Capítulo XXXI

Palmira, finales de invierno de 271;

1024 de la fundación de Roma

En Palmira se aguardaba con expectación el regreso de Persia de la embajada encabezada por Giorgios.

Tras recibir varias informaciones de los movimientos de las tropas romanas en el limes del Danubio, el general Zabdas no tenía ninguna duda de que el emperador Aureliano atacaría en cuanto estuviera en condiciones de poder hacerlo.

Los dos amigos se fundieron en un largo abrazo y se dirigieron de inmediato hacia el palacio real, donde los aguardaba Zenobia.

—¿Lo has conseguido? —le preguntó Zabdas.

—Sí, pero los persas no han precisado cuál será el tipo de ayuda militar que nos prestarán si Aureliano viene a por nosotros, que vendrá.

—Estoy seguro de que intentará someternos, pero lo estaremos esperando, y con la alianza con Persia tal vez lo piense dos veces antes de atacarnos. Dices que los persas no han querido concretar la ayuda tal cual les planteaste…

—Esa gente está loca de remate. Sapor es un anciano al que apenas le interesan los asuntos del mundo. El verdadero muñidor de la política de ese reino es Kartir, un tipo listo y agudo como pocos. Controla todos los resortes del Imperio y nombra y depone a los sátrapas y gobernadores de sus provincias. Se ha rodeado de un imponente cuerpo de guardia seleccionado de entre los mejores catafractas y predica que la religión que enseñó el profeta Zaratustra es la verdadera y única. Me parece que el hijo de Sapor, un débil y enclenque tipo llamado Ormazd, será un juguete en sus manos cuando el heredero ocupe el trono.

—No te fías de Kartir.

—No le daría la espalda ni un solo instante. Es un iluminado que sólo atiende a sus deseos de gloria. Ha borrado todas las inscripciones de la dinastía de los partos, la anterior a los sasánidas, y ha derruido templos y asesinado a sacerdotes de otros cultos. Creo que sólo nos ayudará si con ello obtiene algún beneficio.

—¿No existe alternativa a ese sacerdote?

—Persia es una gigantesca jaula de locos. Sus calles están llenas de orates que predican los más alucinados discursos; sus desiertos acogen a eremitas que buscan la soledad rezando a un dios del que no conocen ni el nombre; sus montañas están pobladas por tribus tan primitivas que adoran al fuego y le sacrifican jóvenes doncellas; sus soldados se creen teólogos y hablan de religión como los fruteros de la calidad de los dátiles; sus sacerdotes conforman una casta de chupasangres…

—En eso no difieren demasiado de los nuestros —rio Zabdas—. Vamos, general, me recuerdas a uno de esos cristianos que abogan por la pobreza y la igualdad de todos los hombres… ¿No te habrás bautizado?

—No, no me he convertido en cristiano. Sólo pretendía explicarte lo complicada que es Persia, un país lleno de magos, adivinos, hechiceros y astrólogos.

—Pues tal como están las cosas, no tendremos más remedio que recabar su ayuda. Aureliano es tenaz y rocoso. Ha logrado rehacerse tras la derrota que sufrió en los primeros meses de su reinado a manos de los bárbaros y ha conseguido que el Senado le otorgue el título de cónsul, pues sabe que para mantener su poder debía resistir en el centro del Imperio y consolidar su dominio en la propia Roma.

—Pero la Galia sigue en manos de los usurpadores y Oriente obedece a Zenobia. Nada más ocupar el trono, para ganar tiempo Aureliano recurrió al soborno y entregó generosos donativos a varios caudillos bárbaros que se comprometieron a no cruzar el Danubio; hizo lo que la mayoría de los últimos emperadores. Pero una vez asentado ha decidido plantar cara a los invasores y hacerles frente con las armas. Es un profundo creyente en la deidad del Sol encarnada en Mitra; cuando lo nombraron general de caballería, yo mismo fui testigo de cómo juraba ante su dios que defendería el Imperio con la espada y que no permitiría que volvieran a producirse las afrentas que habían sufrido en el pasado. Ahora que es emperador, lo imagino decidido a emplear toda su fuerza y toda su determinación en ello.

—Durante tu estancia en Persia han llegado varios mensajeros a Palmira para traer las nuevas de Roma. La reina está al corriente y nos espera para tomar una decisión en cuanto la informes de lo pactado con Sapor; confío en que no la decepcione demasiado. Miami ha pasado varios meses recorriendo el Danubio con dos de sus barcos vendiendo un cargamento de pimienta, cardamomo y canela, además de algunos perfumes y afeites, en las poblaciones y campamentos romanos ubicados a lo largo del curso de ese río. También transporta medicamentos, pócimas, ungüentos y remedios para curar heridas y calmar enfermedades, de manera que todos se benefician con su actividad y a todos interesa que siga con sus empresas. Se dedica a este negocio desde hace varios años, pero sobre todo es nuestro principal informador sobre cuanto ocurre en esa zona. Su misión es arriesgada, pero le reporta cuantiosos beneficios. Sus barcos parten cargados de mercancías desde el puerto de Tiro, en la costa de Fenicia, surcan las orillas del Mediterráneo oriental y del Egeo, atraviesan los estrechos de Dardanelos y Bósforo y navegan por el Ponto hasta la desembocadura del Danubio, que remontan a base de velas y de remos.

—Es una travesía peligrosa. Esas costas están infestadas de piratas y a veces las surcan navíos cargados de soldados de tribus bárbaras en busca de botín.

—Miami se las ha ingeniado para salir airoso de las más comprometidas situaciones. En sus barcos, además de sacos de especias y cajas con frascos de perfumes y rollos de seda, embarcan varias decenas de mercenarios armados hasta los dientes, entre ellos los mejores arqueros persas y palmirenos, que disparan sus flechas con una precisión asombrosa.

»Dispone, además, de una especie de arma secreta con la que ahuyenta a los barcos que se le acercan levantando alguna sospecha. Se trata de un tubo de metal por el que mediante un mecanismo parecido al de las catapultas se lanzan unas vasijas de cerámica rellenas de un material inflamable elaborado con betún, azufre y salitre, que se mezcla con un producto llamado nafta que brota del suelo en una región del norte de Mesopotamia, poco antes del curso medio del río Tigris. Dichas vasijas llenas de nafta incendian las velas o las cubiertas de los barcos cuando se rompen y derraman su contenido, y provocan un incendio pavoroso que no es posible sofocar de ninguna manera, pues si se arroja agua sobre ese fuego, lejos de apagarlo, lo aviva todavía más. El lanzamiento se produce con una precisión extraordinaria, de modo que, a una distancia inferior a un quinto de milla, el impacto sobre el objetivo es seguro.

»Los barcos de Miami enarbolan sobre su mástil mayor un emblema bien conocido en todo el Mediterráneo oriental: una palmera verde dibujada sobre una banderola blanca. Cuantos lo conocen lo respetan, pues saben que es el único capaz de llevar al centro mismo de la más feroz de las batallas un saquillo de cardamomo picante de la India o un frasco de perfume de esencia de rosas de Samarcanda y vendérselo en pleno combate a los dos enemigos en lucha para regresar de inmediato airoso a por más productos, siempre que haya por ello una pieza de oro a ganar, por supuesto.

En cuanto llegaron al palacio real de Palmira, la reina, que esperaba ansiosa sus noticias, recibió a los dos generales; también a Miami y a los consejeros Longino y Nicómaco.

—Te doy la bienvenida a Palmira, Giorgios.

—Gracias, mi señora.

El general agachó la cabeza; la mirada de Zenobia era distante, como si nada hubiera ocurrido entre ellos. El corazón del ateniense se compungió pues esperaba una acogida mucho más cálida de su amante.

—Todos los dioses del mundo o todos los demonios, o ambos grupos a la vez, deben de estar de tu parte, Miami —le dijo Zenobia al espía mientras lo invitaba a levantarse del suelo, en donde había permanecido tumbado boca abajo desde que ella apareció. Los consejeros reales se habían quedado en pie, pues era un privilegio que tenían en las audiencias privadas—. Serías capaz de bajar al mismísimo Averno, venderles tizones ardientes a los condenados y regresar cargado de oro.

—Cuestión de suerte, mi señora.

—Espero ansiosa tus noticias.

—Roma tiene al frente a un emperador decidido a restablecer su grandeza.

—Otros lo han intentado antes y han fracasado.

—Este es diferente, mi reina. Aureliano está absolutamente convencido de que la razón y la justicia están de parte de Roma. Considera que la divinidad eligió a esa ciudad para ser la dueña y señora de todo el mundo y que nada podrá cambiar ese designio. Todo lo que no es romano lo considera bárbaro, y por tanto inferior y despreciable. Se cree investido con derecho para someter y humillar a todos los pueblos de la Tierra.

—No obstante, la situación para Roma sigue siendo difícil.

—Sí, pero Aureliano, una vez derrotados los bárbaros, se siente capaz de superar todos los problemas que se le presenten por muy complejos que parezcan. Tras poco más de medio año de reinado ha logrado lo que parecía imposible: asentar la seguridad en las fronteras del Danubio y convencer a los siempre recelosos senadores de que está haciendo lo correcto y lo más apropiado para el Imperio.

—¿Y crees que lo va a conseguir?

—Ya lo ha logrado, mi señora. En su primera batalla como emperador fue derrotado por una banda de yutungos coaligados con un grupo de marcomanos, dos tribus de harapientos germanos cuyo olor apesta a una docena de millas de distancia. Pero aprendió la lección: para demostrar su auténtico espíritu romano y su fidelidad a las tradiciones del Estado realizó una consulta a los Libros sibilinos, unos extraños textos que se conservan en el Senado y que contienen escrito, al parecer, el futuro del mundo, aunque es preciso saber interpretarlos. Hacía tiempo que no se consultaban porque nadie lo consideraba necesario, pero Aureliano lo hizo y con ello se ganó la fidelidad de los sacerdotes y de buena parte del pueblo romano, siempre propicio a creer en supersticiones; estos han visto a su emperador como al único hombre capaz de salvar las creencias tradicionales y genuinas de la Roma eterna, y al elegido por los dioses para devolver al Imperio su antiguo prestigio y su poder. Algunos ya lo comparan con Trajano y con el mismísimo Octavio Augusto.

»En Roma se produjeron algunos altercados tras aquella primera derrota, pero Aureliano se dirigió a la ciudad, ejecutó a los cabecillas de la revuelta y a los senadores que se oponían a su política, realizó cuantiosas ofrendas a los dioses, se ganó al Senado apoyándose en su suegro, Ulpio Critinio, descendiente del gran Trajano, calmó a la inquieta plebe con promesas y regalos, garantizó su seguridad al dar la orden de construir una muralla que protegiera a Roma, reorganizó el ejército y persiguió y aplastó a los bárbaros que lo habían derrotado, liquidando a todos sus efectivos con una crueldad tal que otras tribus germanas quedaron amedrentadas por lo que luego supieron.

»Sobornó a arúspices y sacerdotes para que hicieran correr la noticia de que los dioses estaban con él y le habían ayudado en la batalla, luchando a su lado y regalándole notables prodigios. Y se presentó ante el pueblo romano como el emperador capaz de ser vigoroso y despiadado con los enemigos de Roma, sumiso y devoto con sus dioses y sus tradiciones, y, a la vez, generoso con el pueblo.

»Inmediatamente después de su victoria se dirigió a la frontera del Danubio y atacó a los suevos, a los sármatas y a los fieros alamanes y vándalos.

—Un hombre con mucha determinación —intervino Zabdas.

—De ese mismo modo actuaba cuando sólo era el comandante de un regimiento de caballería en la IV Legión —terció Giorgios.

—Sigue, Miami —le indicó Zenobia.

—Lo que ha sucedido a continuación, y en lo que sigue metido de lleno Aureliano, es terrible. Decenas de miles de bárbaros han sido masacrados en los campos de batalla, varios senadores críticos con sus decisiones han sido ejecutados sin juicio alguno y los opositores al emperador están siendo buscados por todas partes y asesinados sin piedad. El Senado, amedrentado por su determinación, le ha concedido el título de gótico máximo, en honor a sus victorias ante los godos y otras tribus.

»Antes de regresar a Palmira pasé un par de días en Singidunum, una importante ciudad romana a orillas del río Danubio, y pude comprobar con mis propios ojos los cruentos resultados de la campaña contra los bárbaros: centenares de esclavos encadenados se apiñaban en los muelles del puerto fluvial para ser transportados a los mercados de Grecia, África e Italia. Sólo había mujeres y niños pequeños. Cuando pregunté dónde estaban los ancianos, los hombres maduros y los varones jóvenes, un decurión sonrió avieso y me dijo que Aureliano los había ejecutado en el campo de batalla.

»Allí mismo también me enteré de que había firmado un tratado con las tribus germanas que habían sobrevivido a su ira por el cual estas se comprometían a no atravesar el curso del Danubio; además, se vieron obligadas a devolver la provincia de la Dacia, la única al norte del Danubio, a la soberanía romana, aunque creo que los romanos no la ocuparán, pues no se sienten seguros en esa región.

—Mi señora —intervino Giorgios—, en el tiempo en que serví a las órdenes de Aureliano, sus soldados lo llamaban «Mano a la espada» por su habilidad en el combate, y le dedicaban canciones…

—Todavía se las siguen dedicando. Hace tres semanas, en una aldea cercana a las bocas del Danubio, escuché a unos soldados cantar una en la que se hablaba de él. Déjame recordar… ¿Cómo decía?… ¡Ah, sí!: «Miles, miles, mille occidit» —Miami cantó en latín—. Que en griego significa «El soldado, el soldado mató a mil». Un juego con las palabras en latín.

—¿Mil ya, eh? Sí, tal vez. Una de sus obsesiones era llevar personalmente la cuenta de los enemigos abatidos con su propia mano; la última vez que recuerdo haberlo oído hablar de ello aseguraba que eran cuatrocientos, y de eso hace varios años; tal vez sea verdad —supuso Giorgios.

—Parece que maneja bien la espada, pero para comportarse como un buen emperador no basta con ser un soldado eficaz; es necesario poseer dotes de mando, capacidad para la política, ambición… —Zenobia parecía impresionada por la determinación de Aureliano.

—Aureliano se ha presentado como la garantía de la unidad y la fortaleza que reclaman algunos para el Imperio tras tantos años de inseguridad y alteraciones, y lo ha hecho acogiéndose a la protección del culto solar del dios Mitra. Su perfil de experto soldado que ha ocupado todos los puestos del ejército lo hace muy válido a los ojos de cuantos creen que Roma necesita ser gobernada por una dictadura de un militar de sus legiones. El emperador también lo cree así y por eso no ha cesado de otorgar privilegios a los soldados y ha ensalzado el papel que ejercen como garantes de la pervivencia del Imperio. De este modo, se presenta como señor absoluto y supremo, como la columna sobre la que asentar la paz y el bienestar de Roma —intervino Longino.

—Y eso sólo es posible restaurando la autoridad imperial y la unidad de todos los territorios que en alguna ocasión han estado bajo dominio del Imperio romano —supuso Giorgios.

—En ese caso —habló Zabdas—, Aureliano se plantará en cuanto pueda ante las puertas de Palmira.

—Creo que sí. Los bárbaros suponen un permanente incordio que los romanos pueden soportar con paciencia, pero Aureliano no permitirá nunca que varias provincias obedezcan a otro señor, pues eso supondría admitir su derrota —confirmó Giorgios.

—Pues en ese caso nos adelantaremos a sus planes. Si se le ocurre venir hacia aquí no esperaremos a que llegue ante los muros de Palmira, iremos a su encuentro y le haremos frente en Antioquía o en Edesa. No permitiremos que se acerque —añadió Zabdas.

—Espero que los persas se mantengan a nuestro lado —terció Zenobia dirigiéndose a Giorgios.

El ateniense explicó el resultado de su embajada a Ctesifonte y sus dudas sobre si los persas cumplirían su parte de la alianza militar recién acordada.

Mientras esto ocurría en Palmira, Aureliano se aprestaba desde las fronteras del Danubio a planear la recuperación de Oriente.

Kitot y Yarai aprovechaban cualquier momento para encontrarse a solas.

Kitot le había sugerido a su señora, la reina Zenobia, que sería bueno para Vabalato comenzar a practicar ejercicios de equitación y de esgrima. El joven rey sólo tenía siete años, pero ya estaba en condiciones de comenzar a recibir la educación que requería quien estaba marcado para convertirse en el señor de Palmira.

Zenobia accedió a que dos eunucos de palacio, Yarai, Kitot y una docena de soldados de la guardia acompañaran a Vabalato a practicar ejercicios ecuestres y de tiro con arco al sur del palmeral.

Algunos días acudía la propia Zenobia, que disfrutaba con los progresos de su hijito; en esas ocasiones, Yarai y Kitot tenían que limitarse a mirarse, desearse y darse algún beso furtivo. Pero cuando Zenobia se quedaba en palacio, los dos amantes se las arreglaban para despistarse del resto, esconderse en el palmeral y amarse con pasión.

Todos los que participaban en aquellas excursiones sabían lo que ocurría, pero callaban, sobre todo por miedo a que Kitot se enfadara y tomara represalias; la talla del gigante y su enorme fuerza amedrentaban a cualquiera que osara enfrentarse a él. Más de una vez los hombres de la guardia habían visto al coloso vencer en ejercicios de lucha en la palestra, y con la sola fuerza de sus manos, a tres hombres a la vez; nadie se atrevía a desafiar al armenio.

Uno de aquellos días, tras hacer el amor, Kitot le habló a Yarai.

—Tienes que ser mía para siempre. Voy a decirle a la reina que deseo comprarte.

—¿Quieres que sea tu esclava?

—Quiero que seas mi esposa. Ansío que duermas en mi cama todas las noches, y que podamos abrazarnos sin tener que escondernos como ladrones.

—La reina no me venderá.

—¿Por qué lo dices?

—Lo supongo porque estoy al cuidado de su hijito desde que nació; he pasado más horas con ese niño que su propia madre. Vabalato me tiene mucho cariño y no querrá que lo separen de mí.

—Puedes seguir a su servicio en palacio; ella lo entenderá. Su madre fue una esclava egipcia que su padre compró porque se enamoró de ella. Yo te compraré, pero no para convertirte en mi concubina, sino para casarme contigo y que seas mi esposa; así se lo diré a la reina. Te compraré, pero enseguida te concederé la libertad y nos casaremos.

—¿Y confías en que creerá que te has enamorado de mí?, ¿que si me deseas es para casarte conmigo? Tal vez sospeche que ya hemos tenido relaciones y se enfade por ello, o suponga que me deseas como barragana.

Yarai ignoraba que la reina ya conocía sus encuentros íntimos con Kitot.

—Estoy decidido; le ofreceré precio por ti. Si mis cuentas son atinadas, tengo cuarenta…, tal vez cuarenta y uno o cuarenta y dos años —Kitot dudó sobre su verdadera edad—, mis brazos siguen siendo poderosos y siento mi cuerpo vigoroso y en forma, pero no siempre será así. Algún día me abandonarán las fuerzas, no podré seguir luchando y tendré que dejar este oficio; y quiero que llegue ese día, si Marduk así me lo concede, al lado de una esposa que me dé hijos y caliente mi lecho en las noches de invierno. Y anhelo que esa mujer seas tú, si estás de acuerdo…

Los ojos azules del gigante parecían los de un niño pequeño y, pese a su enorme y fortísimo corpachón, en esos momentos semejaba un ser desvalido en los brazos delicados y suaves de Yarai.

—Está bien, habla con la reina y cómprame. Yo calentaré tu cama cuando seas viejo y criaré a tus hijos entre tanto.

Se besaron y volvieron a hacer el amor antes de regresar con el resto de la partida.

Kitot no aguardó ni un solo instante; en cuanto volvieron a palacio se dirigió a la reina, que esperaba en el patio a su hijito.

—¿Todo ha ido bien, Kitot?

—Sí, mi reina. El augusto Vabalato ya es capaz de tensar arcos con la fuerza necesaria para abatir a una cría de gacela, aunque todavía no como para matar a un jabalí.

—Poco a poco, Kitot.

—Señora…

—¿Qué ocurre?

—¿Puedo pedirte algo?

—Claro, ¿de qué se trata?

—Deseo comprarte a Yarai. Dime cuánto quieres por ella y conseguiré ese dinero.

—¿Por qué quieres comprar a Yarai?

—Deseo tener una esposa y creo que Yarai puede ser la mujer que me conviene.

—Tú eres un hombre libre que ha ganado su libertad con su propia sangre; Yarai es una esclava.

—Si me la vendes, mi reina, le otorgaré la libertad…

—Los esclavos deben seguir siendo esclavos; así ha sido siempre y así debe seguir. En caso contrario, este mundo en el que vivimos perdería el orden y se abocaría al caos.

—Pero señora, tu madre también fue una esclava, yo…

—¡Bastardo! —gritó Zenobia—. ¿Quién te has creído que eres para hablarme así? No vuelvas a mencionar a mi madre. ¡Qué sabrás tú! Yarai está a mi servicio y lo seguirá estando hasta que muera. ¡Ah!, ya lo entiendo… Esa gatita en celo te ha engatusado, ¿eh? Idiota, te ha utilizado. ¿No lo entiendes? Desea ser libre y se ha aprovechado de ti para llevar a cabo su plan. Te ha metido en su cama y te ha regalado sus encantos para que la desees todavía más y te rindas a sus deseos.

—No, no ha sido así. Ella me ama… —Pese a su fortaleza, Kitot temblaba ante la figura de Zenobia.

—¿Acaso creías que no conocía vuestros encuentros amorosos? Si los he consentido ha sido porque creía que esa esclava no era para ti sino una diversión, pero ahora veo que te ha hechizado.

—No, mi señora, ella no me ha…

—¡Basta! Mírate a un espejo, Kitot. No, no eres un hombre feo, pero tu tamaño es tan grande que asustas a cualquier mujer. Desengáñate, Yarai no te conviene; olvídate de ella. En los burdeles de Tadmor hay bellas hetairas dispuestas a calmar tu calentura. Y si quieres casarte, seguro que alguna hija de alguno de los mercaderes de la ciudad estará disponible. Tal vez una de esas tan altas y grandes que se quedan solteras salvo que encuentren a un hombre de su tamaño con el que casarse.

—Mi reina, yo sólo deseo a Yarai.

—Desde hoy dejas de servir en la guardia de palacio.

—Pero mi señora…

—Regresarás al cuartel general del ejército y te incorporarás de nuevo a las órdenes directas del general Giorgios. Prepárate porque en unos días saldrás de expedición hacia el noroeste; quiero que las ciudades de Anatolia vuelvan a prestarme juramento de obediencia. No dudo que tú conseguirás que sus magistrados lo confirmen. Yo confiaba en ti, Kitot, pero me has decepcionado.

—No he hecho nada para romper esa confianza, mi señora. Soy tu más fiel servidor y siempre lo seré.

—Entonces calla y cumple mis órdenes.

Los ojos de Kitot tornaron de la esperanza a la tristeza. Zenobia se apercibió del cambio de expresión en el rostro del armenio, pero se mantuvo firme. Era la reina y debía imponer su criterio y su voluntad por encima de todo, incluso de sus propios sentimientos.

Al despedir a Kitot, Zenobia pensó en Giorgios y en cómo la diosa del destino trazaba con sus caprichosos hilos la vida y el futuro de los hombres. En otras circunstancias ella y Giorgios hubieran podido amarse plenamente y ser dichosos como tantas familias de Palmira, y Yarai y Kitot tal vez hubieran culminado su romance como lo hicieron los padres de Zenobia. Pero los hados no parecían propicios a que ambas parejas disfrutaran libremente del amor y estaban condenadas a no poder sentir su dicha salvo en esos escasos momentos en los que podían amarse en la soledad de una alcoba o bajo el brillo de las estrellas, sólo unos instantes efímeros y fugaces, brillantes y dichosos como los meteoros que cruzaban el cielo en las noches sin luna y no dejaban otra cosa que el vago recuerdo de un reguero de luz en la memoria.

—La reina no ha accedido a venderte —le dijo Kitot a Yarai.

El armenio había tenido que dejar su puesto en la guardia de palacio, pero se las había ingeniado para entrar aquella misma noche en el recinto del que hasta ese día había sido su principal guardián. De nuevo, el eunuco encargado de la puerta y los soldados de la guardia habían mirado hacia otra parte.

—¿Le dijiste por qué querías comprarme? —le preguntó Yarai.

—Cometí ese error, y otro más grave aún: le recordé que su madre había sido una esclava y eso la enfureció. Me ha relevado al frente de la guardia de palacio. Ya no prestaré mis servicios aquí.

—¿Y dónde vas a ir?

—De momento a visitar a los gobernadores de las ciudades de Anatolia.

—¿Te destierra?

—No exactamente, pero me aleja de ti. Quiere que visite a los magistrados de esas ciudades para que le reiteren el juramento de fidelidad que le hicieron el año pasado, cuando ella misma recorrió esas tierras al frente del ejército.

—¿Cuánto tiempo…?

—No lo sé, tal vez unos meses, un año, quizá dos…

—No, no. —Yarai se tapó los ojos con las manos y sollozó—. No quiero estar tanto tiempo lejos de ti. Huyamos de aquí; vayámonos a Armenia, a Roma, a Persia, con los bárbaros si es preciso.

—No llegaríamos muy lejos. Una mujer hermosa como tú y un hombre tan grande como yo no pasaríamos desapercibidos en ninguna parte. Zenobia es obedecida en todas las provincias y ciudades entre Mesopotamia y Egipto; antes de llegar a un lugar seguro nos alcanzarían sus soldados y quién sabe qué podría hacernos. Es la reina y tiene que demostrar su poder y su autoridad.

—Entonces, ¿no podemos hacer nada? ¿Sólo resignarnos a la separación…?

—Esperaremos, tal vez las cosas cambien. Es probable que los romanos ataquen Palmira en cuanto solucionen sus problemas internos y se garantice la defensa de las fronteras del Danubio. Si eso ocurre, te juro que pelearé como el más fiero de los titanes; me ganaré mi derecho a comprarte y Zenobia no tendrá otro remedio que entregarte a mí. Es una reina, pero también es una mujer, lo entenderá.

—¿Sabes que se acuesta de vez en cuando con el general Giorgios?

—Claro que lo sé. Pretende mantenerlo en secreto, pero toda Palmira sabe que son amantes.

—En ese caso, conoce lo que es el amor…

—Sí, pero la reina coloca su trono y los intereses de Palmira por encima de sus sentimientos.

—Odio a esa mujer, la odio y la odiaré siempre.

—Yo he odiado mucho en vida, Yarai, más de lo que tú eres capaz de comprender, y es ahora cuando me he dado cuenta de que el odio sólo sirve para consumirte por dentro, para anular tu voluntad y para hacerte peor que una alimaña. El odio convierte a los hombres en fieras salvajes, no lo olvides nunca. —El antiguo gladiador, que había ganado su libertad matando sobre la arena de los anfiteatros a más de cien hombres, hablaba como un filósofo.

—No me importa; la odio, la odio. Maldita sea.

Las murallas que ordenó construir Odenato se habían quedado pequeñas a causa del crecimiento de la ciudad. En apenas una década la población había aumentado mucho gracias al establecimiento de nuevos comerciantes que acudían a instalarse al abrigo de su desarrollo y de su fortuna y a los mercenarios contratados en el ejército, muchos de los cuales se asentaron en Palmira con sus familias.

Los dioses Arsu, el que protegía las caravanas procedentes del este montado en su camello, y Azizu, el que lo hacía con las del oeste desde su caballo, se estaban mostrando muy propicios para con los palmirenos, que seguían ofreciendo a sus sacerdotes cuantiosas ofrendas y donativos. Incluso Malakbel, la divinidad a la que creían responsable de la fertilización de las plantas y del renacer de la naturaleza cada primavera, pues las cosechas eran abundantes y sus frutos copiosos.

Todo parecía ir bien en el reino de Zenobia, donde la mayoría de los comerciantes confiaba en que los romanos no se atreverían a atacar a su ciudad, que consideraban invencible. Sólo Giorgios y Zabdas insistían en que debían estar preparados para una ofensiva de Roma.

—Los romanos no vendrán a por nosotros. Tienen asuntos más urgentes que resolver: la amenaza de los godos en el Ponto, las hordas bárbaras en el Danubio o los pronunciamientos de generales ansiosos de vestir la púrpura imperial. Creo que debemos permanecer tranquilos; aquí, tras las murallas que construyó Odenato, estamos seguros. —Aquileo, el sobrino de Antioco, que había heredado la mitad de su fortuna y se había centrado en el comercio de la seda, erigido en portavoz de la cofradía de los mercaderes de seda, acababa así un encendido alegato en contra de la propuesta que había realizado en la sala de banquetes del ágora el general Giorgios para ampliar las murallas, aumentar el número de efectivos del ejército y destinar muchos más recursos para equipar mejor al ejército.

—Creo, ciudadanos honrados de Palmira, que no habéis entendido las enormes dificultades en las cuales se va a ver sumida esta ciudad. Aureliano es un soldado, toda su vida ha estado enrolado en el ejército de Roma y no entiende otra cosa que la fuerza de la espada. Lo conozco bien porque serví varios años a sus órdenes. Es un hombre tenaz y arrojado al que no le importa empuñar su propia espada y pelear en primera línea de combate. No es uno de esos senadores ufanos y cobardes que se pasan el día conspirando en las termas de Roma sobre la manera de hacerse con el poder. No; Aureliano es un hombre de acción que entiende que el Imperio debe imponerse por encima de cualquier otra circunstancia. Por eso, o nos fortificamos, nos reforzamos y aumentamos nuestros efectivos, o cuando Aureliano aparezca ante los muros de esta ciudad al frente de sus renovadas legiones Palmira durará menos que un pedacito de hielo a la luz del sol estival.

—Es suficiente con los soldados y con las fortificaciones que defienden la ciudad…

—No, no lo es. Tenemos que mejorar mucho —interrumpió Giorgios al portavoz de la cofradía de sederos. Aquileo ya no parecía aquel tipo callado y tímido que siempre se mantenía a la sombra de Antioco.

—¿Qué sugieres que hagamos, general? —preguntó Zenobia, que presidía el Consejo pero que se había mantenido callada hasta ese momento, a Giorgios.

—Levantar una nueva muralla en la zona sur de la ciudad, reforzar las puertas y los muros ya construidos y aumentar al menos en cinco mil hombres el número de soldados permanentes de nuestro ejército. Palmira es rica y sus ciudadanos también, podemos permitirnos esos gastos —justificó Giorgios.

—Si seguimos derrochando dinero de este modo, Palmira se arruinará y nosotros con ella —clamó Aquileo.

Al oír aquellas palabras, Giorgios estalló.

—¡Arruinados! Os he visto pelearos como niños caprichosos por colocar vuestras estatuas en las columnas de las calles porticadas. Efigies de muchos de vosotros, de vuestros padres y de vuestros antepasados ornamentan nuestras calles; no existe ninguna ciudad en el mundo en la que proliferen tantas estatuas dedicadas a mayor gloria de sus potentados. Templos, monumentos, esculturas y tumbas de piedra se levantan cada año en esta ciudad y en ellos os gastáis sumas ingentes de dinero. Si pretendéis que las cosas sigan como están, que vuestras bolsas se mantengan repletas de oro y que Palmira pueda defenderse de un futuro ataque de Roma, será mejor que vayáis pensando en gastar parte de ese dinero en la defensa, o de lo contrario os arrepentiréis. Si no admitís desprenderos de algo, os quedaréis sin nada.

»Un dicho romano reza así: “Si vis pacem, para bellum”, es decir, “Si deseas la paz, prepara la guerra” —tradujo Giorgios del latín al griego—. Y eso mismo os recomiendo yo: si queréis que los romanos nos dejen en paz, deberemos prepararnos para la guerra. No existe alternativa alguna.

—El general Giorgios tiene razón. —Zabdas se adelantó un par de pasos—. La grandeza de Roma se ha construido desde la guerra y sólo desde la guerra desean mantenerla sus emperadores. La única razón que entienden es la de la fuerza. Yo también os lo puedo asegurar. Serví a Odenato cuando llegó el momento de luchar al servicio de Roma contra los persas y no tengo ninguna duda de que ahora los dioses del destino nos empujan a combatir al servicio de nuestra reina Zenobia contra los romanos. Palmira debe seguir siendo una ciudad soberana. Luchemos por ello.

—Así lo haremos —zanjó Zenobia.

Aquileo torció el gesto y calló. Ninguno de los mercaderes presentes en el consejo se atrevió a replicar, aunque sabían que los preparativos les iban a costar mucho dinero.

Aquella misma primavera se erigieron dos estatuas en la avenida principal de Palmira. En una de ellas, labrada en una caliza dorada, se representaba a Odenato; estaba vestido como un general romano, pero su cabeza aparecía rematada por una corona de oro rodeada de rayos, al estilo de los retratos de los emperadores en las monedas. Se colocó junto al arco triunfal, en una hornacina bajo la cual una lápida con letras de bronce incrustadas recogía en latín, griego y palmireno todos los títulos que había ostentado en vida: Vir et Consul illustris, Dux romanorum Orientis, Restaurator totius Orientis, et Augustus. Justo a su lado se levantó otra dedicada a Zenobia, con la leyenda Augusta Septimia Aurelia Zenobia, Palmirae et Eghipti regina, uxor Odenati, Vabalati mater, también en las tres lenguas. Ambas estatuas, esculpidas por el mejor de los artistas griegos afincados en Palmira, fueron sufragadas por la cofradía de los sederos palmirenos.

Y aun se levantó una segunda estatua de Odenato frente al gran templo de Bel, indicando que había sido el primero de los hombres de Palmira y el máximo benefactor de la ciudad; esta fue costeada por el gremio de conductores de caravanas.