Palmira, mediados de verano de 272;
1025 de la fundación de Roma
El hombro de Aureliano estaba dolorido por el impacto de la saeta, pero la herida no era demasiado profunda y, cosida por su cirujano, había cerrado bien. Su fortaleza era legendaria y la cultivaba evitando la asistencia de médicos. Siempre se curaba a sí mismo a base de dietas si tenía problemas estomacales, o de hierbas y empastes que él mismo se aplicaba en caso de heridas. Aquella sólo sería una cicatriz más que añadir a la docena que surcaba su cuerpo, otro recuerdo de sus combates en defensa del Imperio. A pesar de la herida, decidió seguir hacia adelante para plantarse cuanto antes ante los muros de la ciudad que había osado desafiar el poderío de Roma.
Aquella mañana los oteadores anunciaron que las primeras columnas de legionarios romanos se encontraban a quince millas de Palmira y que avanzaban a buen ritmo a pesar del sofocante calor del verano.
Zabdas y Giorgios cabalgaron sobre dos camellos hasta la cima de una de las colinas rocosas al noroeste de la ciudad, sobre el valle de las tumbas. El sol abrasaba los guijarros y la arena; del palmeral emanaba una especie de calima que ascendía hasta desvanecerse en el cielo azul.
Atisbaron el horizonte y a lo lejos pudieron intuir el polvo ocre que levantaban las sandalias de suelas claveteadas de los legionarios.
—¡Allá están! —Giorgios señaló con su brazo hacia occidente.
—Sus primeros efectivos acamparán ante nuestras murallas antes del anochecer; ha llegado la hora decisiva. ¿Estás listo para morir, griego?
—No es mi intención hacerlo tan pronto.
—Los cristianos creen en la vida eterna. Dicen que si se muere en la gracia de su dios, el alma del difunto asciende al cielo, donde gozará de la felicidad perpetua.
—La muerte es el término; no existe otra vida después de esta vida.
—¿Has abandonado a los dioses?
—Hace tiempo que ellos me abandonaron a mí. Hubo una época en que creí en el poder de los dioses olímpicos y les ofrecí sacrificios; después me hice devoto de Mitra, pero ahora no siento otra cosa que una inmensa soledad y un vacío infinito. No, general, cuando se muere, el alma no viaja a ningún edén celestial, ni siquiera al averno oscuro y frío al otro lado de la laguna Estigia. La muerte es el término. —Giorgios repitió esta frase como una letanía.
—Los germanos creen que los guerreros que mueren en combate con una espada en la mano se reunirán en el cielo y asistirán a un eterno festín en compañía de los dioses y de las mujeres más hermosas que pueda imaginarse.
—El mismo paraíso en el que creen los árabes de La Meca. ¿Dónde has aprendido eso? —le preguntó Giorgios.
—Me lo contó un godo al que conocí en mi juventud. Era un esclavo que trabajaba como herrero en la fragua del ejército en la fortaleza de Dura Europos. Lo habían capturado en las costas del Ponto y lo dejaron vivir porque era un extraordinario artesano de espadas. Esta la forjó él mismo y la templó con las aguas del Eufrates. —Zabdas mostró su espada a Giorgios.
—¿Nunca pensó en escapar?
—No hubiera podido hacerlo; le faltaba una pierna. Se la cercenaron los romanos a la altura de la rodilla para que no huyera. Imagino que ahora estará disfrutando de los deleites del banquete celestial y de las mujeres en compañía de sus dioses.
—Si así fuera, si tras la muerte nos estuviera esperando un lugar dichoso en el que fuéramos eternamente felices, nadie querría seguir viviendo en este mundo donde el sufrimiento y el dolor son tan corrientes —supuso Giorgios.
—Mujeres hermosas y festines inacabables, esa es la felicidad, amigo, el cielo que imaginan los germanos y los árabes, pero mientras no podamos alcanzar ese paraíso nuestro deber es defender esta ciudad. Vayamos de vuelta; hay que cerrar esas puertas y prepararse para el asedio, apenas queda un día para que los romanos se presenten aquí.
Dos días más tarde de lo calculado por Zabdas y Giorgios, el ejército de Aureliano se plantó ante los muros de Palmira. En cuanto llegaron a las puertas de la ciudad, las cinco legiones se desplegaron alrededor.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Zenobia a la vista del polvo que levantaban los zapadores legionarios. La reina contemplaba el despliegue de los romanos desde lo alto del muro, acompañada por sus dos generales.
—Sus ingenieros están cavando un foso para delinear el cerco; luego colocarán estacas de madera y levantarán una empalizada en torno a la ciudad, a doscientos pasos de las murallas, justo a la distancia donde nuestras flechas no sean efectivas. Es su manera de asediar una fortaleza; se trata de impedir que los sitiados puedan escapar —le explicó Giorgios.
—¿No van a atacarnos?
—Por el momento parece que no. Aguardarán un tiempo a ver si nos rendimos por falta de suministros o por miedo.
—¿Y si no lo hacemos?
—En ese caso procederán al asalto de los muros —especuló Giorgios.
—Deberíamos ofrecerles la paz —planteó Zenobia, abrumada tras las dos derrotas, de las que se culpaba como principal responsable por haber desoído a sus generales.
—No han venido hasta aquí para firmar un tratado y retirarse sin más. Es precisamente ahora cuando debemos mostrarnos más fuertes; que sea Aureliano quien dé el primer paso. Entretanto, esta misma noche les daremos una buena sorpresa —terció Zabdas.
Aquella tarde fueron reunidos en la palestra del cuartel general los mil mejores arqueros de Palmira. Zabdas había observado el despliegue de los romanos y la distancia a la que habían colocado sus campamentos desde la muralla. Su mente de estratega enseguida ideó un plan que detalló a sus hombres.
—Los campamentos romanos están situados a unos trescientos pasos de las murallas, unos cien más allá del foso y la empalizada. Nuestras flechas no alcanzan esa distancia, pero si podemos acercarnos un buen trecho, los tendremos a tiro —comentó Zabdas.
—Para ello tendríamos que salir de los muros y quedaríamos expuestos a su contraataque —repuso Giorgios.
—Si ganamos el terreno suficiente sin que nos vean, lanzamos nuestras flechas y regresamos deprisa, nos replegaremos antes de que puedan alcanzarnos.
—¿Y cómo vamos a hacerlo?
—Escuchad todos: los romanos cambian la guardia cuatro veces a lo largo de la noche. Saldremos en la oscuridad cuando se produzca el segundo relevo y avanzaremos a rastras hacia el foso excavado por los romanos hasta colocarnos a cincuenta pasos de distancia. Cada arquero llevará consigo diez flechas con la punta impregnada en brea, y yesca y pedernal para hacer fuego. Haremos una señal agitando una antorcha en lo alto del baluarte del sector norte de la muralla y todos los arqueros encenderán y lanzarán hacia los campamentos romanos nueve flechas. Entre tanto, mil jinetes saldrán con sus caballos desde la ciudad a todo galope. Cada uno efectuará sus nueve disparos, de modo que emplee el tiempo suficiente como para que los jinetes recorran la distancia entre la muralla y los arqueros. Recogerán a los arqueros a la grupa de su caballos y retornarán a la ciudad antes de que los romanos reaccionen.
—¿Cómo sabrá cada jinete a quién recoger en la oscuridad? —quiso saber Giorgios.
—Por la décima flecha. Disparadas las nueve primeras, cada arquero mantendrá la décima encendida en alto hasta que sea recogido por su jinete. Nos desplegaremos en grupos de veinte, de manera que cada jinete sabrá a qué lugar acudir para recoger a su compañero. En cuanto llegue a él, el arquero disparará esa décima flecha y ambos regresarán al galope a Palmira. Desde las murallas lanzaremos bolas de betún encendidas junto a las puertas para que los jinetes se guíen en su vuelta a la ciudad.
—¡Diez mil flechas de fuego!
—Con este sofocante calor, si acertamos en sus tiendas, los campamentos romanos arderán como la hierba seca.
Cayó la tarde y en el arsenal se prepararon las saetas embreadas, el pedernal y la yesca. Cada arquero recibió instrucciones precisas de lo que debía hacer y cada jinete se ocupó de su caballo.
Mediada la noche, los arqueros se descolgaron por los muros de Palmira y avanzaron arrastrando sus cuerpos por las arenas.
Tal cual estaba convenido, una antorcha se agitó en la torre más elevada del recinto murado. Casi al unísono, mil luces, como luciérnagas rojizas, se encendieron en la noche oscura y de inmediato volaron hacia las posiciones romanas. A la vez, las puertas de Palmira se abrieron y de ellas salieron mil jinetes cabalgando a la carrera hacia las luces que parecían brotar del suelo para después volar en perfectas parábolas.
Miles de aquellas flechas incendiarias cayeron sobre los pabellones de los campamentos romanos, provocando incendios por doquier.
Encaramados sobre los muros de la puerta de Damasco, Zabdas y Giorgios pudieron comprobar cómo una lluvia de luego se abatía inmisericorde desbaratando tiendas y desbocando a los caballos de los romanos.
—Arden como la yesca seca. Los romanos carecen de agua suficiente para apagar el fuego; la necesitan para beber y no pueden malgastar la poca que tienen. —Zabdas estaba contento; su plan había salido bien.
Los arqueros y los jinetes regresaron a lomos de los caballos; tras el último se cerraron las puertas de la ciudad. Desde el camino de ronda de la muralla los defensores agitaron sus arcos y vitorearon a Zenobia. Entre tanto, los incendios consumían los campamentos romanos, que ardían iluminando los alrededores de Palmira como una corona de fuego.
A la mañana siguiente, un jinete se acercó hacia la puerta de Damasco portando un paño blanco en la punta de su lanza.
—Ahí llega su propuesta; mucho antes de lo que imaginaba —comentó Giorgios.
El caballero romano se aproximó hasta la puerta del oeste, por la que salía el camino hacia Damasco, y alzó su lanza agitando la banderola.
—Traigo un mensaje del augusto Aureliano para Zenobia de Palmira. El emperador ofrece dos días de tregua para que podáis responder a esta carta en la que os propone un pacto —gritó el mensajero en griego.
En lo alto de la muralla, Zenobia estaba rodeada de sus principales consejeros.
—Salid a recogerlo y decidle a ese soldado que acepto la tregua —ordenó.
Zabdas dio instrucciones a un oficial de la guardia real para que bajara de la muralla y recogiera la misiva. Instantes después, mientras el jinete romano se alejaba al galope, el oficial entregó una cajita de madera a la reina. Contenía un papiro en el que estaba escrita una carta en griego sellada con la insignia del emperador Aureliano.
Zenobia alargó el papiro a Cayo Longino que lo leyó en voz alta:
—Aureliano, vencedor de los godos, emperador del orbe romano y reconquistador de Oriente, a Zenobia y a sus aliados. Como quiera que no habéis hecho por vuestra propia voluntad lo que os he ordenado en otra carta, os impongo la rendición y os perdono la vida a condición de que tú, Zenobia, acates vivir con tu hijo donde yo te lo ordene, de acuerdo con el deseo del Senado de Roma. Deberéis entregar al Senado romano las piedras preciosas, la plata, el oro, la seda, los caballos y los camellos que poseéis. Los habitantes de Palmira conservarán a cambio todos sus derechos y la vida.
»Pide una respuesta dentro de los dos días de tregua acordados.
—Nos exige la sumisión y nos demanda nuestras riquezas. No podemos ceder —comentó Zabdas.
—Y condena a la reina al exilio, a vivir en el lugar que decida el Senado. Tal vez una de esas islas perdidas en medio del Mediterráneo, con la única compañía del sol, el viento, los lagartos y las gaviotas —añadió Giorgios.
—Estoy de acuerdo; no podemos aceptar de ninguna manera. Señora, ¿cuál es tu decisión? —quiso saber Longino.
—¿Podemos resistir este asedio? —preguntó Zenobia.
Zabdas tomó aire y suspiró.
—Sin ayuda del exterior, no. Propongo enviar mensajeros a Armenia, a Arabia y a Persia en demanda de ayuda. Debemos hacerles comprender que si Palmira cae, Roma irá después a por ellos. Somos los garantes de su libertad.
—¿Con quién podemos contar? —demandó la reina.
—Con Siria no, desde luego, y en cuanto a los armenios, no creo que se pongan ahora en contra de Roma. Con los persas tenemos en vigor el tratado de ayuda mutua, y tal vez nos ayuden si ese taimado Kartir lo cree conveniente para sus intereses; en cuanto a los beduinos, lo seguirán haciendo si obtienen algo a cambio, como hasta ahora ha ocurrido, pero no confío demasiado en ellos.
—Nuestra única esperanza son los persas, mi reina —añadió Giorgios.
—Nicómaco, redacta una carta para el rey de Persia. Trata a Ormazd como si fuera mi hermano mayor, llámalo así, y ofrécele nuestra amistad eterna. Dile que recurrimos al cumplimiento del tratado militar que firmé con su padre y que necesitamos su ayuda. Solicítale que envíe un ejército en nuestro socorro y dile que combatiremos juntos contra los romanos. Que salgan varios jinetes esta misma noche con varias copias del mensaje. Los romanos están demasiado ocupados en rehacer sus campamentos y, con la tregua, nuestros mensajeros podrán eludir más fácilmente el cerco.
»Y tú, Cayo, tomarás nota de una carta que te dictaré en respuesta a la propuesta de Aureliano. Le diré que no nos rendimos y que nuestros aliados ya están en camino en nuestra ayuda. Redáctala en nuestra lengua.
—Sí, mi reina —asintió el consejero.
—En cuanto a vosotros, mis generales, intensificad los ataques a los romanos tan pronto como finalicen los dos días de tregua; tenemos que lograr que este asedio se convierta en su infierno.
Zenobia recorrió las murallas y fue repartiendo ánimos a los defensores.
Cayo Longino acudió con el borrador de la respuesta para Aureliano; estaba escrito en arameo.
—He acabado la carta para el emperador de Roma, mi reina. Espero que sea de tu agrado.
—Léela.
—Zenobia Augusta, reina de Oriente, al augusto Aureliano, emperador de Roma. Nadie se ha atrevido nunca a proponerme lo que tú me has remitido en tu carta. Estamos inmersos en una guerra, y en las guerras lo que se desea conseguir hay que ganarlo con valor. Me demandas la rendición y con ello pretendes humillarme. Soy descendiente de la reina Cleopatra y, como ella, prefiero morir antes que ser humillada. Un poderoso ejército de mi aliado el rey de Persia está en camino hacia aquí, y desde Arabia y Armenia han salido miles de soldados en nuestra ayuda. Los beduinos del desierto de Siria y las tribus árabes del sur seguirán hostigando a tu ejército como avispas incansables. ¿Sabes qué te ocurrirá cuando unamos todas nuestras fuerzas contra ti? No te quedará otro remedio que deponer tu arrogancia, esa misma con la que me pides la rendición como si ya me hubieras vencido. Palmira no se rinde a Roma.
—Muy contundente —comentó Zabdas.
—Aureliano se enfadará todavía más —vaticinó Giorgios.
—De eso se trata —terció Longino—. Un estratega irritado se precipita y comete más errores que uno sereno.
Todos miraron a la reina.
—Enviad esa carta con un correo justo cuando se cumpla el segundo día de la tregua, y preparad un contraataque nada más finalizada.
Tal cual había supuesto Longino, Aureliano montó en cólera al conocer la respuesta de Zenobia.
Sin esperar acontecimientos, ordenó que dos cohortes lanzaran un primer ataque de tanteo en el sector sur de la muralla con la intención de comprobar la fortaleza de las defensas de Palmira.
Giorgios, avisado del movimiento de los romanos, se dirigió a esa zona atravesando toda la ciudad al galope. Un millar de legionarios, formando varias tortugas con sus escudos, se habían aproximado hasta colocarse apenas a cien pasos y amagaban con desencadenar un ataque.
El oficial al mando del sector informó al general.
—Hace tiempo que no se mueven. No sé qué pretenden.
—Amedrentarnos y probar nuestra capacidad de respuesta —dijo Giorgios.
—Les hemos lanzado una andanada de flechas pero sus escudos los protegen.
—Pero no lo harán del fuego. Preparad los escorpiones, colocad en la punta de las lanzas una buena cantidad de betún, cuanta sea posible lanzar a esa distancia, y disparadlas encendidas sobre las tortugas.
Las enormes ballestas llamadas escorpiones, capaces de arrojar una lanza pesada a más de doscientos pasos de distancia, fueron armadas.
Los escorpiones escupieron las lanzas incendiarias, en cuyas puntas ardían bolas de betún. Las tortugas de los legionarios fueron alcanzadas de lleno. Al golpear los escudos, las enormes saetas abrían una brecha y derramaban el betún salpicando gotas ardientes sobre los legionarios. La pez encendida saltaba en todas las direcciones y caía sobre los pies, los ojos y las manos, adhiriéndose a la piel como las ventosas de una sanguijuela. Entonces, los soldados soltaron sus protecciones para intentar zafarse de las llamas. Las tortugas se descompusieron y los arqueros palmirenos pudieron alcanzar a los soldados romanos con facilidad. Estos se retiraron dejando sobre el suelo varias decenas de muertos.
Hacía un mes que los romanos asediaban Palmira y seguían sin rendir a sus defensores. Dentro de la ciudad la comida todavía no escaseaba y la moral de los palmirenos se mantenía firme.
Los romanos carecían de máquinas de asedio y los defensores habían colocado sobre las murallas escorpiones capaces de disparar pesadas lanzas con la fuerza suficiente como para abrir brecha en las formaciones en tortuga de los legionarios y catapultas con las que arrojar grandes bolas de betún ardiente. Además de tres mil excelentes arqueros capaces de acertar a un blanco a cien pasos de distancia.
Aureliano se impacientaba porque no hallaba la manera de romper las defensas de Palmira. En una carta enviada a un gobernador de una ciudad de Siria le confesaba que no sólo luchaba contra una mujer, sino que lo hacía contra todo un pueblo, y que confiaba en que los dioses ayudarían a Roma en aquella guerra. Una misiva similar fue remitida al Senado; en ella, Aureliano explicaba la excelente preparación militar de los palmirenos, la robustez de sus fortificaciones, la precisión de sus arqueros y la abundancia de armas de que disponían. Añadía que el temor a las represalias había dotado a Zenobia de un valor extraordinario, quizá fruto de la desesperación, pero prometía que no levantaría el asedio hasta rendir a la ciudad rebelde.
Entre tanto, las cartas solicitando ayuda remitidas por Zenobia llegaron a sus destinatarios. Los armenios enviaron algunas partidas de caballería que se limitaron a increpar a los destacamentos romanos que patrullaban las montañas al norte de Palmira. Eran pocas y no estaban dispuestas a dejar su vida en defensa de Zenobia, a la que consideraban incapaz de vencer a Roma, de manera que fueron fácilmente desbaratadas y rechazadas por la caballería romana.
Los árabes beduinos del desierto fueron mucho más molestos. Durante varias semanas no dejaron de incordiar a las líneas de suministros romanas; no lo hacían tanto en ayuda de Palmira como en busca del botín. Los beduinos conocían como nadie el desierto, aparecían de repente, saqueaban cuanto podían y se retiraban con la misma celeridad. Como quiera que no había manera de acabar con sus ataques y que capturarlos a todos era imposible, Aureliano ofreció dinero a los jeques de las principales tribus beduinas a cambio de que no acosaran a sus soldados y dejaran circular a sus convoyes. El oro de Roma, procedente del tesoro capturado en Emesa, causó un efecto inmediato y los beduinos se retiraron a las profundidades de su desierto con sus bolsas repletas de monedas, abandonando a su suerte a sus parientes palmirenos.
Algunos jeques, para justificar su cambio de actitud ante Palmira, alegaron que Zenobia se había mostrado altiva con ellos y que su actitud había sido demasiado displicente hacia los orgullosos jefes tribales árabes, a los que sólo importaba el dinero.
Ormazd de Persia respondió enviando una avanzadilla formada por varios regimientos de infantería y dos escuadrones de caballería ligera. Pero se comprometió a ayudar a Palmira con un gran ejército en el cual formarían los temibles catafractas persas. Cuando esa noticia llegó a la ciudad, los sitiados estallaron de júbilo.
—Ormazd enviará en nuestro auxilio a su ejército con los catafractas —informó Zabdas a Zenobia.
—¿Cuándo ocurrirá eso? —preguntó la reina.
—Su mensajero no lo ha precisado, pero imagino que necesitará algún tiempo para reunirlo y salir hacia Palmira; tal vez uno o dos meses. Podemos resistir hasta entonces.
Zabdas ignoraba que en ese mismo momento, a dos mil millas al este, Ormazd agonizaba. El hijo de Sapor, el que se llamaba a sí mismo «rey de Irán y de lo que no es Irán», murió de un acceso de fiebre cuando apenas llevaba un año sentado en el trono de los monarcas sasánidas. Su hermano, el taimado Bahram, decidió que aquella guerra que se libraba en el desierto de Siria no tenía el menor interés para él, de manera que ordenó al ejército que regresara a sus cuarteles y se olvidara de las órdenes dictadas por su hermano y del tratado militar de ayuda mutua entre Persia y Palmira, que seguía en vigor.
Durante dos semanas los palmirenos aguardaron la llegada de los catafractas persas; sus antiguos enemigos eran ahora sus aliados y su única esperanza de vencer a Roma.
Los destacamentos enviados por Ormazd poco antes de morir fueron desbaratados por los romanos con facilidad y pronto se supo que Bahram, el nuevo monarca persa, no cumpliría el tratado firmado por su hermano.
—Los persas no vendrán. Cualquier esperanza de socorro se ha esfumado; ahora sí estamos solos, completamente solos —lamentó un abatido Zabdas en presencia de Giorgios.
—Ese Kartir no era de fiar; estoy seguro de que ha sido él quien ha decidido incumplir el tratado. Habrá manejado a su antojo al nuevo rey, como ya lo hiciera con su hermano Ormazd.
—¿Crees que deberíamos rendir la ciudad? —Zabdas parecía desorientado.
—No; debemos seguir resistiendo —respondió Giorgios, aunque lo hizo como si todo estuviera irremediablemente perdido.
—Nos rodean más de cincuenta mil soldados seleccionados entre los mejores legionarios del Imperio. Nosotros sólo disponemos de seis mil combatientes. No hay esperanza. Si nos rendimos, ¿qué será de ella? —Zabdas sollozó como un niño; amaba en silencio a Zenobia y sólo Giorgios lo sabía.
—Saquémosla de aquí. Si conseguimos que escape podremos rendir la ciudad y evitar que los romanos la destruyan. Aureliano ha dado muestras de que puede ser piadoso con los vencidos. Si logramos que Zenobia llegue a Persia, se encontrará a salvo. Entre tanto, tenemos que aguantar sus envites y ganar tiempo hasta que pueda llegar a Ctesifonte.
—Aureliano no nos perdonará.
—Me refería a la gente de esta ciudad. Sé bien que tú, yo, Longino, Nicómaco y el resto de consejeros seremos ejecutados, pero el emperador perdonará a la mayoría de los ciudadanos, sobre todo si encuentra el tesoro repleto de oro y joyas. Roma seguirá necesitando de esta ciudad, y a sus ciudadanos.
—¿No deseas huir?
—No podría vivir sin ella, ya lo sabes —sentenció Giorgios.
—Entonces huye con ella, griego. Si la acompañas y la proteges yo estaré más tranquilo.
—No. El destino me ha deparado que muera peleando en esta ciudad.
—¿Conoces tu destino? No sabías que hubieras consultado a un oráculo.
—No lo necesito. Cuando era estudiante de filosofía en la Academia de Atenas uno de mis maestros me enseñó una máxima del sabio Quilón que nunca he olvidado: «Acudir más rápido a las desgracias de los amigos que a los éxitos». Llega un momento, general, en el cual cada hombre descubre lo que le depara el futuro; no hace falta ser adivino para entenderlo.
Giorgios extendió su mano y Zabdas la abrazó por la muñeca, al estilo de los soldados romanos.
—Será un honor compartir tu destino y morir peleando a tu lado —dijo.
—Tal vez sea cierto que exista un paraíso después de la muerte; si así fuera, me gustaría encontrarte allí.
—Si existe, no te quepa duda de que allí nos veremos.