Capítulo XLIII

Palmira, principios de otoño de 212;

1025 de la fundación de Roma

El emperador había sido avisado por un correo de que el destacamento de caballería enviado en busca de Zenobia había tenido éxito y la traían de regreso a Palmira.

Más de la mitad de los soldados que habían defendido la ciudad habían muerto y la mayoría de los supervivientes estaban heridos y enfermos; muchos de ellos no tardarían en morir a causa de la gangrena de sus heridas. A los mercenarios que habían salvado la vida, Aureliano les ofreció enrolarse en su ejército como tropas auxiliares, lo que muchos de ellos aceptaron.

Las casas de los palmirenos fueron inspeccionadas y las riquezas que atesoraban se llevaron al palacio real, donde el emperador instaló su residencia. El tesoro de la ciudad fue confiscado. Los romanos se quedaron atónitos ante tanta riqueza acumulada: decenas de cofrecillos llenos de monedas de oro, joyas y piedras preciosas y numerosos rollos de seda de una calidad como jamás habían visto. En aquellos días el precio de una libra de seda casi equivalía en Roma al de una libra de oro, pero con tanta abundancia como se requisó, la seda bajó su precio a la mitad.

—Augusto, la rebelde ya está aquí. Ha pedido lavarse y vestirse con uno de sus trajes antes de que la recibas —le anunció el mayordomo de Aureliano.

—Dejadla que se asee y cuando esté lista traedla a mi presencia.

Zenobia pudo bañarse y quitarse el polvo del camino; pidió que le trajeran su vestido de seda rojo y algunas joyas. El emperador accedió, y la señora de Palmira se presentó con todo el esplendor de su belleza.

Aureliano era alto y musculoso, de porte elegante aunque vestía con la austeridad de un soldado y no con la pompa propia de un emperador. No era lujurioso y solía rechazar a las bellísimas mujeres que le ofrecían tras cada una de sus victorias, pero la visión de Zenobia lo excitó, si bien intentó disimular la impresión que le había causado.

—Me alegro de volver a verte, mujer. ¿Me recuerdas? —le preguntó en latín—. La primera vez que te vi, en este mismo lugar, yo era legado imperial en Mesopotamia y tu esposo Odenato gobernaba esta ciudad al servicio de Roma.

—Lo recuerdo, sí. —Zenobia también hablaba en latín, aunque sin la fluidez con la que se expresaba en griego, de manera que tenía que buscar palabras sencillas para mantener un diálogo.

—Nos has causado demasiados problemas. Dime, mujer, ¿por qué te atreviste a desafiar a los emperadores de Roma?

—A ti, que me has vencido, sí te reconozco como augusto y emperador, pero a otros que ocuparon ese puesto antes que tú, como el cobarde Galieno o el engreído Claudio, jamás los consideré como tales. Sé que para un soldado como tú es difícil comprender que haya sido una mujer quien ha puesto en peligro la unidad de tu imperio, pero también sé que no fui la única, que otra mujer llamada Victoria se alzó contra Roma en Occidente. Pensé que ya era hora de compartir con ella el poder y la gloria, una mujer reinando en Oriente y otra en Occidente; si hubiéramos vencido, el mundo hubiera cambiado —respondió la señora de las palmeras con altivez.

—Las mujeres deberíais ocuparos de otros menesteres propios de vuestra condición y dejar la política a los varones.

—Olvidas que en mis venas hay sangre de Cleopatra, la que fuera reina de Egipto.

—Y como ella en la batalla de Actium, huiste de Palmira en el fragor del combate. Las mujeres no sois capaces de soportarlo.

—No lo hice por cobardía, sino para evitar caer en tus manos.

—Lo que no has impedido. —Aureliano rio.

—Tu alegría por mi captura no será motivo de honor para tu fama futura; nadie te aclamará por haber vencido a una mujer.

El rostro de Aureliano mudó de rictus; de la sonrisa pasó a un gesto adusto y serio, incluso de cierto enfado.

—¿Qué puedo hacer contigo? Si te condeno a muerte, dirán de mí que soy un tirano cruel que quitó de en medio a una débil mujer; si te perdono y te dejo libre, tal vez vuelvas a rebelarte contra Roma y provoques otra guerra; si te envío al exilio, algunos dudarán de mi autoridad y propiciarán nuevas insurrecciones al confundir mi magnanimidad con debilidad.

—Soy tu prisionera; puedes hacer conmigo lo que te plazca.

—¿Y si te entrego a los legionarios como botín de guerra? Una mujer como tú les divertiría mucho. ¿Te imaginas? Serías su puta y abusarían de ti una y otra vez hasta cansarse, y luego te venderían en cualquier mercado para que rodaras de burdel en burdel hasta acabar vieja y agotada fregando los suelos del palacio de algún viejo ricachón persa.

—¿Puedo preguntarte una cosa?

—Dime.

—¿Qué has hecho con mis consejeros?

—Te honra que te preocupes por ellos. Tus generales cayeron en combate defendiendo las murallas. Zabdas fue abatido en la puerta de Damasco; era un buen estratega y me hubiera gustado contar con su experiencia en la guerra que algún día emprenderé contra los persas. Si se hubiera rendido y me hubiera jurado obediencia y lealtad, yo le hubiera ofrecido el mando de una legión, pero el muy cretino prefirió luchar hasta el fin por Palmira, o por ti, quién sabe. Y ese condenado griego, Giorgios de Atenas, peleó como un león, según me dijeron, hasta que sucumbió derrotado por uno de mis centuriones. Era un buen soldado. Imagino que ya sabes que sirvió a mis órdenes en el Danubio. Yo le enseñé cuanto sabía y él traicionó a Roma sumándose a tu rebelión. Si lo hubiéramos capturado con vida, lo hubiera despellejado vivo y lo hubiera crucificado en lo más alto de esos cerros pedregosos que dominan Palmira. Nos causó muchas bajas, de modo que le cortaron la cabeza y la arrojaron por encima de las murallas. Su cuerpo ardió en una pira donde quemamos a la mayoría de los muertos. Sus cenizas se confunden ahora con las arenas del desierto y espero que su alma vague entre las sombras del mundo de los muertos y sufra una eterna agonía.

—Giorgios sirvió a tus órdenes. Fue un soldado de honor que cumplió con el compromiso que había firmado con Palmira. No fue un traidor; merecía un mejor final.

—Lo sé, pero se equivocó de bando. Era un buen jinete y muy diestro en el manejo de la espada. En alguna ocasión me guardó la espalda cuando matábamos bárbaros en las fronteras de Dacia y siempre se comportó con valor y arrojo en el combate. Lástima que eligiera una causa perdida. Por cierto, me han dicho que fue tu amante —comentó Aureliano ante el amargo silencio de Zenobia—. Bueno, no me importa si te acostaste con ese griego, allá tú.

—¿Y los demás?

—Tu tesorero…

—Nicómaco.

—… nos ha sido muy útil para contabilizar cuanto hemos confiscado como indemnización por esta guerra pero, cumplida su misión, hace dos días ordené que lo ejecutaran. Ya no nos servía de nada y conocía demasiados detalles.

—No era un soldado; nada tenías que temer de él. En cuanto al historiador, Calimaco…

—… le ofrecí que escribiera una crónica de la conquista de Palmira en la que Roma fuera representada como la gran madre del mundo, victoriosa y justa, pero el muy cretino se envolvió en un manto de orgullo y se negó. Dijo que no se prestaba a falsificar la historia de Palmira ni la vida de su reina. Murió chillando como un cerdo cuando lo asaetearon mis arqueros.

—¿Y Longino?

—De todos tus acólitos, ese fue el peor. Él se encargó de rendir la ciudad cuando mis soldados ya habían ocupado todos los bastiones defensivos. Se presentó ante mí ufano como un pavo real, henchido de petulancia y de altivez. Hablaba como si fuera un dios…

—Era un filósofo —matizó Zenobia.

—Era un idiota insolente y descarado. Había perdido una ciudad, estaba preso y derrotado y no se le ocurrió otra cosa que mascullar un discurso repleto de peroratas sin sentido y hablarme de los siete sabios de Grecia y de la excelsitud de la literatura griega y de sus filósofos. Tal vez se había vuelto loco y creía estar impartiendo una lección en una escuela en lugar de estar rindiendo una ciudad a su conquistador. Era un perturbado incapaz de darse cuenta de la realidad en que vivía.

—¿Cómo murió?

—¿Por qué supones que ha muerto?

—Porque hablas de él en pasado.

—Lo crucificamos en las afueras de la puerta sur; allí debe de seguir su cadáver, pudriéndose bajo el sol si es que los buitres y los cuervos han dejado algún resto todavía. Me dijeron que, pese a no ser un soldado, murió con valor, sin emitir un solo grito de dolor ni una queja.

—Lo hizo como un estoico. Longino admiraba a Zenón de Atenas, un filósofo que bajo un pórtico de esa ciudad, una stoa, enseñaba a sus discípulos a ser fuertes y plantar cara a cualquier adversidad.

—Ya ves, todos los rebeldes que ampararon tu locura y te siguieron en tu vorágine de despropósitos están muertos. Sólo quedas viva tú… y tu hijo. Me aconsejan que os ejecute a los dos.

—¡No! Vabalato es sólo un niño.

—Tú eres la causante de esta guerra, pero tu hijo es quien aparece en las monedas y en las inscripciones y es él quien usurpa el título de augusto de Oriente. ¿No pretenderás que lo deje vivir para que cuando crezca reivindique sus derechos y su herencia al reino de Palmira y se convierta en un nuevo problema para Roma? ¿Qué crees que pensará cuando vea su nombre impreso en las monedas que tú has ordenado acuñar? Supondrá que fue el soberano de un imperio y querrá recuperar su trono.

—He visto morir a dos de mis tres hijos, y créeme si te digo que no hay mayor dolor para una madre.

—Mis soldados me piden a gritos que te entregue a ellos para que te ejecuten. Cuando se enteraron de que la patrulla que envié en tu persecución te había capturado y te traía de regreso, aullaron como lobos que acabaran de abatir a su más codiciada presa. Todos mis legionarios claman para que te condene a muerte y así vengar a sus muchos compañeros que tu rebelión ha dejado por el camino. Sí, a todos mis hombres les gustaría verte devorada en la arena del anfiteatro. Pero no, no sería digno de ti morir como tus insensatos consejeros. Estoy seguro de que en Roma les gustará verte cargada de cadenas, sometida al poder del Imperio, vencida y humillada. No, no te ejecutaré por ahora… Vendrás conmigo a Roma; serás la parte esencial del espectáculo de mi triunfo. Quiero que todos los ciudadanos observen derrotada a la mujer que desafió el poder de las águilas legionarias y que te contemplen humillada bajo las enseñas de las legiones victoriosas.

—¿Y mi hijo? —Zenobia parecía suplicar por él.

—No te preocupes, vendrá con nosotros. A los romanos también les gustará comprobar si su rostro se parece al de las monedas del falso emperador que ordenaste acuñar. Todas cuantas podamos requisar serán fundidas para acuñar otras nuevas con mi cara y mi nombre, y esas serán las que sufraguen la fiesta que organizaré en Roma para festejar este triunfo. ¡Qué ironía!, ¿no crees? El oro de los rebeldes será el que pague el coste de su propia humillación. Jamás debiste retar a Roma, mujer, jamás.

—Sólo has vencido en una guerra; pero habrá más, Aureliano, muchas más.

—Lo sé y las aguardo sin miedo. Hace tiempo que el destino de Roma es luchar y luchar. Pero no olvides, mujer, que Roma se ha hecho grande gracias a la guerra y así debe seguir siendo mientras Mitra nos proteja y el Sol Invicto nos ampare bajo su manto de luz.

En el viaje de regreso a Palmira, Zenobia había sido respetada por los soldados de la patrulla de caballería que la había apresado a orillas del Eufrates, pero Yarai fue violada repetidas veces por la mayoría de los que integraban aquel escuadrón. Noche tras noche fue vejada por los jinetes, que abusaron de ella hasta el amanecer. Cuando se ponían de nuevo en marcha con las primeras luces del día, la devolvían a la carreta donde viajaban Zenobia y su hijo Vabalato. Al avistar Palmira, la esclava apenas podía moverse; tenía los muslos repletos de cardenales y estaba completamente desmadejada. Zenobia hizo ademán de consolarla, pero recordó la delación a orillas del Eufrates y se contuvo. Al fin y al cabo no era sino una esclava que se había atrevido a desafiar a su dueña; tenía merecido cuanto le había sucedido, pensó.

A los tres días de llegar a Palmira, Yarai fue vendida a un mercader sirio que poseía uno de los más afamados burdeles de Damasco. El destino parecía abocarla a pasar el resto de sus días como prostituta en un lupanar.

En los días siguientes los romanos ejecutaron a todos aquellos palmirenos que fueron denunciados por sus convecinos por mostrar una intensa devoción hacia Zenobia, a los ricos mercaderes que atesoraban riquezas en sus casas y que intentaron esconderlas, a todos los miembros del Senado de la ciudad, a todos los magistrados del Consejo, a muchos sacerdotes de los templos y a algunos judíos y cristianos que se habían inclinado hacia Zenobia a causa de su permisividad hacia estas religiones.

Centenares de cruces poblaron los caminos y en ellas murieron los condenados, abrasados por el sol otoñal que todavía calentaba con fuerza la reseca tierra del desierto sirio.

Por fin, Aureliano decidió que el escarmiento aplicado a la ciudad rebelde era suficiente y que los supervivientes serían necesarios para recuperar la riqueza de Palmira y mantener el comercio y las rutas mercantiles, ahora en beneficio de Roma y de su Imperio.

Un mensajero trajo una buena noticia para el emperador. Enterado el Senado de Roma de sus victorias, le había concedido nuevos honores, entre otros los títulos de pérsico, armeniaco, restaurador y pacificador de Oriente, gótico, sarmático y aeliabénico.

—Regresaremos a Occidente la semana próxima. —Aureliano estaba reunido con sus generales en el que había sido palacio real de Palmira—. Tú, Sandarión, quedarás al mando de esta ciudad.

—Agradezco tu confianza, augusto. —El elegido se inclinó ante su emperador.

—Nuestra tarea aquí todavía no ha finalizado. Asuntos urgentes requieren de mi presencia en las Galias, pero hemos de consolidar esta conquista, pues los persas no dudarán en atacarnos si atisban el menor síntoma de debilidad. Quedarás al mando de setecientos arqueros de Emesa, nuestra fiel aliada ahora en Siria, y dos cohortes legionarias. Tu misión es conseguir que toda esta región, hasta ahora rebelde a Roma, quede sometida y que la frontera del Eufrates permanezca vigilada hasta que regresemos para liquidar a la dinastía sasánida. Me he propuesto que toda Mesopotamia se reintegre al Imperio, pero eso será más adelante. Ahora he de someter a los traidores que se han rebelado en las Galias.

—¿No acudirás a Roma para celebrar tu triunfo, augusto? —planteó uno de los generales.

—De momento no; antes debo poner orden en las provincias de Occidente. Y ahora traed a Zenobia a mi presencia.

La que fuera reina de Palmira y augusta de Oriente se presentó ante Aureliano, que ordenó a sus hombres que los dejaran a solas.

—¿Cómo se encuentra tu hijo? —preguntó el emperador, que parecía mostrar un rostro más humano.

—Sigue débil. Los médicos no consiguen que gane fuerza —respondió Zenobia—. Ya he perdido a dos hijos. Murieron de fiebres hace unos años. Todas las personas a las que alguna vez amé han muerto; sólo me queda Vabalato.

—Nunca debiste desafiar a Roma. Has sido mi enemiga, pero te compadezco, mujer; a causa de tu locura se han perdido muchas vidas.

—Teníamos derecho a decidir nuestro destino, a ser libres.

—Te equivocas. El único derecho sobre el destino es el que dicta Roma. Además, incumpliste todos los tratados que durante siglos habían aliado Roma con Palmira y con tu actitud de rebeldía y soberbia lo has arruinado todo.

—Teníamos derecho a ser libres —insistió Zenobia.

—La libertad no existe, señora. Todos somos esclavos de lo que el destino nos depara. Nuestra vida está marcada en las estrellas y los hados deciden cuál será nuestro futuro.

—Me habían dicho que no creías en otro dios que en el Sol Invicto, pero compruebo que también te afectan las supercherías de los augures. —Zenobia parecía más segura de sí misma.

—¿Acaso crees que confío en las burdas tretas de los Libros sibilinos? Si en alguna ocasión he ordenado que se consulten lo he hecho porque así lo requiere la tradición de Roma, no porque estime que los augures sean capaces de desentrañar el futuro. Yo creo en el Sol Invicto, al que rezo cada día para que me ayude a recuperar la grandeza del Imperio, pero son muchos los romanos que siguen venerando a los dioses olímpicos y yo soy su emperador y debo respetar las creencias de todos.

—¿Incluso las de los cristianos?

—Esos condenados seguidores del llamado Jesús nos han causado algunos problemas, pero si se mantienen fieles al Imperio por mí pueden seguir rezando a su hombre-dios hasta que se harten. Sólo actuaré contra ellos cuando no cumplan con su deber como ciudadanos de Roma. Pero dejemos este asunto. Te he hecho llamar porque debes prepararte para un largo viaje. En cinco días partiremos hacia Occidente. Sé que nunca has estado allí.

—Lo más al oeste que he viajado ha sido a Alejandría. Todavía soy la reina de Egipto. —Zenobia habló con orgullo.

—Egipto es una provincia más del Imperio; por un tiempo lograste que algunos egipcios te siguieran en tu locura, pero eso ha acabado ya.

—Egipto me aceptó como heredera de Cleopatra y me proclamó su reina…

—Los egipcios son veleidosos, como bien sabes, y ya te han olvidado. Enterados de tu derrota, han acatado la autoridad imperial y han jurado fidelidad a Roma. Egipto no sabe gobernarse por sí mismo, necesita ser sometido y que le marquen su ruta. Deberías saberlo bien, pues tú te aprovechaste de esas circunstancias para hacerte con su gobierno.

—Tengo derecho; soy descendiente de la reina Cleopatra. El trono de Egipto me pertenece —asentó Zenobia.

—¿Y de qué te sirve ahora ese derecho? He conocido a decenas de reyes y de príncipes que se proclamaban herederos, hijos incluso de los mismísimos dioses. Entre los godos no hay caudillo que no se sienta emparentado con sus deidades, de las que todos dicen descender, y asumen que su origen es divino y sagrado. Maté a muchos que estaban seguros de que procedían de un linaje de dioses inmortales y de nada les sirvió para librarse de una muerte cierta.

»Te aseguro, señora, que todos los hombres somos hijos del barro y de la sangre. Los dioses no son otra cosa que una creación de nuestros miedos o de nuestras ambiciones. Allá arriba, en la nevada cumbre del Olimpo, sólo hay hielo y rocas.

Aureliano era un hombre imponente. Alto, fortísimo, de poderosos hombros y musculados brazos, su aspecto era elegante y su porte majestuoso. A pesar de no ser miembro de una familia aristocrática y de haber pasado toda su vida en la milicia, sus ademanes eran corteses cuando se lo proponía y en la intimidad, cuando no necesitaba demostrar su poder, se comportaba con un encanto que lo hacía muy atractivo.

—Dicen de ti que has matado a más de mil hombres con tus propias manos en combate —comentó Zenobia de pronto.

—No creas cuanto se dice de mí; algunos elogios están dictados por aduladores que sólo pretenden conseguir que les otorgue privilegios. Como bien habrás experimentado, pues tú también te sentaste por algún tiempo en un trono, cuando se alcanza el poder imperial suelen escribirse sobre la vida de quien ocupa ese puesto demasiadas exageraciones. Mientras un soberano ostenta el poder, nadie se atreve a replicar sus hazañas, aunque en no pocas ocasiones resulten inventadas y no sean sino mera ficción, pero cuando muere, o es depuesto y cae en desgracia, sus detractores se encargan de difundir todo tipo de defectos.

»Ahora me toca a mí ser loado, idolatrado y tenido por el más grande de los héroes y el más benéfico de los gobernantes. Afirman que soy moderado en la comida y en la bebida, severo con el gasto, de formación excepcional y de probada castidad. ¿Acaso crees que todo eso es verdad?

Aureliano se acercó a Zenobia. No era tan alto como Kitot, nadie era tan alto como lo había sido el gladiador armenio, pero su presencia altiva y regia impresionó a Zenobia.

—Le preguntaré a tu esposa si tengo oportunidad de conocerla —ironizó.

—Tal vez seas la única mujer en el mundo por la que un hombre como yo perdería la cabeza…

—Cuidado, augusto, ¿ya no recuerdas lo que se cuenta de tu determinación con aquel soldado que cometió adulterio con la esposa de uno de sus huéspedes?

Aureliano se apartó unos pasos.

—¿También conoces esa historia?

—La he oído, sí. Pero me gustaría saber si es verdad.

—Yo era general de la III Legión Félix. Uno de los oficiales a mi mando había acogido a un huésped y a su esposa en su casa. Un día en que el marido estaba ausente, se aprovechó de su mujer y cometió adulterio con ella. El esposo despechado se presentó ante mí reclamando justicia. Yo le había dado mi palabra de que Roma garantizaba la seguridad de los aliados que se colocaban bajo su protección. Ordené que dos árboles cercanos uno a otro fueran doblados con cuerdas hasta que sus copas tocaran el suelo y que el oficial adúltero fuera atado a los dos árboles, un brazo y una pierna a cada uno de ellos. Luego di la orden de soltar las cuerdas. Eso es lo que les ocurre a quienes profanan la palabra de hospitalidad de un general de Roma.

—¿Y qué hiciste con la mujer?

—La devolví a su marido. Ella fue una víctima. Si pretendes ser un buen general, debes comportarte con ejemplaridad y procurar que la disciplina no se relaje entre tus soldados. No puedes consentir que los hombres bajo tu mando roben y cometan tropelías contrarias al honor del ejército. Los soldados vivimos del botín de los derrotados, pero jamás hemos de comportarnos como ladrones, sino como vencedores.

—¿Pretendes recuperar el viejo espíritu de los romanos?

—El mismo que nos hizo poderosos y dueños del mundo. Roma se ha tambaleado en los últimos decenios por el mal gobierno de algunos de sus emperadores, pero también porque la mayoría de sus ciudadanos ha dejado de comportarse con las virtudes con que lo hacían sus mayores. El honor y la gloria jamás se consiguen sin sufrimiento y sin esfuerzo.

—Aquí, en Oriente, estimamos más otro tipo de virtudes —dijo Zenobia.

—La avaricia, la lujuria, la gula, la envidia… —recitó Aureliano.

—La fortaleza, la paciencia, la obediencia… —lo corrigió Zenobia.

Caían sobre Palmira los días de mediados de un otoño gris y mortecino. El oasis de las palmeras era de nuevo una posesión del Imperio y sobre sus muros, afectados por las huellas del asedio a que habían sido sometidos, se alzaban orgullosos los estandartes de las legiones que habían participado en el asalto. Los aquilíferos habían colocado sus enseñas sobre las puertas de la ciudad, para que cualquier viajero que se atreviera a visitar Palmira contemplara de inmediato el triunfo de Roma.

A pesar de las órdenes de Aureliano, hubo algunos saqueos y no todos los tesoros almacenados en casas, palacios y templos pudieron ser recogidos por los legados imperiales, que tenían orden de ejecutar de manera sumarísima a cualquier legionario o auxiliar, fuera romano o eslavo, que fuera sorprendido intentando ocultar parte del botín.

Bajo el peristilo del patio central del palacio real se amontonaron decenas de piezas de oro y de plata entre las que destacaban las copas de oro de la vajilla de Sapor ganadas a los persas por Odenato y las copas de oro de Cleopatra, requisadas en el palacio de los Ptolomeos en Alejandría.

—Aquí están los vestidos de la reina… de la viuda del dux —corrigió un tribuno—. ¿Qué hacemos con ellos? —le preguntó a Aureliano.

El emperador cogió la ropa que se guardaba en varios arcones y desplegó uno de los vestidos. Era una túnica de lana fina, muy brillante, recamada de perlas, teñida de un color púrpura como jamás antes se había visto en Occidente.

—Es el color más hermoso… ¿Cómo se consigue este tono y estos reflejos? —demandó el emperador.

—Hemos preguntado a los eunucos y aseguran que se trata de una lana traída de las montañas de la India, teñida con un extraño producto llamado sándix que usan los reyes de Persia en sus atuendos de corte.

—Guardad esa túnica. Ya veremos si podemos conseguir la composición secreta de ese tinte. Comprobad el inventario de todos estos tesoros y embaladlos para su transporte a Roma.

—¿Y las estatuas?

—Nos llevaremos aquellas que tengan una mayor calidad y que representen a los dioses que se veneran en Roma.

—¿Y en cuanto a los prisioneros? Son demasiados, augusto.

—Vended como esclavos a los que puedan tener algún valor. Seguro que en los mercados de Persia o de Grecia habrá compradores dispuestos a pagar por ellos. A los que no tengan ningún valor, dejadlos libres. Tened todo dispuesto, pues en cinco días saldremos hacia Occidente.

—¿A Roma?

—No, antes hemos de dejar pacificada la frontera del Danubio y del Rin.

Decenas de carretas y centenares de camellos se alineaban en el exterior de la puerta de Damasco. Hacía ya tres días que los romanos habían embalado los tesoros y obras de arte requisadas, que estaban dispuestos para su traslado a Roma.

Desde una de las carrozas, custodiada por un escuadrón de caballería de Sebaste, junto a un mástil donde ondeaba el pabellón imperial de Aureliano, Zenobia observaba el caserío de Palmira consciente de que tal vez lo hacía por última vez.

Los muros de piedra alzados por orden de Odenato eran mudos testigos del asedio a que habían sido sometidos pocas semanas atrás. En los sillares de piedra dorada de la muralla destacaban los impactos de los proyectiles de las catapultas y fundíbulos romanos y el remate superior de los muros había perdido buena parte de su pretil.

Por todas partes se amontonaban las ruinas de la batalla y eran claramente perceptibles las huellas negruzcas de los incendios que habían provocado sitiadores y sitiados. Algunas cuadrillas de trabajadores estaban comenzando a recoger los escombros.

Zenobia acariciaba el cabello ensortijado de Vabalato. El muchachito continuaba con su aspecto demacrado y enfermizo, y unas ojeras oscuras rodeaban sus ojos como si se tratara de un antifaz.

—¿Volveremos algún día, madre? —le preguntó.

La reina le había contado a su hijo que los romanos habían ganado la guerra y que los llevaban a Roma, pero que no tenían intención de hacerles daño.

—Nadie sabe qué le deparará el destino. Ahora hemos perdido y debemos someternos a la voluntad del vencedor. Siempre ha sido así; los vencedores suelen dictar las reglas y los vencidos debemos acatarlas o morir.

—Yo no quiero ir a Roma.

—No tenemos más remedio que hacerlo. Lo importante es que estamos juntos, hijo mío. Los griegos creen que la fortuna es una rueda que gira caprichosa señalando el destino de los hombres. Ahora nos ha tocado aceptar el exilio que nos imponen nuestros enemigos, pero aguanta, tal vez algún día no muy lejano tornen las cosas y los vientos de la fortuna, ahora adversos, nos sean propicios. No desesperes y confía en el futuro. Yo mantengo viva la esperanza de regresar algún día para recuperar el trono que Roma nos ha usurpado y verte asentado en el lugar que ocupó tu padre.

—Yo te ayudaré, madre —dijo Vabalato.

Zenobia mentía. Estaba convencida de que su esfuerzo por crear un imperio en Oriente al margen del de Roma había acabado en un fracaso y que no volvería a haber una Palmira independiente.

Aureliano apareció al trote sobre una yegua blanca.

—Te saludo, señora, y a tu hijo. ¿Estáis listos para la partida?

—Lo estamos, augusto. Sólo te pido una última cosa.

—Si está en mi mano, cuenta con ella.

—Déjame contemplar mi ciudad desde la terraza de mi palacio por última vez.

—Tal vez no te guste lo que veas. Las señales de la batalla todavía son patentes en muchas zonas de la ciudad.

—Ya las veo en esas murallas.

—Como quieras. Un escuadrón te acompañará. Dispones de la mitad de la mañana. No debemos demorar la marcha.

—Te lo agradezco, augusto.

Siguiendo las instrucciones de Aureliano, dos docenas de soldados acompañaron a Zenobia hasta el palacio real. Nada más entrar percibió los cambios realizados por los romanos. Los mejores muebles y las más delicadas estatuas habían desaparecido, así como los magníficos cortinajes y las delicadas alfombras de seda y de lino. Sin todos aquellos adornos, el palacio se asemejaba más a un cuartel que a una residencia regia.

Desde la terraza, siempre escoltada por varios legionarios, se acercó a la barandilla de mármol y contempló su amada ciudad.

Pese a lo avanzado del otoño el sol brillaba en lo más alto y sintió una agradable y cálida sensación sobre su piel. Al contemplar el caserío observó algunos tejados destrozados por la lluvia de proyectiles de las catapultas romanas, las paredes ennegrecidas por los incendios y los enormes desconchones en algunas de ellas. Las calles eran las mismas, pero parecían mortecinas, carentes de la bullanguera actividad que las caracterizara en mejores épocas.

—Mírala, hijo. Hubo un tiempo en que fuiste el rey de esta ciudad. Quizá cometí el error de ambicionar procurarte un imperio en vez conformarme con que gobernaras una provincia del de Roma.

—¿Ya no soy rey? —preguntó el muchachito.

—Claro que lo eres: Vabalato augusto, rey de Palmira y de todo Oriente, faraón de Egipto, señor de las montañas azules y del desierto amarillo.

—¿Estás llorando, madre?

—No, hijo, no estoy llorando.

No era cierto; lágrimas de pena y melancolía rodaban por las hermosas mejillas de Zenobia, que se había empolvado con maquillaje blanco.

La reina observó su ciudad, la de las palmeras, la perla del desierto, la que había sido la más rica y próspera del mundo, y aspiró con cuanta fuerza pudo, como si pretendiera llevarse en sus pulmones el aire de Palmira allá donde la voluntad de Aureliano y el destino la condujeran.

Después la contempló por última vez y recordó a su esposo Odenato, noble y altivo, quien le enseñara a amar Palmira por encima de todas las cosas, incluso de su propia vida; a Zabdas, el buen general, su secreto enamorado, siempre presto a atender sus más nimios deseos; a Giorgios, que la adoró como si se tratara de una diosa y que le descubrió los secretos del amor cuando ya era demasiado tarde; a su padrino Antioco Aquiles, siempre dispuesto a explorar una milla más allá del horizonte para establecer allí un negocio rentable; a sus dos hijos, fallecidos tan jóvenes; a su padre Zabaii ben Selim y su sonrisa franca; y a su madre egipcia, siempre recatada y modesta. Y se entristeció por el recuerdo de tantos seres queridos y perdidos.

Al fondo, el rutilante palmeral destacaba como una brillante esmeralda en medio de un océano de arena ambarina.

Acarició el cabello de Vabalato y besó a su hijo con ternura.

—Lloras, madre —insistió el joven.

Zenobia calló, lo abrazó y salió del jardín. Estaba segura de que nunca más volvería a ver el dorado caserío de Palmira.