Capítulo XXXV

Palmira, finales de otoño de 271;

1024 de la fundación de Roma

Un agente de Miami se presentó en Palmira atravesando el desierto desde la costa mediterránea. Había navegado de cabotaje por el Egeo, pese a la proximidad del invierno, y había reventado tres caballos para llegar cuanto antes desde el puerto de Trípolis, en la costa fenicia.

—¡Se ha puesto en marcha!

El agente apenas podía hablar; estaba agotado, cubierto de polvo y medio deshidratado tras cabalgar decenas de millas por el desierto.

Nada más llegar a Palmira, los soldados de guardia en la puerta de Damasco lo llevaron al cuartel general, donde Giorgios, Zabdas y el propio Miami lo acosaron a preguntas.

—Por favor, mis señores, necesito tomar aire. No he parado un instante desde que arribé a Trípolis —se excusó el mensajero, completamente derrengado.

—Ya tendrás tiempo para descansar más tarde. Ahora suelta lo que sepas, deprisa.

El mensajero se humedeció los resecos labios con la lengua.

—Hace tres semanas llegó desde Roma un correo al campamento de Aureliano en Moesia Inferior, que lo esperaba ansioso. Traía la respuesta de los sacerdotes custodios y augustos intérpretes de los libros sibilinos a la pregunta que el emperador había efectuado.

—¿Y bien? —se impacientó Miami.

—La respuesta fue que los hados eran propicios para un ataque a Palmira, pero antes requerían del emperador que les ofreciera sacrificios. Aureliano ordenó entonces inmolar decenas de cerdos, carneros y bueyes en todos los templos de las ciudades del limes del Danubio donde había tropas acantonadas en espera de partir hacia Oriente. Todo lo que tiene de austero y frugal en su mesa y en su vida cotidiana se relajó en esas carnicerías.

—¿Cómo han respondido los legionarios?

—Entusiasmados. Todos ellos están al lado de un emperador que come su misma comida, su ración diaria de trigo, el queso curado y duro, la carne salada de cerdo, el pescado seco y los huevos cocidos en sus mismas cacerolas y en sus mismos cazos. Incluso ha ordenado que se funda la vajilla de oro que empleaba el emperador Heliogábalo para incrementar así la acuñación de monedas y disponer de más recursos para pagar a los soldados. En Roma ya lo consideran el emperador perfecto, o al menos el necesario para estos tiempos. Al reducir los gastos suntuarios, los romanos han comprendido que no viene a enriquecerse ni a rodearse de lujos, como hicieron la mayoría de sus predecesores, sino a salvar Roma de la decadencia y devolverle el brillo de antaño. Todos hablan ahora de recuperar el pasado esplendor y de regresar a los tiempos de la grandeza de los emperadores Octavio Augusto o Trajano.

—Toma. —Giorgios le ofreció al mensajero una copa de vino con miel—. Te reconfortará.

El hombre dio un buen trago a la copa y se relamió con deleite.

—Continúa —le pidió Miami.

—Todas las tropas seleccionadas para la campaña contra Palmira se dirigen ahora hacia el delta del Danubio. Allí embarcarán en los navíos de las flotas del Ponto y del Egeo y cruzarán el mar hasta las costas de Bitinia.

—¿Sabes a qué puertos se dirigen?

—Creo que a los de Heraclea Póntica, Amastris y Amisus.

—Como habíamos supuesto —intervino Zabilas—, ha formado tres ejércitos que confluirán en las costas de Bitinia para avanzar después hacia el sur. Por la ubicación de los puertos elegidos, estimo que agrupará sus tropas en Capadocia. Sólo me cabe una duda: si atravesará las montañas del Tauro, al norte de Cilicia, por el camino de Tiana a Tarso, o las bordeará hasta aparecer en el alto Eufrates, por la calzada de Melitene a Edesa y Zeugma.

—Tal vez decida navegar por los estrechos del Bósforo y el Helesponto y bordear las costas del Egeo en Anatolia hasta alcanzar la de Siria y desembarcar allí —supuso Miami.

—No, no hará eso. Busca incorporar nuevos contingentes a su ejército entre los legionarios replegados de Mesopotamia y Siria que se han refugiado en Bitinia, y sobre todo no dejar a su espalda regiones donde haya tropas hostiles que puedan causarle problemas. Avanzará desde territorio amigo para proteger su retaguardia, y en toda Asia sólo le queda Bitinia como aliada —dedujo Zabdas.

—Entonces deberíamos ir a su encuentro en Anatolia —propuso Giorgios.

—No. Dejaremos que llegue hasta Capadocia y que decida por qué vía continuar. Y cuando lo haga, lo estaremos esperando a las puertas de Siria, en el valle del Orontes.

Aureliano partió desde sus campamentos en Moesia Inferior a finales del otoño. Como estaba previsto, embarcó a sus legiones en los navíos de las flotas del Egeo y del Ponto y atravesó este mar hasta desembarcar en las costas de Bitinia, donde agrupó al ejército en tres divisiones, al frente de cada una figuraba un delegado especial del Senado.

Pero el propio Aureliano, al mando de una legión, cruzó los Balcanes y se plantó en Bizancio; allí aguardó la llegada de seis de las nueve cohortes pretorianas, desplazadas desde Roma por mar, que incrementaron sus efectivos en casi cinco mil hombres más.

Decidió pasar el invierno en los puertos de Bitinia y preparar desde allí la marcha sobre Palmira. No cesó de enviar correos y embajadores a todos los gobernadores de las provincias de Asia Menor prometiéndoles que si se ponían del lado de Roma les serían perdonados todos sus desvaríos de sumisión a Palmira y conservarían sus riquezas y su rango.

Julio Placidiano, que ocupaba el cargo de prefecto de los vigiles perfectissime, el cuerpo policial encargado de la seguridad y el orden en las calles de Roma, fue nombrado prefecto del pretorio por Aureliano y lo colocó al frente de las seis cohortes pretorianas. Durante todo aquel invierno, el emperador no cesó de arengar a las tropas. Se movía de campamento en campamento, siempre escoltado por medio centenar de pretorianos, los más fornidos de esa guardia de elite, prometiendo a los legionarios que los que combatieran con mayor fiereza y arrojo serían promovidos tras la victoria sobre Palmira a ocupar un puesto en la guardia pretoriana en Roma, donde la paga duplicaba a la de un legionario.

Mientras aguardaban pacientes a que transcurrieran las semanas más frías del invierno y los caminos hacia el sur de Anatolia quedaran despejados de nieves y de hielos, los soldados romanos se ejercitaban en improvisadas palestras, mantenían su equipo y armas en buen estado y celebraban ofrendas a los dioses. Una vez a la semana, al amanecer del día dedicado al Sol, se sacrificaba un toro en cada uno de los campamentos, cuya carne era asada en grandes espetones y repartida a los legionarios.

En los altares de los templos de las ciudades de Bitinia se ofrendaban coronas de flores y de láudano y se quemaba incienso y mirra en honor a los dioses. Sacerdotisas vestidas al estilo de las doncellas atenienses de las fiestas de las Panateneas danzaban como peonzas al son de cítaras y rabeles, excitadas por los vapores del incienso y por brebajes que los sacerdotes preparaban a base de destilar licores de hierbas que las hacían sumirse en un vertiginoso trance.

Para mantener a los caballos y a sus jinetes en forma se organizaban carreras en las que los vencedores eran coronados con diademas de laurel y paseados en alzas como si se tratara de verdaderos campeones olímpicos.

Palmira, principios de 272;

1025 de la fundación de Roma

Sesenta mil hombres se pusieron en camino hacia Palmira. Impaciente por iniciar la marcha, Aureliano ni siquiera esperó a que se atemperaran los rigores del invierno. A comienzos del nuevo año, en cuanto los días comenzaron a alargarse, dio la orden de avanzar hacia Capadocia. Todas las unidades en las que se había dividido el ejército convergieron desde Bizancio, Heraclea, Amastris y Amisus hacia el centro de Asia Menor. Debían agruparse en la orilla oriental del lago Tuz para desde allí marchar juntas hacia Palmira.

—Se han concentrado en las llanuras al oeste de Cesarea de Capadocia y desde allí avanzarán por la calzada real hacia la ciudad de Tiana; luego atravesarán las montañas del Tauro y se dirigirán hacia Antioquía; nos atacarán desde el noroeste. —Zabdas acababa de recibir la información de los movimientos del ejército de Aureliano e informaba a Zenobia de la situación ante un plano de la región.

—¿Han encontrado alguna oposición por parte de nuestros aliados en Anatolia?

—De momento, ninguna.

—¿Qué propones?

—Mantener nuestros planes, acudir a su encuentro y esperarlo al norte de Antioquía. En las orillas del Orontes, cerca de la pequeña ciudad de Immas, existe una vaguada estrecha y larga por la que necesariamente tendrán que pasar. Allí nuestra caballería pesada puede maniobrar sin ofrecer un frente demasiado amplio. Si los sorprendemos, podemos cortarles el paso y vencerlos.

—¿Son más de los que habíais calculado? —demandó Zenobia.

—Sí, mi reina. Aureliano dirige a sesenta mil soldados; entre ellos a cinco mil pretorianos.

—¿Pretorianos?

—Son los soldados de elite de su ejército. Se trata de las tropas que defienden la ciudad, pero Aureliano ha decidido que dos tercios de esas tropas se incorporen a esta campaña. Se caracterizan por su furia en el combate y su lealtad al emperador, aunque en ocasiones ha sido este cuerpo del ejército el que ha depuesto o nombrado emperadores por su cuenta. Tal es su poder.

—Y nosotros, ¿de cuántos soldados disponemos?

—Con las nuevas incorporaciones, de nueve mil infantes, la mayoría veteranos de las guerras con Persia y nuevos voluntarios palmirenos, algunos legionarios romanos renegados, mercenarios armenios y auxiliares árabes, además de casi cuatro mil catafractas, tres mil jinetes ligeros y cuatro mil arqueros.

En ese momento entró Giorgios en la estancia.

—Mi señora, general, uno de nuestros espías acaba de comunicarnos que Aureliano ha ocupado la ciudad de Tiana.

—¿Ya está ahí? ¿La ha destruido?

—No. Al parecer, un sabio y venerable anciano llamado Apolonio, hombre de gran prestigio y autoridad entre los suyos, lo ha convencido para que permita que la ciudad siga existiendo. Según se cuenta, el emperador estaba planeando arrasar Tiana porque sus habitantes habían decidido no abrirle las puertas.

—¿Entonces…? —se sorprendió Zenobia.

—Ha habido un traidor, un tipo llamado Heraclamón…

—Maldito canalla; era nuestro gobernador allí —explicó Zabdas—. Kitot me dijo que ese individuo se cagó de miedo cuando le pidió que ratificara su lealtad a Palmira y que juró que sería fiel y que lucharía a nuestro lado hasta derramar su última gota de sangre.

—Pues se ha puesto de inmediato al servicio de Aureliano y ha preparado el plan para rendir la ciudad. Junto a sus murallas se alza un monte desde el cual puede verse todo el interior del caserío, y a él se subió Aureliano vestido con la clámide púrpura imperial para que todos los habitantes lo vieran como si hubiera ganado la batalla decisiva. Entonces, los legionarios atacaron las murallas, el traidor les dijo a sus conciudadanos que los romanos ya estaban dentro de la ciudad y estos, atemorizados, se entregaron.

—¿Así de fácil? —se extrañó Zabdas.

—Aureliano había anunciado que si se veía obligado a tomar la ciudad al asalto no dejaría ni un perro vivo. Aquella amenaza debió de asustar a los tianeses y se rindieron.

—Dices que la salvó Apolonio.

—Sí. El viejo filósofo, el hombre más influyente y prestigioso de su ciudad, se presentó ante Aureliano y le pidió que no la destruyera. Se plantó a la puerta de su tienda y le dijo que si quería vencer en esta guerra no debía derramar sangre inocente, y si quería vivir con honor debería actuar con clemencia. Algunos de los consejeros imperiales le recordaron su promesa de no dejar vivo ni un perro y entonces el emperador ordenó matar a todos los perros que se encontraran en las calles pero perdonar la vida a los hombres.

—¿Y qué ha ocurrido con Heraclamón? —se interesó Zenobia.

—Los soldados romanos querían saquear Tiana, pero Aureliano, a instancias de Apolonio, lo impidió. A cambio dejó que ejecutaran al gobernador, alegando que no se podía fiar de un traidor que había vendido a su pueblo. Después repartió sus bienes entre sus hijos para que nadie lo acusara de matar a un rico para quedarse con sus posesiones. Ha prometido inmunidad a todos los que sean fieles a Roma; así es como se ha ganado a las gentes de Capadocia y de Cilicia.

—Aureliano ha mostrado dos de sus principales rasgos como soberano: ha sido severo y benigno a la vez. La clemencia es, según el filósofo romano Séneca, una de las principales virtudes que ha de tener todo buen príncipe —comentó Giorgios.

—El avance de los romanos está siendo mucho más rápido de lo que suponía —dijo Zabdas.

—Saldremos de inmediato hacia Antioquía —anunció Zenobia—; yo misma encabezaré las tropas.

—No puedes hacerlo, señora; es muy peligroso —intervino Giorgios.

—Claro que puedo: soy la reina.