Palmira, mediados de verano de 272;
1025 de la fundación de Roma
Las calles de Palmira estaban en calma. Desde la terraza del palacio real, Zenobia contemplaba su ciudad bañada por la última luz del atardecer. El sol acababa de ocultarse tras las rocosas colinas y en los alrededores de la ciudad los romanos comenzaban a encender las hogueras en los campamentos que desde hacía dos meses asediaban la ciudad de las palmeras.
Yarai acababa de llevarse a Vabalato para acostarlo y la reina estaba sola. Zabdas le había comunicado aquella misma mañana que el nuevo rey de Persia había replegado todas sus tropas y que no llegaría ninguna ayuda. Bahram, el rey de reyes, había nombrado a Kartir supremo juez del Imperio sasánida; el mago era quien decidía todo cuanto sucedía en Persia, y sólo atendía a su propio interés.
Tras acostar al augusto Vabalato, Yarai regresó ante su señora.
—Tu hijo ya duerme, mi reina.
—Tú también puedes retirarte a descansar.
—Señora, quiero pedirte un favor.
—Dime.
—El comandante Kitot desea que sea su esposa…
—¡No sigas! Esa absurda cuestión ya la dejé resuelta cuando Kitot me propuso tu compra. Mi decisión fue clara en ese momento y no la voy a cambiar. Además, Yarai, tú y ese gigantón no seríais felices juntos. Tal vez ahora te creas enamorada porque ha sido el primer hombre con el que te has acostado. Lo entiendo, pero no confundas la pasión con el amor.
—Mi señora, yo amo en verdad a ese hombre, y él me corresponde. Queremos ser esposos, y para ello es preciso que deje de ser tu esclava. Te lo pido por tu hijo, mi señora, permite que nos casemos.
—No. No insistas, Yarai. Este asunto quedó zanjado.
—Te he servido fielmente desde que era una niña, he cuidado de tu hijo como si fuera el mío propio, te lo ruego, señora, permíteme que sea feliz al lado de Kitot.
Yarai se puso de rodillas, suplicando entre sollozos.
Palmira no dormía. Sobre los bastiones de los muros los guardias nocturnos comenzaban a encender antorchas y pebeteros con betún para iluminar la zona de muro que debían defender.
Zenobia se acercó hasta la baranda de piedra y se apoyó con las dos manos. Observó la ciudad, invadida por las primeras sombras, y se giró hacia Yarai, que seguía de rodillas, con la cara cubierta por las manos. La muchacha hipaba a cada suspiro y lloraba su amargura y su desesperación.
—Levántate y vete a dormir. Lo que me pides no es posible, y además, quién sabe qué ocurrirá mañana. Ahí afuera están apostadas varias decenas de miles de soldados romanos esperando que llegue el momento propicio para conquistarnos, y cuando eso suceda…
—Señora, señora… —suplicó de nuevo Yarai sin poder articular otras palabras.
El jefe de los castrados de palacio, que siempre era el último en presentarse a Zenobia antes de que la reina se retirara descansar, apareció en la terraza y contempló a Yarai, abatida y postrada ante la reina.
—Mi señora —dijo el eunuco—, ¿necesitas alguna cosa?
—Sí. Llévate a Yarai; no se encuentra bien. Ordena que le preparen algún bebedizo para que pueda dormir sin sobresaltos.
El eunuco inclinó la cabeza ante su reina y ayudó a incorporarse a la joven esclava, que seguía sollozando y parecía agarrotada.
Los romanos intentaron un nuevo asalto a la ciudad. Hacía una semana que había llegado al campamento de Aureliano un prefectura fabrum, ingeniero militar que diseñó catapultas, ballestas, escorpiones, torres de asalto y parapetos móviles defensivos de madera, llamados musculo,, de lo que hasta entonces carecía el ejército sitiador.
Acababa de amanecer cuando cuatro cohortes de la V Macedónica, apoyadas por las nuevas catapultas, torres y muscula y dotadas de sólidas escalas de asalto, atacaron los bastiones de la muralla en la zona del ágora, cuyo muro sur se había convertido en un tramo de la nueva línea de defensa. Las trompetas de los vigías ubicados en ese sector de la muralla tocaron a alarma y toda Palmira se estremeció.
Giorgios había instalado su residencia en unas dependencias del teatro, muy cerca de esa zona, de manera que acudió en unos instantes.
Unos dos mil quinientos legionarios se habían acercado, protegidos bajo sus escudos y tras los parapetos, hasta unos cincuenta pasos de distancia de la muralla. Tras ellos habían traído varios carromatos cubiertos con gruesos cueros de buey y empapados de agua para evitar ser incendiados por las flechas ardientes de los palmirenos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Giorgios al oficial al mando.
—Los legionarios han aparecido con las primeras luces del día y han ocupado posiciones; parece que quieren establecer una especie de fortaleza avanzada desde la cual preparar un futuro asalto —informó el oficial—. Hemos respondido con flechas incendiarias pero sus carros están protegidos con cueros humedecidos y probablemente reforzados con chapas de metal, porque ni siquiera las lanzas que hemos disparado con los escorpiones ha sido capaces de atravesarlos.
—Preparad las catapultas. Lanzaremos bolas de betún ardiendo, a ver qué ocurre.
Dos catapultas de resorte fueron dirigidas hacia el bastión que estaban levantando los romanos; se cargaron con balas de betún, les prendieron fuego y las dispararon. Los cueros empapados de agua y las chapas de bronce que los sostenían resistieron bien los impactos.
De pronto, un agudo silbido precedió a un tremendo estallido, al que sobrevino una nube de polvo y gritos de dolor.
Giorgios giró la cabeza hacia el lugar de donde provenía el ruido y contempló, a unos veinte pasos a su izquierda, a dos hombres abatidos sobre el paseo de ronda de la muralla, a la que faltaba un buen trozo del pretil.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó confuso el oficial.
—¡Tienen catapultas! ¡Han disparado una!
Un nuevo silbido rasgó el aire sobre sus cabezas y un nuevo estallido restalló a sus espaldas, en uno de los pórticos del agora. El segundo proyectil había impactado en el patio porticado del ágora y había astillado una de las columnas. Zabdas apareció presuroso sobre la muralla justo cuando un tercero impactaba en el muro, que resistió bien.
—¿Qué está pasando, general? —preguntó.
—Los romanos ya disponen de máquinas de asedio; han instalado una catapulta en aquel enclave. Han disparado tres veces; han matado a un soldado y han herido a otro.
—¿Qué opinas?
—Creo que se trata de una catapulta de torsión. Dispara proyectiles del tamaño de un melón mediano; a esa distancia puede hacer boquetes en tejados y paredes no muy gruesas, pero no podrá abatir las murallas —explicó Giorgios—. Imagino que sus ingenieros militares la habrán construido aquí mismo o tal vez la hayan traído a través del desierto, porque hasta hoy no habíamos visto ninguna de ellas.
—Saldremos a destruirla —dijo Zabdas.
—La defienden cuatro cohortes de veteranos de la V Macedónica, más de dos mil hombres bien parapetados tras esos carros y pantallas. Para destruir esa catapulta deberíamos emplear a un tercio de nuestras fuerzas y salir a combatir a campo abierto, y ahí seríamos muy vulnerables. Mira, allá, tras la valla y el foso romanos, está acampada la otra mitad de la V Legión, presta a acudir en defensa de sus compañeros si fueran atacados desde la ciudad.
Un soldado se presentó corriendo ante los dos generales. Era un joven imberbe que jadeaba de cansancio.
—General Zabdas, general Giorgios, los romanos han disparado piedras de mediano tamaño contra la puerta de Damasco —informó.
—¿Han causado daños?
—Las batientes han resistido bien tras ser alcanzadas por los primeros proyectiles, pero están arrojando uno tras otro.
Instantes después se informaba de nuevos ataques con catapultas en el sector norte de la muralla, en la puerta del camino que salía hacia Dura Europos.
—Vaya, disponen de varias catapultas y han elegido tres puntos para su ataque simultáneo: las dos puertas principales y el centro del muro sur, sin duda nuestros puntos defensivos más débiles. No podemos contraatacar en los tres a la vez, no disponemos de fuerzas suficientes —adujo Giorgios.
—¿Cuántos impactos como esos crees que resistirán nuestras puertas? —le preguntó Zabdas.
—Si los proyectiles son de este tamaño —Giorgios mostró una de las balas esféricas que acababa de traerle un soldado; estaba casi intacta porque había caído sobre el tejado de un improvisado establo y había rebotado sobre un montón de hierba seca— aguantarán varios días. No obstante habrá que sellar las puertas con un muro de mampuesto por el interior.
La bala de piedra tenía esculpido el número V de la legión.
—Malditos romanos, hasta en los proyectiles de su catapulta dejan impresa su marca —dijo Zabdas.
Miami trajo algunas noticias de los sitiadores. El mercader era el único que salía de la ciudad y que se paseaba impunemente por los campamentos romanos, para regresar a Palmira sin que nadie le pusiera impedimento alguno.
En el palacio real Zenobia, Zabdas, Longino y Giorgios escuchaban su informe.
—Los romanos están bien abastecidos. Las tribus beduinas les proporcionan suministros de manera constante y un ingeniero que llegó hace unos días ha fabricado varias catapultas, torres de asedio y parapetos de aproximación.
—¿Y los legionarios?
—Los más noveles están aterrados. Los que disponen de dinero no dudan en sobornar a sus oficiales para que los eximan de los servicios más peligrosos, una práctica bastante común en el ejército romano. Los más cobardes o los que carecen de dinero optan por desertar. Aprovechando la noche y con la excusa de una visita a las letrinas, que se suelen excavar alejadas de los campamentos, muchos han huido; saben que si los atrapan serán ejecutados mediante crucifixión o degollados, pero pese a ello se arriesgan porque creen que no pueden ganar esta guerra. Sin embargo el ejército romano no ha perdido efectivos, pues los desertores son reemplazados de inmediato por mercenarios eslavos. Están llegando por centenares desde los puertos de la costa mediterránea, adonde los traen navíos procedentes del litoral norte del mar Ponto, donde son reclutados por mercaderes romanos.
—¿Son godos? —preguntó Zenobia.
—No —intervino Giorgios—. Los eslavos son bárbaros todavía más salvajes. Viven ocultos en las llanuras de Eslabonia, una enorme y desconocida región cubierta de bosques y selvas tan intrincados que ni siquiera pueden entrar los caballos; un mundo de brumas en verano y nieves en invierno que sólo es posible atravesar caminando sobre sus ríos helados en invierno o surcando sus aguas en verano.
—¿Qué aspecto tienen? —preguntó Longino.
—He visto a varios de ellos. Son unos tipos altos como camellos, de ojos azules como el cielo y de cabellos amarillos como rayos del sol. Se visten con pieles apenas curtidas y sujetan sus largas cabelleras con cintas de badana. Su aspecto es agreste y su expresión feroz, pues se decoran el rostro pintándose trazos negros y blancos con los que se asimilan a verdaderos demonios. Todos ellos portan hachas romanas y escudos redondos de dos palmos de diámetro.
—¿No llevan corazas? —demandó Zabdas.
—No. Tan sólo sus jefes se protegen el pecho con un peto de cuero grueso y la cabeza con un casco de madera forrada de piel.
—Serán un blanco fácil para nuestros arqueros —supuso Zabdas.
—Esta misma mañana he ofrecido un sacrificio a los dioses de Palmira. Les he pedido que libren nuestra ciudad del acoso de los romanos, pero creo que no me han escuchado. Es probable que nuestros dioses nos hayan olvidado —dijo Zenobia, que parecía abatida y sin esperanzas.
—Tal vez debamos abandonar a nuestros dioses y adorar al dios de los cristianos —apostilló Miami—. Si Bel no acude en nuestra defensa, quizá sería bueno volver los ojos hacia otro dios —insistió.
—¿Eres cristiano? —le preguntó Giorgios.
—No, pero un hombre como yo no puede adorar a un solo dios.
—Entonces, ¿por qué insistes en que le pidamos ayuda?
—Porque es el único que en estos tiempos despierta alguna esperanza en los hombres.
—Dejad ya esta cuestión —intervino Zabdas—. Ningún dios nos ayudará si antes no nos ayudamos nosotros. Los romanos han cerrado el asedio y mantienen a sus catapultas disparando permanentemente sobre las murallas. Hemos logrado repeler sus intentos de aproximación, pero no hemos conseguido abatirlas. Nuestros ingenieros opinan que las murallas de la zona de la puerta norte serán derribadas en dos o tres semanas si siguen disparando sus proyectiles con la cadencia de los últimos días.
—¿Cuándo crees que se producirá el asalto final? —Zenobia estaba inquieta.
—En cuanto abran un boquete en la muralla norte —respondió Zabdas.
—¿Podremos resistir? —inquirió Zenobia.
—No, mi reina. Desde que comenzó el asedio, además de los que han desertado, entre los disparos de las catapultas romanas y las enfermedades han muerto casi dos mil de nuestros soldados, y mil más están heridos o muy enfermos. Si ahora se produjera un ataque masivo de las legiones, tan sólo con escalas de madera podrían alcanzar varios puntos de la muralla, y entonces estaríamos perdidos. Hemos gastado casi todo nuestro suministro de betún y de nafta y apenas nos queda madera para alimentar las fraguas y seguir fabricando armas —lamentó Zabdas.
—Tienes que abandonar Palmira, señora —propuso Giorgios.
—¿Huir, escapar de mi ciudad?
—Sí. Aureliano perdonará a los palmirenos si nos entregamos y ofrecemos nuestros tesoros a los romanos —adujo el ateniense.
—¿Qué pretendes?
—Salvar tu vida y la de tu hijo. Miami podría sacarte de la ciudad y ponerte a salvo.
—Jamás abandonaré Palmira. —Zenobia miró a sus consejeros y comprendió que todos estaban de acuerdo con aquel plan—. Os habéis conjurado para sacarme de aquí. Sois unos traidores.
—Deseamos lo mejor para Palmira, para ti y para tu hijo, pero no podemos seguir resistiendo a las legiones de Aureliano por más tiempo. Confiábamos en que los persas nos ayudaran con todo su ejército, en que los armenios fueran constantes en sus algaradas contra los romanos, en que los beduinos no aceptaran el soborno de Aureliano y mantuvieran sus razias e incluso llegamos a pensar que el sol del verano acabaría con la resistencia de los sitiadores y que abandonarían el asedio, pero nada de eso ha ocurrido. Los romanos siguen ahí, más fuertes si cabe que cuando comenzó el sitio, y nosotros somos mucho más débiles.
—Debes escapar, mi reina. Si sigues viva, si los romanos no consiguen apresarte, todavía habrá alguna esperanza para Palmira. Pero si te atrapan, si tú y Vabalato sois capturados, Aureliano será el único amo del mundo civilizado, y la esperanza de Palmira habrá quedado en un sueño —insistió Giorgios.
—Huye, señora, huye de aquí y sálvate. Roma perdonará a Palmira y a los palmirenos, pero jamás te perdonará a ti —terció Longino.
Una ligera brisa procedente del noroeste mitigaba el tórrido calor de finales del estío. Faltaban dos días para el equinoccio de otoño y los romanos seguían firmes en el asedio de Palmira.
Zenobia había llamado a Giorgios a palacio; quería estar con su amante a solas, quizá por última vez.
En la terraza, la reina de Egipto observaba las finas columnas de humo que se elevaban hacia el cielo desde los campamentos romanos. En lo alto de los bastiones de las murallas ondeaban al capricho de la brisa las banderolas de Palmira, desafiantes y altivas ante los estandartes de las legiones.
—Aquí estoy, mi señora. —La voz de Giorgios sonó cadenciosa pero firme a su espalda.
—Tienes razón, debo dejar Palmira. Es probable que sea la única manera de que el emperador de Roma perdone a los palmirenos. Imagino que tú y ese testarudo de Zabdas ya habréis ideado un plan de fuga.
—Miami te sacará de aquí. No será fácil, pero creo que lo lograremos. Tendremos que sobornar a un par de centuriones y a varios legionarios para que te permitan escapar. Lo haremos de noche, a través de una vieja cloaca que se construyó cuando se levantó el gran templo de Bel. Estaba cegada, pero la hemos abierto y es transitable. Discurre bajo la ciudad y continúa fuera de la muralla, hacia el este. La boca final se encuentra a una media milla al exterior del muro. El camino estará despejado y esa noche no habrá patrullas romanas en la zona. Te estarán esperando unos beduinos con camellos, agua y provisiones.
—¿Y adónde habéis previsto que vaya?
—A Ctesifonte. Kartir, el nuevo juez supremo del Imperio sasánida, aceptará que te refugies allí. En el embarcadero de Dura Europos te esperará una barca con la cual descenderás el Eufrates. Según nos han dicho agentes de Miami, el camino hasta Dura apenas está vigilado, pues Aureliano ha concentrado aquí a casi todas sus tropas disponibles en la región.
—Supongo que habéis pensado hasta en quién nos acompañará a Vabalato y a mí.
—Dos eunucos, los que tú decidas, y Yarai y Kitot.
—Han sido amantes…
—Kitot es nuestro guerrero más formidable. Te defenderá con su vida. Y si con él va su amada Yarai no dejará que nadie te haga el menor daño.
—Llamaremos demasiado la atención: un gigante, dos eunucos, un muchachito y dos mujeres.
—Tal vez, pero es la única manera de salir de aquí.
—¿Y vosotros?
—Tenemos dos opciones: o morir defendiendo la ciudad hasta el fin o rendirnos a Aureliano. Resistiremos hasta que sepamos que estás a salvo en Persia y luego ya veremos.
—Os ejecutarán.
—Sí; sabemos que vamos a morir, pero si entregamos la ciudad, la mayoría de la gente se salvará. Aureliano es duro y cruel, pero sabe que no puede liquidar a toda la población porque cuando acabe esta guerra necesitará de los palmirenos. Ya lo ha hecho en Tiana, en Antioquía y en Emesa; si juras fidelidad a Roma, tienes garantizada la vida.
—Entonces, jurad tú y Zabdas, y Longino y los demás; así os salvaréis.
—No; nosotros ya hemos sido condenados. No necesito acudir al oráculo del templo de Apolo para descubrir que Aureliano nos ha sentenciado a muerte. La Pitia, sentada en su sagrado trípode de sacerdotisa, no necesitaría entrar en éxtasis con los vapores sulfurosos de las cuevas de Delfos para vislumbrar mi destino.
—No quiero que mueras.
—Lo siento, mi reina, pero ni siquiera tú puedes evitar que eso suceda. Las tres Parcas, engendradas en la Noche por Erebo, el gigante Infierno, rigen la vida de los hombres. Cloto es quien hila el hilo de la vida en su huso; su hermana Láquesis es la que lo mide y dispone la longitud de la vida; y la tercera, Atropos, la menor pero la más terrible, decide cuándo corlar ese hilo. A veces, los hombres nos sentimos dueños de nuestro destino, pero somos marionetas en ese teatro cuyos resortes se manejan sin contar con nuestra voluntad.
—No quiero que mueras —reiteró Zenobia.
—Cuando vine a Palmira para enrolarme como mercenario, lo hice para huir de los fantasmas que me acosaban en mis pesadillas. He matado a decenas de hombres buscando una venganza inútil, he peleado a cambio de una soldada por una ciudad que no era la mía y he acabado enamorado de una mujer a la que jamás podré poseer. Mi destino lo escribieron en las estrellas las hilanderas sagradas. Durante toda mi vida he vagado entre sombras sin saber adonde ir. Mi corazón estaba vacío hasta que te contemplé por primera vez. Ahora sé que mi vida no ha sido tan vana, pues he tenido la dicha de amarte y de compartir tu lecho. Cuando lo decida Átropos, moriré, porque no puedo escapar a mi destino, pero ni siquiera la parca que cercena la vida podrá evitar que fenezca reconfortado por el recuerdo de las noches que he pasado abrazado a tu cuerpo. Sólo anhelo morir sabiendo que tú estás a salvo.
—Ven conmigo. En tan extraña comitiva uno más no importará demasiado; Zabdas quiere que así sea; él mismo me lo ha pedido.
—Ese general te ama demasiado y sería capaz de hacer cualquier cosa que te complaciera. Nada deseo más que huir contigo; tal vez en Ctesifonte o en algún perdido rincón de las inmensidades de Asia pudiéramos ser felices y amarnos hasta envejecer, pero si me marcho de este modo y abandono Palmira, el remordimiento me acompañaría toda mi vida y aún más allá de mi propia muerte. Déjame que muera aquí, déjame enamorado de mi sueño, déjame que no despierte porque, si lo hago, lo habré perdido para siempre.
—Palmira, Palmira… —susurró la reina contemplando su ciudad.
—El sueño de Zenobia…
Giorgios la abrazó con dulzura. Los labios de Zenobia se abrieron y sus bocas se fundieron en un lento y larguísimo beso.
Hicieron el amor despacio, saboreando cada caricia, cada instante, porque ambos sabían que aquella iba a ser la última vez. La luz del atardecer se fue disipando y la noche cayó como un manto de sombras esmaltado de rutilantes estrellas plateadas.
A Giorgios le pareció que el mundo se había detenido por un instante, o al menos eso quiso que sucediera.
Miami avisó de que Aureliano estaba arengando a sus tropas para preparar el asalto definitivo a Palmira.
Longino propuso que se enviara un emisario para ofrecer la paz a los romanos y con ello ganar algo de tiempo; así se hizo, pero Aureliano rechazó el pacto y dispuso a sus legionarios para el ataque.
—Tienes que huir esta misma noche. Dentro de dos días tres legiones se lanzarán sobre los muros de Palmira y no podremos detenerlos. —Zabdas hablaba con claras muestras de preocupación en el último consejo real que se iba a celebrar en el palacio de Palmira.
—Todo está preparado. —Giorgios miró a Miami en demanda de información.
—Sí, sí, esta misma noche. Al final de la cloaca nos aguardarán unos beduinos con una recua de camellos. Iremos con ellos hasta Dura Europos y allí embarcaremos hacia Persia tal cual estaba planeado —explicó.
—¿Tú también vas a ir? Eso no estaba previsto —dijo Giorgios.
—Sí, para garantizar el acuerdo y comprobar que esos nómadas cumplen con su palabra; pero no te preocupes, volveré a Palmira en cuanto deje a la reina en el embarcadero del Eufrates.
—¿Son de fiar esos beduinos? —inquirió Longino.
—Siempre que cobren lo que han solicitado. Han pedido el equivalente a un millón de sestercios romanos. —Miami sollo aquella cantidad de sopetón; por supuesto, él se llevaría un buen porcentaje de aquel dinero.
—De acuerdo; el dinero no nos sirve de nada ahora —acepto Zabdas mirando a Nicómaco.
El consejero encargado del tesoro de Palmira asintió con la cabeza.
—¿Y los vigilantes romanos? —preguntó Zabdas.
—Ya han recibido lo suyo; treinta piezas de oro cada uno de los dos centuriones y diez los soldados de la guardia de ese sector. Tendremos el paso franco en el cambio de la primera a la segunda guardia de noche —aclaró Miami.
—Kitot llevará consigo cuantas piedras preciosas y monedas de oro pueda cargar; será suficiente para asegurar que no tendréis problemas para instalaros en Ctesifonte —añadió Zabdas.
No había tiempo que perder.
Zenobia eligió a dos de los castrados y preparó al pequeño Vabalato. Kitot se presentó vestido como un mercader y armado tan sólo con una espada que ocultaba bajo la túnica.
A la puesta del sol, la comitiva se dirigió al templo de Bel; junto al muro exterior del lado oeste se había abierto un enorme boquete para acceder a la vieja cloaca, completamente desescombrada para permitir el paso de una persona.
Zabdas, Longino y Giorgios acompañaban a Zenobia, Vabalato, Yarai, Kitot, Miami y los dos eunucos. La reina había elegido a los dos más fuertes y resistentes.
Cuando llegaron a la entrada de la cloaca ya era noche cerrada sobre Palmira.
—Tendremos que recorrer la cloaca en silencio; desde aquí hasta la boca exterior hay más de media milla. Tiene la altura del augusto Vabalato, de modo que los demás deberemos caminar agachados; tú sobre todo, Kitot —les explicó Miami—. Yo iré delante, después los dos eunucos, la reina, Vabalato, Yarai y Kitot. Llevaremos lucernas encendidas durante buena parte de la travesía, pero tendremos que apagarlas antes de salir a la superficie, así que los últimos cincuenta pasos los haremos totalmente a oscuras.
»En cuanto salgamos al exterior caminaremos otra media milla siguiendo a un beduino que nos aguarda al otro lado, hasta una zona segura donde están los camellos. Viajaremos toda la noche para alejarnos lo más deprisa que podamos. Tenemos que recorrer las ciento cincuenta millas que nos separan del Eufrates en menos de seis días.
—Podemos hacerlo —dijo la reina.
—Tú sí, señora, sabemos bien de tu fortaleza, pero tu hijo, tu esclava y esos dos… —Miami señaló a los castrados.
—También lo harán.
—Pues no perdamos tiempo.
Zenobia se dirigió a Longino.
—Gracias a ti he aprendido cuanto sé. Si alguna vez la historia me recuerda, a ti te lo deberé.
—Ha sido un placer servirte, mi señora.
—No pudimos construir el mundo que soñamos.
—Pero estuvimos a punto de lograrlo. Y además, como dijo Periandro, un tirano que gobernó la ciudad de Corinto hace casi mil años: «Los placeres son perecederos, pero los honores son inmortales». El filósofo se arrodilló ante la reina y besó su mano.
—Zabdas, mi gran general… ¿qué puedo decirte?
—Siempre serás mi reina.
Zenobia abrazó al general y lo besó en la mejilla.
—Cuida de esta ciudad.
—Con mi vida.
—Giorgios de Atenas…
El griego inclinó la cabeza; Zenobia se acercó y le acarició la mejilla.
—Si existe otra vida después de esta, te buscaré en ella —le susurró Giorgios.
Zenobia lo cogió por la mano y se alejaron unos pasos del guipo, tras una columna.
—Una parte de mí se queda contigo —le dijo Zenobia.
—Cuando me recuerdes, si alguna vez lo haces, piensa en el hombre que te amó más allá de la locura, y no olvides que si existe la eternidad te buscaré en ella hasta que te encuentre.
Se besaron en los labios.
—Recuérdame siempre —le dijo Zenobia.
—Es imposible olvidarte.
Regresaron a la entrada de la cloaca, donde ya se habían encendido las lucernas.
Kitot portaba atado a su cintura un saquillo alargado, en forma de ancho cinturón, lleno de monedas de oro y piedras preciosas.
—Vamos; hay que salir al otro lado antes del cambio de guardia —dijo Miami.
La cloaca tenía la altura de un niño de ocho o nueve años y la anchura suficiente como para poder moverse con cierta holgura. El único que tuvo problemas para recorrerla fue Kitot. La corpulencia del armenio constituyó un impedimento considerable, pero al fin, no sin algunos golpes, también pudo llegar al otro lado.
El túnel desembocaba en una depresión a poco menos de una milla de la ciudad, donde hacía tiempo, cuando la cloaca estuvo en uso, se vertían las aguas residuales una vez utilizadas en los baños y las letrinas, pero unas decenas de pasos antes de su término, aprovechando un respiradero, se había abierto una salida por la que aparecieron los huidos. Al borde del respiradero, camuflado en una zona de rocas, los esperaba un beduino.
Miami emitió un peculiar silbido y el beduino contestó con otro similar.
—Ya estamos aquí. ¿Y los camellos? —preguntó el mercader.
—A dos millas hacia el este —dijo el beduino.
—Demasiado lejos. No era eso lo convenido.
—El oficial romano al que hemos sobornado no nos ha dejado acercarnos más; ha dicho que corría un gran riesgo.
Miami torció el gesto.
—Bien, pues no perdamos tiempo y vayamos hacia allá.
Tardaron algún tiempo en llegar hasta el puesto donde esperaban seis beduinos con una docena de camellos.
—Había casi cuatro millas hasta aquí —protestó Miami.
—No sé calcular bien las distancias de noche —se excusó el beduino que los había esperado a la salida de la cloaca.
Sin perder tiempo, montaron en los camellos y partieron raudos hacia el este, evitando el camino habitual que seguían las caravanas.
—Un momento —dijo Zenobia.
—Debemos apresurarnos, mi señora.
—Sólo un instante.
La reina miró a su ciudad, apenas perfilada a lo lejos en la oscuridad de la noche. Sus ojos se humedecieron pero no rodó ninguna lágrima por sus mejillas.
Atrás quedaba Palmira, arrumbada al pie de las colinas de piedra, rodeada por la corona de hogueras que dibujaban las fogatas de los campamentos de los sitiadores romanos.
—Es la ciudad más hermosa del mundo —musitó.
—En verdad que lo es —asintió Miami.
Arrearon a los camellos y partieron rumbo al este, siempre con la estrella polar a su izquierda.
Sobre sus cabezas brillaba con intensidad la constelación de Casiopea y un poco más al sur titilaban las cuatro estrellas del gran cuadrado de Pegaso, el mitológico caballo alado. Las estrellas de Orión señalaban el camino hacia el sureste, la ruta hacia la salvación en el reino de Persia.
Zenobia recordó la leyenda del cazador, del ambicioso Orión, que le contara Giorgios durante una noche de amor, y se estremeció al pensar en los brazos del griego abrazándola bajo la bóveda celeste, y entonces lamentó no haber pasado muchas más noches con su amante.