Capítulo XXX

Ctesifonte, en Mesopotamia, principios de 271;

1024 de la fundación de Roma

El amplio valle del Éufrates se extendía hacia el sur como una interminable cinta esmeralda surcando un paisaje ocre y gris. El general Giorgios había salido de Palmira diez días atrás y había embarcado en el pantalán de la ciudadela de Dura Europos en un bote que navegaba río abajo a través de la región de Mesopotamia, la tierra más fértil del mundo.

La embajada palmirena, encabezada por Giorgios, desembarcó en el muelle de piedra de un pequeño poblado unas treinta millas aguas arriba de Babilonia. El general pagó el peaje al barquero judío y ordenó a sus hombres que desembarcaran los caballos.

Giorgios portaba un salvoconducto emitido por la reina Zenobia y lo acompañaban en su embajada seis soldados, dos secretarios y una docena de criados y sirvientes.

Era la tercera vez que descendía el gran río; las dos primeras lo había hecho encabezando el ejército de Palmira al lado de Odenato, dispuesto a conquistar Ctesifonte para entregarla al emperador. Ahora lo hacía en busca de una alianza militar que aunara a persas y palmirenos para la defensa mutua contra los romanos.

Mientras atravesaba a caballo la zona de tierra de Mesopotamia en la que los cauces del Tigris y el Eufrates más se aproximan, Giorgios reflexionaba sobre lo fútil de la vida; hacía apenas cuatro años se había plantado ante las inmensas murallas ocres de la capital de los persas persiguiendo a Sapor en defensa de las fronteras de Roma y ahora volvía a hacerlo para demandar ayuda de ese mismo soberano al que había considerado su mayor enemigo.

Tras dos días de marcha alcanzaron a vislumbrar las murallas de Ctesifonte. La vista de aquellos muros le pareció ahora bien distinta.

Una patrulla de la caballería sasánida salió al encuentro de los embajadores palmirenos. En la capital se sabía que Giorgios estaba en camino; desde que embarcara cerca de Dura, los persas habían controlado los movimientos del general y de sus acompañantes mediante señales de humo.

—Sed bienvenidos al imperio del rey de reyes. Mi nombre es Ardavan, capitán del trigésimo regimiento de catafractas de la guardia imperial. Tengo la misión de escoltaros hasta Ctesifonte —les dijo el jinete que encabezaba la patrulla en un perfecto arameo, aunque con un marcado acento oriental.

—Yo soy Giorgios, embajador de Palmira y delegado de la reina Zenobia en misión de paz y amistad.

—Mi rey me ordena que te escolte. Han preparado una cómoda residencia para que descanses del viaje y aguardes el momento de la audiencia real con tus compañeros.

—¿Cuándo me recibirá? —demandó Giorgios.

—La etiqueta que se aplica en el palacio real es tremendamente estricta y meticulosa; deberás aguardar una semana al menos.

—¡Una semana…! Demasiado tiempo; el mensaje que traigo es muy urgente.

—Lo siento, embajador, pero es el tiempo mínimo de espera que se requiere para una visita al rey de reyes —aclaró Ardavan—. Claro que, entre tanto, te entrevistarás con el señor Kartir, el consejero real. Me ha encargado que te comunique que te espera pasado mañana en su palacio de gobierno.

—Allí estaré.

Atravesaron los fosos y los canales que rodeaban Ctesifonte, los mismos que habían hecho imposible su conquista, y entraron en la ciudad por la puerta del Este. Dos enormes batientes compuestos por varios troncos del tamaño de una columna mediana, trabados al interior por cuerdas tan gruesas como el brazo de un hombre robusto y chapeados con gruesas placas de hierro y clavos de bronce en la cara exterior se enmarcaban entre dos torreones de piedra de al menos cien pies de alto unidos por un puente almenado desde el cual podía alcanzarse a cualquier asaltante que intentara acercarse con intenciones hostiles.

Ya dentro de los muros, Ctesifonte le pareció más grande que Palmira pero menos hermosa. El espacio protegido por las murallas, los fosos, las trincheras y los canales era enorme; un hombre a pie tardaría al menos medio día en recorrer todo el perímetro defensivo, calculó Giorgios. En el interior de las murallas se agrupaban barrios de casas miserables, poco más que cabañas de paredes de barro y techumbre de paja y hojas de palmera secas, donde se hacinaban miles de campesinos, sirvientes y trabajadores de los talleres de metal, madera, cerámica y textiles. Conforme se acercaba al centro de la ciudad, el aspecto de los edificios iba cambiando: las casas eran cada vez más grandes y lujosas, construidas con enormes bloques de piedra, muchas de ellas con fachadas decoradas con frisos de cerámica esmaltada y relieves de piedra tallados con escenas de toros, caballos y aves diversas.

Las calles estaban atestadas de gentes procedentes de todas las provincias del enorme Imperio de los sasánidas, que hablaban en decenas de lenguas, se movían como hormigas en busca de semillas y gesticulaban como almas poseídas por un genio maléfico.

Por todas partes había tiendas abiertas en la planta baja de los edificios y puestos de venta de todo tipo de mercancías, improvisados en medio de las calles y plazas, levantados con cuatro postes, unos tablones y un toldo.

Entre los barrios ricos y los más pobres se extendían huertos de frutales, palmeras datileras y jardines plagados de arbustos olorosos y plantas aromáticas.

—Los mejores dátiles del mundo. —Ardavan señaló orgulloso los palmerales.

—En Damasco dicen lo mismo de los suyos, pero he probado ambos y tienes razón: estos son más jugosos —reconoció Giorgios para agrado de su anfitrión.

Tras recorrer media ciudad llegaron ante unas tapias de barro gris recién levantadas que unos operarios estaban forrando con azulejos de cerámica barnizados en color azul y amarillo.

—Hemos llegado. Esta será tu residencia mientras permanezcas en Ctesifonte. Es uno de los palacios del consejero Kartir, el sumo sacerdote y consejero real, que te desea que te sientas aquí como en tu propia casa. Antes perteneció a un mercader de esclavos que se hizo inmensamente rico castrando muchachitos que luego vendía para que sirvieran en el gineceo del palacio real. Educaban a sus emasculados para convertirlos en los mejores eunucos, pero con uno de ellos se cometió un tremendo error. Según parece, le amputaron los testículos, pero le dejaron el pene intacto. El muchacho fue vendido al rey, que lo destinó a su harén. Una vez adulto, su miembro se le empinaba como una palmera en presencia de las concubinas reales y durante algún tiempo satisfizo a muchas de ellas, hasta que fue descubierto y denunciado. El rico mercader, acusado de fraude, fue condenado y despellejado vivo; salaron su cuerpo, todavía palpitante y sanguinolento, y le clavaron en el ano una estaca de madera del tamaño del brazo de un hombre adulto. El rey se quedó con este palacio para satisfacer los daños que se le habían causado y luego lo regaló a su consejero principal.

—Una prodigiosa historia —comentó Giorgios tras escuchar el relato de Ardavan—. ¿Y qué le ocurrió al eunuco?

Ardavan sonrió.

—Su cadáver fue arrojado a los perros, para que lo devoraran… salvo una parte. El pene del joven eunuco fue lo último que comió el mercader. El rey lo invitó a cenar un estofado de carne cuyo ingrediente principal era el miembro viril del eunuco. Tras ingerirlo, se le reveló lo ocurrido y lo que acababa de comer, y se ordenó que lo apresaran. El resto ya lo has escuchado.

La comitiva palmirena y sus escoltas persas atravesaron un gran portón que daba a un jardín interior salpicado de palmeras. Al fondo se elevaba un edificio de tres plantas labrado en piedra con dos gigantescos toros de terracota esmaltada de azul flanqueando la puerta de acceso.

Los palmirenos se instalaron en las habitaciones del palacio, cada una de ellas tan grande como una casa mediana, y se sorprendieron al comprobar que los tres pisos que parecía tener el edificio en su traza exterior se reducían a uno solo, por lo que los techos de cada una de las estancias eran tan altos como seis hombres puestos uno sobre otro. Las techumbres eran abovedadas y estaban decoradas con azulejos bellísimos que dibujaban ramos de flores y esquemas geométricos muy complejos. Los suelos eran de ladrillos vidriados en verde, azul y amarillo que trazaban caprichosas formas geométricas.

—Hermoso palacio —comentó Giorgios.

—Mientras permanezcas en Ctesifonte, esta es tu casa. Los criados os atenderán y os proporcionarán comida y bebida; el agua del pozo es la mejor de la ciudad. Pasado mañana, a mediodía, vendré a buscarte para acompañarte ante mi señor el consejero Kartir. Cualquier cosa que necesites no dudes en solicitarla a los sirvientes. Ni tú ni tus colegas podéis salir de palacio; una lógica medida de seguridad, como comprenderás.

—¿El señor Kartir habla arameo, latín o griego?

—El sumo sacerdote habla arameo, por supuesto, pero no lo hará en público. La lengua que empleará en la entrevista será el persa. ¿Comprendes nuestra lengua? —le preguntó Ardavan, que se entendía con Giorgios en arameo.

—Entiendo algunas frases y conozco muchas palabras, pero no podría seguir una conversación completa.

—En ese caso, yo actuaré como traductor, si no te importa.

—Uno de los secretarios que me acompañan habla persa, pero si Kartir me va a entender en arameo…

—La etiqueta de la corte dicta que el consejero real utilice siempre la lengua persa.

—¿Incluso en una recepción como esta, en la que no va a haber cortesanos presentes?

—Eso tendrá que decidirlo mi señor Kartir. Disfruta de la comida, te aseguro que es excelente.

Ardavan se despidió de Giorgios y tras él se cerró el portón exterior del palacio; dos soldados quedaron de guardia en el interior. El ateniense se acercó a una bandeja de dátiles que había sobre una mesa, tomó entre sus dedos uno de ellos y lo saboreó con deleite. En verdad, era el más sabroso que había probado jamás.

El palacio de Kartir Hangirpe estaba rodeado de los jardines más suntuosos que pudieran imaginarse. El agua, tan escasa en Palmira, fluía por todas partes a partir de un canal derivado del río Tigris que alimentaba varias albercas, alguna tan grande que permitía la navegación de barcas de recreo.

En un ángulo de los jardines había incluso un pequeño zoológico, con jaulas en las que dormitaban leones, tigres, leopardos y otras fieras. Varios halcones posaban sobre una alcándara, sujetas sus garras a una barra de bronce con fuertes cordeles de seda. En un lado del jardín se levantaba un pequeño templo dedicado al dios Ahura Mazda, del que Kartir era supremo sacerdote y el más devoto seguidor.

Los embajadores de Palmira fueron conducidos por el capitán Ardavan a un enorme salón de recepciones cuyo techo se sostenía por cuatro robustas columnas rematadas con capiteles con forma de toros alados. Las paredes estaban recubiertas de relieves en cerámica esmaltada en los que se representaban escenas de caza y de guerra. En uno de ellos el rey Sapor, coronado con la tiara imperial sasánida, sujetaba por el cuello a un enemigo derrotado vestido al estilo de los generales romanos. Giorgios no dudó en identificar esa escena con la victoria de Sapor sobre el emperador Valeriano, diez años atrás.

Una campanilla anunció la entrada del consejero real. Kartir era un tipo imponente. Algo más alto que Giorgios y mucho más delgado, vestía una túnica de seda negra salpicada de estrellas doradas y cubría su cabello negro, rizado e impregnado de aceites aromáticos con un alto gorro puntiagudo. Sus ojos oscuros y fríos destacaban más si cabe por su rostro tan enjuto, de tez morena, con una barba negra y también rizada. Llamaban la atención sus manos, finas, delgadas y muy grandes, en las que tan solo lucía un enorme anillo de oro engastado con el sello que lo identificaba como canciller del Imperio de los persas.

Sus andares eran cadenciosos y elegantes, y se movía con una impostada majestad que denotaba una cierta rigidez al desplazarse, como si hubiera ensayado una y otra vez sus medidos pasos. Atravesó el gran salón y se sentó en un diván de seda roja ante una mesa baja llena de bandejas de frutas frescas y varias jarras de plata con diversas bebidas. Alzó su mano derecha y uno de sus secretarios se acercó hasta Ardavan para bisbisarle algo al oído.

—El consejero real te hablará en arameo; no hará falta que os traduzca la conversación. Puedes sentarte frente a él. Tus acompañantes deberán acomodarse en aquel otro diván y permanecer en silencio durante la entrevista, como si no estuvieran aquí. —Ardavan señaló a Giorgios otro enorme diván ubicado en una esquina de la sala.

Giorgios se acercó hasta Kartir y lo saludó con una ligera inclinación de cabeza.

—Sé bienvenido a Ctesifonte. Espero que te encuentres a gusto en tu residencia —le dijo Kartir.

—Gracias, consejero real. Ya conoces la razón de mi viaje…

—Y la comparto, general. Persia y Palmira se necesitan, y ambas están enfrentadas con Roma. Se trata de un motivo suficientemente importante como para que sellemos una alianza militar firme y sólida que complemente y refuerce nuestro acuerdo de paz.

—Mi reina, Zenobia de Palmira, está dispuesta a reconocer una frontera estable y duradera entre nuestros dos imperios. Proponemos que esa línea se fije a cincuenta millas de la ciudadela de Dura Europos, aguas abajo del Eufrates; todas las tierras situadas al oeste de esa raya imaginaria de norte a sur serán de Palmira, y las ubicadas al este de Persia.

—Nos costó un gran esfuerzo desalojar a los romanos de Dura, que, además, fue fundada por nosotros los persas; sería justo que esa ciudadela nos perteneciera ahora —comentó Kartir.

—Dura no es otra cosa que un montón de ruinas entre las que malviven unos centenares de pordioseros, mendigos y beduinos.

—Te propongo que esa línea fronteriza y estable entre nuestros reinos nos otorgue Dura.

—Los comerciantes de Palmira necesitan ese lugar como cabeza de puente para sus caravanas hacia Mesopotamia.

—Con el tratado de paz que ya está en vigor, los comerciantes de Palmira pueden circular libremente por todo el curso del Eufrates y llegar por su cauce hasta el mar. El puerto fluvial de Dura será de libre acceso para tus comerciantes y no tendrán que pagar peajes. Te lo garantizo.

—La salida al río por Dura es imprescindible para Palmira.

—Declararemos Dura como puerto franco; eso supondrá que la ciudad volverá a tener vida y que se recuperará de la desolación que supuso el asalto por nuestras tropas hace unos años.

—Dura debe pertenecer a Palmira; eso no es negociable —asentó Giorgios con firmeza.

—De acuerdo, si tanto te empeñas… —aceptó Kartir—. ¿Para cuándo esperas el ataque de Roma?

Esa pregunta desconcertó al ateniense; desde luego, aquel extraño personaje sabía mucho más de lo que contaba y era muy astuto. Giorgios supuso que Palmira estaba llena de espías al servicio de Persia.

—Sabemos que el nuevo emperador Aureliano está decidido a recuperar las antiguas fronteras y reintegrar a la soberanía del Imperio todas las tierras que alguna vez pertenecieron a Roma; y ahí está incluida Palmira. Pero te recuerdo que también fue romana toda Mesopotamia, hasta la desembocadura de los dos grandes ríos. Si Palmira cae en manos de Aureliano, la siguiente presa será Persia. De modo que sí, tienes razón, nos necesitamos.

—¿Conoces a Aureliano?

—Visitó Palmira en una ocasión, cuando era oficial del ejército romano. —Giorgios obvió revelar que él mismo había estado bajo sus órdenes en las fronteras del Danubio—. Parece un tipo determinado a devolver a Roma a su máxima grandeza, y ese objetivo pasa por acabar con nosotros. En el Imperio todavía escuece la derrota de su emperador Valeriano y que no se conozca su destino. Por cierto, en Palmira se rumorea que su piel adorna las paredes en un templo de esta ciudad.

—Yo no sé nada de eso —afirmó Kartir con ironía.

—¿Cómo puede perderse la pista de un emperador?

—Porque diez años después de su captura a nadie le importa ya qué fue de aquel viejo idiota.

—El olvido no es el final más apropiado para un soberano.

—El recuerdo es patrimonio exclusivo de los vencedores. La memoria de los derrotados sólo interesa cuando añade honores a la victoria del triunfador.

—Si ese pobre viejo todavía vive, el devolverlo a Roma sería un acto de magnanimidad y de grandeza por parte de vuestro rey.

—Tú lo has dicho: si viviera… Pero dejemos este asunto y volvamos a lo importante: Persia desea que nuestras dos naciones firmen un acuerdo de defensa militar, de colaboración comercial y de ayuda mutua. Nuestro embajador Arbaces, al que ya conoces, me ha informado de que tu reina es una mujer de enorme belleza, pero… ¿sabrá mantener firme su carácter y sólida su determinación?

—¿Qué quieres decir?

—Es una mujer. Tal vez se acobarde cuando tenga que enfrentarse cara a cara con las legiones de Roma.

—Si ha sido Arbaces quien te ha sugerido eso, se ha equivocado. Mi reina tiene mayor seguridad en sí misma que la mayoría de los hombres que conozco. Ama Palmira y ha conquistado un imperio. Yo la he visto desfilar sobre su carro de guerra por las calles de Antioquía, Damasco, Alejandría y Tebas, y he escuchado cómo la aclamaban sus súbditos. Pero también he caminado a su lado durante muchas millas, bajo el sol más inclemente del desierto, y he competido con ella con el arco, y te aseguro que siempre me ha vencido.

—Los griegos y los palmirenos sois extraños; permitís que os gobierne una mujer y lo aceptáis como algo natural. Aquí, en Persia, jamás entenderemos esas costumbres tan bárbaras.

—¿Cuándo me recibirá Sapor? —Giorgios eludió polemizar con Kartir.

—Dentro de seis días. ¿Has traído algún presente?

—Por supuesto: un puñal.

—¿Un cuchillo? El emperador posee cientos de ellos.

—No se trata de un simple puñal; cuando lo veas lo comprenderás. Pero mientras esperamos, ¿qué podemos hacer durante estos seis días? ¿Vas a permitir que salgamos del lugar donde nos han hospedado o tendremos que aguardar allí encerrados como cautivos?

—Tú y tus compañeros podréis moveros por la ciudad a vuestro antojo, pero sin salir de ella. Y para que estéis bien protegidos os acompañará en todo momento el capitán Ardavan con una patrulla de soldados.

—Por nuestra seguridad, claro —ironizó Giorgios.

—Por supuesto. Es nuestro deseo que tan ilustres huéspedes os encontréis en Ctesifonte tan seguros como en vuestra propia casa; somos aliados.

Aquellos seis días en Ctesifonte se hicieron demasiado largos. Los delegados palmirenos no tenían otra cosa que hacer que comer, recorrer los mercados siempre atiborrados de gente y escuchar en las plazas a las decenas de individuos que se presentaban a sí mismos como augures dispuestos a revelar el futuro del mundo a cualquiera que se detuviera un instante ante ellos, o a presuntos magos que anunciaban la inmediata llegada del fin del mundo, o a profetas iluminados que predecían el advenimiento de un mesías que salvaría a la humanidad de toda miseria y sufrimiento.

Entre aquellos desbocados charlatanes y estrafalarios orales los había de todos los tipos y condiciones: demagogos capaces de vender sacos de arena en el desierto, dementes que anunciaban catástrofes apocalípticas con los ojos inyectados cual terribles visionarios, parlanchines graciosos que aprovechaban el ir y venir de la gente para criticar cuestiones que en otra situación los hubieran llevado a la horca, e incluso verdaderos santones imbuidos de convicciones místicas que hablaban de Dios y de su esencia en discursos tan cultistas que la mayoría era incapaz de comprender.

Al fin llegó el día de la esperada audiencia. Ardavan le había comunicado a Giorgios que debía presentarse en el palacio real poco antes de mediodía, pero Kartir no le había asegurado a qué hora sería recibido por el rey Sapor, de modo que le recomendó que acudiera a la cita tras haber pasado por la letrina porque nunca se sabía el momento preciso en que sería llamado.

El ateniense se vistió para la ocasión con una elegante túnica de seda verde oscuro, de corte oriental, un gorro cilíndrico al estilo de los que lucían los elegantes patricios de Palmira y unos zapatos de cuero negro con remaches de bronce pulido y brillante. Se ajustó un cinturón de cuero negro con roblones de plata en forma de cabeza de león y se perfumó con esencia de áloe y de algalia.

De una caja de madera cuidadosamente embalada extrajo un puñal. La hoja había sido forjada por el mejor herrero de Damasco; era tan fina, templada y afilada que podía cortar un cabello a lo largo simplemente con el roce de su filo. La empuñadura era una extraordinaria joya engastada por el más afamado de los orfebres de Palmira. Las cachas las formaban dos enormes esmeraldas talladas con un delicado primor y sujetas al mango por cuatro gruesos vástagos de oro en los que se habían incrustado decenas de pequeños rubíes y diamantes. Era una magnífica pieza que hubiera constituido un deleite para el más exigente de los soberanos de la Tierra. Introdujo el puñal en una vaina de cuero y ambos en una bolsa de tafetán rojo forrada de una fina badana azul y volvió a colocarlo en la caja de madera.

A la puerta de su residencia aguardaba el capitán de catafractas, Ardavan, con seis jinetes vestidos con el traje de gala: una casaca de fieltro rojo ribeteado de verde, turbante blanco con el emblema del rey Sapor labrado en una chapa de bronce dorado al frente, pantalones anchos de seda de color blanco y unas botas de cuero teñido de rojo con remaches metálicos en las puntas y tacones.

—Eres afortunado, griego, vas a ser recibido por el rey de reyes. ¿Sabes cómo comportarte en su presencia? —le preguntó a Giorgios.

—Imagino que te han delegado para que me lo expliques.

—Así es. Cuando te encuentres ante la excelsa majestad del rey de reyes deberás inclinarte ante él hasta quedar de rodillas y luego tumbarte completamente con la cara hacia el suelo, los brazos alargados y las palmas de las manos hacia el pavimento. Y no te muevas hasta que el consejero real Kartir lo indique. Cuando te levantes, muéstrate sumiso y sólo habla cuando el canciller te pregunte. No te dirijas nunca directamente al rey, sino al consejero Kartir. Tus acompañantes deberán permanecer en silencio e inmóviles mientras dure la audiencia, y siempre con la cabeza ligeramente agachada y mirando al suelo.

—¿En qué idioma hablaremos?

—El rey de reyes habla persa, parto, griego y arameo; pero se dirigirá a ti en persa, como ya te dije.

—En ese caso, hará falta traductor —asentó Giorgios.

—Hará de intérprete un secretario.

—¿Me estás diciendo que yo le hablaré a un secretario en arameo, este le traducirá al persa a Kartir y Kartir se lo transmitirá a Sapor? E imagino que a la inversa será del mismo modo: el rey hablará a Kartir en persa, Kartir se lo transmitirá al intérprete y este me lo traducirá al arameo.

—Es lo que indica la etiqueta de la corte.

Giorgios resopló pero no tuvo más remedio que aceptar aquel juego protocolario.

El palacio era un enorme complejo con decenas de edificios ubicado sobre una plataforma elevada sobre varias gradas de piedra y rodeado de un imponente cinturón de murallas y torres. El acceso, a través de una monumental puerta protegida por dos torreones, daba paso a un amplísimo patio al que desembocaban dos escalinatas y varias rampas. Centenares de guardias y funcionarios se afanaban en poner orden en aquel lugar y evitar que se colaran visitantes no deseados.

Ardavan mostró al jefe de la guardia sus credenciales selladas con el emblema del sacerdote Kartir, el canciller imperial.

Dejaron los caballos al cuidado de unos guardias y ya a pie atravesaron varios patios hasta que llegaron a la sala más grande que Giorgios hubiera visto jamás; era varias veces mayor que la gran sala de la biblioteca de Alejandría. Se trataba de un cuadrado de unas proporciones descomunales, y lo asombroso es que carecía de columnas, pues se cubría con una única gigantesca bóveda. Las paredes se decoraban con esculturas de toros, grifos y águilas de un tamaño tres veces superior al natural y con relieves en cerámica barnizada y esmaltada con imágenes de todos los pueblos que configuraban el imperio de los soberanos sasánidas, cuyas siluetas humanas, todas de perfil, se alineaban en interminables séquitos procesionales que confluían hacia la zona del trono, donde se representaba la imponente figura del rey de reyes.

Varias lámparas de plata tan grandes como un buey iluminaban la sala y en gigantescos pebeteros de bronce se consumían olorosas esencias y fragancias de un turbador y denso aroma oriental.

Delante del relieve donde se mostraba al rey de los persas en todo su poder y majestad se alzaba sobre siete gradas de mármol negro un trono de oro sostenido por dos toros también de oro, con los ojos destacados con cuatro enormes rubíes del tamaño de un huevo de oca.

Varios funcionarios se encargaban de que los invitados a la recepción estuvieran convenientemente colocados en sus lugares precisos, según el riguroso orden que establecía la etiqueta de corte de palacio.

—¿A qué dios vamos a visitar? —comentó Giorgios a Ardavan con ironía al entrar en el inmenso salón.

—Al único dios viviente sobre la Tierra, a Sapor de Persia, rey de reyes —Ardavan habló con orgullo de su soberano.

Era mediodía, la hora prevista para la recepción, pero transcurrieron dos horas según el cómputo romano del tiempo hasta que apareció el canciller y anunció la inmediata presencia del señor de la Tierra, el rey de reyes.

Unas trompetas sonaron al fondo de la sala. Se abrieron unas puertas de bronce y tras ellas salieron varios cortesanos, entre ellos el sumo sacerdote Kartir, que se colocaron a los lados del trono. Volvieron a sonar las trompetas y un redoble de tambores y al fin apareció Sapor. Vestía una túnica de seda blanca, cinturón de oro y zapatos puntiagudos de cuero blanco con cordones de oro; sobre su cabeza lucía la corona imperial sasánida, una diadema de oro con incrustaciones de perlas, esmeraldas y rubíes.

Todos los cortesanos comenzaron a tumbarse en el suelo, postrados boca abajo, completamente arrumbados ante la presencia de su monarca, el señor de la Tierra y el cielo, el «soberano de Irán y de lo que no es Irán».

Giorgios y los palmirenos de su delegación se comportaron como los demás; en cierto modo, el ateniense y sus compañeros ya estaban acostumbrados a hacerlo de esa manera en las grandes ceremonias en presencia de Zenobia, que había copiado buena parte del protocolo persa en el ceremonial de su corte.

El rey ascendió con parsimonia la escalera del estrado del trono y se sentó sobre una almohada de seda blanca. De nuevo sonaron las trompetas, el canciller golpeó tres veces en el suelo con su cayado y ordenó a todos los presentes que se levantaran.

Los cortesanos recitaron en persa, como una letanía, varias frases, a modo de saludo ritual a su soberano, que Ardavan tradujo al oído de Giorgios.

—Honor y gloria al soberano del mundo, honor y gloria al rey de reyes; el poder y la gloria son de Sapor, hijo de Artajerjes, señor de las cuatro partes del mundo.

Y entonces lo vio por primera vez: alto y delgado, con más de sesenta años de edad, de rostro severo y facciones afiladas, curtido por el aire frío y seco del altiplano de Irán y el viento tórrido y el sol ardiente de Mesopotamia. Su porte había sido sin duda majestuoso y altivo en otro tiempo, pero la edad y los achaques lo habían afectado mucho y, aunque a cierta distancia semejaba todavía un aire de majestad y grandeza, de cerca sus rasgos eran los de un anciano cansado y desafecto ya a los asuntos de este mundo. Aquel ser gastado y enjuto era el hombre audaz y arrojado que había asolado Dura Europos, saqueado Antioquía y derrotado y capturado al emperador Valeriano, pero también el precavido y asustadizo temblón que había rehuido el combate ante Odenato y había escapado dejando atrás a sus mujeres y buena parte de su tesoro.

Giorgios recordó que en los campos de batalla del Danubio su comandante, el mismo que en esos momentos era emperador de Roma, le había dicho en una ocasión que a veces solo el azar dispone si un hombre se convertirá en un héroe magnífico o en un cobarde villano. «Todos los hombres somos duales», pensó.

Entre los cortesanos más próximos a Sapor, y por tanto de mayor rango, Giorgios identificó al sátrapa Arbaces, el mismo que había propuesto matrimonio a Zenobia. Justo a la derecha del trono se situó un hombre muy delgado, de aspecto enfermizo y débil; era Ormazd Ardashir, el heredero de Sapor.

El canciller se adelantó unos pasos y comenzó a recitar una larga retahíla de nombres y de honores que leía de unos rollos de papiro. El ateniense supuso que se trataba de los nombramientos de altos funcionarios y gobernadores del Imperio.

Acabada de recitar la lista, varios hombres se adelantaron y se colocaron frente al trono; fueron pasando uno a uno y Kartir les impuso sobre los hombros un collar de oro con un sello de bronce, sin duda la señal de su distinción como funcionarios del Imperio de Sapor.

Después fueron citados varios gobernadores de diversas provincias, que pasaron ante el trono depositando a los pies del rey de reyes unas tablillas y unos cofres que debían de estar repletos de joyas y de oro.

Por fin, tras varias recepciones y sin que Sapor hubiera pronunciado todavía una sola palabra, el canciller citó la ciudad de Palmira por su nombre árabe, Tadmor, y Giorgios supo que había llegado su turno.

Ardavan le indicó que podía adelantarse hasta los pies del trono.

El canciller anunció entonces que el rey de reyes recibía con gusto al embajador de la reina Zenobia de Palmira, a la que llamó hermana pequeña y fiel aliada, y se retiró a un lado para dejar paso a Kartir, que se colocó entre Giorgios y Sapor, acompañado por el intérprete.

—El rey de reyes da la bienvenida al embajador de su hermana pequeña Zenobia y le desea paz y prosperidad —le comunicó el intérprete.

—El reino de Palmira y su reina Zenobia agradecen la hospitalidad del rey de reyes y le ofrecen su amistad eterna —respondió Giorgios—. Es nuestro deseo sellar un acuerdo de mutua ayuda en caso de un ataque del emperador de Roma a cualquiera de nuestros dos reinos, y como muestra de esa amistad, la reina te regala este precioso puñal.

Un secretario recogió la caja azul y la abrió ante Sapor.

—El rey de reyes acoge de buen grado la oferta de su hermana pequeña y ordena que se ponga por escrito el tratado. Puedes retirarte, embajador.

—¿Esto es todo? —Giorgios se quedó atónito.

—Debes retirarte inmediatamente —añadió el intérprete.

El general de Palmira bajó la cabeza y se alejó del trono caminando hacia atrás.

Unos criados entregaron a los delegados palmirenos unas copas de plata de extraordinaria factura como regalo del soberano sasánida.

Sonaron de nuevo las trompetas y los redobles de tambor, todos los presentes se postraron tumbados en el suelo y Sapor salió de la sala rodeado del mismo boato con el que había entrado.

Cuando se cerraron las puertas, se rompió el silencio y todo fueron murmullos y cuchicheos en los diversos corrillos que se formaron.

Kartir, que se había quedado en la sala de audiencias, se acercó a Giorgios.

—Bien, ya tienes lo que habías venido a buscar —le dijo.

—Así de fácil.

—A veces los persas hacemos fácil y simple lo aparentemente complejo, aunque es cierto que también tenemos fama de complicar lo sencillo. Esta semana cerraremos todos los puntos del tratado de alianza militar entre Palmira y Persia. Te espero mañana en mi palacio, a mediodía. El capitán Ardavan te escoltará.

—Por mi seguridad, claro.

—Por supuesto; y ahora con más motivo, pues ya somos aliados.

De regreso a su residencia, siempre escoltado por Ardavan y seis soldados, Giorgios preguntó al capitán sobre Kartir.

—El mago Kartir Hangirpe es el hombre más poderoso de Persia después del emperador Sapor. Fue el discípulo del gran mago Tantar, y lo sucedió como sumo sacerdote del dios Ahura Mazda y supremo defensor de la religión del gran profeta Zaratustra. Está empeñado en que todos los súbditos del Imperio profesen la verdadera religión, por eso, y aunque hace algunos años su majestad Sapor invitó a los judíos a instalarse en su reino, ha promulgado algunos decretos contra los judíos, los cristianos, los budistas y los maniqueos.

—¿Quiénes son los maniqueos? —preguntó Giorgios.

—Una secta de fanáticos que siguen ciegamente a un falso profeta llamado Mani; un tipo poco aconsejable a quien sus ciegos seguidores llaman el Elegido. Nació y se crio en Babilonia, en una familia de magos, pero sus ideas peregrinas derivaron en una locura que ha contagiado a muchos incautos.

—¿Dónde se encuentra ahora?

—Controlado y vigilado por orden de Kartir. Mani ha predicado en contra de nuestra religión verdadera y ha calumniado y difamado nuestra fe del doble principio. Afortunadamente Kartir se dio cuenta de su maldad y ha logrado atajar esa peligrosa gangrena.

—¿Y cuál es tu verdadera fe? —le preguntó Giorgios.

—La que nos enseñó el profeta Zaratustra: que el mundo está regido por el dios Ahura Mazda, señor de los cielos, hacedor de todo el universo; que toda la luz proviene de él; que existe un cielo y un infierno; que para ganar el cielo es imprescindible cumplir los preceptos y participar en los ritos de la religión verdadera.

»Kartir ha construido templos en honor de Ahura Mazda y ha enviado misioneros para difundir la fe de Zaratustra. Los fieles a la religión verdadera cada vez son más, y muy pronto la aceptarán todos los hombres. Entonces el Imperio sasánida será un imperio universal, y el rey de reyes gobernará en verdad en Irán y en todo lo que no es Irán.

—Imagino que con el permiso de Roma…

—Roma será vencida por Persia. Recuerda que sus más poderosas legiones sucumbieron ante Sapor, y que su emperador cayó en sus manos.

—¿Todavía sigue vivo? —Giorgios pretendió sonsacar alguna información a Ardavan sobre Valeriano.

—No me está permitido hablar de ese asunto.

—He oído que fue despellejado y que su piel cuelga de la pared de un templo persa.

—No estoy autorizado para hablar de ello. Pero sí puedo informarte de que en la ciudad de Istakhr, la cuna de la dinastía de los sasánidas, existe un templo dedicado a la diosa Anahita…

—¿Quieres decir que es en ese lugar dónde se encuentra Valeriano?

Ardavan mantuvo sus labios sellados y se limitó a encogerse de hombros.

En los días siguientes a la recepción en el palacio real de Ctesifonte, Giorgios se entrevistó varias veces con Kartir y al fin se acordó el tratado de alianza militar entre Palmira y Persia. En caso de ser atacado uno de los dos reinos por los romanos, el otro acudiría en defensa del agredido. Pese a la insistencia de Giorgios en que se precisase el tipo de ayuda, o que al menos se pusiera por escrito la cuantía de tropas a movilizar, no consiguió que Kartir concretara detalle alguno de dicha alianza, que quedó convertida en una mera declaración de intenciones y en la promesa mutua de ayuda en caso de ser atacados por Roma.

Los embajadores palmirenos recogieron sus pertenencias, cargaron un par de camellos con los regalos de Sapor a Zenobia y pusieron rumbo oeste hacia Palmira. Tenían ante ellos varios cientos de millas de desierto que recorrer.