Capítulo XXXII

Palmira, primavera de 271;

1024 de la fundación de Roma

—Dicen que en Roma existe un templo dedicado a Marte, su dios de la guerra, cuyas puertas se abren cuando estalla una contienda y no se vuelven a cerrar hasta que los romanos consiguen la paz, es decir, la victoria —comentó Zabdas.

Los dos generales de Palmira estaban en el cuartel general del ejército palmireno repasando las necesidades de intendencia requeridas para hacer frente a los romanos.

—Los ingenieros que están preparando la ampliación de la muralla y el reforzamiento de la ya existente calculan que hará falta un millón y medio de sestercios para pagar esos trabajos —dijo Giorgios.

—Y no menos de otros dos millones serán precisos para elevar nuestro número de soldados en otros cinco mil y equiparlos convenientemente —precisó Zabdas.

—¿Habrá dinero suficiente?

—Espero que sí. Nicómaco es un excelente administrador. Cuando trabajó como contable para el padre de Zenobia y para Antioco Aquiles convirtió su empresa en una de las más notables de esta ciudad. Además, la acuñación de las nuevas monedas proporcionará enormes ingresos al tesoro. Mira, aquí están las primeras.

Zabdas sacó de un cajón un par de bolsitas de badana, las abrió y echó sobre la mesa su contenido. Varias monedas brillantes, recién acuñadas en la ceca de Palmira, quedaron esparcidas sobre la madera.

—Esta es un as al estilo romano. —Zabdas tomó una de ellas—. En una de las caras está impreso el rostro de Vabalato y la leyenda «Emperador César Vabalato Augusto», y en el reverso la efigie de Zenobia con la leyenda: «Vabalato Varón Cónsul Rey Emperador Dux de los Romanos». Y mira esta otra.

Giorgios observó el anverso de la moneda, con el rostro impreso de Vabalato; su aspecto era el de un adolescente de mayor edad que la que en realidad tenía en esos momentos el hijo de Zenobia, imberbe, con el cabello peinado a la moda romana y coronado con rayos al estilo de los emperadores. La giró en sus dedos y en el reverso observó la imagen de la diosa Victoria con la leyenda «Victoriacus».

—¿Ha desaparecido la imagen del emperador Aureliano? —Giorgios se sorprendió, pues hasta entonces las monedas acuñadas en Palmira presentaban en el reverso a Aureliano.

—Así lo ha decidido Zenobia. Los tetradracmas de plata de Antioquía y Alejandría han sido las últimas monedas acuñadas en Oriente con el rostro de un emperador romano. A partir de ahora sólo se acuñarán con los de Vabalato y Zenobia. Monedas iguales se grabarán en Siria y en Egipto, y en todas aparecerá la imagen de Zenobia y la de su hijo Vabalato, investidos con el manto imperial y la corona de rayos, los atributos reservados a los emperadores.

—Coronado como un emperador romano, sí, pero Vabalato está peinado al estilo persa. —Giorgios tomó una de las nuevas monedas y la observó con atención—. Eso significa…

—Dos imperios independientes. Zenobia me ha confiado su intención de proclamar el Imperio de Oriente, con centro en Palmira y que comprenderá Mesopotamia, Siria, Egipto y Anatolia. Mesopotamia, Siria y Egipto ya obedecen al nuevo Imperio y en Anatolia sólo la provincia de Bitinia, en la costa del Ponto, ha rechazado acatar la soberanía de Palmira y se mantiene fiel a Roma, pero la someteremos el año que viene, y después ocuparemos Grecia.

Vabalato había cumplido siete años, pero era mucho más alto y fornido que los muchachitos de su edad. Desde que murieran sus dos hermanos mayores, todos los cuidados de Zenobia habían sido para él, el único heredero vivo de los cuatro hijos varones que había tenido Odenato. Asesinado Hairam y muertos Hereniano y Timolao, Vabalato encarnaba la esperanza de tener algún día al frente de Palmira a un nuevo Odenato que garantizara la prosperidad y la fortuna de la ciudad del desierto.

El muchachito jugueteaba con Yarai en el patio del palacio bajo la mirada atenta de dos de los emasculados que servían en las estancias privadas de la reina Zenobia. Acababan de regresar de las colinas del norte, donde Giorgios había dedicado toda una mañana a enseñar al joven príncipe sus primeros ejercicios ecuestres.

Zenobia los había acompañado pero, para desesperación de Giorgios, lo había ignorado; el ateniense esperaba ansioso una nueva llamada de la mujer que tanto amaba y a la que deseaba como a ninguna otra.

Tras varios meses sin hacerle el amor echaba de menos su piel maravillosamente cálida y suave, el contorneo de sus caderas ajustadas a su pelvis como un guante, sus labios carnosos y delicados, el aroma de su perfume y la dulzura de sus besos.

Giorgios ordenó a la escolta que los había protegido en la jornada ecuestre que regresara al cuartel y se despidió de Zenobia.

—Un momento, general; no te vayas todavía —le dijo la reina.

—¿Qué más deseas de mí, señora?

—Un consejo.

—Estoy para servirte.

—Siéntate. —La reina le indicó una silla en un rincón del patio donde Vabalato seguía correteando tras Yarai y se recosió en un diván entre almohadas de seda—. Kitot me pidió hace unas semanas que le vendiera a Yarai; hace tiempo que son amantes. Le respondí que jamás le vendería a esa esclava, y le dije que lo enviaría a un largo viaje para que los gobernadores de las provincias de Anatolia ratificaran su lealtad a Palmira, sobre todo la del gobernador de Bitinia, ese terco idiota que sigue manteniendo su obediencia a Roma.

—Acabaremos doblegando su resistencia y Bitinia también te obedecerá.

—Sí, necesitamos Bitinia para completar el nuevo Imperio de Oriente, pero eso no me preocupa ahora.

—¿Entonces?

—Creo que obré mal al no concederle a Kitot la propiedad de Yarai. Me dijo que no la quería como esclava y concubina, sino que estaba dispuesto a liberarla y a convertirla en su esposa.

—Eso honra a Kitot.

—¿Te gusta Yarai?

—¿A qué te refieres, señora? —se extrañó Giorgios por la pregunta.

—A que si Yarai te atrae como mujer.

—Bien…, es joven y hermosa, sí; Yarai puede atraer a cualquier hombre, pero…

—¿Pero…?

—Desde que te vi, en mi corazón no hay lugar para ninguna otra mujer…

—¿Ni siquiera para esas hetairas armenias con las que te solazas en los burdeles de Palmira?

—Un hombre tiene necesidades… Y nunca sé cuándo vas a requerirme para que te haga el amor. A veces pasan semanas, meses, y esa espera me atormenta porque no sé si volverá a producirse una nueva llamada tuya.

—Soy la reina de este mundo de arena y palmeras, no puedo gobernar con los impulsos de mi corazón sino con la razón de mi cabeza. Y me temo que, a veces, me dejo llevar por ellos, como en el caso de Yarai y Kitot o en el nuestro. Si le negué a Kitot la compra de Yarai es porque tenía celos.

—¿Celos de Yarai?

—Sí, celos y envidia porque una esclava pudiera ser feliz y convertirse en la esposa del hombre que ama mientras yo, su reina y dueña, no puedo hacerlo.

—Yo acudiré a tu lado siempre que me lo pidas; siempre, si así lo deseas.

—Sabes que no puede ser. Has sido fiel a Palmira y te debemos mucho, pero eres griego, y los palmirenos no admitirían que su reina compartiera el trono con un extranjero. Ahí radican mis celos, en que no puedo hacer lo que me pide mi corazón.

—¿Y por eso no permites que Yarai y Kitot puedan casarse, porque no soportas la felicidad en los demás si tú no la puedes alcanzar?

—Así es. Yo soy la soberana de este imperio y debería… —Zenobia rompió a llorar, pero se enjugó las lágrimas y se recompuso enseguida—. Tal vez el peso que tienen que soportar mis hombros sea demasiado para mis fuerzas.

—Eres la mujer más fuerte que he conocido jamás. Si te atormenta lo que hiciste, cambia tu decisión y vende esa joven esclava a Kitot.

—No; ya tomé una decisión firme, no debo volverme atrás, sería una muestra de debilidad que no puedo permitirme.

—Pues libérala tú misma y que Yarai haga después lo que desee.

—No puedo; ¿no comprendes que no puedo hacer eso? Soy la reina y mi palabra no puede modificarse por un sentimiento; si lo hiciera, mis súbditos dejarían de confiar en mí, y en estos momentos no debo permitir que eso ocurra. ¡Ah!, si Vabalato ya fuera un hombre y tuviera la edad suficiente para gobernar por sí mismo…

Zabdas contemplaba el horizonte con los ojos perdidos en la fina línea oscura que separaba el desierto ocre del cielo azul, en donde el sol comenzaba a declinar. Acababa de asistir a una de las principales carreras de camellos que se organizaban en Palmira a lo largo del año, el acto principal de una feria de ganado que se celebraba anualmente, mediada la primavera y durante diez días, a la que acudían ganaderos y caravaneros de toda Siria para comprar y vender camellos, caballos, asnos y mulos.

Su mirada cansada reflejaba años de guerras y de batallas. El gran general tenía cuarenta y seis años y había luchado durante treinta de ellos al servicio primero de Odenato y después de Zenobia.

Siempre había amado a esa mujer, aunque desde el primer momento en que sintió que su corazón le pertenecía, siendo Zenobia todavía una muchacha, supo que jamás podría poseerla.

Palmira era fuerte y rica, y su imperio se extendía por todo Oriente. Zabdas era uno de los principales responsables de la fortuna de la ciudad y todos los palmirenos así lo reconocían.

Giorgios, que había participado con poco éxito en la carrera montando una camella blanca propiedad del ejército, interrumpió a Zabdas, que estaba ensimismado en sus pensamientos.

—Espero que no hayas apostado por mí —le dijo.

—Por supuesto que no. La última vez que lo hice perdí veinte piezas de plata.

—Un plácido atardecer.

—La calma que precede a la tempestad. ¿Cuándo crees que vendrán a por nosotros? —le preguntó Zabdas.

—La próxima primavera, sin duda. Los agentes de Miami han informado de que Aureliano ha intensificado su ofensiva en el norte de Iliria y en el sur de la Dacia, pero ha renunciado a recuperar esa provincia; el Danubio será definitivamente la frontera del Imperio. Los legionarios de la XIII Gemina se han replegado a la ciudad de Ulpia Trajana. Aureliano ha decidido consolidar la frontera y reorganizar las fortificaciones en el Danubio, y eso significa que quiere dejar bien asentado el dominio romano en ese territorio antes de venir por Palmira.

—Pero bien pudiera ser que Aureliano se dirigiera antes contra los rebeldes de Occidente que contra nosotros. Si ocurriera así ganaríamos tiempo.

—No; vendrá antes por Palmira, estoy seguro. Conozco a Aureliano y sé que lo hará de este modo. Al fin y al cabo, los rebeldes de la Galia son romanos y nosotros, los palmirenos, no dejamos de ser para ellos unos bárbaros, aunque civilizados, que han osado cuestionar el dominio de Roma y quedarse con una parte del Imperio. —Giorgios ya se consideraba como un palmireno más.

—Entonces, ¿crees que debemos acelerar nuestra preparación para una guerra?

—Cuanto sea posible. Los comerciantes todavía se resisten a contribuir en los gastos de la defensa y están urdiendo todo tipo de excusas para ralentizar lo que se acordó que debían abonar en el último Consejo de la ciudad.

—Tienes razón, pero considera que nunca habían pagado tantos impuestos; estaban acostumbrados a aportar un décimo del valor de sus productos y ahora están pagando un quinto.

—Sin embargo nunca habían ganado tanto dinero como ahora. Algunos son tan ricos que podrían comprar una provincia de Occidente entera, y su riqueza se la deben a esta ciudad. Por tanto, si quieren mantenerla deben contribuir a que Palmira siga existiendo y eso sólo será posible si detenemos a los romanos.

—El consejero real Longino es de tu opinión, pero no sé si todos los palmirenos estarán dispuestos a sacrificar parte de su bienestar a cambio de mantener la independencia de su ciudad.

—Mientras sus bolsas rebosen de monedas de oro, a la mayoría de los comerciantes les es indiferente quién esté sentado en el trono de Palmira.

—Has olvidado que quien reina aquí es Zenobia, y los palmirenos aman a su reina.

—Sólo en tanto les garantice unos suculentos ingresos y unos negocios florecientes.

Un oficial interrumpió precipitadamente la conversación de los dos generales.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Zabdas.

—Acaba de llegar un mensajero de Ctesifonte, general. El rey Sapor ha muerto; su hijo Ormazd Ardashir es el nuevo rey de los persas. En las próximas semanas enviará una embajada a Palmira para ratificar el tratado de paz y la alianza militar que acordó su padre con nuestra reina.

—Ormazd Ardashir… Lo conocí en mi viaje a Ctesifonte; es un tipo enfermizo y débil, nada que ver con el lobo astuto y feroz que era su padre —comentó Giorgios.

—En estos momentos necesitamos quedar en paz con los sasánidas y garantizarnos su ayuda más que nunca —reflexionó Zabdas.

Palmira, principios de verano de 271;

1024 de la fundación de Roma

Los embajadores del nuevo soberano de los persas habían llegado a Palmira una semana antes, pero Zenobia había decidido que los recibiría el día del solsticio de verano.

Quería aparecer ante ellos como una gran soberana, al mismo nivel que el rey sasánida o que el emperador de Roma. Tenía la intención de demostrarles que ahora había tres grandes monarcas en el mundo que se extendía desde la India hasta los confines del océano occidental y que Palmira era igual a Roma y a Ctesifonte en poder y majestad.

Para la recepción de la embajada se engalanó la sala de banquetes del ágora y se organizó una gran ceremonia en la que los embajadores persas recorrerían la gran calle porticada, recién alfombrada con hojas frescas de palmera, decorada con banderas y estandartes.

A la hora prevista, los embajadores salieron de su residencia, un par de casas en la zona sur de la ciudad, y avanzaron por la calle del templo de Bel hasta el arco del triunfo de la gran calle de columnas.

Giorgios había ido a buscarlos al frente de un destacamento de veinte jinetes equipados con armaduras doradas, capas rojas y estandartes púrpuras. El ateniense portaba su casco de combate con garras de águila, al que había incorporado un penacho de plumas rojas.

—Embajador, la reina Zenobia te espera —Giorgios saludó con cortesía al enviado del rey de Persia—. Permíteme que te acompañe ante la soberana de Oriente.

Arbaces, el riquísimo sátrapa de la lejana provincia oriental del Imperio de los sasánidas, alzó la vista y cruzó la mirada con Giorgios, que se mantenía altivo sobre su caballo. Dos lujosos carros se habían preparado para llevar a los persas hasta el ágora.

—Te lo agradezco, general.

Arbaces y su séquito subieron a los dos carros y la comitiva se puso en marcha.

Pasaron por delante de la fachada del gran templo de Bel, en cuya escalinata de acceso se arremolinaban decenas de curiosos, y embocaron la gran calle de columnas, cuyos pórticos estaban repletos de gente. Allí se sumó al cortejo una delegación de Armenia, recién llegada desde ese reino del norte.

Giorgios cabalgaba a la cabeza del cortejo, flanqueado por dos portaestandartes que mostraban sendas banderas rojas con el emblema de Palmira bordado en hilo de oro.

Desfilaron bajo el arco triunfal, construido justo en el lugar donde la gran calle de columnas forma un ángulo de treinta grados, al lado del templo de Nebo. Al pasar bajo la gran arcada, Giorgios se fijó en las estatuas de Odenato y de Zenobia y en la leyenda en letras de bronce bajo la del caudillo: «Vabalato, varón y cónsul ilustre, duque de los romanos en Oriente, restaurador de todo Oriente y Augusto».

Tras recorrer un centenar de pasos giraron a la izquierda y entraron en la plaza del ágora. Allí esperaban los más ilustres palmirenos, alineados según las corporaciones de oficios a las que pertenecían: los sederos con sus gorros verdes, los joyeros con sus cintas doradas al pelo, los orfebres con sus insignias doradas sobre el pecho… Y por fin, sobre unas peanas de madera escalonadas, se ubicaban los magistrados de la ciudad, los generales y altos oficiales del ejército, presididos por Zabdas, y los consejeros reales, encabezados por Casio Longino, que se adelantó para recibir a los persas.

—Palmira os da la bienvenida, nobles embajadores del gran rey de Persia y del rey de Armenia —los saludó Longino mientras los enviados de Ormazd Ardashir y los embajadores armenios descendían de los carruajes.

Arbaces se acercó hasta el consejero real y ambos se estrecharon los brazos.

—Os traigo el saludo y el deseo de paz de su majestad Ormazd Ardashir, hijo del gran Sapor, rey de reyes, señor de Partia y soberano de toda Persia, de Irán y de lo que no es Irán, quien desea que la paz que se ha asentado entre nuestros dos pueblos siga luciendo eternamente —respondió Arbaces.

El sátrapa persa apenas había cambiado de aspecto; tan sólo algunas canas habían blanqueado sus sienes, pero las ocultaba con un tinte oscuro que confería un tono más negro y brillante todavía a su ya oscurísimo cabello. Vestía con la misma elegancia, una hermosísima y delicada túnica de seda amarilla bordada en hilo de seda rojo, verde, negro y azul con la figura de un dragón en la espalda, traída de la lejana China. Se tocaba con un alto gorro forrado de seda negra con decenas de perlas engarzadas con hilo de oro.

Arbaces y Longino se colocaron sobre una pequeña plataforma de madera a cuyos lados ondeaban el estandarte carmesí de Palmira y la bandera verde bordada con la corona del nuevo rey sasánida.

Esperaron un rato conversando sobre temas banales hasta que sonaron unas trompetas.

Giorgios, que se había retirado tras acompañar a los embajadores persas y armenios, se presentó de nuevo al frente de su batallón en la plaza del ágora, y tras los veinte jinetes entró un centenar de trompeteros y tamborileros atronando con sus sones.

Por fin apareció el carro de plata de la reina, rodeado de un escuadrón de catafractas, conducido por un enorme soldado negro, pero sobre el carruaje no iba Zenobia: al lado del gigantón estaba Vabalato, vestido de púrpura y coronado de laureles de oro, como un pequeño emperador romano. La señora de las palmeras hizo su entrada en el ágora cabalgando sobre una yegua blanca y escoltada por seis jinetes acorazados que portaban sendos estandartes de seda con bandas púrpuras y doradas. Detuvo la yegua delante de los embajadores de Persia y descabalgó de un brinco con una agilidad propia del más flexible de los atletas. Vestía pantalones, casaca y capa, todo de seda púrpura con ribetes de hilo de oro y engarces de piedras preciosas. Lucía el cabello suelto sobre los hombros, bajo una diadema de oro rematada por un gran rubí escarlata.

Arbaces la admiró asombrado y lamentó que aquella hermosa mujer hubiera rechazado su pretensión de convertirla en su esposa.

Zenobia se acercó al carro real y cogió a Vabalato de la mano para ayudarlo a descender.

Lo que ocurrió a continuación fue asombroso. Sin que mediara ninguna llamada ni ningún gesto, los presentes en la plaza del ágora comenzaron a tumbarse de bruces sobre el suelo, al estilo en el que los súbditos de los emperadores de Persia se postraban ante sus soberanos.

Arbaces miró a su alrededor y comprobó que era el único que permanecía en pie; todos los compañeros de su séquito se habían arrojado al suelo y estaban postrados ante Zenobia. El embajador persa miró a la reina de Egipto. Zenobia permanecía de pie en medio de la plaza del ágora, con Vabalato de la mano, rodeada de un silencio absoluto. Entonces Arbaces abrió sus brazos, inclinó la cabeza, se arrodilló y se tumbó boca abajo en el suelo.

—Podéis levantaros —ordenó Zenobia, a lo que los presentes respondieron incorporándose despacio, como si pretendieran que aquellos momentos no se acabaran nunca.

Zenobia y su hijo entraron en la sala de banquetes y tras ellos lo hicieron los consejeros reales, los embajadores persas, los armenios y los notables de la ciudad. Parecía como si la señora de las palmeras se hubiera convertido de pronto en la soberana del mundo.

Una vez que todos los invitados a la ceremonia quedaron acomodados en los lugares que les habían señalado, la reina indicó a Longino que podía intervenir.

El principal consejero real saludó a su soberana y a Vabalato con una inclinación de cabeza y leyó una tablilla de madera:

—El Consejo Real de Palmira, el Consejo del reino de Egipto y los gobernadores de las provincias de Asia y Mesopotamia, todos concordes y ninguno discrepante, en virtud de los muchos méritos y de los derechos atesorados por el hijo de nuestro señor, el recordado Odenato Augusto, reconocemos al ilustre Vabalato, hijo de la reina Julia Aurelia Zenobia, los títulos de augusto y de rey de reyes, y acatamos su imperio y su autoridad sobre todo Oriente, desde el mar Mediterráneo hasta el gran río Eufrates y desde el mar Ponto hasta el país del Nilo.

Arbaces tragó saliva al escuchar aquella declaración; Odenato ya se había atrevido a proclamarse rey de reyes, el título principal que ostentaban los emperadores persas, cuando derrotó a Sapor años atrás y se presentó en tres ocasiones ante las murallas de Ctesifonte, pero aquello se consideró como una anécdota; ahora parecía que iba en serio.

A una indicación de Longino varias decenas de sirvientas, vestidas todas con túnicas cortas de seda blanca ribeteadas con orlas doradas, entraron a la sala de banquetes y sirvieron vino.

—Queridos amigos —intervino Zenobia—: deseo que bebáis por el Imperio de Oriente y por la grandeza de Palmira.

Los embajadores persas tomaron sus copas y aguardaron a ver qué hacía Arbaces, pues la declaración que acababa de leer Longino significaba una grave ofensa para su emperador.

Arbaces alzó su copa y dijo:

—El rey de reyes, soberano de Irán y de lo que no es Irán, Ormazd Ardashir, monarca de Mesopotamia, de Persia y de Partía, saluda a su hermana la reina Zenobia y a su hijo el augusto Vabalato y les desea un reinado fructífero y afortunado.

Y dio un sorbo de su copa.

—Larga vida a la reina Zenobia y a su hijo el augusto Odenato —replicó el embajador armenio.

Zenobia sonrió levemente, alzó su copa y también bebió. Algunos de los asistentes comenzaron a lanzar vítores a Zenobia, a Vabalato y a Palmira, y a clamar por la alianza entre persas y palmirenos.

Zabdas y Giorgios respiraron tranquilos.

—¿Has oído cómo ha titulado ese embajador al rey de Persia? —preguntó Zabdas a Giorgios.

—«Rey de Irán y de lo que no es Irán». Esa fórmula la escuché en Ctesifonte, en la audiencia con Sapor. Me parece que el cachorro del gran rey tiene las mismas o mayores pretensiones que su padre.

Varios persas, vestidos con túnicas azules de seda bordadas con estrellas amarillas, entraron portando cajas de madera labradas a cincel e incrustadas con marfil. Las depositaron a los pies de la reina y las abrieron. Cada una de ellas estaba llena de un tipo de piedra preciosa: verdes malaquitas, rojos sardónices, púrpuras pederotes, encarnados hematíes, azules jacintos, pálidas crisoprasas, amarillos berilos, nacarinas perlas y cristalinos diamantes.

Los cortesanos contemplaron asombrados aquel despliegue de riqueza.

Una tras otra fueron sirviéndose varias rondas de vino y las copas se llenaron en numerosas ocasiones. Zenobia se mantenía serena, pese a que bebía la misma cantidad que sus invitados los embajadores de Persia y de Armenia, y reía ante las ocurrencias del sátrapa Arbaces.

En el centro de la sala decenas de criados dispusieron unas mesas bajas y sacaron bancos y almohadones sobre los que se recostaron los invitados en tanto se servían copiosas bandejas rebosantes de enormes pedazos de carne guisada, cuencos de verduras y legumbres especiadas, deliciosos adobos y escabeches, dulcísimas frutas escarchadas y sabrosos pasteles de miel, almendras, dátiles y pistachos. El mejor de los caldos de los viñedos de las tierras del sur de Antioquía seguía colmando las copas y nublando los ojos de los cada vez más alegres comensales.

Tres horas después de comenzado el banquete los embajadores persas y armenios estaban absolutamente ebrios y los generales Zabdas y Giorgios intentaban mantenerse firmes pese a que el vino ingerido les nublaba la vista y les confundía la lengua.

Ni siquiera Arbaces, siempre elegante y altivo, lograba conservarse sereno, y cada vez que intentaba hablar barbotaba como cualquier plebeyo borracho en alguna de las cantinas de los suburbios de Palmira. Su cabello largo y rizado, recogido en una redecilla de hilos de seda dorada, comenzaba a desparramarse en rebeldes mechones que le conferían el aspecto de un orate descuidado; sus profundos ojos oscuros presentaban una mirada perdida y embobada y apenas eran capaces de distinguir otra cosa que formas y colores.

Por el contrario, Zenobia parecía sosegada y sobria, el cabello negro perfectamente peinado, el maquillaje en sus mejillas y el kohl alrededor de sus ojos como recién aplicado, el vestido de seda engastado de perlas terso y su mirada limpia y plácida, como si no hubiera bebido otra cosa que agua.

—¿De qué materia está hecha esa mujer? —preguntó Giorgios.

—Probablemente de la misma que los dioses —le respondió Zabdas.

—Así debe de ser. Quizá sea este el momento para arrancar de ese Arbaces un buen acuerdo sobre la alianza militar con Persia.

—Inténtalo.

Giorgios se acercó a Arbaces y observó el rictus alegre y los ojillos vidriosos del sátrapa.

—Embajador, ¿me permites?

—Claro. —Arbaces indicó al ateniense que se sentara a su lado.

—Deberíamos precisar los términos del nuevo tratado de alianza militar entre nuestros países —soltó Giorgios de repente.

—Ya ha quedado claro que somos aliados y que nos prestaremos defensa mutua ante un ataque de Roma.

—Pero no hay ningún detalle en el tratado que…

—Ni lo habrá, amigo, ni lo habrá. Mi nuevo soberano, Ormazd Ardashir, ha dejado en manos del maqupat Kartir…

¿Maqupat…? —se extrañó Giorgios.

—Esa palabra designa al jefe supremo de los magos del fuego, que es el nuevo título que mi rey ha concedido al sumo sacerdote de Ahura Mazda. Esa dignidad supone que puede decidir sobre la religión y que puede usar el cinturón y el tocado como jefe de los magos de todo el Imperio.

—Pero el tratado…

—Ahora nada se mueve en Persia sin que Kartir lo decida, y me ha encomendado expresamente que el tratado se quede como está.

—Tal cual se ha firmado no es un verdadero tratado de alianza sino una mera letanía de buenos deseos.

—Lo siento, pero no puedo hacer otra cosa. ¡Ah, esa mujer…! —exclamó Arbaces mientras se llevaba la copa de vino a los labios y observaba con ojos llenos de deseo a la reina Zenobia.

—Un gran triunfo. Pudo acabar con la retirada del embajador e incluso con una declaración de guerra, pero el convite de ayer con los embajadores persas y armenios constituyó un gran éxito de nuestra reina —dijo Zabdas, al que todavía le dolía la cabeza de tanto vino como había ingerido.

—Ese engreído sátrapa persa está enamorado de Zenobia; no la hubiera contrariado aunque hubiéramos bailado en el centro de la sala de banquetes sobre los huesos del mismísimo Sapor. Ese tipo es un meriendatinieblas —afirmó Giorgios.

—¿Cómo dices?

—«Meriendatinieblas» es un término que se usa entre los legionarios romanos para calificar al que tiene ojos y ve, pero parece ciego a la hora de observar ciertas cosas evidentes. Zenobia sólo tiene ojos para su hijo Vabalato; su obsesión es que llegue a reinar sobre Palmira…

—No sólo eso; Zenobia quiere lo mejor para sus súbditos y cree que para ello Palmira debe ser la cabeza de un imperio independiente de Roma y de Persia. Pretende hacer renacer los viejos reinos de los herederos de Alejandro, y con ellos la tradición griega, pero también desea que las buenas obras de Roma permanezcan, y que brille la magnificencia de los persas.

—¿Te refieres a que desea construir un mundo nuevo con retazos de tres viejos?

—Así es —confirmó Zabdas—. Y además lograr que a este nuevo reino se incorporen los más notables sabios del mundo conocido. Quiere crear un nuevo imperio en el que nadie se considere extranjero, donde se sientan acogidos los poetas y los filósofos, donde puedan celebrarse todos los cultos a todos los dioses, en el que incluso quepan los cristianos y los judíos.

—Pero alcanzar ese nuevo mundo parece una tarea harto imposible —sentenció Giorgios.

—Tal vez, pero es el mundo que desea Zenobia, y yo daré mi vida para que lo consiga —aseguró Zabdas.

Cayo Longino, además de consejero principal de Zenobia, recibió el encargo de educar al joven Vabalato.

El heredero de Zenobia hablaba el palmireno y el griego, las dos lenguas que todos los palmirenos conocían y en las que se expresaban indistintamente, pero Zenobia había ordenado que le enseñaran arameo, la lengua común de la región, algo de árabe y hebreo, pues todos aquellos idiomas también se hablaban en Palmira. La propia Zenobia le hablaba de vez en cuando en el idioma egipcio que había aprendido de su madre, pues no en vano Vabalato había sido coronado rey de Egipto.

Vabalato incluso comenzó a recibir clases de latín, pues aunque los palmirenos consideraban la lengua de Roma como propia de hombres rústicos, el conocimiento de la misma era importante para un monarca que se había colocado a la misma altura que el emperador romano.

El joven rey de Palmira aprendía deprisa. Vabalato era vivaz y de aguda inteligencia. Desde que tuvo uso de razón fue educado para ser un príncipe. Su madre se había encargado de que su educación fuera esmerada a fin de prepararlo para que algún día gobernara con acierto el imperio que Odenato y Zenobia habían construido para él.

—¿Cómo va tu nuevo libro? —preguntó Zenobia a su consejero.

—Se titulará Tratado de lo sublime. Lo tengo muy avanzado. He incorporado el análisis de algunos poemas de la poetisa Safo de Lesbos, de la cual ya te hablé en alguna ocasión, gracias a una copia que me han enviado hace poco desde la biblioteca de Alejandría —le explicó Cayo Longino.

—«El aire circula entre los retoños de los manzanos, y del follaje tembloroso desciende un pesado sueño» —recitó Zenobia de memoria.

—Recuerdas sus versos…

—Tú me los enseñaste.

—Esa mujer fue quien más dulcemente se expresó con palabras en el idioma de los griegos. ¡Qué diferente del latín!

—Sé que consideras al latín una lengua de patanes, pero el emperador de Oriente debe conocer ese idioma. —Zenobia hablaba con Longino, al que le había pedido que enseñara latín a su hijo.

—Mi señora, el augusto Vabalato todavía es un niño. Todas las horas libres del día las ocupa en el estudio o en la práctica de la equitación y el tiro con arco. Debería dedicar más tiempo a juegos con niños de su edad. Apenas sale de palacio salvo para los ejercicios militares; pasa las horas rodeado de maestros, preceptores y sirvientes.

El propio Longino se estaba dando cuenta de que la educación del joven augusto de Oriente se había convertido en una obsesión para su madre.

—Vabalato no es un niño cualquiera; es el emperador de Oriente, y debe ser educado como tal. Quiero que se convierta en un segundo Alejandro, pero antes de que eso se produzca ha de aprender cuanto sea posible para que no caiga en los mismos errores.

—Alejandro Magno es irrepetible, mi señora.

—Eso decían algunos de Cleopatra, y ya ves, aquí me tienes, Longino. Mi antepasada fue reina de Egipto, y yo lo soy de Egipto, de Palmira y augusta de Oriente. El sueño de Cleopatra se ha convertido en mí en una realidad, y aun aumentado. Y tú has contribuido a ello.

»Conozco bien la historia de Alejandro el Grande. Tú me la enseñaste y yo misma he escrito un epítome de su vida. Él tuvo como preceptor a Aristóteles, Vabalato y yo te tenemos a ti. Si mi vida es paralela a la de Cleopatra, la de Vabalato ha de ser paralela a la de Alejandro.

—Con una diferencia, mi señora: Alejandro conquistó un imperio, Vabalato lo ha heredado.

—Pero no lo hizo desde la nada; Alejandro aprovechó los fundamentos del reino que asentó su padre Filipo de Macedonia. Mi esposo Odenato y yo misma hemos cimentado bases más amplias y sólidas que las que construyó Filipo para su hijo, de manera que Vabalato puede convertirse en un soberano más grande que el propio Alejandro. Tal vez algún día Persia y Roma se inclinen ante su nombre.

Longino era un maestro de la retórica y hubiera podido argumentar en contra de lo que estaba planteando Zenobia, pero decidió callar y darse por vencido en aquel debate.