Palmira, finales de otoño de 270;
1023 de la fundación de Roma
Poco antes de que acabara el año según el cómputo romano, y cuando se conocieron los rumores de que Aureliano había ordenado a sus generales que evaluaran la posibilidad de un ataque masivo e inmediato sobre Palmira, Zenobia convocó en la Sala de Banquetes del ágora a los consejeros del reino, a los magistrados del Consejo urbano y a los sumos sacerdotes de todos los templos de la ciudad; a instancias de la reina, los allí reunidos ratificaron por unanimidad un decreto real por el cual el joven Vabalato era investido con los títulos de cónsul, duque de los romanos y emperador.
La noticia de aquel nuevo desafío para Roma no tardó en llegar a conocimiento de Aureliano, que impartió órdenes tajantes para acelerar todo lo posible la preparación de las legiones y lanzar una gran ofensiva sobre Oriente. Cuando sus generales le preguntaron cuál sería el objetivo de aquella campaña, Aureliano no lo dudó y se limitó a contestar con contundencia: «Palmira». De nuevo fue un agente de Miami quien, reventando caballos, sin apenas descanso y tras recorrer mil quinientas millas en treinta días, trajo la noticia a Palmira: Aureliano había conseguido derrotar a todos los bárbaros en la región del Danubio, había pacificado la frontera norte del Imperio, había firmado acuerdos de paz y treguas con varias tribus germánicas y se preparaba para encabezar una gran expedición militar con destino a Oriente.
Longino mostraba un gesto serio y un semblante sombrío.
El filósofo había sopesado lo que se les venía encima y procuró convencer a la reina de que quizá fuera el momento de intentar de nuevo acordar un tratado de paz con Roma, aunque para ello hubiera que ceder en algunas concesiones.
—Roma es como el Ave Fénix, mi señora. Cada cierto tiempo se inmola para resurgir de sus cenizas con más fuerza; lo hizo con la República, tras la caída de la monarquía, y luego con Augusto, al forjar el Imperio; parecía que tras los reinados del cruel Calígula y del veleidoso Nerón se desharía, pero Trajano y Adriano la colocaron en la cumbre de su poder, y algo similar parecía que iba a ocurrir a la muerte de Marco Aurelio con el desdichado gobierno de su hijo Comodo; pero tras casi un siglo de zozobras y revueltas, de sucesiones de emperadores ineptos y de pronunciamientos militares, ha llegado Aureliano y en apenas unos meses ha restablecido el poder y el prestigio del emperador y de las legiones. Tal vez debamos plantear una nueva relación con el Imperio —propuso Longino.
La reina Zenobia, que había escuchado atenta los razonamientos de su consejero, maestro y preceptor, reflexionó durante unos instantes. Se acercó a la balaustrada que cerraba hacia el sur la terraza del jardín de palacio, desde donde se divisaba la ciudad de Palmira, se apoyó en ella y, sin dejar de contemplar su amada ciudad, dijo:
—Ya le ofrecimos firmar una paz duradera, y la rechazó. No he conquistado Egipto, Siria y Asia para nada. Soy, y tú lo has argumentado con razones y demostrado con hechos, reina legítima de todo Oriente. No, no voy a renunciar a mis derechos y no voy a consentir que esos mismos derechos le sean privados a mi hijo Vabalato, heredero de mi esposo Odenato, a quien el Senado y el pueblo romanos concedieron el título de augusto y a quien han jurado fidelidad las provincias y ciudades de Siria y de Egipto. La soberanía no se discute; prefiero morir como soberana de Palmira que vivir como sierva de Roma.
—La situación ha cambiado, señora. Aureliano no es uno más de esos pusilánimes e ineptos emperadores que se han sucedido como efímeros cometas en las últimas dos generaciones. Tuviste ocasión de comprobar su determinación cuando visitó Palmira como simple oficial de una legión. Ahora se ha convertido en emperador y está ejerciendo como tal, y, por lo que sé, lo hará hasta las últimas consecuencias. Los ojos de todos los ciudadanos del Imperio están puestos en él, y todas las esperanzas de los romanos están depositadas en su gobierno. Pacificado el limes del Rin y del Danubio, Roma puede movilizar contra Palmira diez legiones al menos, tal vez doce. No podremos detener a una fuerza semejante.
—Los generales Zabdas y Giorgios tal vez piensen lo contrario; disponemos de tres legiones bien equipadas y magníficamente entrenadas, y todavía podemos recabar la ayuda de los persas. Hemos acordado la paz con Sapor y podemos intentar sellar una alianza militar que podría ayudarnos a vencer a Aureliano. Hablaré con el rey de Persia. Le haré saber que si Palmira cae en manos de Aureliano, el próximo objetivo de Roma será Ctesifonte. No tendrá más remedio que llegar a un pacto con nosotros.
—Convendría enviar por delante a un agente secreto para que hablara con Kartir, el consejero real de Persia; ese hombre siempre ha estado inclinado a un pacto con Palmira. Su opinión es muy influyente y Sapor suele guiarse por sus consejos.
—De acuerdo, que un mensajero hable con ese tal Kartir, pero será el general Giorgios quien acuda a Ctesifonte para cerrar esa alianza con Sapor.
Zenobia recabó la presencia inmediata de sus dos generales, que se presentaron en palacio enseguida.
—Longino está convencido de que Aureliano nos atacará muy pronto y de que no podremos vencerlo. Plantea revisar nuestra relación con Roma y ceder en nuestras posiciones. ¿Cuál es vuestra opinión?
—Aureliano no firmó la propuesta de paz que le remitimos el pasado verano. El Senado romano no aceptará ningún acuerdo que no pase por la sumisión incondicional de Palmira a Roma y la reintegración de todas las provincias de Oriente a su imperio. Mi propuesta es que debemos afirmar nuestra posición y plantar cara a Aureliano si decide venir contra Palmira —aconsejó Zabdas.
—Estoy de acuerdo, mi señora; la firma de un tratado supondría que Aureliano considera a Palmira en plano de igualdad con Roma, y si así lo hiciera, el Senado o el ejército, o ambos a la vez, lo depondrían de inmediato. Como ya sabes, serví a las órdenes de Aureliano en la IV Legión, y a su lado comprobé que, tras la victoria, no acepta otra cosa que la rendición incondicional del enemigo. Recuerdo ahora que en una ocasión, poco antes de que nos dispusiéramos a librar una batalla contra los godos, nos arengó a los jinetes a su mando con una encendida alocución en la que alegó que sólo había dos salidas a aquella situación: victoria o muerte —ratificó Giorgios.
La reina miró a sus dos generales.
Zabdas tenía cincuenta años; su barba y su densa cabellera, antaño completamente negras, estaban cuajadas de mechones grises, y los surcos del tiempo habían tallado profundas arrugas en su rostro atezado por el sol y el viento del desierto; mantenía buena parte de su legendaria fortaleza, pero sus músculos ya no eran tan resistentes como antes. En sus oscuros ojos todavía podía atisbarse un destello del imposible amor que seguía sintiendo por Zenobia.
Giorgios, a sus treinta y cinco años, estaba en la plenitud de su vigor, aunque las primeras canas comenzaban a perlar sus sienes; nunca se había dejado barba, ni siquiera durante las campañas militares en Mesopotamia y en Egipto. Sus ojos no podían evitar un destello de deseo cada vez que miraban el cuerpo de su amada.
—Vabalato y yo os debemos este reino; decidme, ¿qué puedo hacer?
—Tu destino es el nuestro, señora —asumió Zabdas.
—Sabes que haré cualquier cosa que me pidas —le dijo Giorgios.
—¿Tenemos alguna oportunidad de victoria ante un ataque de diez legiones de Roma? —demandó la reina.
Los dos generales guardaron silencio. Al fin, Zabdas habló:
—Sólo una, aunque muy remota: que el ejército de Sapor combata a nuestro lado.
—Sí, esa es nuestra única posibilidad —ratificó Giorgios.
—Quiero que vayas a Ctesifonte. He enviado a un mensajero para que tenga informado a Kartir, sumo sacerdote y el personaje más influyente en aquella corte. Te entrevistarás con él y con Sapor y les ofrecerás la firma de una alianza militar contra Roma. A cambio de ese tratado, compensaré a Persia con la entrega de las tierras de Mesopotamia hasta cincuenta millas al sur de Dura Europos —le dijo Zenobia.
—Eso significa renunciar a todas nuestras conquistas entre el Tigris y el Eufrates —intervino Zabdas.
—Pero a cambio de conservar todas las tierras entre el Eufrates y el Nilo, y la propia Palmira —replicó Zenobia.
—¿Sabéis que Arbaces me propuso matrimonio? Tal vez si lo aceptara como esposo sería más fácil esta alianza con el rey de los persas, aunque pasaría a ser una más de las esposas de su nutrido harén, tal vez la favorita, pero sólo una más. O incluso podría ofrecerme como esposa del propio Sapor. ¿Os imagináis? Todo Oriente unido otra vez en un único imperio, desde Alejandría hasta la India, el reino de Alejandro el Grande convertido en realidad de nuevo.
—¿No estarás hablando en serio? No consentiré…
—No te preocupes, Giorgios —Zenobia interrumpió al general ateniense, que se había alterado ante la idea de imaginar siquiera a Zenobia en brazos de aquel ufano sátrapa o en los del rey de Persia—. No lo haré…, aunque tal vez hubiera sido ese el modo más eficaz para quitarnos de encima a Aureliano.
Aquella noche Zenobia y Giorgios durmieron juntos en palacio; mientras ellos se amaban en las habitaciones de la reina, Yarai y Kitot lo hacían en las dependencias de los esclavos. Vabalato, el joven augusto de Oriente, dormía con placidez, ajeno al destino que se estaba forjando sobre el reino que algún día, como había ideado su madre, él debería gobernar.
Palmira, últimos días de 270;
1023 de la fundación de Roma
Pablo de Samosata, que pese a todos los líos que había originado se mantenía como miembro del Consejo Real aunque apartado de sus reuniones, estaba hecho un basilisco. Mogino, el obispo del principal y más numeroso grupo de cristianos de Palmira, había convencido a algunos de los seguidores del antiguo patriarca de Antioquía para que abandonaran su secta, y los había incorporado a la comunidad que seguía las enseñanzas del apóstol Pablo de Tarso.
Al de Samosata apenas le restaba una docena de fieles en Palmira, de modo que, desesperado y fuera de sí, se dirigió a la residencia de Mogino. El orfebre cristiano se encontraba en su casa de la calle del templo de Baal-Shamin. Aquel día los palmirenos celebraban la fiesta del solsticio de invierno, que festejaban con un gran banquete para conmemorar que a partir de esa fecha los días comenzaban a alargarse y las noches a acortarse.
Los cristianos también celebraban ese día; algunos de ellos lo habían considerado como el día del nacimiento de su hombre-dios Jesucristo y lo recordaban con la ceremonia llamada eucaristía, muy similar, aunque de modo más solemne, a la que organizaban todos los domingos, el día de la semana que dedicaban a rendir culto a Dios.
Pablo sabía que a aquellas horas, a finales de la tarde, los Cristianos trinitarios estarían reunidos en la casa de Mogino, su obispo, celebrando esa ceremonia ritual. Al frente de sus incondicionales enfiló la calle y se presentó ante la puerta del orfebre. Golpeó con fuerza las hojas de madera y lo conminó a que saliera.
Ante los reiterados golpes de Pablo, Mogino apareció con el rostro contrito y la mirada desafiante. El obispo de Palmira identificó de inmediato al que fuera patriarca hereje de Antioquía, lo que enervó notablemente su ánimo, y lo increpó:
—¡Qué escándalo es este! ¿Cómo osas interrumpir la cena del día del natalicio de Nuestro Señor?
—¡Malditos herejes! —clamó el de Samosata—. Habéis desvirtuado el verdadero mensaje de Cristo, habéis mancillado sus palabras con vuestras mentiras y habéis confundido a los hombres de buena fe. Yo os maldigo.
En ese momento los seguidores de Pablo sacaron de entre sus túnicas largas de invierno unas cachiporras de madera y se lanzaron sobre la puerta. Con el ímpetu con que la empujaron lograron derribar a Mogino quien, junto a su esposa Maroua, intentó en vano evitar el asalto. Los que estaban en el interior de la casa tardaron en reaccionar, y no lo hicieron hasta que se percataron de que estaban siendo atacados por los que consideraban una secta de fanáticos herejes.
Cada cual se armó con lo que pudo. A los golpes que lanzaban los seguidores de Pablo, enarbolando sus estacas, respondían los cristianos trinitarios utilizando banquetas, pebeteros y todo tipo de utensilios domésticos.
Sorprendidos por la barahúnda que se había formado, algunos vecinos salieron corriendo de sus casas y gritaron en demanda de socorro.
Una patrulla de tres diogmitai, los policías urbanos creados a imitación de los que existían en algunas ciudades de Grecia, no tardó en aparecer. Armados con sus largas varas, trataron de sofocar la trifulca, pero les resultaba imposible imponerse ante tanta ira desatada por los dos bandos de cristianos enfrentados.
El sargento de la patrulla ordenó a uno de los diogmitai que partiera en busca de ayuda. El policía marchó corriendo, atravesó la calle del templo de Baal-Shamin y salió a la gran calle de columnas por la que en ese momento paseaban Zabdas y Giorgios, que se dirigían a sus casas tras haber compartido una suculenta cena en la taberna de Bohra.
Al contemplar la alocada carrera del policía, lo detuvieron.
—¿Qué ocurre?, ¿a qué viene tanta prisa? —Giorgios sujetó por los hombros al policía, que identificó de inmediato a los dos generales.
—Ha estallado una monumental pelea en casa del orfebre Mogino, al final de esa calle. Son los cristianos; se están moliendo a palos unos a otros. Voy en busca de ayuda.
—Date prisa; nosotros acudiremos entre tanto a casa de Mogino —dijo Giorgios.
Los dos generales aceleraron el paso y a la carrera recorrieron la calle hasta que llegaron ante la casa del obispo de Palmira, que ambos ya conocían. Frente a ella se arremolinaban decenas de curiosos que intentaban escudriñar lo que ocurría en el interior, aunque con miedo a acercarse demasiado, pues varios hombres peleaban enconadamente armados con palos y estacas en la misma puerta. Escucharon gritos y chillidos y un enorme ruido, como si una banda de salvajes estuviera destruyendo aquel lugar.
Giorgios desenvainó su espada corta y cogió los pedazos de una banqueta a modo de escudo. Seguido por Zabdas, se precipitó al interior de la casa, apartando a varios de los que peleaban entre sí, y entró al patio.
En medio de la batahola, observó a Pablo de Samosata en pie sobre la mesa de piedra que hacía el papel de ara del altar en las ceremonias de aquellos cristianos empuñando una especie de cayado y gritando instrucciones a sus hombres para que propiciaran un buen escarmiento a los que no cesaba de llamar «heréticos». Tumbado en un rincón, con una herida abierta en la cabeza, yacía Mogino, sangrando en brazos de su esposa, que sollozaba desconsolada.
Giorgios se dirigió hacia ellos apartando a varios combatientes y se interesó por el obispo, que jadeaba de dolor consolado por Maroua, quien se afanaba en evitar con un paño que siguiera manando sangre de la herida.
—¿Qué ocurre aquí? —les preguntó.
—Ha sucedido de repente; ese demonio y sus alocados acólitos —Maroua señaló a Pablo— han irrumpido en nuestra casa y han comenzado a golpearnos sin mediar palabra.
Giorgios se incorporó y buscó con la mirada a Zabdas, que trataba de restablecer la calma interponiéndose, con grave peligro para su propia integridad, entre los que peleaban. Luego miró a Pablo, se dirigió hacia él y de un ágil brinco subió sobre la mesa.
El de Samosata, que se mantenía firme a pesar de sus setenta años de edad, lo miró asombrado. Giorgios lo sujetó con fuerza por los hombros y colocó la punta de su espada en el cuello del obispo herético:
—Ordena a tus hombres que detengan la pelea o te rebano la garganta aquí mismo —le dijo sin contemplaciones.
Las palabras del ateniense sonaron con la contundencia de una orden tajante y Pablo supo que iba en serio cuando sintió el cortante filo de acero en su cuello.
—¡Quietos todos! ¡Deteneos! —gritó el anciano alzando los brazos.
La voz de Pablo ya no era tan poderosa como en sus tiempos de gran dialéctico en Antioquía, y en el tumulto apenas se escuchaban sus palabras.
Zabdas percibió lo que ocurría, cogió por el pecho a uno de los seguidores del patriarca de Antioquía y lo estampó contra una pared. Se apoderó de su cachiporra y agitándola en el aire como un molinete, tal cual había visto hacer a Kitot en algunos combates, amedrentó a cuantos peleaban a su alrededor, que se detuvieron por un momento ante la formidable figura del general.
La voz de Pablo pidiendo que cesara el combate sonó entonces más nítida y cuando todos vieron a Giorgios sobre la mesa sujetando al de Samosata y con la espada amenazando su garganta, detuvieron la pelea.
Instantes después varios diogmitai entraron en el patio empuñando sus largas varas.
Zabdas se puso al frente de los policías, que acataron sus órdenes en cuanto lo identificaron.
—¡A la pared! Colocad a todos esos hombres de cara a la pared —ordenó Giorgios.
Los cristianos varones, incluidos algunos muchachos, fueron alineados de cara a las paredes del patio y mantenidos a raya por los diogmitai, aunque algunos protestaban y parecían dispuestos a continuar la pelea.
—Desenvainad las espadas y liquidad al que se resista —ordenó Zabdas tajante.
Aquel contundente aviso fue suficiente para que se apaciguaran los ánimos de los más exaltados.
Giorgios soltó a Pablo y volvió a interesarse por Mogino, al que ayudó a incorporarse.
Pablo hizo un amago para continuar la bronca, pero con la empuñadura de una espada que le había prestado uno de los policías, Zabdas le propinó en las costillas un tremendo golpe que dejó al todavía procurador doblado y sin aliento.
—Los culpables han sido ellos; nos atacaron de improviso, fueron esos bastardos herejes… —Mogino balbució algunos insultos todavía conmocionado por el golpe recibido en la cabeza.
—El tribunal decidirá sobre este asunto —decidió Zabdas, que ordenó que todos los varones mayores de edad fueran trasladados a prisión en espera de lo que se determinara.
El tribunal de Palmira, sólo dos días después de la pelea y a instancias de Zenobia, sentenció que Pablo de Samosata era el principal responsable del escándalo organizado el día del natalicio de Jesucristo. Acusado de alterar el orden en Palmira y de causar graves disturbios, fue depuesto de su cargo de procurador ducenviro, tuvo que pagar los desperfectos causados en casa del orfebre, además de abonar algunas indemnizaciones a los heridos en la pelea, y fue condenado al exilio.
Giorgios fue el encargado de comunicarle a Pablo de Samosata la sentencia; la reina Zenobia no quería volver a ver al responsable de uno de sus problemas.
—Te avisamos varias veces de que esto podría ocurrir, Pablo. La reina te ordenó que evitaras causar cualquier tipo de alteraciones, y no lo has hecho. Te has obcecado en imponer tus ideas al resto de la comunidad de cristianos y has desencadenado un grave conflicto en el peor momento para Palmira, justo cuando más necesitamos la unión de todos los habitantes de esta ciudad para afrontar la amenaza que se nos viene encima desde Roma.
—Yo sólo he pretendido que triunfe la causa justa, la verdad que nos enseñó Jesucristo, no las patrañas que han inventado esos herejes trinitarios.
—Pues te has equivocado de estrategia. No has dejado otra opción que expulsarte de aquí; y da gracias porque no te haya encarcelado. Si de mí dependiera, tus huesos se pudrirían en una mazmorra por mucho tiempo.
—Esos malditos herejes no han respetado mi dignidad de patriarca; no han dejado de insultarme y de acosarme —protestó Pablo.
—Debiste comportarte de otro modo; la reina no tenía otra alternativa ante la sentencia condenatoria del tribunal que expulsarte de Palmira —le anunció Giorgios.
—Quiero verla, ella lo entenderá —suplicó.
—Olvídate de eso. No quiere volver a verte. Tienes suerte de que te deje marchar con vida, pues lo que hiciste suele castigarse con la lapidación, de modo que agradécele su conmiseración y aléjate cuanto antes y lo más lejos que puedas de aquí; no vuelvas a poner los pies en esta ciudad, porque si lo haces, perderás la cabeza.
—Intercede por mí, general. Tú sabes que tengo razón, que los trinitarios son heréticos, que…
—Me importan muy poco vuestras discrepancias teológicas. Yo estoy al servicio de Palmira y de Zenobia y te aseguro que, si vuelvo a verte por aquí, tu pellejo no tardará mucho tiempo en confundirse con las arenas del desierto.
—¿Crees que he sido justa con Pablo de Samosata?
Zenobia acababa de hacer el amor con Giorgios, al cual se mantenía abrazada en el lecho bajo una cálida manta de suave lana. Aquella noche, la última del año romano, hacía frío, aunque el agua de las charcas no había llegado a helarse.
—Sí, lo has sido. Ese Pablo no era sino una constante fuente de problemas. Tipos como él no saben hacer otra cosa que complicar todo aquello en lo que se meten. El exilio ha sido la mejor solución a este caso —respondió el ateniense.
—Los cristianos andan muy alterados y cada día se muestran más hostiles a cuanto no esté conforme a sus creencias. En Roma y en otras grandes ciudades del Imperio se están negando a participar en las grandes ceremonias públicas y muchos condenan el culto al emperador, lo que les ha causado no pocos conflictos. Y pese a ello, y a que algunos han sido duramente represaliados, su número no cesa de crecer. Si es cierto lo que me han informado, ya son mayoría entre los legionarios que integran la III Legión Augusta, destinada en África; incluso algunos generales han mostrado en público su condición de cristianos y han hecho alarde de ello.
—Es verdad que su número crece rápido. Lo he podido comprobar en Damasco y en Alejandría, pero la mayor parte de sus integrantes procede de la gente más pobre de esas ciudades. Los esclavos reciben con gusto el bautismo porque su hombre-dios les aseguró que en la otra vida, en su paraíso, alcanzarán la libertad y la riqueza, y los pobres porque los cristianos más ricos los convencen con limosnas y con la promesa de que, si se convierten según su rito iniciático, algún día heredarán la tierra y sus frutos.
—Sus sacerdotes les prometen la liberación de la pobreza y de la esclavitud… en la otra vida, sí, pero tantas conversiones tal vez tengan algo que ver con la veracidad de su dios —supuso Zenobia—. Pero también son cristianos algunos ricos senadores de Roma y no pocos miembros del orden ecuestre.
—Supongo que en esos casos se trata de una moda pasajera o de una excentricidad a la que tan aficionados son algunos aburridos ricachones. En el fondo, su dios no es tan diferente al resto de los dioses. También se enfada con sus fieles y los premia o castiga según se porten con él.
—Asegura el filósofo Plotino que Platón y Aristóteles, tus ilustres conciudadanos, creían en un único dios, aunque no lo expresaron abiertamente en sus obras ni en sus enseñanzas para no ser condenados por ir en contra de las creencias de los dioses de Grecia. Yo misma he leído en uno de los Diálogos de Platón que ese dios único, al que nombra como el Uno, es quien ha engendrado el espíritu de los hombres, y Aristóteles creía que ese único dios era el que insuflaba el alma en la materia. Quizá sea ese dios el mismo al que ellos adoran.
—Atenas ha sido una ciudad de sabios, pero, a veces, los hombres sabios también se equivocan. En mi juventud allí asistí a lecciones de filosofía en una de las escuelas en la que se debatía constantemente sobre estas cuestiones, citando siempre como referencia a Platón y a Aristóteles, para continuar sus observaciones sobre la naturaleza de las cosas. Y en algunas tesis la opinión de los dos sabios era diferente, y aun contraria; por tanto, y siguiendo el razonamiento de ambos, uno de los dos estaba equivocado.
—¡Vaya!, siempre habías dicho que no entendías de filosofía y que sólo eras un soldado.
—Todos los atenienses nos hemos encontrado alguna vez con la filosofía, es inevitable. Aunque se han cerrado algunas y ya no son tan numerosas ni están tan frecuentadas como antaño, en mi ciudad todavía siguen existiendo varias escuelas a imitación de la Academia de Platón o del Liceo de Aristóteles, donde se puede aprender la ciencia de los antiguos; aún se conmemora todos los años con gran solemnidad una fiesta dedicada a Platón, en la que durante tres días se leen en público sus discursos y se celebran competiciones de oratoria y de retórica.
»Hasta los romanos han intentado imitar al gran Platón. ¿Sabes que el emperador Galieno pretendió reconstruir una villa abandonada en la región de Campania para fundar allí una ciudad para los filósofos?
—Sí, me lo ha contado Longino; la habrían llamado Platonópolis, en honor a Platón, y en ella imperarían las leyes que el filósofo ateniense planteó en su tratado sobre La República. Pero ese proyecto no se llegó a ejecutar y la ciudad de los filósofos jamás se construyó.
—¿Sabes? Nunca llegarán a entenderse —afirmó Giorgios.
—¿A quiénes te refieres? —quiso saber Zenobia.
—A los cristianos y a los filósofos, claro. Esos dos grupos de gente contemplan el mundo con ojos muy diferentes. Los cristianos jamás aceptarán que su religión sea tratada como una más y los filósofos no consentirán que se imponga la fe ciega de los acólitos de Jesucristo sobre la razón de sus conciencias y la lógica de sus deducciones. No existe acuerdo posible: la razón y la fe son irreconciliables, y llegará un momento en el que el mundo tendrá que optar por una de las dos.
—Ahora no pareces un soldado, y tampoco hablas como un soldado —dijo Zenobia.
—Entre tus brazos sólo soy un pobre enamorado que cuando está contigo suplica en vano a los dioses que no pase el tiempo para que nunca llegue el momento de tener que dejarte.
Giorgios apretó a Zenobia contra su pecho y la besó. Los ojos negros de su amada brillaban en la penumbra de la habitación y sus pupilas emitían destellos dorados, reflejos de las tenues brasas que se consumían en dos pebeteros.
A la mañana siguiente Giorgios debía partir hacia Persia para convencer a los sasánidas de la conveniencia de firmar un tratado de alianza y de colaboración militar contra Roma.
Pero, hasta entonces, toda la belleza del mundo estaba en sus manos.