Capítulo XXXIII

Palmira, finales de verano de 271;

1024 de la fundación de Roma

—Muy pronto estarán aquí.

Kitot acababa de regresar de su embajada por las provincias de Asia, donde apenas había permanecido dos meses, y traía noticias de los movimientos del ejército del emperador Aureliano que puso de inmediato en conocimiento de los generales Zabdas y Giorgios.

—¿De modo que Bitinia sigue sin querer someterse? —preguntó Zabdas al gigante armenio.

—Así es. Su gobernador se empeña en mantenerse fiel a Roma; todos los demás dirigentes de las provincias de Anatolia acatan la autoridad de Palmira, excepto el de la condenada Bitinia —precisó Kitot.

—Bitinia es la puerta de Asia desde los estrechos del Bósforo y el Helesponto y es crucial para su defensa —intervino Giorgios—. Sus puertos en la costa del Ponto serán los que utilice Aureliano si pretende desembarcar en territorio amigo antes de venir por nosotros. Si esos puertos estuvieran bajo nuestro control los romanos lo tendrían muy difícil, pero si se mantienen fieles a Aureliano…

—No tenemos otra opción que someter Bitinia, pero necesitaríamos al menos treinta mil hombres, la totalidad de nuestro ejército, y eso supondría dejar desguarnecidas las costas de Siria y aun la misma Palmira —comentó Zabdas.

—¿Y en cuanto a las ciudades de la costa del Egeo? —se interesó Giorgios.

—Nicomedia, Pérgamo, Éfeso y Halicarnaso siempre han actuado en función de sus propios intereses. No se han decantado por Palmira, pero tampoco lo han hecho por Roma. Esperarán a ver quién resulta victorioso en esta contienda y entonces le mostrarán su fidelidad. No podemos contar con ellas en tanto no derrotemos a Roma —afirmó Kitot.

—¿Desde dónde crees que nos atacará Aureliano? —demandó Zabdas a Giorgios.

—Creo que aparecerá por el norte —supuso el ateniense.

—Y lo hará enseguida —añadió el armenio—. Hace un mes ordenó a todos los legionarios de la XIII Gemina destacados en Dacia que pasaran a este lado del Danubio…

—Entonces es cierto que los romanos han abandonado la Dacia —se extrañó Giorgios.

—Esas han sido las órdenes recibidas por los últimos legionarios que permanecían destacados en esa región en la ciudad de Ulpia Trajana, que ha sido desalojada. Unos auxiliares armenios que habían desertado y escapaban hacia el este me comentaron que sus comandantes les habían ordenado replegarse a la orilla derecha del Danubio, y aseguraron que los legionarios que se habían establecido en las llanuras de Dacia con sus familias y a los que les habían adjudicado haciendas prefirieron desertar y perder sus tierras antes que seguir al ejército al sur del curso del río. Los romanos castigan la deserción con la muerte en la cruz, por eso son muchos los que han huido hacia el este, o incluso se han dispersado en las nubosas estepas y bosques del norte, entre los rudos bárbaros —Kitot se expresaba con rotundidad.

—Ese repliegue sólo puede significar una cosa: que Aureliano pretende centrar ahora todo su esfuerzo en conquistar Palmira —dedujo Giorgios.

—Aureliano ha reestructurado las legiones V Macedónica, XI Claudia, I Itálica, VII Claudia y IV Flavia y ha creado una nueva provincia al norte de Moesia y de Tracia con el nombre de Dacia —continuó Kitot—; no sé si eso tendrá algún significado…

—Claro que lo tiene. El emperador desea mantener la ficción de que no ha perdido territorios. Y además ha reorganizado todas esas legiones, que son precisamente las que defienden el limes del Danubio aguas abajo de Sirmio y de Singidunum —dijo Giorgios.

—Dime, general, ¿a qué hombre vamos a enfrentarnos? —le preguntó Zabdas a Giorgios.

—Aureliano es duro como la más sólida de las rocas. No he conocido a ningún oficial que impusiera una mayor disciplina a los hombres bajo su mando. En su escuadrón estaba prohibido beber, jugar a dados, a naipes o a cualquier otro juego de azar, y nadie podía practicar las artes de la adivinación, ni tan siquiera buscar la complicidad de videntes y augures para ello. Nos insistía una y otra vez en que los soldados romanos debíamos ser modestos, ahorradores y trabajadores; reclamaba que nuestro comportamiento fuera casto, nuestras costumbres sobrias y nuestros gastos austeros; insistía en que no robáramos a los campesinos ni a los comerciantes. Y él siempre daba ejemplo. Nos exigía mantener el equipo militar, el vestido, las armas, la coraza y el casco siempre limpios y brillantes. Él era el primero en cumplir las normas de comportamiento y cuando tenía que castigar a alguno de sus hombres, era severo y riguroso en la aplicación de la disciplina.

—Será un enemigo difícil.

—Temible. Jamás rehuía el combate. Luchó contra los belicosos sármatas en el Ilírico y no tuvo precaución ni temor alguno en lanzarse sobre su caballo a tumba abierta contra esos jinetes acorazados de pies a cabeza. Siendo ya tribuno de la VI Legión Gálica derrotó a los francos en Mongotiacum, en el limes a orillas del río Rin, encabezando él mismo la carga de la vanguardia de la caballería. Allí volvió a imponer sobre los hombres a sus órdenes su rígido sentido de la disciplina.

—Un general ejemplar; parece que lo admiras.

—Era muy exigente, pero nos salvó la vida en más de una ocasión. Era duro y a veces cruel, pero cuando se entablaba un combate acudía el primero a pelear como un león en defensa del último de los legionarios a sus órdenes.

—Tal vez sea tan buen general como dices, pero quizá le venga grande la túnica imperial —comentó Zabdas.

—No. Es uno de los pocos romanos que todavía creen en los valores tradicionales de la vieja república. Entiende que gobernar es un arte pero que los gobernantes deben hacerlo con autoridad y firmeza. Una de sus máximas era que los soldados debían actuar con mano de hierro, pero que la república debía gobernarse con mano de oro.

—¿Qué significa eso? —preguntó Kitot.

—Que los enemigos han de ser sometidos con las armas, mientras que los amigos deben ser remunerados con dinero y bienes.

—Tal vez tantos honores y halagos lo debiliten; suele ocurrir que, a veces, los hombres que reciben grandes elogios y desmedidas alabanzas se relajan y pierden la fuerza que los ha hecho poderosos.

—Los romanos lo llaman «dormirse en los laureles», pero no creo que sea el caso de Aureliano. Los honores y títulos que le está otorgando el Senado lo harán todavía más fuerte y más ambicioso. Ahora es consciente de su poder y del papel que puede desempeñar en la historia de Roma. Está henchido de majestad y hará cuanto pueda para incrementar su gloria, incluso en detalles como el cambio del nombre de su esposa. Cuando la conocí en Sirmio se llamaba Severina, un nombre poco adecuado para una emperatriz, pero desde que lo es hace que la llamen Ulpia Severa Augusta, más apropiado para una digna matrona romana. Y además, los legionarios le han otorgado el apelativo de mater castrorum, «madre de los campamentos». —Giorgios tradujo la expresión latina.

—Parece que es el emperador que ahora necesita Roma.

—Sí. Es un hombre virtuoso según el sentido del honor de los soldados romanos: fuerte y decidido, sabe cuál es su misión y qué debe hacer para conseguirla; honra a las deidades de la familia y de los antepasados, del hogar y de los asuntos cotidianos; conoce como pocos el arte de la guerra y no teme a la batalla; sabe qué significa alcanzar la primera de las magistraturas de Roma desde el esfuerzo y el sacrificio; está dotado de un inquebrantable espíritu militar y de un sentido excelso de la disciplina y del deber; se siente marcado por la diosa del destino para ocupar ese puesto; critica los gastos excesivos y huye del lujo y del derroche y cree que los ascensos deben asignarse por méritos y no por nepotismo o arbitrariedad —sintetizó Giorgios.

—¿Has acabado con los elogios a ese romano? —Zabdas parecía molesto.

—Eres tú quien me ha pedido más información, y creo que debía decirte todo esto. Conocer bien al enemigo contribuye a vencerlo.

—Sea como sea ese Aureliano, su cráneo no está hecho de acero, no podrá resistir la fuerza de mi maza. —Kitot, que se había mantenido a la escucha, habló al fin apretando sus poderosos puños, firmes y duros como rocas.

Las noticias que trajo Miami unos días después coincidían con lo que los desertores le habían contado a Kitot.

Zenobia convocó a sus principales consejeros para escuchar los detalles del informe de Miami. Además, en el palacio real también estaban presentes Longino, Zabdas, Giorgios, el historiador Calínico y el tesorero Nicomedes.

—Mi señora —Miami comenzó a presentar su informe tras una indicación de la reina—, todos los indicios coinciden en que Aureliano se pondrá en marcha hacia Palmira en un par de meses a lo sumo. Ha dado instrucciones muy precisas a los gobernadores de las provincias de toda la región del ilírico para que defiendan la frontera con menos efectivos, pues cuantiosas unidades de las legiones del limes están siendo derivadas hacia el este. Ha ordenado a los consejos de las ciudades que procuren encontrar pobladores para las tierras abandonadas, o en caso contrario recaerán sobre las haciendas de esas ciudades los impuestos que han dejado de cobrarse en los campos incultos. Está emitiendo denarios con apenas una veinteava parte de plata, por lo que los precios se han elevado muchísimo y el comercio está empezando a resentirse de la pérdida de valor de la moneda.

»Pero el principal indicador de que está a punto de ponerse en camino hacia aquí son los preparativos militares, que se han acelerado tras las consultas que ha efectuado a los arúspices y adivinos y los sacrificios que ha ofrecido a Mitra. Mensajeros suyos han vuelto a recabar la opinión de los sacerdotes que custodian los Libros sibilinos, donde se revela el futuro del Imperio; también han consultado a los más afamados oráculos de los santuarios de Grecia; e incluso se ha pedido su parecer a los druidas de la Galia. A todos ellos se les ha preguntado si el trono de Roma sería ocupado por descendientes de Aureliano.

—Eso no significa que vaya a atacarnos de inmediato —dedujo Zabdas.

—Claro que sí. Lo que está haciendo es preguntar de manera indirecta si las empresas militares que va a emprender tendrán éxito y resultará ileso en la campaña. Aureliano no tiene hijos, por ahora, y si hace esas preguntas a los adivinos es porque quiere saber si va a morir pronto o si sobrevivirá lo suficiente como para poder fundar su propia dinastía.

»Se están ofreciendo sacrificios a Mitra y al Sol. Hace unos pocos días fueron sacrificados diez toros en la ciudad de Novas, a orillas del Danubio, donde está acantonada la I Legión Itálica. Después, Aureliano pronunció un discurso en el que anunció que aplicaría la disciplina de manera férrea, y conminó a sus soldados a que defendieran a los ciudadanos del Imperio. Les dijo que su misión era sagrada y que debían proteger a los romanos, pero también les prometió que recibirían puntualmente sus salarios y que además pronto iban a ser compensados con grandes riquezas ganadas al enemigo. No citó expresamente Palmira, pero todos entendieron que esas riquezas fabulosas sólo se encuentran aquí y en Egipto.

»Y lo más inquietante: ha vencido a todas las tribus bárbaras que amenazaban las fronteras. Ha liquidado a los godos, a los sármatas y a los vándalos y los ha obligado a replegarse al otro lado del Danubio. La contundencia de sus victorias ha resultado de tal calibre que los propios bárbaros han sido quienes han suplicado la paz. Pues bien, el emperador se ha presentado en el campo de batalla y les ha ofrecido una alternativa a la derrota. Les ha prometido la propiedad de las tierras de la antigua Dacia, ahora abandonada por Roma, y oro en abundancia si se avienen a colaborar con el ejército romano como soldados federados y tropas auxiliares.

—¿Y qué han resuelto esos bárbaros? —preguntó Zenobia preocupada.

—Por lo que sé, los vándalos han acordado aportar dos mil jinetes y un número similar los sármatas, ambos como auxiliares del ejército de Aureliano; otras tribus están decidiendo si se suman a esta invitación y se alinean con sus enemigos romanos.

—¿Cuándo podremos saber algo más?

—En unos pocos días. Uno de mis hombres se ha quedado en Durostorum, una ciudad cercana al delta del Danubio, donde está previsto que se concentren las tropas reclutadas antes de partir hacia Palmira. En cuanto se entere de cuándo se moverán hacia oriente saldrá en camino hacia aquí para mantenernos al corriente de cuántos son sus efectivos.

—Si los romanos desembarcan en Asia, nuestros espías les seguirán la pista, señora —terció Zabdas.

—Aureliano va en serio —meditó Zenobia.

—En ese caso no podemos perder ni un instante; si te parece, señora, comenzaremos hoy mismo a prepararnos para un ataque de Roma —dijo Zabdas.

—Hacedlo. Y que los dioses de Palmira nos sean propicios.