Palmira, finales de verano de 272;
1025 de la fundación de Roma
Cuando Giorgios escuchó los pasos presurosos sobre el pavimento de la galería del teatro no tuvo que preguntar qué ocurría.
Saltó de su catre y se precipitó hacia la puerta de la pequeña estancia donde solía dormir. Uno de sus ayudantes la golpeó con los nudillos, llamándolo con insistencia.
—General, los romanos…
—Imagino lo que ocurre. Vamos, ayúdame a colocarme las grebas y la coraza. No pierdas tiempo.
Todavía no había salido el sol, pero ya clareaba con la suficiente luz como para no tener que alumbrarse con faroles o lucernas.
Giorgios salió al patio a cuya puerta estaba preparado su caballo.
Partió al galope hacia la puerta de Damasco, a la que llegó enseguida atravesando la calle porticada que desembocaba allí mismo. Justo en ese momento apareció Zabdas con varios oficiales a caballo.
—¡Ya vienen! —gritó el veterano general.
—¿Cuántos son? —le preguntó Giorgios.
—Como nos dijo Miami, dos legiones completas, y todavía quedan otras tres en la reserva.
Descabalgaron, subieron a grandes zancadas los escalones de madera de un andamiaje que se había construido para facilitar el acceso de los guardias a la muralla y se apostaron sobre el torreón izquierdo de la puerta de Damasco.
—Ahí los tienes.
Desde el llano del oeste se acercaban en formación de testudo varias centurias de legionarios perfectamente parapetados tras sus grandes escudos rectangulares.
—Habrá que romper esas tortugas con piedras; apenas nos quedan nafta y betún —propuso Giorgios.
—Piedras sobran aquí —respondió Zabdas—. Preparad las catapultas y no ceséis de disparar sobre los romanos. Y los arqueros, en cuanto se abra la menor brecha, asaeteadlos. Hay que conseguir que se retiren.
Los fundíbulos que habían construido los romanos batieron las murallas en medio de atronadores estampidos. Una y otra vez, desde las torres de madera cubiertas de gruesos cueros empapados en agua lanzaron sucesivas andanadas de piedras sobre las puertas de la ciudad intentando abrir alguna brecha por donde iniciar el asalto de los legionarios.
Desde lo alto de la torre Giorgios dirigía la defensa; apenas disponían de cinco mil hombres para enfrentarse a las cinco legiones de Aureliano, pero contaban con los mejores arqueros, capaces de acertar a un hombre a cien pasos de distancia.
Las tortugas estaban cada vez más cerca; las piedras lanzadas desde las catapultas apostadas en las murallas conseguían abatir a tres o cuatro legionarios, pero sus compañeros se rehacían de inmediato y cerraban el hueco que habían dejado los caídos.
Alentados por los centuriones y decuriones, los soldados seguían avanzando y las primeras tortugas se colocaron apenas a treinta pasos de las murallas. Tras ellos, las catapultas, los fundíbulos y los escorpiones no cesaban de disparar flechas, lanzas y piedras en tan grandes cantidades que los palmirenos apenas podían responder.
Entre las formaciones de los legionarios aparecieron de repente grupos de eslavos portando decenas de escalas de madera tan altas como las propias murallas. Los romanos las habían construido con los troncos de las más altas palmeras del país.
—Debimos haber excavado un foso profundo alrededor del exterior de la muralla —comentó Giorgios.
—Ya no hay tiempo para lamentos; ahora debemos prepararnos para el asalto.
Zabdas intentó insuflar ánimos a sus hombres, pero la avalancha romana parecía incontenible.
Después de varias horas de escaramuzas y constantes bombardeos, las primeras escalas se apoyaron en la muralla justo a mediodía, con el sol en el punto más alto. Los palmirenos se habían provisto de ganchos y de largas pértigas para derribarlas, pero los eslavos también estaban equipados con garfios que lanzaban desde abajo para conseguir asirse a lo alto de los muros y arrastrar con ellos a los defensores.
Tras los portadores de las escaleras surgieron los auxiliares eslavos armados con sus escudos redondos y sus hachas de combate. Pintados como mimos, con sus rostros perfilados en blanco y negro, semejaban espectros fantasmales recién salidos del averno. Gritaban consignas de guerra en una lengua ininteligible con la que parecían masticar más que pronunciar las palabras.
Giorgios se asomó a la muralla y atisbo la llanura frente a Palmira; su corazón se encogió al contemplar los miles de soldados que la cubrían, como un enjambre de abejas lanzándose ávidas sobre un arriate de flores.
De pronto, decenas de silbidos agudos e intensos cortaron el aire.
—¡Honderos! —gritó.
Dos soldados cayeron al suelo alcanzados de lleno por los proyectiles de plomo disparados por los honderos procedentes de las islas del Mediterráneo e integrados por Aureliano en las tropas auxiliares.
—¡Protegeos con los escudos, cuidad la cabeza! —tronó Zabdas.
Un proyectil en forma de bellota de roble impactó en la coraza de Giorgios; el general se tambaleó pero consiguió mantenerse en pie.
Una nueva andanada de plomo, seguida ahora de una lluvia de proyectiles de piedra del tamaño de un puño barrieron el camino de ronda y abatieron a varios arqueros.
Por las decenas de escaleras que los eslavos habían logrado fijar en la pared de la muralla ascendían ya los primeros auxiliares eslavos con sus largas cabelleras rubias recogidas en coletas y trenzas y con las hachas amenazantes.
Giorgios desenvainó su espada, bajó del torreón y corrió hacia un sector del muro donde varios eslavos habían logrado abrirse paso en el camino de ronda. Un guerrero de aspecto feroz, que gritaba como un loco, corrió hacia él con el hacha enarbolada y presto para descargarla.
El griego no le dio opción. Con la rapidez tantas veces entrenada en los ejercicios de esgrima le asestó una estocada en medio del pecho. El eslavo soltó un esputo de sangre y cayó de bruces con el corazón partido.
Giorgios liquidó a dos eslavos más y se dio cuenta de que aquellos demonios altos y rubios combatían con fiereza, tal vez fruto de su miedo y de su desesperación, pero carentes de entrenamiento militar. Con la ayuda de dos oficiales pudo desalojarlos de esa zona y derribar la escalera por la que habían trepado.
Miró a los lados y observó impotente que decenas y decenas de escaleras se apoyaban sobre los muros y que por ellas trepaban centenares de eslavos, mientras los honderos seguían arrojando glandes de plomo y los fundíbulos vomitaban proyectiles de piedra que mantenían a raya a los arqueros palmirenos.
Alzó los ojos y vio a Zabdas gesticular desde lo alto del torreón. El veterano general, al contemplar cómo sus tropas comenzaban a ser desbordadas en lo alto de los muros, bajó al camino de ronda y acudió en ayuda de Giorgios, que defendía un sector del muro sobre el que ya se había encaramado una docena de eslavos.
—No tardarán mucho tiempo en romper nuestras defensas. Será mejor que te retires; alguien tendrá que pactar la rendición —le dijo Giorgios a Zabdas cuando este llegó a su altura.
—De eso ya se encargará Longino.
—Vete, general. Yo lucharé aquí hasta el fin.
—Le prometí a Zenobia que te defendería —insistió Zabdas.
—Ni hablar. En esta ocasión no voy a obedecerte, no quieto que tú ganes toda la gloria en esta batalla.
—Terco griego.
Una multitud de eslavos corría sobre los muros golpeando con sus hachas de combate de un solo filo a cuantos palmirenos encontraban a su paso. Pronto cercaron a los dos generales, que quedaron espalda con espalda ante decenas de enemigos. El camino de ronda estaba sembrado de cadáveres y el suelo empapado de sangre.
—Ha sido un honor combatir a tus órdenes, general —dijo Giorgios, que comprendió que su final estaba cerca.
—Creo que este es el fin, pero antes de que me arrastre la muerte enviaré al infierno a unos cuantos de estos salvajes; lástima que no sean los legionarios de Aureliano.
—En una ocasión, Kitot me confesó que los instructores de los gladiadores los entrenan para que cuando mueran sobre la arena lo hagan con prestancia; pero también me dijo que nunca vio morir a ninguno de sus oponentes como si estuviera asistiendo a la más selecta de las fiestas.
—Si llega ese momento, procuraremos caer con elegancia; ¿de acuerdo?
Zabdas se ajustó el casco y giró su espada en el aire; dos eslavos se lanzaron sobre él, pero los despachó con sendas estocadas. Sobre el muro apenas había espacio para dos hombres, de modo que mientras ambos generales se guardaran mutuamente las espaldas, sólo podían ser atacados por dos enemigos a un tiempo. Los dos generales eran luchadores formidables, sin embargo parecía cuestión de tiempo su derrota, pues a su alrededor no había sino enemigos; todos los defensores palmirenos de aquel sector de la muralla o habían caído en la lucha o habían sido apresados.
Los generales abatieron a una docena de eslavos y tras ellos vieron aparecer a los primeros legionarios de Aureliano, que habían trepado por las escalas tras los auxiliares bárbaros. Aquellos tipos vestidos con toscas pieles y pintados como mimos burlescos no eran rivales para dos avezados soldados como ellos, pero tras los que caían llegaban más y más mercenarios, y aunque consiguieran abatirlos a todos, tendrían que enfrentarse con los veteranos de las legiones.
Poco a poco las fuerzas comenzaron abandonarlos; Zabdas fue el primero en bajar la guardia por unos breves instantes para tomar aire y seguir combatiendo. Una lanza corta, arrojada desde lo alto de la torre que acababa de ser tomada, lo alcanzó en la parte posterior de la rodilla, en la corva, justo en el lugar que no protegía la greba. El general sintió la punzada de dolor y notó cómo le flojeaba la pierna herida y perdía estabilidad.
Giorgios, que mantenía a raya a dos eslavos, altos y fuertes pero a los que podía más el miedo a la muerte que el ansia de victoria, miró hacia atrás de soslayo y vio tambalearse a su amigo.
—Aguanta, general, aguanta —le dijo.
—Me han alcanzado en la pierna; apenas puedo moverla. No tardarán en tumbarme. Salta al interior y procura huir en la confusión de las calles; yo te cubriré la huida cuanto pueda.
—No, no te dejaré solo.
El gran general todavía abatió a dos más antes de que la pierna herida cediera; Zabdas hincó la rodilla en tierra y quedo expuesto ante sus atacantes.
—¡Salta, maldito cabezota, salta y sálvate! —gritó.
Pero Giorgios no lo escuchaba. Dos lanceros romanos lo acosaban con sus largas picas y apenas podía quitárselos de encima.
El ateniense oyó un chasquido a su espalda, se giró un instante y vio a Zabdas de rodillas; un pilum de bronce le había atravesado el cuello por debajo del casco de combate. Manaba abundante sangre: estaba herido de muerte.
—Que tengas una buena muerte, amigo —le deseó siguiendo la expresión de los legionarios romanos antes de entrar en combate, aunque Zabdas ya no podía escucharlo.
El veterano general cayó al fin al suelo y Giorgios se encontró rodeado de enemigos por los dos flancos. Giró sobre sus pies volteando su espada a uno y otro lado, lanzando desesperadas estocadas para alejar a sus oponentes, pero ahora eran fornidos y expertos legionarios forjados en cien batallas y armados con lanzas y escudos. Sintió un fuerte golpe en el hombro derecho y a punto estuvo de soltar la espada. Después noto como una punta de acero penetraba entre las láminas de su coraza y le rasgaba la piel de la espalda destrozándole los músculos hasta llegar a las costillas. El dolor le hizo bajar la guardia; algo romo y pesado, tal vez una piedra de tamaño considerable, lo golpeó en el muslo y se tambaleó como un borracho. A través de la rejilla de su casco podía ver a sus atacantes, que lo acosaban con las lanzas, evitando el cuerpo a cuerpo. Nuevos golpes sacudieron su espalda y su flanco derecho y un tremendo impacto en el hombro le hizo soltar su espada. Instintivamente se protegió con el escudo, sobre el que impactaron ahora varios golpes de gladius, la espada reglamentaria de los legionarios.
Ante él, dos soldados le lanzaban estocadas de manera coordinada, uno tras otro, mientras por detrás se acercó un aquilífero portando una hacha de combate que, aprovechando el ataque de los legionarios de frente, descargó con toda su fuerza sobre su cabeza. El casco con las garras de águila se abrió como un melón maduro y el filo del hacha rasgó el cuero cabelludo del ateniense, quien por primera vez abatió su brazo izquierdo, en el que mantenía el escudo. Comprendió que ya no tendría fuerzas para alzarlo y que su muerte era inminente. Su visión se cubrió de una neblina nacarada y entre ella le pareció contemplar la imagen de Zenobia, rutilante y hermosa como una humana Afrodita.
Una segunda lanzada le alcanzó la espina dorsal y lo paralizó. Los brazos le pesaban como la losa de piedra de un sepulcro. Se giró hacia atrás y contempló al aquilífero que le había partido el casco. Enarbolaba el hacha presto a lanzar un segundo golpe letal. El segundo hachazo impactó en el centro del pecho y le partió la coraza, que saltó rota en dos pedazos. Alzó la vista y vio sonreír al aquilífero, preparado para descargar el golpe final. Pero un centurión armado con un pilum detuvo el brazo del soldado y Giorgios aprovechó ese momento para gastar sus últimas fuerzas en dar un nuevo giro intentando huir hacia ninguna parte.
Aturdido, dio dos pasos hacia adelante y recibió varios golpes sobre los hombros y en los omóplatos. Tenía la cabeza y el torso al descubierto. Un golpe seco y terrible le perforó la espalda y le cortó la respiración. Agachó la cabeza y vio la punta del pilum que asomaba justo entre sus pectorales, por debajo del esternón. Entonces sí soltó el escudo y cayó de rodillas. Sus manos se asieron a la punta de la lanza corta y gruesa que lo había travesado. Sintió su boca, su garganta y su pecho ardiendo y húmedos. Intentó aspirar pero notó que lo que llegaba a sus pulmones no era aire sino su propia sangre espesa y caliente, y escupió un borbotón de un líquido negro y pastoso.
Después se hizo el silencio, un silencio espeso y gris, mientras la luz se apagaba en sus ojos y un vacío oscuro y helador lo inundaba todo.
El centurión desenvainó su espada corta y sujetó a Giorgios por el cabello. El ateniense seguía de rodillas, con sus manos agarradas a la punta de la lanza, pero no se movía. El oficial romano le tiró del cabello hacia arriba, obligándole a alzar la cabeza, levantó la espada y le seccionó el cuello de un tajo limpio y certero. Sus hombres lo aclamaron cuando el centurión, tras exhibirla como un trofeo, lanzó la cabeza desde lo alto de las murallas hacia el exterior de la ciudad.
Aureliano no permitió que sus soldados saquearan Palmira. En cuanto cayeron los principales bastiones defensivos y se fueron rindiendo los combatientes, ordenó a todos los oficiales que mantuvieran la disciplina y evitaran la rapiña. Para calmar a los mercenarios ávidos de botín les prometió que recibirían una paga muy generosa.
El emperador entró en Palmira por la puerta de Damasco, escoltado por Probo y Julio Placidiano, los dos generales de su confianza. Longino, que había rendido la ciudad al legado que dirigió el asalto de las dos legiones, estaba encadenado en el cruce de las dos calles principales, donde la avenida de la gran columnata giraba en ángulo recto hacia la puerta de Damasco.
—¿Dónde está? —le preguntó Aureliano, que ya había sido informado de la identidad del prisionero.
—No la encontrarás jamás —contestó Longino.
El emperador hizo una indicación con el dedo y dos soldados ejecutaron a una joven muchacha allí mismo.
—¿Dónde está? —volvió a preguntar con la frialdad del soldado acostumbrado a matar.
Longino apretó los dientes y al contemplar los ojos del emperador supo que asesinaría a todos los jóvenes de Palmira hasta averiguar el paradero de Zenobia. Y entonces habló.
—Se ha escapado. Salió de Palmira antes de que tus hombres la asaltaran. Ahora debe de estar cabalgando por las llanuras inmensas de Asia, donde nunca podréis darle alcance.
Un oficial romano acudió presto.
—¡Augusto, Augusto! Sabemos hacia dónde ha ido esa puta bastarda.
Aureliano se giró hacia el oficial y le propinó tan tremendo puñetazo en la mandíbula que lo tumbó.
—¡Que nadie olvide que Zenobia fue la esposa del dux de Oriente y cónsul de Roma! —advirtió ante la sorpresa del oficial abatido, que se incorporó tambaleante con dos dientes rotos y el rostro tumefacto—. Ahora, explícate.
El oficial barbotaba palabras apenas inteligibles y sangraba con la mitad del labio inferior partido en dos.
—La… esposa del dux escapó hace dos días, Augusto —balbució uno de los soldados que acompañaban al oficial, temblando de miedo ante su emperador.
—¿Cómo lo habéis averiguado?
—Lo ha confesado uno de sus eunucos.
El castrado había sido torturado por el oficial al que Aureliano acababa de golpear.
—¿Hacia dónde se ha dirigido?
—Hacia Mesopotamia. La acompañan dos eunucos; uno de ellos se lo contó a ese desgraciado poco antes de huir.
—General —el emperador llamó a uno de sus oficiales de mayor rango—, que un escuadrón con los caballos más veloces y los jinetes más ligeros parta de inmediato hacia el Eufrates. Si cabalgan sin descanso es probable que la alcancen antes de que embarquen río abajo y la perdamos para siempre. Hay que capturarla antes de que lleguen a Persia o se nos escapará definitivamente.
—¿Cómo la reconoceremos? —demandó el general.
—Idiota, es la mujer más hermosa del mundo. En cuanto la veáis sabréis que os encontráis ante ella.
Cincuenta jinetes romanos salieron en persecución de Zenobia. Con torturas y amenazas supieron que la reina iba a embarcar en el puerto fluvial de Dura Europos.
Desde el palacio que fuera de Zenobia, Aureliano contempló el caserío de Palmira. Un oficial le había informado de que los dos generales que dirigían el ejército rebelde habían caído combatiendo sobre los muros. El emperador sabía que uno de ellos era su antiguo lugarteniente, el griego Giorgios, al que recordaba combatiendo a su lado en la época en que ambos defendían las fronteras del Imperio en el Danubio. No lamentó su muerte; los rebeldes contra Roma no merecían otro final.
Entretanto, Zenobia y la pequeña comitiva que la acompañaba trataban de alcanzar las aguas del Eufrates a toda prisa, mientras el destacamento enviado por Aureliano cabalgaba tras ella en una desesperada persecución. Si aquella mujer lograba escapar, la victoria de Roma sobre Palmira sería incompleta, y eso no lo podía permitir el emperador.