Llanos de Emesa, primavera de 272;
1025 de la fundación de Roma
—Aureliano ha ocupado Antioquía sin derramar una gota de sangre y ha respetado la vida y las propiedades de todos sus habitantes. La noticia se ha extendido a las demás ciudades de Siria; Apamea y Larisa ya se han apresurado a ofrecer su lealtad al emperador y muy pronto todas las demás se rendirán ante Roma. No tenemos otra salida que intentar derrotar a los romanos, y tendremos que hacerlo solos —comentó Giorgios.
—Lo esperaremos aquí, en los llanos de Emesa. Esta vez pelearemos por nuestra vida; en esta segunda ocasión no podemos fallar —dijo Zabdas.
La ciudad de Emesa, ubicada en la encrucijada del camino entre Alepo y Damasco y el del desierto y la costa, debía su riqueza a sus buenas relaciones comerciales con Palmira, y sus habitantes se habían mostrado muy entusiastas de Zenobia.
Zabdas y Giorgios lograron que al menos la población no se mostrara hostil a los palmirenos y que se mantuviera neutral durante la nueva batalla que se avecinaba; acordaron con sus magistrados que si perdían en la contienda que allí iba a librarse estos podrían acogerse, como los de Antioquía, a la autoridad de Roma.
El ejército romano se acercaba desde el norte. Todo parecía indicar que aquel encuentro podría ser definitivo en el desenlace de la guerra.
Giorgios seguía confiando en la contundencia de sus catafractas y en la puntería de los arqueros de Palmira, pero la derrota de Immas había mermado los efectivos de la caballería pesada, que había perdido a uno de cada cuatro componentes y a muchos de sus más eficientes oficiales.
El día amaneció luminoso y azul. Durante las últimas horas de la madrugada se había desplegado el ejército de Palmira, que Zabdas había formado con todo lo que quedaba de la caballería pesada en el centro, aunque en esta ocasión había colocado a los catafractas montados sobre camellos en las dos primeras filas a fin de que en la carga no se abriera una brecha entre caballos y camellos por la mayor velocidad de los primeros. En los dos flancos formaban dos divisiones de la caballería ligera. Inmediatamente detrás de los catafractas se alineaba la infantería, integrada por voluntarios palmirenos y mercenarios sirios, armenios, griegos, árabes y mesopotamios, y tras ellos se desplegaban los arqueros.
Los palmirenos habían aprendido la lección de Immas y sabían que no podrían perseguir a los romanos, de manera que deberían situarse lo suficientemente cerca de la infantería para lanzar una carga demoledora, desbaratar la formación de las legiones y tratar de ganar la batalla. El error cometido en Immas no podía volver a repetirse.
Aureliano había desplegado sus tropas de forma similar al primer combate, pero al frente formaba ahora la caballería pesada, con los acorazados jinetes sármatas en primera línea, la númida y la dálmata tras ellos y la caballería ligera romana en las alas, de nuevo dirigida por el general Probo. Justo tras la caballería se alineaban tres legiones de infantería con los legionarios veteranos de las provincias romanas de Panonia, Mesia y el Nórico; a sus flancos formaban las tropas auxiliares germanas y norteafricanas y por fin las seis cohortes de la guardia pretoriana, desplegadas en torno al emperador. Y aún quedaban en la retaguardia las otras dos legiones completas y la caballería de cada una de ellas.
Zabdas y Giorgios recorrieron el frente de batalla para observar las tropas enemigas lo más cerca posible.
—Uno a cinco y en campo abierto; estamos en notable desventaja. Nadie en su sano juicio entablaría batalla en estas condiciones —comentó Giorgios.
—Ya hemos vivido situaciones semejantes a esta en Persia y supimos salir triunfantes. Esta vez no será diferente. Nuestra caballería pesada es invencible en este terreno. Toma.
Zabdas le entregó su vara de mando a Giorgios.
—¿Qué haces?
—Quiero que dirijas tú la batalla.
—No. Ese honor debe ser tuyo.
—Lo has merecido; hazlo por nuestra amistad. Yo te secundaré con los jinetes ligeros.
—En ese caso… ¡Comandante! —Giorgios llamó a uno de los oficiales—. Ordena que la caballería pesada forme en cuña; atacaremos en punta de flecha.
—Si atacas de esa manera acortas tu frente —se extrañó Zabdas.
—Espero que tú protejas mis flancos cabalgando justo al lado de las alas de los catafractas y rellenes el hueco que dejaremos al avanzar en cuña.
—Así lo haré. Buena suerte y que los dioses te sean propicios.
Giorgios ordenó a sus oficiales que mantuvieran esa formación a toda costa y que cabalgaran teniendo en cuenta que el morro del caballo de cada jinete debía estar siempre a la altura de los cuartos traseros del caballo que tenía delante, manteniendo las filas cerradas y compactas pasara lo que pasara.
Las legiones romanas aparecieron al fondo del valle del Orantes, entre los campos de trigo que verdecían con las lluvias de abril.
—Ahí está Aureliano, puntual a la cita con la muerte —comentó Zabdas.
—Esperemos que sea la suya quien lo aguarde —asentó Giorgios.
—Si vencemos en este combate, volveré a creer en los dioses de Palmira y les ofreceré sacrificios. El suelo está seco y no hay barro; no volveremos a caer en la misma trampa.
—Son demasiado numerosos. Lo correcto sería replegarnos y ofrecerles la batalla en las estribaciones de la cordillera, unas millas al sur de aquí, con las colinas protegiendo nuestras espaldas. Allí su superioridad numérica tendría menos trascendencia y podríamos defendernos mejor.
—Nuestros catafractas necesitan un espacio amplio para que su carga sea contundente. No hay mejor lugar que los llanos de Emesa. Además, olvidas que en esa ciudad se guarda el más fabuloso de los tesoros de Oriente después del de Palmira. Si nos replegamos y cae en manos de Aureliano, dispondrá de tanto dinero que podrá formar otro ejército tan numeroso como el que ya dirige. Tenemos que detenerlo aquí o no nos quedará más remedio que parapetarnos tras las murallas de Palmira.
En tanto los generales palmirenos comentaban la estrategia a seguir, Aureliano desplegó sus tropas para la batalla.
Giorgios se situó en el vértice de la cuña, en el lugar más expuesto de la contienda. Ordenó a sus catafractas que se colocaran en posición de ataque, pero les conminó a que mantuvieran sus monturas siempre agrupadas, eludiendo una carga demasiado prolongada para evitar que se agotaran como había ocurrido días atrás.
Sonaron las trompetas curvas y la caballería romana cargó al frente.
—Ahí vienen —comentó Giorgios al contemplar su avance—. Todo el mundo quieto, ¡quietos!
Los catafractas palmirenos apenas podían sujetar a sus corceles de guerra, acostumbrados a cargar en cuanto presentían un ataque enemigo.
Giorgios templó sus nervios. Sabía que no tenía que precipitarse, que no debía lanzar a la contracarga a su caballería hasta que la romana estuviera a una distancia lo suficientemente corta como para que no pudiera retirarse a tiempo. Lo de Immas no se repetiría.
La vanguardia de la caballería romana estaba cada vez más cerca y los palmirenos permanecían inmóviles manteniendo la formación compacta.
—¡Que nadie se mueva hasta que yo dé la orden! —gritó Giorgios.
Los romanos se acercaban a la carrera, sus corceles cabalgando al son de las trompetas que sonaban en la retaguardia como una llamada a la muerte.
Zenobia, que se había mantenido apartada del frente de combate, llegó ante Zabdas escoltada por un escuadrón de jinetes.
—¿A qué espera ese griego? —le preguntó.
—A que la caballería romana esté al alcance de nuestros catafractas.
—Pero van a embestir sin que nos hayamos movido.
—Confía en ese mercenario, señora, sabe lo que hace.
Los jinetes romanos tenían orden de avanzar hasta que los palmirenos cargaran contra ellos y retirarse en ese preciso momento. Pretendían atraer a los catafractas y mantenerlos a distancia hasta que sus monturas se agotaran o sus filas se descompusieran, como ocurriera en Immas.
Los generales romanos alentaban a los jinetes sármatas a seguir adelante, pero su estrategia había fallado. Cuando alcanzaron el punto de no retorno, apenas a cien pasos de distancia de los palmirenos, Giorgios dio la orden de cargar.
—¡Ahora, a por ellos; recordad a nuestros amigos caídos en la batalla del río Orontes! —gritó.
Los jinetes acorazados clavaron sus talones en los ijares de sus monturas, apretaron sus piernas sobre sus costados y cargaron. La cuña ideada por Giorgios atravesó la vanguardia de la caballería pesada romana, que no tuvo tiempo para girar y retirarse. La contundencia de los catafractas abrió una tremenda brecha en el frente de los romanos, cuyos jinetes cayeron como peleles ante la avalancha de los palmirenos.
Ni siquiera los caballeros acorazados sármatas, forrados de placas de acero hasta los tobillos, pudieron resistir semejante acometida.
Aureliano, desde un promontorio próximo, contempló el desastre. La situación de la batalla era bien distinta a la que se había librado días atrás. Los catafractas de Palmira no habían caído en la trampa en esta segunda ocasión y, con el suelo seco y sus caballos descansados, estaban provocando una tremenda escabechina entre los romanos y sus auxiliares.
Tras el envite de las dos caballerías pesadas, Giorgios había desenvainado su espada y abatía, ciego de rabia, a cuantos jinetes enemigos se ponían a su alcance.
—Recordad a nuestros amigos caídos en Immas. ¡Matad por ellos! —gritaba a sus hombres para que no decayera su ímpetu.
Los tribunos de las legiones, agrupados en torno al emperador, le pidieron a este que enviara a la infantería en ayuda de los maltrechos jinetes que estaban siendo arrollados, pero Aureliano mantuvo sus nervios y aguardó a que las dos caballerías resolvieran su tremendo encuentro y se incrementara el desgaste del enemigo. No le importaba sacrificar a todos sus auxiliares bárbaros si con ello conseguía debilitar a los palmirenos.
Zabdas, a la vista de la ventaja que había obtenido Giorgios y convencido de que la victoria estaba próxima, desplegó a la caballería ligera en un movimiento envolvente sobre el campo de batalla.
La caballería sármata estaba derrotada; centenares de jinetes habían caído atravesados por las lanzas de los catafractas palmirenos, que ahora combatían cuerpo a cuerpo arrasando a las desbaratadas filas de jinetes auxiliares de los romanos. Los sármatas, los dálmatas y los mauritanos habían sucumbido y ahora eran los jinetes ligeros romanos los que se enfrentaban en desigualdad de condiciones contra los poderosos catafractas.
Aureliano comprendió que tenía la batalla perdida si no reaccionaba; todavía le quedaba la baza de la poderosa infantería legionaria, a la que envió a la lucha manteniendo la cerrada posición de la tortuga. Como si se tratara de un monstruo metálico con escamas rojas y púas de acero, avanzaron al son de los tambores que retumbaban marcando la cadencia de su paso.
Zabdas, a la vista del avance de los legionarios, ordenó que su infantería se incorporara al combate, en tanto los arqueros de Palmira lanzaban sus saetas sobre las protegidas cohortes legionarias.
Con el sol en lo más alto del cielo, azul y limpio, la caballería romana había sido derrotada, pero había logrado ganar tiempo para proteger y facilitar el avance de los legionarios.
Fue Kitot el primero que vio acercarse a las formaciones en tortuga. Los caballeros acorazados palmirenos estaban demasiado ocupados liquidando a sus oponentes como para prestar atención, de manera que siguieron abatiendo enemigos. Los disparos de los arqueros palmirenos apenas habían hecho mella en las tortugas de los legionarios, que aparecieron en el campo de batalla perfectamente formadas. Los infantes palmirenos dudaron ante las formaciones en testudo y no supieron mantener la calma. Los veteranos legionarios aplastaron a los mercenarios de Palmira y arrasaron su formación en línea.
Kitot, al frente de un escuadrón de soldados sobre camellos, tomó su maza de combate y se lanzó a la carga contra una de las tortugas, como hiciera en la batalla de Tebas durante la conquista de Egipto. Estaba convencido de que con la contundencia de sus golpes abriría una brecha entre el muro de escudos de los legionarios, pero antes de que lo alcanzara cayó sobre él una lluvia de flechas, una de las cuales le impactó en el muslo izquierdo, justo en el lugar donde se articulaban dos láminas de hierro de su equipo defensivo. El gigante armenio sintió el dolor punzante y frío del virote atravesándole la carne de la pierna, pero arrancó de un tirón el asta de la saeta y siguió adelante decidido a abrir el caparazón de escudos de la primera tortuga con la que se encontrara.
Al verlo acercarse, enorme y poderoso sobre el más imponente de los camellos, los legionarios de la primera cohorte de la IV Legión temblaron, pero se repusieron y, alentados por su centurión primer pilus, apoyaron la contera de sus lanzas en el suelo y aguantaron firmes la embestida del camello de Kitot, cuya pierna sangraba tanto que había empapado todo el lomo de su montura.
El camello quedó ensartado en las puntas de las lanzas; la formación de la tortuga aguantó la brutal acometida de Kitot y se mantuvo cerrada.
El armenio cayó al suelo y sintió un terrible dolor en el muslo, donde permanecía clavada la punta de hierro de la flecha. Se incorporó, apretó los dientes, volteó al aire su maza de combate y lanzó varios golpes sobre los escudos con una contundencia descomunal.
Tres legionarios cayeron al suelo abatidos por la maza del gladiador, que abrió una pequeña brecha en el muro de escudos. Pero de pronto Kitot se sintió débil y sus ojos se velaron como si una niebla densa y fría se hubiera extendido por el campo de batalla. Miró hacia su pierna y vio el enorme borbotón de sangre brotando del muslo y el reguero que manaba entre las protecciones de hierros de sus piernas y caía hasta el suelo. Intentó olvidar el dolor y siguió golpeando como un poseso, pero a cada golpe era mayor su mareo y confusión. El fragor de la batalla se fue apagando hasta que sus oídos quedaron sordos y sus ojos sólo veían manchas borrosas que discurrían muy despacio, como si el tiempo estuviera a punto de detenerse. Bajó los brazos, se tambaleó como un borracho y sintió vértigo, una sensación fría pero placentera a la vez que lo arrastraba a un sueño sin miedos.
Giorgios percibió que el armenio estaba perdido. Arreó a su caballo y lo dirigió hacia Kitot, que parecía abandonado por sus fuerzas y a punto de caer al suelo. Saltó de su montura y llegó a tiempo para sujetarlo con su brazo antes de que su enorme corpachón se desplomara.
—¡Resiste, compañero! —le gritó.
Pero Kitot había perdido demasiada sangre y con ella buena parte de su energía. Con mucho esfuerzo, Giorgios logró colocarlo sobre su caballo y entregó las riendas a uno de sus ayudantes, al que ordenó que se retirara y lo pusiera a salvo. Y acudió de nuevo al combate.
Aureliano había estado a punto de dar la batalla por perdida; incluso dos de los legados le recomendaron que diera la orden para que los trompeteros tocaran retirada. Sin embargo hizo todo lo contrario; proclamó que el dios Sol estaba con Roma, alzó su espada al cielo y ordenó que las seis cohortes de los pretorianos y las dos legiones de reserva se desplegaran por los flancos de las tres legiones que combatían en la vanguardia.
Los legionarios, que dudaban sobre qué hacer ante el descalabro de la caballería, escucharon las trompetas llamando a la carga de la reserva, renovaron sus energías y avanzaron gritando loas al dios Mitra y cantando himnos al Sol.
Ante el sonido de las tubas, que conocía bien, Giorgios alzó la vista y contempló la aparición en el campo de batalla de las tropas romanas de refuerzo. Aureliano había desplegado a todos sus efectivos. Eran demasiados y los palmirenos, agotados ante el empuje de los miles de legionarios, cedieron ante el renovado envite de las legiones. La infantería romana apretó a la palmirena, que se descompuso enseguida; muchos de los soldados palmirenos, ante la superioridad de los romanos, optaron por arrojar sus armas y huyeron de la masacre. Los arqueros no pudieron disparar sus arcos con su eficacia habitual porque sus compañeros estaban peleando mezclados con los romanos. Con la intervención de la infantería y las legiones de la reserva, la batalla había dado un giro inesperado y Zabdas, que se mantenía firme en las alas al frente de la caballería ligera, se apercibió de que el sino había cambiado y de que no podrían vencer.
El general ordenó la retirada y los palmirenos que todavía seguían combatiendo se replegaron de manera ordenada, protegidos por los catafractas que se mantenían en pie y, ahora sí, por los arqueros. Sin perder la calma retrocedieron hacia el sur, dejando Emesa a sus espaldas y buscando la defensa de las colinas. Los romanos los persiguieron un buen trecho, pero sus jinetes estaban agotados y los legionarios optaron por no perder la formación y mantener sus posiciones.
El estandarte con el Sol Invicto de Aureliano se alzó en el campo de batalla de Emesa y los legionarios gritaron una vez más «Miles, miles, mille occidit et vincit».
En el camino de Emesa a Palmira, fines de primavera de 272;
1025 de la fundación de Roma
Los restos del ejército de Palmira se reagruparon a unas veinte millas al este de Emesa, en donde acaban las tierras de cultivo del valle del Orontes y comienza el desierto sirio.
La victoria de Roma en los llanos de Emesa había sido contundente. Las bajas palmirenas, cuantiosas. La caballería pesada había respondido bien, había liquidado a unos cuatro mil jinetes romanos y se habían salvado más de la mitad de los catafractas y de los jinetes ligeros, pero la infantería había sucumbido de manera estrepitosa ante la contraofensiva de las legiones imperiales. De los más de ocho mil combatientes, cinco mil al menos habían caído en el envite o habían desertado, huyendo despavoridos en pleno combate.
Los espías dejados atrás por los palmirenos se acercaron a la posición de Zenobia, que se replegaba hacia Palmira, e informaron de lo sucedido.
—Aureliano ha sido recibido en Emesa con efusivas muestras de alegría. Los magistrados le han abierto las puertas y le han jurado fidelidad y sumisión eternas y el pueblo ha respondido acudiendo a saludarlo con guirnaldas de flores y vasijas de vino —comentó el ojeador.
—¿Y el tesoro? —preguntó Zenobia compungida.
—Ha caído en sus manos. Entró en el templo del Sol y requirió para sí como derecho de conquista todo cuanto de valor había allí. Ha confiscado los lujosos vestidos sacerdotales recamados de perlas y piedras preciosas, los toros persas de oro que ofreciste al dios Sol en recuerdo de las victorias sobre los sasánidas, las tiaras y coronas de los sumos sacerdotes del santuario, las sedas púrpuras, varios cofres repletos de joyas y de monedas de oro y de plata… Incluso se ha apoderado de la piedra negra caída del cielo que se veneraba en honor del Sol. Algunos generales romanos, ante la magnitud del tesoro, han comentado que jamás habían visto nada igual, ni siquiera en la propia Roma.
—¿Y Antioquía?
—Una vez controlada Emesa, Aureliano ha regresado a Antioquía. Sus ciudadanos le han suplicado que fuera benigno. Los magistrados han sido perdonados por dudar de la victoria de Aureliano. Han salido a recibirlo con regalos valiosísimos y le han ofrecido sacrificios como si se tratara de un dios. El emperador los ha aceptado y ha perdonado a los antioquenos sin recriminarles siquiera sus vacilaciones.
—Nunca imaginé que ese hombre pudiera comportarse así. Además de un buen estratega está demostrando que tiene madera para la política —comentó Giorgios.
—Desde Antioquía, el emperador ha ordenado que seis cohortes se dirijan a los puertos para embarcar rumbo a Egipto, adonde ya había enviado a otras tres desde Pamfilia. Y ha resuelto el problema de Pablo de Samosata —continuó el espía.
—¿Qué ha hecho con ese orate?
—Pablo de Samosata y Domno, un individuo al que los cristianos trinitarios han elegido como nuevo patriarca, han sido llamados por el emperador tras recibir la sumisión de los antioquenos. Domno le ha pedido a Aureliano que actúe como juez en la disputa entre los cristianos por el patriarcado. Aureliano así lo ha hecho y lo ha confirmado como patriarca. Luego ha conminado a Pablo para que cese en sus pretensiones de seguir al frente del patriarcado de Antioquía y le ha advertido que si causa el mínimo problema y altera el orden colgará su cabeza de los muros de la ciudad.
—Aureliano sabía que Pablo de Samosata era fiel a Palmira —comentó Zabdas—, por eso lo ha depuesto, lo ha expulsado de la ciudad y ha colocado al frente de la comunidad cristiana a uno de sus leales.
—¿Algo más? —demandó Zenobia.
—Sí, pero tal vez no te guste oírlo, mi reina —musitó el agente.
—¿Qué cosa puede ser peor? Habla cuanto sepas.
—El emperador ha reunido a un simulacro de tribunal en el ágora de Antioquía para juzgarte.
—¿A mí?
—A ti y a cuantos han apoyado lo que califican como rebelión.
—¿Han dictado sentencia?
—Te han condenado y también a todos cuantos te siguen: a tus consejeros, especialmente a Cayo Longino, a tus generales, a tus ayudantes…
—Esa condena no tiene ningún efecto si no nos atrapan, y no van a hacerlo. Nos defenderemos tras los muros de Palmira, allí los derrotaremos y reconstruiremos el Imperio de Oriente.
Sin perder tiempo, Zenobia se retiró hacia Palmira, adonde llegó la última semana de la primavera, bajo un sol de plomo. Descontados los desertores y los caídos en las dos batallas, regresaron algo menos de la mitad de los soldados que habían acudido a la guerra contra Aureliano, aunque muchos de los supervivientes estaban heridos o mutilados.