Palmira, principios de otoño de 271;
1024 de la fundación de Roma
El atardecer era dorado y rojo. El sol, enorme y redondo, se recortaba sobre las crestas de las colinas rocosas del valle de las tumbas, hundiéndose en el horizonte como una media luna de sangre. Al otro lado del cielo, la luna mostraba un color rojizo; algunos agoreros presagiaron que aquella tonalidad era el presagio de que los dioses estaban disgustados, y que tal vez no protegerían Palmira como acostumbraban.
El palacio real estaba sumido en un silencio espeso; en la terraza desde la que se contemplaba la ciudad, Zenobia descansaba recostada en un diván sobre almohadas de seda carmesí.
El jefe de los eunucos le anunció que el general Giorgios aguardaba en el patio. Zenobia lo había requerido ante su presencia y el ateniense se había desplazado de inmediato a su encuentro.
—Tengo miedo —reconoció Zenobia a la vista de su amante.
—Incluso tú eres humana.
—Temo que hayamos ido demasiado lejos. Hemos retado a un gigante y tal vez hayamos subestimado sus fuerzas. Ahora debemos enfrentarnos a él y no sé si podremos vencerlo. Quizá deberíamos ofrecerle la paz.
—Aureliano no admitirá otra cosa que la rendición incondicional; y eso supondría el final de Palmira y de tu imperio.
—Mientras fuimos aliados de Roma crecimos y nos enriquecimos. Antes de formar parte de su Imperio esta ciudad no era sino una mísera aldea de cabañas de tejados de hojas de palmera y paredes de barro, olvidada del mundo y perdida en medio del desierto. Y mírala ahora, una urbe rutilante, opulenta, magnífica, la más rica del mundo.
—Tú la has hecho más grande todavía, mi reina. Si decides ofrecer la paz a Roma y doblegarte ante Aureliano, yo te seguiré sin dudarlo, pero si por el contrario optas por mantener la independencia, mi espada estará a tu servicio y mi brazo luchará por ti hasta mi último aliento, incluso en el mismo infierno si es necesario.
—Nunca has sabido comportarte como un verdadero mercenario. Los soldados de fortuna carecen de sentimientos; combaten a favor de quien les paga y lo hacen sólo por dinero. Tú te enrolaste en las legiones de Roma por vengar a tus padres, y ahora eres fiel a Palmira por…
Giorgios se adelantó y selló con sus dedos los labios de Zenobia.
—Sabes que, desde que te vi, mi destino quedó sujeto a tu voluntad.
—Abrázame.
Giorgios se inclinó hacia el diván. Zenobia extendió su mano y se la ofreció al ateniense. La reina se incorporó y se abrazó al cuerpo de su amante.
—Nunca sé cuál será la próxima vez que estaré contigo. El tiempo que pasa entre nuestros encuentros constituye para mí un verdadero suplicio.
—Nunca debiste enamorarte de tu reina.
—Eso es imposible, mi señora. No conozco a un solo hombre que, habiéndote conocido, no se haya enamorado de ti. Yo no podía ser una excepción.
Se amaron entre almohadas de seda mientras las primeras estrellas comenzaban a esmaltar de destellos de plata el cielo de Palmira.
—Aquellas cuatro estrellas forman un cuadro —señaló Zenobia hacia una constelación ubicada entre Casiopea y el horizonte del sur.
—Es Pegaso —precisó Giorgios.
—¡Ah!, Ese caballo con alas que tanto gusta esculpir a vuestros artistas. No hay escultor griego que no se empeñe en decorar nuestros templos o nuestras casas con algún relieve de ese animal imposible.
—Un caballo dotado de alas resulta una figura muy estética, y tanto los músculos del caballo como las alas ofrecen a un buen artista un magnífico modelo para lucirse. En Atenas ningún aprendiz de escultor recibe el título de maestro si no sabe esculpir a la perfección un caballo.
—¿Pegaso es uno de vuestros dioses?
—No. Nació de la sangre de la gorgona Medusa. Cuando Perseo le cortó la cabeza, de la sangre que goteaba de su cuello cercenado surgieron dos seres. Uno fue Crisaor, un gigante que se convirtió en rey de la lejana Iberia, la provincia del Imperio a la que los romanos llaman Hispania, y el otro fue Pegaso. Sus alas le permitían volar, y tal vez por eso los poetas griegos lo adoptaron como su animal heráldico. Hay quien asegura que no hay artistas más ufanos que los poetas, y que eligieron a Pegaso como su animal emblemático porque se consideran seres de altos vuelos, aunque algunos suelen aterrizar de manera violenta cuando se topan con la zafiedad de sus versos.
—No todos los poetas tienen la capacidad suficiente para alcanzar la altura lírica y la rotundidad épica del excelso Homero —comentó Zenobia.
—En realidad nadie ha vuelto a conseguir las cotas que rayó el divino bardo ciego. Calíope, la musa de los cantos heroicos, no ha vuelto a derramar sus dones sobre la tierra con tanta generosidad desde entonces.
Zenobia se apretó al cuerpo de Giorgios.
Justo en el sur, la constelación de Capricornio rayaba el horizonte. Zeus, agradecido, había colocado entre las constelaciones del cielo a la ninfa-cabra Amaltea, con cuya leche se alimentó en Creta cuando fue escondido de su voraz padre Crono, que devoraba a todos sus hijos nada más nacer para evitar que uno de ellos lo destronara tal cual le había presagiado una profecía.
El semblante de Miami era grave. Su agente, recién llegado de la ciudad de Durostorum, acababa de comentarle la noticia que temían que se produjera en cualquier momento.
El mercader se presentó de inmediato en palacio para informar a Zenobia, que requirió la presencia de Zabdas y Longino. Giorgios se encontraba en las colinas del norte, al frente de una brigada de caballería, realizando ejercicios militares con los catafractas.
—Tanta urgencia sólo puede significar lo que ya suponíamos; ¿me equivoco? —le preguntó Zenobia a Miami.
—Aureliano está en marcha hacia aquí, señora. El ejército romano se ha concentrado en el delta del Danubio y pronto embarcarán sus legiones rumbo a Bitinia.
—¿Ha averiguado tu agente cuántos efectivos se han movilizado para esta campaña?
—Ha logrado una información bastante precisa poniendo en peligro su propia vida. Aureliano ha formado cinco legiones con veteranos de la I y II Adiutrix, la IV Flavia, la VII y XI Claudias, la I Itálica y la V Macedónica, todas ellas con guarnición en el limes del Danubio; además, ha recuperado a muchos legionarios de la I y III Párticas y de la III Gálica, que huyeron de sus acuartelamientos en Mesopotamia y en Rafaneas y Emesa cuando los magistrados de esas ciudades se declararon fieles a Palmira y renunciaron a seguir unidos a Roma.
—¿Y los auxiliares?
—Malas noticias, mi señora. A los dos mil jinetes vándalos y otros tantos sármatas de los que ya teníamos noticia que integraban su ejército se han sumado algunos regimientos más, tememos que otros cuatro mil hombres en total, entre ellos varios escuadrones de jinetes procedentes de Dalmacia, Numidia y Mauritania reclutados expresamente para esta campaña.
—Cinco legiones de soldados veteranos y cuajados en la guerra de la frontera y ocho mil jinetes auxiliares… Malas noticias, sí —terció Zabdas.
—Eso no es todo —intervino Longino—. Las guarniciones de Siria y de Asia que ahora nos son fieles pueden rebelarse contra nosotros en cuanto Aureliano se presente ante ellos. Según los datos de que disponemos en el archivo real, y que he consultado estos días, Roma tenía destacadas en Siria hasta cuatro legiones: la X Fretensis en Jerusalén, donde la acuarteló el emperador Vespasiano, la III Cirenaica en Bosra, la III Gálica en Rafaneas y la IV Escítica en Zeugma, además de las de Mesopotamia y Asia; y todavía quedan la XV Apolinaris y la XII Fulminata, que siguen operativas, aunque relegadas a las fronteras de Armenia.
—¿Con cuántas tropas contamos nosotros? —preguntó Zenobia.
—Disponemos de dos legiones de infantería y quizá podríamos conformar otra más en tres o cuatro meses con los nuevos reclutas. Además tenemos cuatro mil de los mejores arqueros del mundo y tres regimientos de jinetes sobre camellos, más eficaces en el desierto que los caballos. Y, por supuesto, los seis regimientos de catafractas, la caballería pesada más preparada y contundente que jamás haya pisado un campo de batalla —precisó Zabdas.
—¿En qué proporción estaríamos con los romanos si nos enfrentáramos en campo abierto ahora?
—Si las cifras que ha dado Miami son correctas, tres… quizá cuatro a uno, mi señora.
—¿Tenemos alguna oportunidad de vencerlos con estas condiciones?
—Si nos quedamos quietos esperándolos, ninguna. Si vamos a por ellos y los sorprendemos antes de que formen sus cuerpos de ejército y se presenten ante Palmira, tal vez…
—En ese caso prepara el ejército; les cortaremos el paso. ¿Cuál es el lugar más apropiado para detenerlos?
—Sólo Bitinia ha manifestado su fidelidad a Roma en toda Asia, de modo que Aureliano desembarcará en sus puertos del Ponto. Nuestra autoridad se extiende hasta la ciudad de Incisa, en la frontera de Galacia con Bitinia. Podríamos ir a su encuentro al norte de Capadocia y Cilicia, en el centro de Asia Menor; allí el terreno es escarpado y le será más difícil desplegar sus legiones, pero nosotros no podríamos atacar con nuestros catafractas. Considero que es mejor que le dejemos atravesar toda Anatolia, así sus centros de suministros quedarán muy lejos, y buscarán la batalla en algún lugar al norte de Siria. Si nos enfrentamos en condiciones favorables, podemos conseguir una victoria definitiva. Propongo que lo esperemos en el valle del Orontes, unas millas al norte de Antioquía. Allí hay una zona por la que tendrá que pasar en su camino hacia el sur; se trata de un angosto paso en el que el superior número de sus hombres no será decisivo en la batalla y nuestros catafractas podrán maniobrar con eficiencia. En ese lugar unos pocos de los nuestros pueden frenar a miles de los suyos, como hicieron los trescientos espartanos de Leónidas frente al millón de persas en las Termopilas —expuso Zabdas.
—Los gobernadores de esas regiones y de sus ciudades han acatado nuestra autoridad, pero habría que instarles a que se enfrenten a Aureliano y que lo hostiguen sin tregua en su avance hacia Siria, a fin de que cuando nos enfrentemos directamente con él su ejército resulte lo más debilitado que sea posible —terció Longino.
—Hace unos meses envié a Kitot con un destacamento de soldados para que lograra un juramento de fidelidad de esas gentes, y todas, salvo Bitinia y algunas ciudades costeras del Egeo, lo hicieron.
El ejército palmireno se ejercitaba sin descanso. Una y otra vez Zabdas y Giorgios dirigían cargas de caballería, maniobras de infantería y prácticas de tiro con arco. Las fraguas de los talleres de las herrerías de Palmira trabajaban noche y día fabricando cotas de malla, corazas, cascos, grebas y muñequeras, puntas de flecha y de lanza, puñales y espadas. El soniquete de los martillos de los herreros forjando el metal no dejaba de sonar ni un solo momento.
Mensajeros en nombre de Zenobia habían partido en todas las direcciones para reclutar mercenarios. A los que se alistaban se les ofrecía una soldada de cuatro denarios al día, el doble de lo que cobraban los legionarios romanos, y se les garantizaba una paga extra de cien denarios si se mantenían al menos dos años en las filas del ejército, además de proporcionarles armas y vestido.
El general Zabdas, durante un descanso para comer y refrescarse tras un ejercicio de caballería, estaba serio y pensativo. Sentado a la puerta de su pabellón de campaña, sostenía entre sus piernas una escudilla con un guiso de venado y legumbres al que no prestaba la menor atención. Su mirada, perdida en el horizonte, denotaba una profunda preocupación.
—El estofado de ciervo es excelente, general; si dejas que se enfríe perderá buena parte de su sabor —le avisó Giorgios.
—No tengo apetito. Hace varios días que siento molestias en los riñones y cierto dolor al orinar.
—Pitágoras, uno de los más grandes sabios griegos, recomendaba no orinar de cara al sol.
—No parece muy sabio tu compatriota. Aquí decimos que no hay que orinar de cara al viento —ironizó Zabdas.
—Esa dolencia que te afecta es habitual entre los legionarios del limes del Danubio. Los médicos la remediaban con tecólito, una especie de piedra con forma de aceituna, disuelta en agua. Sirve para expulsar las piedras del riñón y para aliviar el dolor de la vejiga.
—Haré que me preparen un brebaje, tal vez surta efecto.
—Pero entre tanto deberás alimentarte. Si queremos derrotar a los romanos tenemos que comer bien, ya lo sabes: un soldado hambriento es un soldado débil.
—¿Crees que podremos con ellos?
—Es probable; siempre, claro está, que los dioses de Palmira nos sean propicios y se impongan a Mitra, el dios solar al que venera Aureliano —ironizó Giorgios.
—Hará falta algo más que encomendarnos a los dioses. Tenemos que evitar que Aureliano concentre a sus tropas. Frente a cinco legiones de veteranos y a la caballería de bárbaros y africanos nada podemos hacer en campo abierto.
—Disponemos de la ventaja de nuestros catafractas. Ningún ejército romano podría resistir una carga de nuestra caballería pesada. —Giorgios estaba seguro de la eficacia de los jinetes bajo su mando.
—Nuestros cuatro mil catafractas no serán suficientes para arrollar a sus veinticinco mil legionarios, a sus quince mil auxiliares, a sus cuatro mil jinetes acorazados y a sus diez mil jinetes ligeros en campo abierto. Por eso necesitamos atraerlos a terrenos cerrados, a valles estrechos como ese lugar del Orontes, donde la amplitud del frente no sea excesiva, donde nuestros regimientos de caballería pesada puedan cargar en formación cerrada y compacta y nuestros escuadrones de caballería ligera puedan maniobrar con agilidad, y en zonas donde nuestros arqueros estén protegidos de las cargas de caballería de las tropas auxiliares y puedan alcanzar a su infantería con sus saetas. Es la única posibilidad que tenemos —reflexionó Zabdas.
—Nuestros catafractas son los mejores en la batalla. En campo abierto, una carga frontal de nuestra caballería pesada arrasará a sus infantes con facilidad. Ya lo hemos hecho en otras ocasiones.
—Si Aureliano sabe maniobrar y dirigir a su ejército no será fácil. Disponemos de los mejores y más entrenados jinetes acorazados del mundo, sí, pero sólo son cuatro mil. En una carga frontal contra las legiones tendríamos que utilizarlos a todos para cubrir un frente lo suficientemente extenso en línea y compacto en fondo como para evitar que nos envolvieran por las alas. Tendríamos que renunciar para ello a los batallones de reserva. Y si falláramos en el primer envite, lo que puede ocurrir, estaríamos perdidos. Si los informes de Miami son precisos, Aureliano dispone de ocho mil caballeros bàrbare, jinetes ágiles y rápidos que pueden maniobrar con celeridad golpeando nuestras alas y rodeando nuestra retaguardia, además de cuatro mil jinetes acorazados más toda la caballería ligera de las cinco legiones. —Zabdas parecía dubitativo.
—Eso no es lo más importante. Aureliano ha dado un nuevo impulso al ejército romano. Ha sabido inculcarle los valores tradicionales que hicieron grande a Roma: la disciplina, el valor, la virtud, el orgullo de sentirse ciudadano del Imperio. Y, además, hace un año duplicó la paga de los legionarios. Casi todos los que ha reclutado para esta campaña son veteranos con más de cinco años de servicio en las legiones; sólo pensarán en vencer para alcanzar la licencia del servicio con dinero suficiente como para poder comprarse una pequeña hacienda en África o en Hispania y pasar el resto de sus días viendo crecer el trigo rodeados de hijos y de nietos. Te aseguro, mi general, que esos legionarios se dejarán en el campo de batalla hasta la última gota de su sangre.
En ese momento, ante los dos generales pasaron dos soldados; uno de ellos portaba el estandarte rojo de la XX cohorte de los palmirenos, la que había defendido Dura Europos de los ataques de los persas años atrás. Muchos de sus integrantes habían sido laureados en numerosas ocasiones por los generales romanos en reconocimiento de sus méritos en la defensa de las fronteras de Roma en Mesopotamia.
—El estandarte rojo de la XX cohorte. —Zabdas señaló la bandera cuadrada—. Cuando era muy joven yo me formé como oficial en esa unidad. En ese tiempo luchábamos por la defensa del Imperio romano. Yo luché por Roma, y ahora es probable que muera peleando contra ella. Los dioses del destino son caprichosos.
—Yo también luché por Roma, general, pero por otra Roma diferente. Aquel espíritu ya no existe y aunque Aureliano pretende recuperarlo, creo que los viejos valores de la república nunca volverán. El viejo Imperio se deshace en una vorágine de ambiciones, traiciones e intrigas. El mundo que conocieron nuestros padres se desmorona; nada volverá a ser como antes.
El atardecer, caluroso y amarillo, caía sobre el desierto como una plácida duermevela. Desde la terraza del palacio real de Palmira, Zenobia contemplaba la ciudad en calma. La mayoría de los comercios ya habían cerrado sus puertas y los comerciantes y artesanos se arremolinaban en las tabernas para comer un sabroso bocado y degustar un buen vino rojo.
La reina dudaba. A su lado, el pequeño Vabalato jugueteaba con una espada de madera, ajeno a los pensamientos de su madre, que reflexionaba angustiada ante la soledad en la que como soberana se veía sumida. No había nacido para ser la reina de Oriente; su vida habría sido mucho más cómoda si Odenato, el príncipe de Palmira, no hubiera puesto sus ojos en ella y no la hubiera hecho su esposa. Imaginaba cómo hubiera sido su existencia si se hubiera casado con un rico mercader, uno de los muchos pretendientes que siendo todavía una niña le pidieron a Zabaii que les concediera a su hija en matrimonio. Probablemente se habría convertido en una venerable matrona, rodeada de hijos, y viviría plácidamente en una de las confortables casas del barrio aristocrático ubicado al sur de templo de Bel, donde tenían sus moradas los potentados de la ciudad. Su vida transcurriría entre sus obligaciones domésticas, distribuir el trabajo cotidiano a los esclavos y criadas y visitar a sus amigas de la aristocracia palmirena, mujeres ricas como ella dedicadas a propiciar el placer de sus maridos y a sostener la organización de sus hogares.
Si Odenato no se hubiera fijado en ella, su vida hubiera sido muy diferente. Pero ahora era la reina de un imperio que se extendía por todo Oriente a lo largo de miles de millas. Decenas de ricas provincias, centenares de opulentas ciudades y varios millones de personas quedaban bajo su mando. Ella era el sostén de ese mundo; una carga demasiado pesada, tal vez, para sus delicados y hermosos hombros.
En no pocas ocasiones, cuando se paraba a pensar en lo que ella representaba, un abismo enorme y oscuro se abría en su interior y entonces creía precipitarse a un vacío en el que no había lugar siquiera para el olvido. En esos momentos, agobiada por la soledad y el miedo, pensaba en las dos mujeres a las que había admirado en sus años de educación con Longino: Cleopatra, la reina de Egipto que vivió un sueño imposible al lado de su amado Marco Antonio, y Berenice, la princesa hebrea que un día pudo ser emperatriz de Roma. Entonces tomaba nuevas fuerzas, renacía en su angustiada alma la ambición de una Palmira cabeza de un nuevo y esplendoroso imperio, pensaba en su hijito Vabalato y en la herencia que tenía que dejarle, y seguía adelante con energías renovadas.
¡Todo había pasado tan deprisa! Zenobia tenía veintiséis años; había alcanzado la plenitud de su vida y de su belleza. Los tres partos apenas habían dejado secuelas en su cuerpo; sus caderas se habían ensanchado y su busto se había hecho más prominente y voluminoso, pero su piel seguía siendo tan tersa y suave como en su juventud, su cabello igual de brillante y sedoso y sus ojos tan luminosos y límpidos como en la pubertad. Era tan bella como antes pero mucho más rotunda si cabe.
En una docena de años había dejado de ser una adolescente para convertirse en una mujer y en una reina. Había aprendido a entender las creencias y los arcanos de las religiones judía y cristiana, conocía los cultos mistéricos de los adoradores del Sol, era capaz de entender los ritos más secretos de los sacerdotes de Bel y comprendía los mitos y las leyendas de los dioses griegos, que había aprendido en las lecturas recomendadas por Longino y escuchado en boca de Giorgios mientras contemplaban el cielo estrellado, abrazados tras las noches de amor.
Se había interesado por el más allá y había preguntado a cuantos sabios y hombres de fe había conocido qué se iba a encontrar cuando la muerte viniera a buscarla. La mayoría de ellos le había dado respuestas vagas y evasivas, y nadie había logrado saciar su inquietud.
Gracias a las enseñanzas de Longino había logrado comprender el mundo que reflejó Homero en sus grandes poemas; había descifrado el mensaje de la Ilíada, se había identificado con Helena de Troya, la mujer cuyo amor en disputa provocó la guerra más sangrienta que había conocido el mundo; había encontrado la clave de las luchas entre los héroes aqueos y troyanos y había sabido penetrar en los arcanos que albergan en lo más profundo los corazones de los hombres, donde anidan sus ocultas pasiones, sus irremediables miedos, sus frustradas ambiciones y sus recónditas esperanzas; había acompañado, leyendo la Odisea, al ingenioso Ulises en sus viajes por el Mediterráneo, y había aprendido una enseñanza en cada una de sus azarosas aventuras y en la propia vida del héroe en su titánico esfuerzo por regresar a su añorado reino de Itaca y restablecer la paz y el orden en un mundo convulso por la guerra y el caos.
Respiró el aire todavía cálido bajo la luz ambarina y el cielo púrpura, aspiró la intensa fragancia a nardos que procedía de la mirrita que ardía en los pebeteros y acarició el cabello de Vabalato, cuyos ojos negros y grandes la miraban ajenos a la tormenta que se avecinaba sobre Palmira.
Yarai la devolvió de su ensoñación.
—Señora, la cena está servida —anunció la esclava, en cuyos ojos se atisbaba el resquemor por el alejamiento de su amado Kitot, en un tono poco amable.
—Sé que continúas disgustada porque no te he entregado a Kitot. Tal vez no lo entiendas, pero tomé una decisión y he de mantenerla. Soy la reina de esta ciudad y la soberana de un tercio del mundo conocido. No puedo mostrar el menor signo de debilidad, ni el más mínimo, o nuestro Imperio se derrumbaría —dijo Zenobia.
—Acato tu voluntad, mi señora, pero yo amo a Kitot y lo echo de menos.
—Los esclavos no deberíais pensar en otra cosa que en obedecer a vuestros amos. Es lo que dicta la ley. Eres esclava y debes atenerte a tu condición. Así funcionan las cosas de este mundo. Los dioses crearon a los hombres para que a través de ellos se manifestaran sus miserias; pero nos dieron la capacidad para obrar por nosotros mismos.
—Yo no puedo hacerlo; no soy libre.
—Lo eres para pensar. Esa es la esencia de la libertad. Aprovéchala.
—Con el pensamiento no puedo estar con Kitot.
—¿Eso crees? Cuando sueñas con él, si lo haces, ¿no estás viviendo con él? ¿Qué son los sueños sino el reflejo de la realidad?. Tal vez la realidad misma.
—No te entiendo, señora.
—Son cosas de Platón, el más grande de los sabios. Deberías leerlo.
—No sé leer, señora.
—Le diré a Longino que te adjudique un preceptor para que te enseñe a hacerlo.
—No sé si podré…
—Claro que podrás; no eres tonta. Además, ahora que ya no vas a volver a ver a Kitot tendrás más tiempo para aprender.
Yarai bajó la cabeza y el odio hacia la que la había privado de la presencia del hombre al que amaba creció en su interior como un incendio avivado por un huracán.
—Te recuerdo, señora, que la cena está servida —reiteró Yarai.
—No tengo apetito; llévate a Vabalato y cena con él. Después acuéstalo. Yo me quedaré aquí un rato más.
—Como gustes.
Yarai tomó de la mano al pequeño emperador y se lo llevó a regañadientes. Zenobia se quedó sola; intentó imaginar que Giorgios estaba a su lado, que la acariciaba, que le hacía el amor con la energía y la delicadeza que acostumbraba, pero no sintió otra cosa que la cálida brisa del desierto en su rostro y el soniquete lejano y repetitivo de los martillos templando en las fraguas el acero para la guerra.
En medio de la palestra, Kitot golpeaba a sus adversarios con su maza de adiestramiento como si en cada golpe le fuera la vida. Aquella mañana había lesionado a tres de sus bisoños oponentes durante los ejercicios de pelea cuerpo a cuerpo que se seguían dentro del plan diseñado por Zabdas y Giorgios para adiestrar a los nuevos reclutas.
Uno de los oficiales, al observar la furia con la que se empleaba el gigante armenio, informó a Giorgios.
—General, Kitot está golpeando a los reclutas con todas sus fuerzas. Vengo a comunicarte que en lo que va de mañana ha roto el brazo a dos hombres y ha dejado a otro con el hombro descoyuntado. Si sigue así, no tendremos soldados para enfrentarnos a Roma.
—¿Le has recriminado por ello? —le preguntó Giorgios.
—No, mi general; el comandante Kitot es mi superior. Pero he creído que debía informarte de su conducta.
Giorgios se presentó en la palestra donde varias decenas de parejas peleaban con espadas de madera y escudos ensayando golpes, defensas y fintas.
En ese momento Kitot estaba amedrentando a un joven mercenario árabe recién alistado que apenas podía hacer otra cosa que parapetarse tras su escudo e intentar evitar que el antiguo gladiador lo descalabrara.
—¡Basta, Kitot! —gritó Giorgios.
Todos cuantos combatían se detuvieron al escuchar la potente voz del general, pero el armenio hizo caso omiso y siguió golpeando sin piedad.
—¡He dicho basta! —Giorgios se abalanzó sobre el gigante intentando frenar su catarata de golpes.
Kitot se lo sacó de encima con un empujón tan poderoso que lanzó al ateniense a varios pasos de distancia. Este trastabilló y a punto estuvo de caer, pero se recompuso, tomó una espada de madera y un escudo y de un salto se interpuso entre Kitot y su atemorizado adversario. La maza del armenio golpeó de lleno el escudo de Giorgios, que se resintió por el contundente golpe, pero aguantó firme. Antes de que volviera a cargar, el ateniense apuntó con su espada de madera a la garganta de Kitot.
—Basta, amigo.
El armenio mantuvo en alto su brazo, miró con los ojos inyectados de ira a su general y por un momento pareció que iba a partirle la cabeza con la maza. Pero poco a poco bajó su brazo, resopló con fuerza y se serenó.
—Nuestros enemigos, a los que hemos de abatir a golpes, son los romanos.
Giorgios ayudó al joven árabe a levantarse del suelo. El mercenario estaba atemorizado, temblaba como un conejo acosado por un hurón y tenía el brazo izquierdo completamente agarrotado.
El armenio arrojó su maza y su escudo al suelo, dio media vuelta y se alejó rumiando su ira.
—Vamos —ordenó el oficial que había ido a buscar al general—; se acabó la fiesta, continuad con los ejercicios.
—Que atiendan a ese hombre y que lo vea el médico —indicó Giorgios, que salió en busca del gladiador.
El gigante se había apartado a la sombra, bajo el pórtico de la palestra. Estaba sentado sobre el suelo, con la espalda apoyada en una de las columnas. Respiraba hondo y parecía en calma.
—¿Por qué lo has hecho? Esos reclutas no eran oponentes para ti.
—Tampoco lo eran algunos de los luchadores que maté en el circo. No creas que todos los combatientes a los que abatí eran expertos gladiadores. Algunos de aquellos pobres diablos no eran sino insignificantes delincuentes a los que colocaban una espada en la mano y lanzaban a la arena como al matadero para que practicáramos con ellos. Se trataba de ofrecer sangre y más sangre a los espectadores, y no importaba a quién se mataba.
—Eso no es excusa para lo que has hecho. Vamos, amigo, nos conocemos hace tiempo. Dime qué te ocurre.
Kitot tomó aire e inspiró con fuerza.
—Se trata de Yarai. Pretendí comprarla para hacerla mi esposa, pero Zenobia no quiso desprenderse de ella. Me relevó de mi puesto en la guardia de palacio y me envió a Anatolia para alejarme de su lado.
—Algo sé de eso, pero no creí que esa muchacha te importara tanto.
—Pues sí me importa, y mucho. Cuando todo esto acabe quiero hacerla mi esposa, tal vez entonces la reina acceda a vendérmela. Pero entre tanto, cada día que pasa sin estar a su lado es como un día en el infierno.
Aquel coloso, capaz de derribar de un solo puñetazo a un buey, parecía en ese momento un pobre y desvalido idiota al que un niño hubiera podido abatir de una patada.
—Si tanto te interesa puedo interceder ante la reina…
—No. Sería mucho peor, porque tú eres la causa fundamental de que la reina no quiera que Yarai venga conmigo.
—¿Yo?, ¿qué tengo que ver yo en esto?
—Los celos, estúpido. La reina sabe que no puede tenerte a su lado y se limita a citarte de vez en cuando para poder estar contigo de manera clandestina. Mientras yo hacía lo mismo con Yarai, ella lo consentía, pero cuando le dije que pretendía convertirla en mi esposa, Zenobia estalló en cólera.
—Creo que la subestimas; debe de tener razones más poderosas para no acceder a tu petición. Sabes que la reina te aprecia mucho.
—Su corazón de mujer se ha impuesto en esta ocasión a su cabeza de soberana. Sé que te ha sorbido los sesos y no te das cuenta de que no tiene sentimientos…
—Y por eso descargas tu frustración con esos pobres soldados.
—Si no veo pronto a Yarai me volveré loco. Esta mañana, cuando tenía en mis manos la maza, sólo pensaba en golpear con todas mis fuerzas, destruir, arrasar a cuantos se pusieran por delante. Hubo un momento en el que creí estar de nuevo en medio de la arena del Coliseo de Roma, incluso escuché en el interior de mi cabeza a la multitud demandando la sangre de los gladiadores. ¡Por todos los dioses!
—Debes calmarte o te meterás en graves problemas, Kitot. Deja que pase el tiempo, ocupa toda tu mente en entrenar a esos soldados para que podamos vencer a Roma y olvida este asunto por el momento. Los romanos estarán pronto aquí; si los vencemos, yo conseguiré que Zenobia te entregue a Yarai y podrás pasar el resto de tu vida con ella. Te lo juro por los dioses inmortales.
—Tú no crees en ningún dios —dijo Kitot.
—En ese caso, te doy mi palabra.
—Eso sí me basta, general.
—¿Qué ha ocurrido esta mañana con Kitot en la palestra? —le preguntó Zabdas a Giorgios mientras se daban un baño reparador en las termas.
—Ha malherido a cuatro reclutas inexpertos. Se ha empleado con demasiada violencia en los ejercicios de combate. Va le he recriminado su acción. No volverá a ocurrir.
—¿Por qué lo ha hecho?
—Desconozco sus razones.
—No me mientas.
—Está bien. Se trata de una esclava de palacio: Kitot se ha encaprichado de ella y está encoñado como un garañón en celo. Al parecer se la tiraba cuando estaba de servicio en la guardia real y quiso comprársela a Zenobia para convertirla en su esposa. La reina le dijo que no y el armenio se ha comportado como un cretino, descargando su frustración en los reclutas.
—Las mujeres no acarrean otra cosa que problemas. Sobre todo para los que se encoñan con ellas. Hace tiempo que aprendí esa lección; desde entonces, sólo me acerco a ellas para aliviar mis testículos cuando los siento llenos de semen y necesito vaciarlos.
»He visto a muchos hombres perder la cabeza por caprichosas mujeres que no merecían la pena, pero no imaginé que ese armenio pudiera caer en semejante debilidad. Es fuerte como un toro pero ha demostrado ser lelo como un cabestro. Sólo espero que no muestre esa misma debilidad en la batalla; necesitaremos toda su fuerza.
—Descuida; ya te he dicho que no sucederá otra vez. He hablado con él y creo que lo ha entendido.
—Y aprende tú también la lección, Giorgios.
—¿A qué te refieres?
—A que tengas en cuenta que en esta guerra vas a pelear por Palmira.
—No te comprendo, mi general —mintió Giorgios.
—Claro que me entiendes. Sé que si continúas aquí es por ella, que te dejarías matar y que harías cualquier cosa por la reina. No te lo reprocho, ya lo sabes, porque es imposible conocerla y no enamorarse de esa mujer, pero cuando estemos en el campo de batalla no pienses en otra cosa que en vencer en el combate. Déjala al margen o te sucederá lo mismo que a Kitot, acabarás obsesionado y perderás la cordura.
En realidad, Giorgios ya la había perdido; Zenobia estaba tan enraizada en su corazón que era capaz de cometer cualquier locura por ella.