Capítulo XXXVI

Valle del Chontes, norte de Siria, principios de primavera de 272;

1025 de la fundación de Roma

El sol lucía brillante pero el aire era fresco. Un viento frío del septentrión barría el desierto al norte de Siria y levantaba remolinos de polvo ocre al paso del ejército palmireno, que avanzaba presto a enfrentarse con las legiones romanas de Aureliano.

Zenobia encabezaba la marcha. Vestida con su coraza de metal dorado y su casco con las plumas rojas de halcón parecía una amazona legendaria al frente de un ejército invencible. Los exploradores enviados por delante iban informando del avance de Aureliano. El emperador había atravesado sin oposición las montañas del Tauro a finales del invierno y había entrado victorioso en la ciudad de Tarso, la capital de la provincia de Cilicia, cuyos magistrados, enterados de lo que había hecho en Tiana, la habían entregado sin resistencia.

Los palmirenos salieron del desierto y alcanzaron el valle del Orontes, que se abría hacia el norte recorrido por la calzada romana enlosada que unía Damasco con Alejandría. En aquellos primeros días de primavera el valle semejaba una ancha y verde cinta rodeada de colinas ocres y grises.

Por fin dejaron el valle evitando la gran curva en la que el río cambia de dirección para tomar rumbo sur y alcanzaron la ciudad de Antioquía, que no había logrado recuperar el esplendor que tuviera antes de que fuera saqueada catorce años atrás por el ejército de Sapor. El ejército palmireno acampó a orillas del Orontes, a tres millas de la ciudad.

—Ni los magistrados ni los habitantes de Antioquía, antaño tan opulenta, parecen entusiasmados con nuestra presencia. Nadie diría que hace unos años este mismo ejército los libró de nuevos saqueos y matanzas al derrotar a los persas y mantenerlos a raya en Mesopotamia —lamentó Zabdas.

—La memoria de la gente es flaca y lo que no interesa se olvida demasiado pronto. Los rostros de esos hombres reflejan el desasosiego de la incertidumbre —comentó Giorgios.

Los dos generales conversaban con sendas copas de vino rojo en la mano cuando apareció Zenobia.

—Salimos de inmediato hacia el norte. Los ojeadores han atisbado a la vanguardia del ejército romano en la gran curva del Orontes.

—¡Eso está a menos de treinta millas de aquí! —exclamó Zabdas sorprendido.

—A una jornada de marcha; si partimos ahora mismo los alcanzaremos mañana antes del atardecer. —Zenobia parecía como iluminada.

—Deberíamos estudiar la situación, mi reina. Parte de nuestras tropas de infantería todavía se encuentra a dos días de aquí y los arqueros deberían conocer el terreno…

—Lo conocen de sobra. Vamos, no hay tiempo que perder. Debemos detenerlos antes de que crucen el río.

—Pero mi reina, no tenemos un plan de batalla y no podemos hacerlo sin conocer cuántos hombres forman la vanguardia romana. —Zabdas hablaba en vano, pues Zenobia había decidido actuar.

La reina se retiró a descansar antes de emprender la marcha hacia el norte; Zabdas y Giorgios se quedaron solos.

—Nos estamos precipitando —comentó Zabdas apesadumbrado.

—Tiene miedo. La reina tiene miedo por primera vez en su vida o al menos desde que la conozco. Desea ocultarlo tomando decisiones que parezcan valerosas e intrépidas a los ojos de los demás, pero está temerosa, y en esas condiciones no se pueden adoptar las medidas más adecuadas para solventar tan graves problemas como los que se avecinan.

—Habla con ella.

—No me hará ningún caso.

—Eres el único que en estos momentos puede lograr que recapacite.

—Yo siempre le he dicho que cumpliría sus órdenes y hasta el más nimio de sus deseos. Nunca le he dado ningún consejo. Si lo hago ahora, recelará de mí y puede ser contraproducente.

—Inténtalo.

—De acuerdo, pero será inútil.

Giorgios se dirigió hacia el pabellón de la reina y solicitó verla. Tuvo que esperar un buen rato, pero al fin le permitieron entrar.

Zenobia estaba vestida con su equipo de combate. Sentada en una silla de tijera, sostenía sobre sus rodillas su casco de guerra mientras una esclava le cepillaba la melena de cabello brillante como el azabache pulido. Sus ojos negros refulgían con su característica luz interior, pero su mirada vagaba como perdida en un abismo insondable.

—Mi señora. —Giorgios hincó la rodilla en tierra y agachó la cabeza.

—¿Qué deseas, general?

—Nunca te he pedido nada, pero en esta ocasión debo hacerlo.

—¿Y bien?

—Creo que no es conveniente salir de manera tan precipitada al encuentro con los romanos.

—¿Por qué dices eso?

—Porque no sabemos cuál es su táctica de combate ni cómo han desplegado sus tropas, ni siquiera cuántos efectivos forman su vanguardia. Se nos han adelantado y han ocupado las posiciones donde deberíamos haber estado nosotros hace una semana. Es necesario trazar un nuevo plan de combate.

—No podemos esperar más. Tú mismo lo has dicho: por no salir antes a su encuentro se nos han adelantado. Debimos detenerlos en Tiana, pero les hemos dejado avanzar hasta las puertas de Antioquía. No deben seguir adelante. Los pararemos en Immas; de ahí no deben pasar. Si los vencemos ahora, los ciudadanos de Antioquía sabrán a quién deben obedecer; si dejamos que sigan progresando hasta nuestras narices, toda Siria dudará de nuestra determinación, y eso es lo peor que le puede ocurrir a un soberano.

—Mi reina…

—Puedes retirarte.

—Es un error salir al encuentro de Aureliano sin tener un plan de combate y sin conocer las intenciones del enemigo —insistió Giorgios.

Zenobia cogió el casco, se levantó de la silla y ordenó a la esclava que se retirara.

—Que te haya permitido compartir mi cama en algunas ocasiones no te autoriza a cuestionar mis órdenes. Si no tienes algo mejor que ofrecerme, sal de inmediato y prepara el ejército para el combate. Mañana nos espera una dura batalla.

—Sabes que en ella moriré por ti si es necesario, pero…

Zenobia dio dos pasos y selló la boca de Giorgios con un beso.

—Calla. Lo último que deseo es que mueras. Pero no tengo más remedio que acudir al encuentro de mi destino.

Cerca de Immas, en la gran curva del río Orontes, primavera de 272;

1025 de la fundación de Roma

Dos mil catafractas, dos mil jinetes ligeros, tres mil infantes y dos mil arqueros partieron de Antioquía a medianoche, a toda prisa, siguiendo aguas arriba la corriente del Orontes.

Zenobia estaba muy nerviosa. No había atendido ni las recomendaciones de Zabdas ni los consejos de Giorgios. Parecía obsesionada con enfrentarse cuanto antes a las tropas de Aureliano y demostrar a los altivos ciudadanos de Antioquía que era capaz de derrotar a los romanos.

La vanguardia del ejército de Aureliano apareció desplegada en el fondo del valle, en una zona donde se ampliaba en un recodo formando una llanada entre colinas boscosas. La caballería ligera romana permanecía formada en un frente de unos trescientos pasos, a unas tres millas de distancia de los palmirenos, y mucho más atrás se alineaba la infantería, pero desde las posiciones de los palmirenos no podía verse.

—Allá están. Acabemos con ellos enseguida. ¡Vamos, preparaos para la carga! —gritó Zenobia.

—Acabamos de recorrer treinta millas a plena marcha; necesitamos descansar y organizamos. Además, las filas romanas están demasiado lejos para una carga de nuestros catafractas, y más todavía en las condiciones en las que nos encontramos. A esa distancia nuestra caballería no contaría con la protección de nuestros arqueros. Tienen que acercarse mucho más ellos o hacerlo nosotros pero despacio, para que los caballos recuperen el aliento y para permitir que nos sigan los arqueros —dijo Zabdas.

—Hay que derrotarlos ya; que formen y carguen los catafractas de inmediato —ordenó Zenobia, que estaba tan alterada que no atendía a las razones de su general.

Zabdas ordenó a Giorgios que desplegara toda la caballería pesada. El ateniense dispuso a sus catafractas en ocho filas de doscientos jinetes cada una, y dos filas más de jinetes sobre camellos, más lentos que los caballos pero capaces de llevar una carga más pesada. Los dos mil catafractas, equipados con sus pesadísimas corazas de gruesas láminas de hierro, formaron una línea compacta, dejando a su derecha el río Orontes y a la izquierda una colina cubierta por un denso bosque. Los caballos acorazados estaban al borde del agotamiento tras treinta millas de acelerada marcha desde Antioquía.

El propio Giorgios, a pesar de no estar de acuerdo con la orden de su reina, se puso al frente, en tanto Zabdas se quedó atrás con los dos mil jinetes ligeros desplegados en dos regimientos a ambos lados del cerrado contingente de la caballería pesada, guardando sus flancos. En la retaguardia formaban en varios regimientos los tres mil infantes y delante de ellos los dos mil arqueros.

Giorgios se ajustó las correas de su casco de combate con las garras de águila y revisó la línea formada por sus formidables jinetes.

Zabdas se acercó al trote.

—Ten cuidado en esta carga —le dijo.

—Descuida.

—Nuestros hombres están fatigados y los caballos también. Deberíamos esperar al menos un día antes de cargar para recuperarnos de la marcha desde Antioquía —comentó Zabdas.

—Es una orden de la reina; quiere que ataquemos ya.

—No es una buena idea, y lo sabes.

—Me limito a obedecer.

—No cargues todavía. Hablaré con ella.

Zabdas azuzó los ijares de su caballo y galopó hacia la posición que ocupaba Zenobia, junto a la cual estaba el gigantesco Kitot.

—¿Por qué no avanza Giorgios? He ordenado que la carga de la caballería se produjera inmediatamente —le preguntó la reina.

—Le he pedido que aguardara unos instantes. Señora, nuestros hombres y caballos están cansados. No es oportuno atacar en estas condiciones.

—Ni siquiera a ti te permito que cuestiones mis órdenes.

—Pero debemos descansar…

Los catafractas, con sus largas lanzas, parecían un muro de hierro y púas, infranqueable para cualquiera que intentara atacar. Nadie sería tan insensato como para lanzar una carga frontal contra tan formidable formación.

La caballería ligera romana se puso en marcha al encuentro con los catafractas de Giorgios.

—General, la caballería romana está cargando contra nosotros. ¡Ahí vienen! —le avisó uno de sus comandantes.

Zabdas no lo podía creer. Unos tres mil jinetes ligeros romanos, equipados tan sólo con corazas de cuero y cascos, cargaban de frente contra los dos mil jinetes acorazados palmirenos.

Desde su puesto en la vanguardia, Giorgios miró a Zenobia, a cuyo lado seguía Zabdas.

La reina indicó al portaestandarte que transmitiera a Giorgios, mediante la señal convenida, la orden para que iniciara el ataque.

—¡Carga inmediata! —gritó Giorgios al ver la bandera de señales—. Desplegaos hasta ocupar todo el ancho de la vaguada, desde la orilla del río hasta el frente de aquellos árboles —ordenó a sus comandantes de escuadrón.

Los comandantes acudieron a sus puestos y las trompetas tocaron a la carga. Los catafractas se ajustaron los cascos, colocaron sus lanzas bajo el brazo y azuzaron a los caballos; tras ellos, las dos filas de catafractas sobre camellos hicieron lo propio. Los poderosos corceles piafaron, alzaron sus patas golpeando el suelo y arrancaron al galope para correr enseguida a la carrera. Los dos frentes de ambas caballerías se acercaban por el valle hacia un encuentro mortal. Zabdas creía estar presenciando un suicidio colectivo.

—No lo entiendo. Van directos a la muerte. Esos jinetes romanos nada pueden hacer en un encuentro frontal contra nuestros catafractas; quien los manda o está loco o es un suicida —comentó el veterano general a Zenobia; pero receló de la maniobra de los romanos y ordenó a uno de sus oficiales que transmitiera a todos los regimientos de la caballería ligera que se mantuvieran prestos para intervenir en el combate.

Las dos caballerías enemigas, tan desiguales en armamento y contundencia, avanzaban hacia un choque brutal. Los cascos de los corceles retumbaban en el valle golpeando el suelo mientras saltaban al aire miles de pedazos de hierba, tierra y barro.

Tras más de dos millas a la carrera, los dos frentes de jinetes se encontraban apenas a doscientos pasos de distancia. Entonces se produjo algo inesperado: los caballeros romanos frenaron a sus monturas y les obligaron a dar media vuelta.

—¿Qué ocurre, por qué huyen? —preguntó Zenobia a la vista de la sorprendente maniobra de la caballería romana.

Zabdas se irguió sobre su caballo cuanto pudo e intentó comprender lo que estaba pasando; enseguida se dio cuenta.

—No se trata de una huida; están ejecutando un repliegue táctico. ¡Nos han engañado! ¡Hemos caído en una trampa! Lo que pretenden es abrir una gran distancia entre nuestra caballería y nuestros arqueros e infantes, obligar a nuestros catafractas a cubrirla a la carrera para que no lleguen frescos y mantener así a su caballería fuera del alcance de nuestros arqueros. Giorgios tiene que darse cuenta del engaño y ordenar que se detengan o acabarán exhaustos, si no lo están ya.

Pero Giorgios mantuvo la carga compacta. Al contemplar la retirada de los romanos, los catafractas comenzaron a gritar como posesos, obcecados en perseguir a lo largo del valle a la caballería enemiga, que parecía huir a la desbandada.

—¿Qué hacemos? —preguntó Zenobia, que se había dado cuenta de su precipitación y se mostraba confusa y nerviosa.

—Da la orden de que regresen, ¡rápido! —gritó Zabdas al portaestandarte de señales.

Las banderas de señales se movieron una y otra vez indicando que se detuviera la carga, pero era demasiado tarde; los catafractas, convencidos de que estaban a punto de alcanzar una gran victoria, sólo tenían ojos para los enemigos que aparentemente huían de su acometida.

—Kitot, ponte al frente de un escuadrón de caballería ligera, protege a la reina con tu propia vida y retiraos a Antioquía inmediatamente —ordenó Zabdas—. Los demás, seguidme; ayudemos a nuestros compañeros. Si no los auxiliamos de inmediato están perdidos.

—Espera; mi lugar está aquí —ordenó Zenobia.

Ante la determinación de Zenobia, Kitot dudó.

—Haz lo que te he dicho ahora mismo si es que estimas en algo tu cabeza, condenado armenio. —Zabdas se mostró contundente al dar la orden y Zenobia bajó la cabeza y asintió.

El general saludó a Zenobia, dio media vuelta, blandió su espada y ordenó avanzar a la caballería ligera mientras Kitot se retiraba llevándose consigo a la reina, que no ocultaba su abatimiento.

Los catafractas se encontraban a más de tres millas de distancia del lugar donde habían iniciado la carga. Habían recorrido ese trecho a la carrera, persiguiendo en vano a los jinetes ligeros romanos, y los corceles de guerra de los palmirenos estaban derrengados. Sudaban y mostraban los belfos entornados de una saliva densa y blanquecina.

Los romanos, sobre sus monturas descansadas, habían recibido la orden de cargar hacia los palmirenos y esperar hasta el último momento para replegarse justo antes de ser alcanzados por los catafractas. La maniobra había salido tal cual había planeado el general romano Probo, lugarteniente de Aureliano y hombre de su absoluta confianza. Alejados de sus compañeros de la caballería ligera y del apoyo de la infantería y de los arqueros, con sus corceles agotados y resoplando por la larga cabalgada y por la marcha previa de treinta millas desde Antioquía, los catafractas palmirenos comenzaron a percibir su delicada situación.

La caballería romana se había abierto en dos alas dejando el frente libre. Giorgios observó el desvío de los jinetes romanos hacia los flancos y contempló a las primeras cohortes de legionarios. Sobre sus caballos acorazados de ningún modo podrían alcanzar a la caballería ligera romana, más veloz y descansada, de manera que el ateniense decidió seguir de frente, ahora cargando hacia los legionarios que aguardaban en formación de tortuga.

No se dio cuenta de lo que ocurría hasta que percibió que su caballo se frenaba como detenido por una fuerza invisible. Miró al suelo y lo comprendió enseguida: acababan de atascarse en una zona pantanosa que al estar cubierta de hierba, como el resto del valle, no era perceptible en la distancia.

Giorgios reaccionó de inmediato y ordenó dar media vuelta para regresar a las posiciones de partida, pero los caballos apenas podían moverse. Cargados con tan pesado impedimento, sus cascos se hundían en el suelo encenegado y apenas podían sacarlos del fango. Estaban clavados hasta el corvejón y ni siquiera eran capaces de doblar las pezuñas. Y tras ellos llegaron los camellos, que también quedaron inmovilizados, pues sus patas todavía resultaban más torpes sobre el barro.

El contraataque romano fue inmediato. Sin apenas movilidad, los primeros catafractas, atorados en el barro, comenzaron a caer ante la lluvia de flechas de varios grupos de arqueros de Edesa que surgieron desde el bosquecillo cercano, donde habían permanecido ocultos, y los ataques de los jinetes ligeros romanos, cuyas monturas estaban mucho más frescas y se desenvolvían en el suelo embarrado con holgura. Del mismo bosquecillo surgieron también como demonios de la noche los jinetes auxiliares sármatas, equipados con sus cotas de escamas metálicas, y los númidas, con sus monturas frescas y descansadas. Los catafractas estaban a punto de quedar atrapados en una trampa mortal.

De inmediato avanzaron los legionarios manteniendo la formación de tortuga, equipados con jabalinas largas y espadas cortas. Los catafractas estaban siendo abatidos con facilidad; cinco centenares de ellos yacían muertos o caídos sobre el barro cuando llegó Zabdas al frente de sus dos mil jinetes ligeros, justo a tiempo para evitar que los romanos cerraran el cerco.

—¡Atacad a los legionarios y mantened ocupada a su caballería! ¡Vamos, con fuerza, con fuerza! —bramó Zabdas mientras cargaba contra los sorprendidos infantes romanos, que no esperaban la llegada de la caballería ligera palmirena tan pronto.

Mientras los jinetes de Zabdas mantenían a raya a los infantes romanos e impedían el despliegue en los flancos de los caballeros acorazados sármatas y númidas, los catafractas supervivientes fueron ayudados por sus compañeros y pudieron liberarse del pantanal. En cuanto alcanzaron terreno firme, todos los palmirenos dieron media vuelta y se replegaron. Los romanos los dejaron huir entre exclamaciones de victoria y gritos de júbilo.

De vuelta a sus posiciones de partida, donde aguardaban la infantería y los arqueros, Zabdas y Giorgios, que se había librado de la muerte protegido por algunos de sus hombres, evaluaron el desastre. Habían sido abatidos casi ochocientos catafractas a caballo, cien de los montados sobre camellos y casi un millar de jinetes ligeros, la mayoría de ellos guardando la espalda de sus colegas acorazados mientras intentaban librarse del barro. La infantería y los arqueros no habían tenido siquiera la oportunidad de intervenir.

—He caído en la celada como el más bisoño de los estrategas; debería quitarme la vida aquí mismo. A causa de mi torpeza han muerto varios centenares de nuestros mejores caballeros. No merezco seguir dirigiendo a los catafractas de Palmira. —Giorgios estaba hundido; sus ojos acuosos denotaban una tristeza infinita.

—Todavía tienes que conducirnos a la victoria en esta contienda, general. Hemos aprendido una lección y hemos perdido una batalla, la primera de cuantas hemos librado, pero aún podemos ganar esta guerra. Tenemos que vencer; hazlo por Palmira, por Zenobia, por todos nosotros.

Los restos del ejército derrotado se retiraron hacia Antioquía, pero al llegar ante las murallas de la ciudad se encontraron con una inesperada situación. Por orden de los magistrados se habían cerrado las puertas de la ciudad, cuyo Consejo se encontraba reunido para decidir si seguía manteniendo su fidelidad a Zenobia o si se declaraba neutral en la guerra que Palmira sostenía con Roma.

Kitot bramaba como un toro enfurecido cuando Zabdas y Giorgios regresaron al campamento con las tropas derrotadas en Immas.

—Debí aplastar el cráneo de ese gordinflón que tienen por gobernador cuando vine en nombre de la reina a que ratificara su lealtad. Ya me pareció entonces que era un tipo del que no debíamos fiarnos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Zabdas.

—En Antioquía ha corrido el rumor de que Aureliano ha derrotado a Zenobia en Immas y de que los romanos avanzan hacia aquí y van a presentarse mañana mismo en la ciudad para degollar a todos los que hayan sido leales a Palmira —informó Kitot.

—Tenemos que hacer algo y deprisa; necesitamos ganar tiempo para organizar la retirada hacia Emesa y rehacer allí nuestras fuerzas. En los llanos de Emesa nos agruparemos y podremos enfrentarnos de nuevo a los romanos en mejores condiciones —planteó Zabdas.

—Tal vez sea una locura, pero se me ocurre una treta absurda para ganar ese tiempo —dijo Giorgios.

—¿De qué se trata?

—De engañar a los antioquenos. Busquemos a un tipo que se parezca a Aureliano; ambos lo conocemos y sabemos cómo es. Vistámoslo con ropajes imperiales, atémosle las manos y paseémosle ante las murallas de Antioquía como un trofeo de guerra. Diremos que lo hemos capturado en la batalla, que Roma ha sido derrotada y que su emperador es nuestro prisionero.

—Te has vuelto loco —afirmó Zabdas—. ¿Quién creería una farsa tan ridícula?

—A esta gente no le preocupa otra cosa que su aseo personal y su bienestar. ¿No te has fijado en ellos? Cualquier hombre de Antioquía va tan peinado, perfumado y maquillado que podría pasar por una prostituta del más refinado de los burdeles de Atenas. Si intuyen que pueden perder su modo de vida, creerán lo que se les ponga delante de sus ojos sin pensarlo. Intentémoslo.

—De acuerdo; es absurdo, pero tal vez nos sirva por un tiempo.

Kitot se presentó ante la puerta norte de Antioquía sujetando una cadena atada al cuello de un tipo vestido como un emperador romano.

Poco antes varios agentes enviados por Giorgios habían hecho correr la noticia de que Zenobia había capturado al emperador de Roma en Immas y que lo traían preso y cargado de cadenas para ser mostrado en la ciudad.

El falso emperador era uno de los mercenarios griegos de Palmira. Tenía la edad de Aureliano, su mismo cabello cano, un rostro parecido y complexión y altura similares. Lo habían ataviado con una túnica púrpura ribeteada con una orla de hojas doradas de laurel y tocado con la corona de picos tal cual se mostraban los emperadores en las monedas que todo el mundo conocía.

—¡Es Aureliano! No hay ninguna duda. ¡Es Aureliano! —gritó uno de los agentes palmirenos a la vista del impostor encadenado y ante los murmullos que comenzaban a extenderse entre los que lo contemplaban.

—¡No hagáis caso, ciudadanos! Ese individuo no es el emperador. Aureliano ha vencido a Zenobia en la batalla de Immas y viene hacia aquí al frente de su ejército. Arrojemos de esta ciudad a los palmirenos y sometámonos a Roma. Quien no lo haga perderá su hacienda y su cabeza —gritó uno de los magistrados de la ciudad.

La confusión sobre lo realmente sucedido en la batalla se extendió por toda la ciudad. Nadie sabía qué había pasado y las dudas atenazaron a los de Antioquía.

Entretanto, cayó la noche. Mientras los notables seguían debatiendo sobre qué hacer con los palmirenos y si aquel cautivo era o no el verdadero Aureliano, el ejército de Zenobia se retiró hacia el sur en silencio, replegándose con orden y sin ser estorbado por los antioquenos.

A media mañana del día siguiente las tropas de Aureliano se presentaron ante las puertas de la ciudad. Los magistrados se sintieron burlados por la treta de los palmirenos y decidieron someter Antioquía al emperador de Roma.

Esperando su clemencia, abrieron las puertas y recibieron a Aureliano como a un verdadero libertador, entre loas y cánticos, mostrando un júbilo tal que el emperador, desde lo alto de una escalinata del ágora, prometió que todos los habitantes de Antioquía serían perdonados si acataban su autoridad y juraban ante sus dioses ser fieles a Roma. Y así lo hicieron.