Palmira, comienzos de verano de 212;
1025 de la fundación de Roma
En la ciudad de las palmeras todo eran prisas. Algunos consejeros de Zenobia habían propuesto envenenar todos los pozos de agua potable entre Emesa y Palmira para evitar que los romanos pudieran abastecer de agua a su enorme ejército, pero la reina lo prohibió.
De modo que toda la esperanza de resistencia se centró en la muralla que comenzara a construir Odenato para defenderse de un posible ataque de los persas. El recinto ya estaba acabado, pero en algunos tramos los muros no eran todo lo poderosos que se requería para resistir el asalto de las legiones de Aureliano.
Zabdas inspeccionó con minuciosidad el recinto murado acompañado por dos ingenieros griegos, que encontraron numerosas deficiencias, especialmente en todo el flanco sur.
—Demasiado grande para ser defendido con los hombres que ahora disponemos —calculó Zabdas—. Hay que reducir el perímetro murado a la mitad. Construiremos una nueva muralla que parta en dos la ciudad, y nos concentraremos en la mitad norte. El nuevo muro irá desde el santuario de Bel hasta la puerta de Damasco, junto al ágora, paralelo al viejo cauce abandonado del arroyo Qubur.
—¿De cuánto tiempo disponemos para construirlo? —preguntó uno de los ingenieros.
—De un mes.
—¿Cómo?
—Treinta días; ni uno más.
—¡Hay más de una milla de distancia entre esos dos puntos!
—Emplearemos a los soldados del ejército y a todos los ciudadanos capaces de trabajar. Utilizad cuantos materiales sean precisos. Si no disponéis de piedras suficientes, desmontad tumbas, templos, monumentos y cuanto sea necesario. Todo lo que moleste a la obra del nuevo muro deberá ser derribado. Esta será la muralla de Zenobia.
Zabdas daba instrucciones a sus ingenieros para que no tuvieran el menor reparo en utilizar cuantos medios se requirieran.
—Algunos palmirenos protestarán si se utilizan las piedras de las tumbas de sus antepasados para construir una muralla —comentó uno de ellos.
—Me trae sin cuidado. Necesitamos piedras bien escuadradas para que los bastiones queden con sus esquinas bien reforzadas, y no hay tiempo para labrarlas, de manera que utilizaremos las que tengamos más a mano. Si para ello hay que desmontar todas las tumbas de Tadmor, lo haremos. Nuestros difuntos lo entenderán.
Giorgios apareció en ese momento.
—Tenemos que acelerar las obras de defensa; sobre todo los muros del lado oeste.
—¿Por qué ese flanco? —preguntó Zabdas.
—Porque los romanos creen que el oeste es una dirección desafortunada, de modo que evitarán, si es posible, realizar su primer ataque mirando hacia allí; imagino que se trata de algún mal presagio relacionado con la muerte del sol. Y tampoco lo harán en los que denominan días nefastos: el primero de cada uno de sus meses o calendas, el de las nonas, el de los idus, los días en los que han sufrido algún desastre militar o una derrota… Hay algo más de cien días nefastos en el calendario anual romano, por casi doscientos fastos —informó.
—Fastos o nefastos, Aureliano avanza hacia Palmira sin perder un solo día.
—Uno de nuestros oteadores acaba de informar que su ejército ya ha salido de Emesa y la vanguardia se encuentra a cien millas de aquí —precisó Giorgios.
—Pagaremos a las tribus beduinas para que hostiguen a su vanguardia y enviaremos patrullas para frenar su avance y retrasar cuanto podamos su marcha. Dispón varios destacamentos de caballería ligera con los mejores arqueros; saldremos a su encuentro y los mantendremos ocupados con ataques sorpresa por la noche, como hicimos con los persas —dijo Zabdas—. ¿Cómo se encuentra Kitot?
—Por fortuna, su herida no se ha gangrenado. El médico de la reina lo trató y cauterizó bien la herida; le ha aplicado empastes de bálsamo de la mejor calidad y ha dejado de supurar. Tiene dificultades para caminar, pero en una o dos semanas estará bien. Lo peor fue la enorme pérdida de sangre que a punto estuvo de costarle la vida, pero es fuerte como un buey y se repondrá con buen vino y buena carne.
—Lo necesitaremos en la batalla.
—Estará dispuesto.
—¿Hay noticias de Egipto?
—No, pero estoy seguro de que Anofles no ofrecerá resistencia a los romanos y, si necesita un chivo expiatorio, entregará la cabeza de Timagenes, porque Firmo es demasiado listo como para asumir culpa alguna. Imagino que ese desdichado general será el que cargue con todo el castigo.
Y así fue. El ejército enviado por Aureliano para recuperar Egipto se presentó en Alejandría y Teodoro Anofles salió a recibir a los legionarios como a los libertadores del yugo de Palmira. Firmo, por su parte, sobornó con una cuantiosa cantidad a los oficiales romanos para que no se cuestionara su lealtad a Roma. Timagenes, acusado por sus propios hombres de haber traicionado al Imperio, fue ejecutado y clavado en una cruz en las afueras de Alejandría y sus restos los devoraron las alimañas. Anofles siguió al frente del templo de Apis y se encargó de celebrar sacrificios en honor de Aureliano, que fue venerado como un nuevo dios de Egipto.
Aquella noche era propicia para una emboscada. Los espías de Palmira que controlaban la marcha del ejército romano a través del desierto habían informado de que varias cohortes de legionarios estaban asediando un poblado fortificado ubicado en lo alto de un cerro en el camino entre Emesa y Palmira.
Los romanos habían requerido a los defensores que se rindieran y que reconocieran la autoridad de Aureliano, pero los del pueblo les habían respondido que su única soberana era Zenobia y que no tenían intención de entregar aquella fortaleza.
Giorgios salió de Palmira al frente de un escuadrón de caballería ligera con el que había planeado atacar a los romanos de noche, mientras se mostraban confiados en el asedio de la fortaleza.
En cuanto los oteadores le describieron cómo se habían instalado los romanos en su campamento, Giorgios reunió a sus hombres y les comentó su plan.
—Caeremos sobre ellos por sorpresa en mitad de la noche. Los romanos están convencidos de que nos hemos refugiado en Palmira, de cuyas murallas no osaremos salir. Si no me equivoco, estarán atentos al poblado sitiado, pero no esperarán que se produzca un ataque desde el exterior, pues nos imaginan muertos de miedo tras sus murallas.
»Tendremos que obrar en sigilo y con la mayor precisión si queremos darles un buen escarmiento: llegar por sorpresa, golpear con contundencia y retirarnos deprisa entre las sombras.
Eran cincuenta de los mejores jinetes de Palmira y cincuenta arqueros, que cabalgaron hasta las cercanías del lugar asediado por los romanos.
Ocultos en una hondonada podían atisbar el campamento de la vanguardia romana y el despliegue de al menos seis cohortes alrededor del cerro sobre el cual se erigía la fortaleza que se mantenía fiel a Palmira. Todo parecía en calma. En lo alto de los muros, no demasiado elevados, ardían unas antorchas que iluminaban las laderas del cerro a fin de observar si en la oscuridad de la noche se acercaban los romanos.
En el campamento romano, los legionarios de guardia estaban sentados, pese a la calurosa noche, en torno a varias hogueras que alumbraban las tiendas de los soldados.
—Será difícil sorprenderlos —bisbisó Giorgios a sus hombres—. Nos arrastraremos entre los matojos hasta que estemos junto a las tiendas. En ese momento los arqueros abatirán a los legionarios que descansan junto al fuego y nos protegerán con sus flechas de los que se den cuenta del ataque y salgan a combatir. Los que vengáis conmigo utilizad las espadas cortas, golpead con contundencia y en cuanto el tumulto sea lo suficientemente alto como para despertar a los dormidos, retroceded hasta esta posición. Una vez aquí recordad dónde están vuestros caballos, brincad sobre sus lomos y salid a toda prisa hacia Palmira. Nos reuniremos al amanecer en el pozo de Bel.
Los hombres asintieron, se encomendaron a los dioses y comenzaron a arrastrarse hacia las posiciones de los romanos. Las llamas de las hogueras señalaban como un faro la situación de las tiendas de las cohortes legionarias y perfilaban los cuerpos de los soldados de guardia como siluetas de fantasmas.
Los palmirenos lograron acercarse hasta unos veinte pasos de las primeras hogueras y se desplegaron en semicírculo ocupando un amplio frente. La señal convenida para el ataque era un peculiar silbido de uno de los soldados que avanzaba al lado de Giorgios atento a su orden.
La noche era oscura y aunque el cielo estaba despejado y titilaban las estrellas en lo alto, la carencia de luna impedía que fueran localizados entre las sombras.
Giorgios, que encabezaba el grupo, se colocó junto a la primera de las tiendas; unos ronquidos revelaban que varios soldados dormitaban en su interior ajenos a lo que se les venía encima.
—Ahora —musitó Giorgios a su ayudante.
El silbido fue la señal convenida. Los arqueros dispararon al unísono sobre los guardias, que cayeron fulminados.
Los cincuenta palmirenos se lanzaron sobre las tiendas de los confiados romanos, que apenas tuvieron tiempo para incorporarse y ofrecer resistencia a los atacantes. Varias decenas cayeron atravesados por las espadas cortas de los atacantes, que arrojaban estacas ardiendo sobre las tiendas, en cuyo interior los legionarios que dormitaban comenzaban a despertarse por el ruido del ataque.
Los arqueros protegían la retirada de los hombres de Giorgios hacia la oscuridad, abatiendo con su acostumbrada precisión a los desorientados legionarios que salían de las tiendas en llamas.
Reagrupados en la vaguada y en plena oscuridad, montaron a caballo y partieron a la carrera para perderse en la profunda noche del desierto.
Al amanecer, la mayoría acudió al pozo de Bel. En el recuento sólo faltaban cinco hombres, que o habían caído en la escaramuza o se habían perdido en la noche.
Esperaron a que la luz del día inundara las colinas cercanas por si alguno de los compañeros regresaba y al fin partieron hacia Palmira. Estaban seguros de que habían liquidado en su emboscada a dos centenares de romanos al menos. Giorgios había ensartado a cuatro de ellos con su espada.
Tres días después, ya tras la protección de las murallas de Palmira, se enteraron de que el general romano que dirigía el asedio al poblado fortificado había ordenado el asalto. Los legionarios, airados por la celada, habían formado varias tortugas y habían abordado la fortaleza hasta lograr entrar por uno de los bastiones. Todos los defensores habían sido ejecutados y sus cuerpos expuestos al sol y a los carroñeros.
Pese a los constantes ataques de los palmirenos y de los beduinos del desierto, que se mantenían fieles a Zenobia a base de cuantiosas bolsas repletas de monedas y no cesaban de hostigar a los romanos, Aureliano decidió avanzar hacia Palmira, pero con mayor cautela.
El ataque de los arqueros, de los veloces jinetes beduinos y de la caballería ligera palmirena constituía un incordio permanente para el avance romano. Considerados los mejores del mundo, la puntería de los arqueros era extraordinaria. Montados en los corceles más veloces y resistentes y formados en escuadrones se desplazaban por el desierto hasta las inmediaciones de los campamentos romanos; aparecían por sorpresa, cargaban sus arcos y disparaban contra los legionarios, que se veían impotentes para repeler este tipo de ataques. En cuanto descargaban varias andanadas de saetas y antes de que pudieran darles alcance los jinetes romanos, huían a toda prisa sin recibir el menor daño y se perdían en el desierto para desesperación de Aureliano, que no encontraba remedio alguno para paliar aquellos asaltos.
—¡Hemos herido al emperador! ¡Lo hemos alcanzado en el hombro!
Uno de los arqueros daba cuenta a Zenobia de lo ocurrido durante una de sus incursiones al campamento imperial. Una partida de veinte arqueros se había acercado a una distancia de cien pasos a la vista de una enorme tienda desplegada a unas treinta millas al oeste de Palmira. Uno de ellos atisbo la insignia que ondeaba a la puerta del pabellón y la identificó como el emblema de Aureliano.
Y en efecto, así era. El propio emperador, a fin de transmitir ánimo a sus tropas, entre las que comenzaba a asentarse cierto abatimiento ante las fulgurantes cargas de los arqueros a caballo, se había puesto al frente del ejército y había instalado su tienda en medio de la vanguardia. Los arqueros esperaron ocultos a ver si identificaban a la figura del emperador y cuando lo hicieron le dispararon. Estaba demasiado lejos para un impacto pleno, pero una de las saetas golpeó en el hombro de Aureliano, que se contorsionó de dolor y cayó al suelo. El grosor de las placas de su coraza impidió que la herida fuera más grave y profunda, pero el virote logró atravesar la chapa y rasgar la carne.
—Esa herida retrasará algunos días su asalto; así dispondremos de más tiempo para la fortificación de la nueva muralla —comentó Zabdas.
—Pero lo hará más peligroso. Aureliano es un animal herido, y las fieras heridas no se detienen ante nada —dijo Giorgios.
—Mientras se recupera, haremos acopio de víveres. Para resistir el asedio, que presumo que será largo, necesitaremos alimentos al menos para seis meses.
—¿Confías en resistir tanto tiempo?
—Hemos almacenado alimentos suficientes como para mantenerlos a raya durante ese tiempo, tal vez más. Si resistimos todos esos meses, los que tendrán dificultades de intendencia serán los romanos, y se verán obligados a levantar el asedio. Aunque nos parapetemos tras nuestras murallas no permaneceremos quietos; nuestros aliados, los beduinos del desierto, atacarán sus convoyes de suministros para evitar que les lleguen alimentos y armas. Si desbaratamos sus líneas de aprovisionamiento y conseguimos cortar sus fuentes de suministro ellos serán los que pasen escasez. Y si se retiran los acosaremos de tal manera que no saldrá ni uno vivo del desierto. Pero entretanto debemos seguir con las obras de fortificación.