más duro del invierno; si nos apresuramos, podríamos estar a las puertas de Italia a fin de año —propuso el almirante de la flota romana al emperador.

—Eso nos llevaría al menos un mes. Mi intención no es llegar a Roma cuanto antes, sino invernar a orillas del Danubio. En primavera quiero dar un buen escarmiento a los bárbaros, entre los que ya se habrá corrido la noticia de nuestra victoria en Palmira y en todo Oriente. Debemos dejar claro que el Ponto Euxino y el Egeo son dos mares romanos y que nadie puede saquear sus costas impunemente, como han hecho los bárbaros en tantas ocasiones en los últimos años.

—Pero el tiempo desaconseja navegar…

—Bordearemos Anatolia hasta llegar a Bizancio. Una vez allí ya decidiré cómo proseguir.

En dos días se cargaron en las naves romanas los tesoros de Palmira, los cofres con las piedras de oro y de plata, las piedras preciosas, las armas, las estatuas, las piezas de seda y de lino e incluso algunos animales entre los que estaban dos de los tres leones de Zenobia, ya demasiado viejos como para despertar temor, convertidos en animales tan dóciles que más parecían grandes canes domésticos que salvajes fieras.

El esfuerzo para trasladar a través del desierto de Siria las riquezas de Palmira fue extraordinario. Las estatuas se transportaron en enormes carretas, alguna de ellas construida expresamente para la ocasión, y los cofres con los mejores tesoros se cargaron en los dos carros que usaban Zenobia y Odenato, decorados con láminas de plata, que fueron conducidos por los propios generales de Aureliano.

Mientras aguardaba en la playa de Trípoli a que se cargara en los barcos todo lo requisado, Zenobia se acercó al emperador.

—Mi hijo no se encuentra bien. No debería emprender este viaje. La humedad del mar y el viento frío del invierno pueden provocar un agravamiento de su estado.

—En ese caso, déjalo aquí. Ordenaré al gobernador de Trípoli que lo cuide hasta que recupere la salud, y que luego lo envíe a reunirse contigo en Roma. Dispondré que lo atiendan los mejores médicos de esta provincia.

—No quiero separarme de él.

—Entonces tendrá que venir con nosotros. No puedo retrasarme ni un momento más.

—Permite que nos quedemos los dos. Te prometo que no intentaré escapar y que acudiré a donde me reclames cuando mi hijo esté curado.

—No. Tú vienes conmigo, señora. En cuanto a tu hijo, puedes llevarlo con nosotros o dejarlo aquí, como desees.

—Debemos apresurarnos, augusto —intervino el almirante—. La flota está preparada. Cuanto más tardemos en partir peores serán las condiciones.

—Tú decides —le dijo el emperador a Zenobia.

—Mi hijo vendrá conmigo.

—En ese caso, prepárate para partir.

Mar Egeo, finales de 272;

1025 de la fundación de Roma

Alineadas como una interminable hilera de hormigas, las naves romanas bogaban hacia el oeste bordeando las costas del sur de Anatolia. El cielo estaba gris; un viento frío y húmedo empapaba las velas y obligaba a los remeros a emplearse con fuerza.

Anochecía. Sobre la cubierta de proa del Estrella de Iliria, una trirreme en la que viajaban Zenobia y el emperador, la reina de Palmira contemplaba el horizonte marino. A su lado, Vabalato la miraba sin entender qué estaba pasando.

—¿Adónde nos llevan, madre?

—A Roma.

—No quiero ir.

—No te preocupes, estaremos bien. Te gustará. Dicen que es la ciudad más grande del mundo y que está llena de diversiones.

En ese momento, redonda y plena como una bandeja de plata, la Luna comenzó a surgir de las aguas.

—La Luna —dijo el pequeño señalando al astro de la noche.

—¿Sabes que ahí vive gente?

—¿En la Luna? —se extrañó Vabalato.

—Sí. Lo cuenta un escritor llamado Luciano de Samosata. En la biblioteca de Alejandría leí un libro suyo titulado Historias verdaderas; en él dice que estuvo en la Luna.

—Cuéntamelo.

—De acuerdo, pero es hora de acostarse.

La reina y su hijo se acomodaron en la pequeña camareta de popa que Aureliano les había designado para que viajaran con cierta intimidad.

—¿Cómo llegó ese escritor a la Luna?

—Cuenta que estaban navegando por el mar más allá de las columnas de Hércules y de pronto se desató una enorme tormenta. Los vientos eran tan fuertes que la nave voló por los aires arrastrada por el huracán y fue ascendiendo durante siete días hasta que al octavo llegaron a una isla redonda y brillante. Los marineros desembarcaron en la isla y en cuanto pusieron pie en tierra fueron capturados por los hipogipos, unos hombres que vuelan sobre el lomo de buitres gigantes de tres cabezas, y llevados ante su rey. Este los reconoció por los vestidos y dedujo que aquellos marineros eran griegos.

—¿Y cómo lo supo?

—Porque él también lo era. Se llamaba Endimión y les dijo que había sido raptado de la Tierra mientras dormía, y que lo habían hecho rey de aquel país, que era la Luna. Les reveló que sus habitantes estaban ahora en guerra con los del Sol, cuyo rey se llamaba Faetonte, y les pidió ayuda a cambio de una enorme fortuna.

—¿Y por qué estaban en guerra? —Vabalato tenía los ojos abiertos y escuchaba a su madre ensimismado.

—Porque Endimión había enviado a los pobres de la Luna a colonizar el Lucero del Alba, que estaba desierto, y aquello no le pareció bien al rey del Sol. A la mañana siguiente sonaron las alarmas en la Luna porque el ejército del Sol se acercaba. Era un gran ejército, formado por soldados muy extraños: pájaros cubiertos de vello en vez de plumas, pulgas del tamaño de un elefante, seres vestidos con amplias túnicas a modo de velas con las que podían volar… Y así fue como se dio la batalla entre los ejércitos del Sol y de la Luna.

—¿Y quién ganó?

—Pues en principio parecía que habían ganado los de la Luna, pero se descuidaron y los del Sol, que se habían retirado, regresaron para ganar la batalla. Los habitantes del Sol construyeron una gran muralla para impedir que su luz iluminara la Luna, de modo que esta quedó sumida en una noche permanente, en un fenómeno que desde la Tierra llamamos eclipse.

»El rey de la Luna envió una embajada al del Sol para pedirle que derribara esa muralla, pues no querían estar en la oscuridad, y a cambio le prometió que nunca más le haría la guerra y que le pagaría tributos.

—¿Y se firmó la paz?

—Sí. Y además se acordó que la colonización del Lucero del Alba la harían en común los habitantes del Sol y de la Luna, y que ambos dejarían que los habitantes de los demás astros se gobernaran por sus propias leyes. Los marineros griegos fueron liberados y regresaron a la Tierra viajando en su nave entre las estrellas.

Los ojos de Vabalato se habían cerrado.

Zenobia meditó sobre la obra de Luciano de Samosata y no le pareció tan absurda. Estimó que si todos los gobernantes del mundo la leyeran y la entendieran, quizá no habría tantas guerras.

Dejaron atrás la isla de Rodas sin fondear en su famoso puerto, antaño protegido por el Coloso, una estatua tan enorme que los barcos entraban por la bocana pasando bajo sus piernas, y pusieron rumbo norte, directos hacia las costas de Macedonia.

Zenobia le preguntó al capitán del Estrella de Iliria por la ubicación de Atenas.

—Queda justo al oeste, señora, a unas ciento cincuenta millas de nuestra actual posición. Con viento favorable, en un par de jornadas estaríamos allí.

—¿Conoces Atenas? —Aureliano había escuchado la pregunta de Zenobia y se interesó por ello.

—No. Deberías saberlo.

—La mayoría de mis predecesores en el imperio de Roma han sentido una especial atracción por esa ciudad. El augusto Adriano la consideraba su favorita, y yo mismo he sido invitado por el Consejo para ser investido como arconte de Atenas.

—Me han hablado mucho de ella.

—Sé que también pretendías ser reina de Grecia. Tal vez ese consejero tuyo, Longino, no te explicó que a los atenienses no les gustan los reyes.

—Grecia es parte de Oriente, y el imperio de Palmira se hubiera extendido hasta allí. Ambos, palmirenos y romanos, debemos mucho a los griegos, ¿no crees? —Zenobia recordó de nuevo a Giorgios, y pensó en su amante muerto.

—Grecia enseñó muchas cosas al mundo, y sus filósofos nos educaron en la sabiduría, pero ahora la dueña y señora de ese mundo es Roma, mi señora —replicó Aureliano.

—Una vez que nos muestres como trofeos de guerra en Roma, ¿qué piensas hacer con nosotros?

—Todavía no lo he decidido. Si fuera un monarca oriental, tal vez te incluiría en mi harén como una más de mis concubinas, pero los romanos somos monógamos y yo ya tengo esposa.

El emperador contemplaba el hermoso rostro de Zenobia; su brillante cabello negro estaba cubierto con un pañuelo de seda. Habían pasado varios años desde que la viera por primera vez en Palmira pero no había perdido un ápice de su extraordinaria belleza. En verdad que ningún hombre en el mundo podía mostrarse indiferente ante la que fuera reina de Oriente.

—Yo también tuve un esposo.

—Un fiel servidor de Roma. Debiste haber aprendido de él y seguir su camino. Si te hubieras mantenido fiel a Roma, ahora seguirías siendo la señora de Palmira y no una cautiva.

—Mi esposo anhelaba una Palmira libre y yo no hice otra cosa que llevar adelante su plan.

—Si no hubiera sido asesinado, tal vez las cosas hubieran sido diferentes.

—Yo no tuve nada que ver con su muerte, si eso es lo que insinúas. Los romanos me acusasteis de ser la instigadora de su muerte y divulgasteis toda una sarta de mentiras y falsedades para perjudicarme y poner así a la gente de Palmira en mi contra —protestó Zenobia.

—Tal vez alguno de mis predecesores así lo creyera, pero yo estoy seguro de que el asesinato de tu esposo no fue promovido por ti; en caso contrario hubiera ordenado que te ejecutaran como responsable de la muerte de un leal servidor de Roma. Pero tampoco creo que fuera obra de ese pariente suyo.

—Meonio —precisó Zenobia.

—… Meonio, sí; se trataba de un tipo demasiado insignificante como para tramar la muerte de Odenato por sí solo.

—¿Y quién crees que fue el asesino?

—Los persas, por supuesto. Eran ellos quienes más ganaban con la desaparición del caudillo que los había vencido en todos los combates y había devuelto a Roma la seguridad en las fronteras del Eufrates. Sapor estaba convencido de que si Odenato encabezaba el mando del ejército romano en Oriente, Persia acabaría cayendo en poder de Roma.

—¿Tienes pruebas de lo que dices?

—No, claro que no. Pero en Roma, cuando sucede un caso de este tipo, siempre nos preguntamos a quién beneficia. Y es evidente que los más beneficiados con el asesinato de tu esposo fueron los persas. Ese pariente de Odenato no tenía la menor posibilidad de sucederle en el trono; alguien lo utilizó para llevar a cabo el asesinato, y sólo pudo ser el rey de Persia.

—Cuando ordené que apresaran a Meonio estaba celebrando un banquete. ¿No te parece una prueba concluyente?

—En Roma, cualquier abogado que hubiera defendido a Meonio ante pruebas tan endebles hubiera logrado su exculpación. Nuestro derecho nos garantiza la defensa en los tribunales de justicia. Tú no dejaste que se defendiera en un juicio y ordenaste su ejecución inmediata sin darle la oportunidad de hablar. Te precipitaste, pues con un interrogatorio inteligente hubieras obtenido datos de interés y tal vez tu decisión final hubiera sido diferente.

—No, estoy segura de que no me equivoqué. Meonio era culpable y pagó por ello.

—En Palmira sois muy expeditivos; en Roma no hacemos las cosas así.

—Sé muy bien cómo os las gastáis en Roma. Casi todos tus predecesores han sido asesinados ejerciendo el cargo de emperador y ha habido ocasiones en que no menos de una docena de generales se ha proclamado al unísono. Los romanos sois los menos apropiados para dar lecciones al respecto, augusto.

—Perdona, señora, no he pretendido molestarte. Sé que el recuerdo de tu esposo muerto no es agradable, te pido excusas por mi torpeza.

Aquel tipo, de aspecto rudo y poderoso, podía ser delicado y amable si se lo proponía, y aunque en el campo de batalla se mostraba como un implacable luchador, en los salones de los palacios era capaz de comportarse como el más elegante de los cortesanos.

—El tiempo es inusualmente bueno para esta época del año. Podemos seguir el rumbo, atravesar los estrechos y navegar por el Ponto hasta el delta del Danubio; si no nos detenemos y el tiempo sigue así, ganaremos un par de días al menos en este viaje —confirmó el almirante.

Ese era el plan trazado, pero Aureliano había recibido una inquietante noticia. Un mensajero llegado en un barco desde Atenas que había recorrido el Egeo en busca de su emperador le anunció que la tribu de los carpi, un pueblo semibárbaro asentado a orillas del Danubio, se había rebelado contra Roma y había atacado algunas guarniciones de la I Legión Itálica, una de las más prestigiosas del Imperio.

—Sigue rumbo al Ponto; nos aprovisionaremos en Bizancio en el menor tiempo posible, atravesaremos el Bósforo, navegaremos hasta las bocas del Danubio, lo remontaremos y caeremos sobre las espaldas de los carpi; no puedo presentarme en Roma con la frontera del norte en llamas y la Galia en rebeldía.

Cuando Zenobia fue informada de que iban a acelerar la marcha todo lo posible se inquietó. Protestó ante Aureliano y se quejó de que su hijo no mejoraba y de que la humedad del mar le había provocado un empeoramiento.

Uno de los médicos del emperador lo examinó y concluyó que el muchachito no tenía nada grave.

Pero aquella misma noche Vabalato tuvo un acceso de fiebre. Ardió empapado en sudor a pesar del frío. Zenobia lo abrigó con una manta de lana y le procuró calor con su propio cuerpo, pero el niño no dejaba de temblar y de sudar. Zenobia pidió de nuevo que trajeran al médico, que se presentó enseguida medio adormilado.

—Esta calentura es normal, señora; se trata de un simple enfriamiento que se le pasará en dos o tres días. Ten paciencia —le dijo.

—Hace varias semanas que presenta este aspecto.

—Es un muchacho fuerte, sanará.

A la mañana siguiente agonizaba.

La flota romana estaba a unas pocas millas de la embocadura del Helesponto, el estrecho que comunica el Egeo con el mar de Mármara. Justo a unas pocas millas del estrecho, Vabalato sufrió una subida de la fiebre y resultó afectado por convulsos temblores. A mediodía murió.

Zenobia no derramó una sola lágrima. Se limitó a mantener el cuerpo de su niño muerto junto a ella hasta que se enfrió y comenzó a ponerse rígido.

—La reina no quiere separarse del cadáver de su hijo, pero no podemos llevar con nosotros a un muerto. Galeno estimaba que muchas enfermedades se transmiten por inhalación; si ese sabio griego estaba en lo cierto, la enfermedad que ha matado a este muchacho podría extenderse a todos los que navegamos en esta trirreme —informó el médico al emperador.

—Hablaré con ella —resolvió Aureliano.

En la pequeña estancia de proa, Zenobia se mantenía aferrada al cuerpo de Vabalato, rígido y frío medio día después de que expirara.

Aureliano pidió permiso para entrar pero nadie respondió. Golpeó con sus nudillos la puerta del camarote de Zenobia pero no hubo respuesta alguna. Aguardó unos instantes y ante la persistencia del silencio abrió y se encontró a la reina recostada en la cama con el pequeño muerto entre sus brazos envuelto en una manta roja.

—Mi señora —habló el emperador—, tu hijo ha muerto. Nada puedes hacer ya por él. Debes permitir que su alma regrese al mundo de la luz. Estoy seguro de que Mitra lo recibirá con agrado.

Zenobia alzó los ojos y contempló a Aureliano, que procuraba mostrar su rostro más amable y conciliador.

—Mi hijo… —balbució.

—Está muerto y su cuerpo no puede seguir a bordo. Dice el médico que con esta humedad se descompondrá pronto y podría provocar graves enfermedades a los demás. Lo siento, debemos desprendernos de él. Déjame que lo coja.

Aureliano se acercó despacio y tomó el cuerpo muerto del muchachito con sus manos. Zenobia no se resistió y lo soltó.

—Mi hijo…

—Tendrá un funeral digno de un príncipe.

Sobre la cubierta de la trirreme imperial dos carpinteros construyeron una pequeña balsa en cuyo centro colocaron una pira de leña y sobre ella el cuerpecito de Vabalato envuelto en un sudario de lino blanco y en la manta de lana roja. Con ayuda de unas cuerdas, varios marineros bajaron la balsa hasta colocarla sobre las olas y la soltaron. Arqueros equipados con flechas incendiarias lanzaron las saetas sobre la balsa, que comenzó a arder con rapidez gracias a que habían embadurnado la pira con grasa y betún.

La trirreme se fue alejando hacia el norte, en busca de la embocadura del Helesponto, dejando atrás la balsa en llamas donde se consumía el cadáver del muchachito que un día fue proclamado augusto de Roma, faraón de Egipto y emperador de todo el Oriente, y cuyo rostro ilustraba algunas monedas de oro.

Zenobia no quiso mirar; se limitó a arrebujarse en su manto de cálida lana y a fijar sus ojos en las colinas que enmarcaban el estrecho. De aquel mundo con que tanto había soñado, de aquel efímero imperio que gobernó como regente de su hijo, de aquellos planes para convertir a Palmira en el centro del mundo ya no quedaba nada. Ahora se había convertido en una mujer sola en medio de una tormenta, y únicamente le quedaban los lejanos recuerdos de un pasado que parecía haber sido tan sólo un sueño.