Palmira, verano de 270;
1023 de la fundación de Roma
Aquella primavera Antioco Aquiles no regresó a Palmira. El que fuera socio del padre de Zenobia había recibido la encomienda de controlar con discreción el gobierno de Egipto, cuyo virrey era Anofles, el sumo sacerdote del templo de Apis en Alejandría.
Aquileo, el sobrino de Antioco, fue el encargado de informar a la reina de que ambos habían iniciado el viaje de vuelta a Palmira, pero al atravesar el delta del Nilo, Antioco había contraído unas fiebres malignas, tal vez por haber bebido agua encharcada, suponía el joven, y había fallecido tras varios días de lenta agonía.
Lo había enterrado en un hipogeo en una necrópolis de la ciudad de Pelusium, en el extremo oriental del delta, y había entregado un generoso donativo a los sacerdotes de un templo cercano para que realizaran varias ceremonias fúnebres por su alma.
Zenobia lloró la muerte de su padrino que, carente de hijos, en su testamento le legaba la mitad de su fortuna y dejaba la otra mitad a su sobrino Aquileo. Antioco Aquiles poseía una gran casa en el barrio ubicado en la zona posterior del santuario de Bel, de calles rectas y bien urbanizadas donde se asentaban algunas de las villas de los más ricos patricios de Palmira. La casa era amplia, con un gran patio central porticado al que se abrían varias habitaciones pavimentadas con mosaicos que representaban motivos mitológicos griegos. En el centro del patio, junto a una estatua en bronce del dios Hermes, el de los pies alados, protector del comercio y mensajero de las demás deidades del Olimpo, brotaba un chorro de agua de un caño de bronce que alimentaba un pequeño estanque.
Al recibir la herencia de Antioco, Zenobia dispuso que el cadáver de su padrino fuera recuperado de su enterramiento en Pelusium y trasladado a Palmira enseguida. Ordenó a Aquileo que regresara a Pelusium con varios empleados y que se encargara de ello. Puso a su disposición una escolta compuesta por una docena de soldados.
Entre tanto, las obras de refuerzo en la muralla sur estaban casi listas. Roma seguía sin reaccionar ante la declaración de independencia de Palmira y no daba señales de poder hacerlo. Su flota en el Egeo había sido aniquilada por Zabdas y Antioco ante el delta del Nilo el año anterior y no existía ninguna legión operativa completa y fiel a Roma en todo Oriente. Escuadrones de caballería enviados por Zabdas desde Damasco, Edesa y Apamea sometieron a la autoridad de Palmira las costas del sur de Anatolia; todas las provincias orientales del Imperio, salvo Grecia y Bitinia, en la costa norte de Anatolia, estaban bajo la soberanía de Zenobia, cuyo poder se extendía hasta las proximidades de la mismísima ciudad de Bizancio, en el estrecho del Bósforo.
Una nueva desgracia se sumó a lo que parecía el final irremediable del Imperio. Claudio II, triunfante en varias batallas contra los godos, pero que se había atascado en el transcurso de sus campañas contra los bárbaros en la frontera danubiana, enfermó de peste y murió. Los legionarios del limes del Danubio proclamaron de inmediato como nuevo emperador a Quintilio, hermano de Claudio. Estas noticias llegaron a Palmira apenas tres semanas después.
Las traían agentes al servicio del mercader Miami, un comerciante palmireno astuto y audaz que comerciaba desde hacía varios años a lo largo del curso del río Danubio y lo hacía por igual con los bárbaros que con los romanos. Carente de escrúpulos y dotado de una absoluta desvergüenza, se movía sin problemas en medio de las regiones más inestables del Imperio y gozaba de una especie de patente de inmunidad para comerciar con medio mundo en las condiciones más difíciles que pudieran imaginarse. Conocido de todos y amigo de nadie, Miami era un extraño individuo cuyas actividades comerciales eran consentidas por todos, que le dejaban hacer porque era capaz de suministrar a unos y otros cualquier cosa que necesitaran.
Por ello, Zenobia lo había convencido, ayudada por una buena bolsa de monedas de oro, para que actuara como correo e informador de Palmira de cuanto sucedía en las fronteras del Danubio, de manera que sus agentes podían transmitir en apenas quince días cualquier circunstancia que se produjera en el limes del norte, especialmente si se detectaban movimientos de tropas legionarias hacia el este. Para ello utilizaban los caballos más veloces, los barcos más rápidos e incluso palomas mensajeras que volaban con mensajes cifrados entre los puestos de los agentes que Miami tenía dispersos entre Asia y el Danubio.
—Si los romanos albergaban algunas esperanzas de recuperarse con ese tal Claudio, ya pueden olvidarlas. Venció en algunas batallas a los godos, pero murió de peste sin lograr ninguno de los propósitos que prometiera al ejército y al Senado. Las cosas siguen igual, o peor si cabe, para Roma. El Senado ejerció el poder imperial durante unas semanas la pasada primavera pero, al fin, las legiones del Danubio eligieron como nuevo emperador a Quintilio, hermano menor de Claudio, al que proclamaron augusto en una ciudad italiana llamada Aquileia; creían que tendría la determinación de su hermano, mas no tardaron en averiguar que era un pusilánime. Apenas duró poco más de dos semanas como emperador. Los mismos oficiales que le impusieron la púrpura lo depusieron al comprobar su incapacidad y, acobardado, se quitó la vida cortándose él mismo las venas, tal vez «ayudado» —Longino puso énfasis en esta palabra— por su médico, o al menos eso dicen que hizo al enterarse del nombre del nuevo emperador. Todavía no ha sido ratificado por el Senado, pero hace seis semanas, en la ciudad de Sirmio, el ejército ha nombrado como augusto a un tribuno de la VI Legión Gálica, un tal Aureliano…
—¿Aureliano? —Zenobia interrumpió a su consejero.
—Lucio Domicio Aureliano. Se trata de un soldado veterano y, al parecer, eficaz oficial de caballería… —intentó continuar Longino, de nuevo interrumpido, ahora por Giorgios.
—¡Lucio Domicio Aureliano! —se sorprendió el general griego.
—¿Lo conoces? —le preguntó Zenobia.
—Sí, y mucho. Fue mi comandante en uno de los escuadrones de los que formé parte en mis primeros años de servicio en la defensa de la frontera en el Danubio. Se trata de un soldado que alcanzó el rango ecuestre por méritos de guerra. Ha ocupado todos los puestos en el escalafón del ejército. Ha sido legionario, decurión, centurión, tribuno, prefecto, inspector de campo, general y comandante en jefe de la caballería imperial. Sabe bien, por tanto, qué significa el ejército. Además, lo considero un notable estratega, firme y decidido, un hombre educado en y para la milicia. A los jinetes que integrábamos su escuadrón de caballería nos obligaba a llevar siempre nuestras armas limpias y pulidas, «brillantes como el sol», nos decía, la ropa en buen estado y el calzado resistente y cuidado. Nos conminaba a no gastar nuestra paga en las tabernas ni con las prostitutas y no dudaba en azotar al soldado que causara el menor litigio en su escuadrón. Y no cesaba de hablarnos de los elevados valores que encierran la disciplina y la conducta recta. Sin ser todavía tribuno, ejerció ese papel en varias ocasiones, e incluso el de general de su legión, supliendo la ausencia de estos con eficacia y buen oficio. Recuerdo que en una ocasión, siendo vicario, sustituyó a un senador en su papel de tribuno; se trataba de Ulpio Critinio, al que se le tenía en gran estima porque se le consideraba descendiente del emperador Trajano. Por cierto, la hija de ese senador se convirtió en la esposa de Aureliano. Creo que, por una vez, los romanos han elegido bien a su nuevo emperador.
—¡Claro, Aureliano! —Zabdas terció de pronto—. ¿No lo recuerdas, señora? Sí, es aquel oficial romano que se presentó en Palmira, hará ahora unos diez años, para anunciar que el emperador Valeriano había sido capturado por los persas. Lo recibió tu esposo, y tú, señora, estabas presente. Odenato le dijo que tenía aspecto noble, y él respondió orgulloso que su padre fue legionario y su madre una sacerdotisa en un templo de culto al Sol en no sé qué provincia romana. Se mostró muy seguro de sí mismo y aseguró con firmeza que Roma solventaría todas las dificultades por las que atravesaba.
—Sí, ahora lo recuerdo; me pareció un tipo engreído, poco interesante. Hablaba con una cantinela cuartelera aprendida de memoria y recitaba su discurso como un mal actor —dijo Zenobia.
—Pues ese mal actor ha sido entronizado como dominus et deus —continuó Longino.
—¿Señor y dios? ¿Con esos dos títulos lo han proclamado emperador?
—Así es, mi señora. Con ello, los soldados han querido colocar a uno de los suyos por encima del resto de los mortales, dejando claro que quien manda en Roma es el ejército y que su destino depende de las legiones —aclaró el consejero real.
—Aureliano no ha nacido en Italia; es un ilirio, pero os aseguro que se comporta como el más leal de los patriotas romanos. Y pelea como un león; yo lo he visto combatir en numerosas ocasiones. Es un jefe que, además de batirse en primera línea con fuerza y valor, da ejemplo y sabe transmitir a sus hombres la voluntad y el carácter necesarios para alcanzar la victoria —añadió Giorgios.
—¿Es de familia ilustre? —preguntó Zabdas.
—No; su linaje es humilde, de manera que los cronistas oficiales de Roma procederán de inmediato a inventarse una genealogía que supla la humildad de su origen. No sé qué cuentos fabularán sus biógrafos oficiales, pero imagino que ignorarán que su padre fue un simple colono al servicio de un rico senador llamado Aurelio. Cuando lo conocí como comandante de caballería, entonces de servicio en la IV Legión, él decía haber nacido en Sirmio, la gran ciudad de Iliria, pero en realidad vino al mundo en una mísera aldea de la Dacia, al norte del Danubio.
—Ocurre a veces que hombres ilustres nacidos en humildes lugares de nombre desconocido dicen haber visto su primera luz en la ciudad más cercana, porque así se consideran de cuna más alta —comentó Longino.
—Yo mismo he oído a algunos griegos afirmar haber venido al mundo en Atenas cuando sus madres los parieron en pequeñas aldeas del Ática o de la Tesalia, y conocí a un centurión, que perseguía a cuantos muchachos se ponían a su alcance y que se jactaba de ser autor de versos ripiosos y horrendos, que aseguraba ser natural de la noble ciudad de Córdoba, en Hispania, la patria del filósofo Séneca, cuya presunta pose altiva y elegante pretendía imitar en vano, aunque en realidad había nacido en una perdida aldea de una rústica región perdida en las montañas del interior de esa provincia —dijo Giorgios.
—Sea cual sea su lugar de origen, lo cierto es que Aureliano está dispuesto a asentar su autoridad en Roma, contener las algaradas bárbaras en el Danubio y restituir el dominio del Imperio en Oriente —resumió Longino.
—Le enviaremos una embajada solicitando un tratado de paz —añadió Zenobia.
—¿Y si lo rechaza?
—No podrá hacerlo. Esta misma semana acuñaremos en Palmira, en Alejandría y en Antioquía una serie de monedas con el nombre de mi hijo Vabalato. ¿Qué leyenda sugieres que acompañe a su nombre, Longino? ¡Ah!, que sea una leyenda que moleste a los romanos, en latín, claro.
—¡Hum! —El consejero real torció el gesto—. Propongo que en una cara de la moneda esté impreso el rostro de Vabalato con la leyenda Vabalathus Vir Consularis Rex Imperator Dux Romanorum, con su busto laureado con diadema, y en la otra el de Aureliano con la leyenda Imperator. Con ello, Palmira reconoce a Aureliano como emperador en Roma, pero mantiene la defensa de la legalidad de Vabalato como emperador en Oriente, título tal cual se concedió por parte del Senado y el pueblo romanos a su padre Odenato.
—Así lo haremos —dijo Zenobia.
—No será suficiente. Aureliano no es un diletante como Galieno, ni siquiera un irreflexivo como Valeriano; el ilirio no compartirá el poder con nadie, te lo aseguro, mi señora —añadió Giorgios.
—¿Podremos soportar un ataque de Roma? —le preguntó Zenobia a Zabdas.
—Señora, Palmira es ahora más poderosa que nunca, y no estamos solos. Desde el Egeo hasta el Eufrates y desde el Ponto hasta el Nilo, decenas de ciudades, provincias y regiones os aclaman a ti y a tu hijo Vabalato como señores legítimos. Si ese tal Aureliano decide atacar Palmira, tendrá que vérselas con todo Oriente, y no creo que Roma esté en condiciones de hacerlo. No tendrá más remedio que dialogar y admitir nuestra propuesta —terció Zabdas.
—No estés tan seguro de eso, mi buen general —dudó Zenobia—. Egipto nos mostró su sumisión, pero si esos orondos sacerdotes que lo manejan a su antojo ven peligrar sus rapadas cabezas no dudo que tornarán su fidelidad a Palmira, la que ahora nos demuestran con tanta euforia, por la lealtad a Roma, y lo harán demostrando un entusiasmo similar. Y en cuanto a las ciudades…, todas ellas están en manos de egoístas aristocracias locales que sólo atienden a sus intereses inmediatos. Un Oriente unido, Zabdas, no existe, es tan sólo un sueño…
—Pero es el sueño de Zenobia —intervino Giorgios—. Tal vez tengas razón, mi señora, y las ciudades y pueblos de Oriente no se mantengan leales a Palmira si las cosas se tuercen y Roma regresa por aquí con sus legiones, pero tú eres la soberana de Oriente, y te obedecerán. No sólo eres Zenobia de Palmira, también eres Cleopatra de Egipto, Dido de África y Berenice de Palestina.
—Os lo agradezco; agradezco a todos que estéis a mi lado. Enviaremos esa embajada ante Aureliano y veremos qué responde. Entretanto, no descuidéis la defensa y manteneos alerta.
Durante las últimas semanas del verano y las primeras del otoño, Zenobia recorrió el norte de Siria y el sur y el este de Anatolia para someter a los gobernadores que, asustados ante la noticia del nombramiento del nuevo emperador de Roma, habían mostrado reticencias a la hora de acatar la autoridad de Palmira sobre las provincias orientales del Imperio.
Se desplazó con todos sus consejeros salvo Longino, que se quedó en Palmira. El historiador y consejero áulico Calínico Dutorio escribía las proezas de la reina y cómo, ante su presencia, se sometían regiones y ciudades enteras de Cilicia, Capadocia, Pamfilia y Galacia; Zabdas y Giorgios encabezaban el ejército y Nicómaco tomaba nota de los impuestos que las tierras sometidas deberían pagar a su nueva reina.
Sólo la región de Bitinia, en el norte de Anatolia, se negó a renunciar a su fidelidad a Roma, y las ciudades de la costa del Egeo, algunas tan ricas y poderosas como Mileto, Halicarnaso, Efeso o Pérgamo, se mantuvieron en una indefinida posición, sin mostrar acatamiento a Palmira pero a la vez sin declarar lealtad a Roma; sin duda, esperaban a ver qué decidía hacer Aureliano y hacia qué lado se decantaba el futuro.
Sobre su carro de guerra chapeado de láminas de plata, que conducía Kitot, Zenobia se desplazó por las calzadas construidas por Grecia y Roma, de ciudad en ciudad de Asia, hasta Ancyra, encabezando la caballería pesada y los regimientos de arqueros palmirenos que se presumían invencibles tras haber derrotado a los persas en Mesopotamia y a los romanos en Egipto.
Mientras el ejército de Zenobia ocupaba Ancyra, la ciudad ubicada en el centro de Anatolia, en la que confluían varios caminos, se recibió la noticia de que los sacerdotes del templo de Júpiter Hammon, en la ciudad de Bosra, en el norte de la provincia de Arabia, habían celebrado una ceremonia en la que habían rogado a los dioses que restablecieran en Oriente el poder de Roma y acabaran con la tiranía de la que denominaron «usurpadora de Palmira».
La reina Zenobia, en cuanto tuvo noticia de lo ocurrido en Bosra, ordenó al ejército regresar a Siria. A toda marcha, los generales Zabdas y Giorgios se presentaron en Bosra al frente de varios regimientos de catafractas y arrasaron el templo de Júpiter Hammon. Los sacerdotes que se habían rebelado fueron ejecutados; sus cuerpos se pudrieron al sol y sus restos los devoraron las alimañas.
Tras las conquistas de Egipto y de Asia y el escarmiento aplicado a los rebeldes de Bosra, Zenobia fue aclamada por todos como la reina guerrera y reverenciada como la soberana de todo Oriente. El sueño de Cleopatra y Marco Antonio si parecía ahora posible.
Palmira, principios de otoño de 270;
1023 de la fundación de Roma
Tras los triunfos en Asia Menor y Siria y la extensión del dominio del Imperio de Palmira a casi todas las provincias de Asia y de Egipto, la reina regresó a su ciudad sumida en una honda preocupación.
Los primeros meses del reinado de Aureliano habían constituido una serie de continuos desastres para Roma, pues el nuevo emperador, pese a su fama de belicosidad y dureza, había sido vencido por los yutungos, un pequeño pueblo bárbaro, en una batalla librada en el norte de Italia. Aquella derrota hubiera supuesto el fin de un efímero reinado para cualquiera, pero Aureliano había reaccionado bien y con nuevas tropas de refresco llegadas desde el Danubio se había tomado la revancha: en dos batallas consecutivas arrasó a esos molestos bárbaros, a los que casi eliminó como tribu tras ejecutar en una cruel masacre a todos los yutungos que capturó.
Repuesto tras sus victorias, había viajado a Roma, donde había tomado una decisión asombrosa.
—El emperador Aureliano ha ordenado levantar una muralla para proteger el caserío de Roma; rodeará todos los barrios de la ciudad y será la más fuerte jamás construida —anunció Longino ante el Consejo Real de Palmira, presidido por la reina Zenobia y por su hijito Vabalato.
El niño estaba sentado a la derecha de su madre y vestía el manto púrpura y la corona de oro de laurel propia de los emperadores.
—Tienen miedo —dijo Zenobia.
—Nosotros también hemos construido una muralla, mi señora… —alegó Zabdas.
—Nuestra muralla se ha levantado como defensa del Imperio frente a la amenaza de los persas; sus piedras constituyen el bastión de la civilización. La muralla de Roma es el muro del miedo. La capital del Imperio, desde que lo es, jamás se había protegido tras unos muros. Roma era la dueña del mundo y su carencia de defensas constituía un claro mensaje de que a nada ni a nadie temía. Pero ahora Aureliano ha hecho ver a ese mismo mundo que Roma está temerosa, que por primera vez no está segura de seguir siendo su dueña absoluta e invencible.
Zenobia estaba bellísima; vestía una túnica de seda amarilla bordada con encajes de piedras preciosas, regalo del rey Sapor I como presente por la firma del tratado de paz entre Persia y Palmira, y se había colocado sobre la cabeza la diadema imperial de oro, engarzada con enormes perlas y rubíes de la India. Giorgios la miraba embobado; ya no podía, ni siquiera en público, disimular la atracción que sentía hacia aquella mujer, que le había despertado una pasión tal que lo estaba consumiendo en silencio.
—Hay más. Aureliano ha actuado de manera muy generosa en Roma. Para ganarse a la plebe, siempre tan veleidosa, ha repartido enormes cantidades de carne de cerdo y de vino, subvencionando el precio de esos alimentos, ha cambiado la ración mensual de trigo que recibían los romanos por una ración diaria de pan y ha devuelto a Roma las espectaculares y grandiosas ceremonias del pasado. Ahora recibe a los embajadores y legados en su nuevo palacio, ubicado en los antiguos huertos de Salustio, donde ha ordenado que se planten unos extraordinarios jardines, y lo hace vestido de púrpura, con dos cohortes de la guardia pretoriana desplegadas ante el palacio imperial en un gran semicírculo, con sus oficiales más leales a caballo junto a él y todo lleno de estandartes e insignias con las águilas doradas de las legiones bordadas en oro en banderolas con los mástiles de plata —continuó Longino, que resumía el informe de los embajadores enviados a Roma, quienes acababan de regresar con la respuesta de Aureliano a la propuesta de paz de Zenobia.
—Quiere dar la impresión de que Roma sigue siendo poderosa —insistió Zenobia.
—Pero Aureliano ejerce la plena autoridad. Me informan nuestros embajadores que mientras ellos estaban allí, aguardando su respuesta, resolvió algunas revueltas utilizando el ejército de manera contundente. Si es necesario, es capaz de provocar un torrente de sangre, una buena muestra de su determinación.
—O de su crueldad —intervino Giorgios ante las palabras de Longino.
—En ocasiones, general, la crueldad es imprescindible cuando se ejerce el poder y se soporta sobre los hombros la responsabilidad del mando —afirmó Zenobia con absoluta frialdad.
Sólo Giorgios la entendió; le estaba diciendo que si no le permitía visitar su lecho con más frecuencia era porque ella se debía a Palmira y no estaba dispuesta a que el amor o cualquier otro sentimiento la desviaran de su misión y de su oficio. El ateniense apretó los dientes y maldijo para sí no haberse encontrado con aquella mujer en otro lugar, en otras circunstancias, tal vez, incluso, en otro tiempo.
—¿Cuál es la respuesta de Aureliano a nuestra propuesta de paz? —Zenobia ya la sabía, claro, pero le preguntó a Longino en voz alta delante de la corte para seguir el ceremonial, copiado en parte de la etiqueta de palacio de los persas.
—Nuestros embajadores no han logrado una firma en un decreto imperial, pero Aureliano les ha comunicado de palabra que Roma no tiene la intención de declarar la guerra a Palmira.
—Eso no es suficiente; necesitamos una firma en un tratado formal, no una mera declaración de intenciones.
—Pues no disponemos de esa firma, mi señora.
—En ese caso, deberemos prepararnos para la guerra —terció Giorgios.
Acabado el consejo, los generales Zabdas y Giorgios se dirigieron caminando hacia el cuartel general del ejército palmireno. Aquella mañana de otoño era muy calurosa. El sol, amarillo y ardiente, brillaba con toda su fuerza en un límpido cielo azul celeste. Por la tarde se esperaba la llegada de una gran caravana procedente de Ctesifonte, cargada con productos riquísimos de la India, China y las lejanas islas del Océano índico.
Zabdas se acercó a un puesto de comida abierto a la calle y adquirió dos empanadas de carne picada aromatizada con cardamomo, pimienta y salsa de sésamo. Pagó con dos piezas de cobre y le ofreció una de las empanadas a Giorgios.
—No tengo apetito —dijo el ateniense.
—Bohra cocina las mejores empanadas de carne de Palmira; deberías saberlo. Das un bocado y ya no puedes parar. No es necesario tener hambre para comer una de estas.
Zabdas le dio un buen mordisco a la suya y animó a Giorgios a hacer lo mismo con la propia.
—¿Qué tipo de carne es esta? —preguntó el ateniense.
—Cría de camello, la más sabrosa. Bohra macera durante tres días la carne en leche especiada y luego la soasa para que suelte la grasa sobrante antes de picarla, especiarla, empanarla y freiría en aceite puro de oliva. Así es como consigue que la carne quede jugosa y tierna por dentro y la pasta de la empanada crujiente por fuera.
—En una taberna de Atenas llamada Las delicias de Mnemosina, la madre de las nueve musas a la que dejó preñada Zeus, muy cercana precisamente al templo de Zeus Olímpico, servían unos pasteles semejantes. Los rellenaban con carne de cerdo mezclado con berenjenas, cebolla, ajos y varios tipos de hierbas aromáticas, tomillo, orégano y romero, y le añadían queso de cabra frito. Hace mucho tiempo que nos los pruebo, pero recuerdo todavía cuán sabrosos eran.
—Aquí no tendrían éxito; los árabes no comemos cerdo.
—Ya me he dado cuenta de eso; vosotros os lo perdéis. La carne de cerdo es sabrosa y nutritiva, y se aprovecha todo el animal. Los griegos preferimos el jamón, el lomo y el costillar, asados a fuego lento con hierbas, pero a los romanos les encantan la tetina frita en aceite y empapada de miel, las manitas deshuesadas, hervidas y rellenas con el hígado, las orejas y morros fritos y servidos con salsa de uvas y, sobre todo, los riñones, el corazón y los pulmones refritos con cebolla y ajos.
—El cerdo transmite muchas enfermedades; nosotros lo consideramos un animal inmundo.
Giorgios se encogió de hombros y siguió masticando su empanada.
—Aureliano no tardará en venir a por nosotros —soltó de pronto mientras contemplaba la sabrosa empanada, dorada y crujiente, recién frita en aceite de oliva.
—¿Crees que no lo sé? Hace meses que espero ese momento. En la embajada iba uno de mis informadores. En Roma averiguó por su cuenta lo que se estaba tramando y se enteró de que Aureliano no ha hecho sino intentar ganar tiempo para preparar un ataque a Palmira. Está retirando pequeñas unidades de algunas legiones de la frontera del Danubio y las está concentrando en el norte de Grecia. Sabe que ahora mismo no puede con nosotros. En las actuales condiciones, un ataque a Palmira resultaría un suicidio, pero sus agentes están tratando de cerrar acuerdos con magistrados de ciudades de Anatolia, Egipto y Siria para que, llegado el momento, se pasen de nuevo al lado de Roma y abandonen la lealtad jurada a Palmira.
—Su posición es débil.
—Todavía…, pero se refuerza por momentos. No tengo la menor duda de que cuando se considere lo suficientemente preparado vendrá aquí para reclamar su dominio sobre todo el Imperio. Tenías razón: Aureliano no está dispuesto a compartir con nadie el gobierno del mundo y hará todo cuanto esté en su mano por ser el único emperador. Me temo, amigo, que pronto regresaremos al campo de batalla.
—Somos soldados; la guerra es nuestro oficio y debemos estar preparados para ello. —Giorgios dio otro mordisco—. En efecto, ese Bohra cocina las mejores empanadas de Palmira.
—No tiene ningún secreto. Simplemente utiliza aceite de oliva sin mezclar con grasas sospechosas y lo cambia a menudo, carne fresca de camellos muy jóvenes y la cantidad oportuna de especias para que potencien el sabor pero no camuflen la frescura y la calidad. Sencillo.
—No todos los mesoneros lo hacen así.
—En Palmira, sí. En esta ciudad se come mejor que en ninguna otra parte del mundo. Aquí los hosteleros no te engañan, como suele ocurrir en otras ciudades. La carne de los rellenos es la que se pregona y siempre está en buenas condiciones; y si alguna pieza se estropea, se echa de inmediato a los perros.
Zabdas tenía razón. Los magistrados de Palmira velaban porque todos los productos que se consumieran en la ciudad, fueran o no alimenticios, estuvieran en unas condiciones excelentes. Palmira se había ganado a pulso su reputación de centro de comercio donde no había lugar para la estafa ni el engaño. Los oficiales del Concejo de la ciudad recorrían permanentemente tiendas y mercados para comprobar que nadie promovía fraudes ni en la calidad ni en la medida de las mercancías. De este modo los palmirenos se habían ganado la confianza como mercaderes honrados y serios en todas las partes donde comerciaban. Palmira era la ciudad más cara de todo Oriente, tal vez de todo el mundo, pero quien compraba en cualquiera de sus bazares podía estar seguro de que no lo habían estafado.
—¿Y cuándo crees que ocurrirá? —Giorgios dio el último bocado a la exquisita empanada y se chupó los dedos.
—¿A qué te refieres?
—Al ataque de las legiones romanas.
—Aureliano se ha consolidado en el poder y, por lo que me han contado, creo que se hará con toda la mitad occidental del Imperio. Calculo que eso le llevará dos años, tal vez tres a lo sumo; será entonces, con sus espaldas cubiertas, cuando venga a por nosotros. Además de un soldado arrojado y un luchador muy valeroso, está demostrando una notable habilidad política. Miami me ha enviado un mensaje en el que me informa de que uno de los usurpadores de la Galia, un tal Victorino, ha sido misteriosamente eliminado (sin duda la larga mano de Aureliano ha estado muy cerca de esa ejecución), y de que ha cerrado un acuerdo de paz con la tribu de los sármatas, que como bien sabes son muy buenos jinetes, por el cual dos mil miembros de ese pueblo han pasado a formar parte de la caballería auxiliar de las legiones V Macedónica y XIII Gemina. Si no me equivoco, sobre esas dos legiones está construyendo Aureliano la base del ejército con el que piensa recuperar Oriente.
—¿Crees que podremos con ellos?
Zabdas miró a Giorgios con cierto aire de resignación.
—He combatido codo con codo con los romanos y contra los romanos. ¿Recuerdas la batalla de Tebas durante la conquista de Egipto? Aquellos esforzados legionarios sólo eran dos cohortes y nosotros conformábamos una legión completa, con dos batallones de catafractas y varios regimientos con los mejores arqueros del mundo. Sabían que no tenían la menor oportunidad de victoria y, pese a ello, salieron a campo abierto, formaron la tortuga, nos plantaron cara y se dirigieron directos hacia una muerte segura.
—Ese día Kitot se bastó para abrir una buena brecha en aquella maraña de escudos y lanzas.
—Ese loco armenio… Debí haberlo crucificado allí mismo.
—Fue muy valiente y nos facilitó el camino a la victoria.
—Fue un insensato; pero sí, menuda fuerza tiene ese cabrón malnacido.
—Su actitud en esa batalla me recordó a la del gigante Ajax de Telamón, en algunos de los combates que Homero narra en la Ilíada, peleando ante las puertas de Ilion, aplastando troyanos con su maza de guerra…
—Una maza no; una lanza de madera de fresno y de bronce, esa era el arma que utilizó Ajax en la guerra de Troya.
—¿Has leído a Homero? —Se sorprendió Giorgios ante la precisión que le hizo Zabdas—. En una ocasión me dijiste que eras un soldado, y que los libros…
—Un general tiene que conocer tácticas de combate, y es en algunos libros donde se aprenden.
—Claro, claro…
—En cualquier caso, en la batalla siempre hay que obedecer las órdenes del general que la dirige. Kitot obró por su cuenta, y en esa ocasión tuvo éxito; Ajax también venció a los Troyanos pero luego enloqueció, decidió vengarse de los suyos y acabó matando vacas y ovejas creyendo que eran soldados aqueos, para luego suicidarse con su propia espada, clavándosela bajo la axila.
—¡Vaya, también has leído a Sófocles!
—En una ocasión asistí a la representación de una de sus tragedias en el teatro de Palmira y allí fue donde aprendí cómo se quitó la vida Ajax.
Palmira, mediados de otoño de 270;
1023 de la fundación de Roma
El cadáver de Antioco Aquiles, embalsamado al modo egipcio, fue enterrado al fin en la necrópolis sur de Palmira. El que fuera socio del padre de Zenobia no tenía familia y no se había preocupado de construirse una tumba en vida. Solía decir que nadie lo aguardaba más allá de la muerte y que, en consecuencia, él tampoco esperaba encontrarse con nadie.
Zenobia había enviado a Aquileo a buscar el cadáver a Egipto, y cuando lo trajeron a Palmira ordenó que lo inhumaran en la tumba familiar que había ordenado excavar Zabaii ben Selim, donde estaban enterrados los padres de la reina y sus hermanos pequeños, muertos al poco de nacer. Aquileo no se negó. Los restos de Antioco fueron colocados en un nicho cerca de la entrada de la tumba. Zenobia lloró ante la lápida que cubrió el sepulcro, en la que se podía leer una simple inscripción en griego y palmireno que decía: «Antioco Aquiles, de nación griega, reposa aquí. Amó a Palmira. Que la tierra le sea leve». Y recordó que en una ocasión, durante un funeral al que asistió en el valle de las tumbas, mientras los sacerdotes celebraban el ritual, Antioco Aquiles, al que nunca le había interesado qué había más allá de la vida, y, en consecuencia, ni se había molestado en prepararse una sepultura, le citó al oído una sentencia que el sabio griego Anaxágoras de Clazomenas pronunció a la vista de la inmensa y lujosa tumba del rey Mausolo de la ciudad de Halicarnaso: «Una rica tumba es la imagen de una fortuna petrificada». Aquileo, el sobrino del mercader, lloraba la muerte de su tío, pero la mitad de sus bienes llenaban ya su abultada bolsa.
Mientras regresaban a Palmira tras el sepelio del mercader, Zabdas y Giorgios comentaron el duelo de Aquileo.
—Me parece que ese joven no era sobrino de Antioco —supuso Giorgios.
—¿A qué te refieres? —le preguntó Zabdas.
—¿Viste u oíste alguna vez a Antioco hablar de mujeres?
—No…
—Nunca lo hizo, no estaba casado y no tuvo mujer alguna conocida; y por lo que sé, jamás visitó los burdeles de Palmira.
—Bueno, hay algunos hombres que han decidido ser célibes toda su vida. Tal vez era Antioco uno de ellos —dijo Zabdas.
—Creo que Aquileo era su amante, y que se inventaron esa historia del sobrino.
—¿Estás seguro?
—Sí, pero no puedo demostrarlo. Sé que vino reclamado por Antioco, y que lo hizo tras un viaje del mercader a las islas griegas del Dodecaneso. Allí debió de conocerlo. Pero ya no importa nada: Antioco está muerto y Aquileo posee la mitad de su fortuna.
—Es un hombre muy sereno y callado, parece incapaz de matar a un escarabajo.
—No te fíes. Estos tipos tan calmados llevan dentro una fiera que suele despertar en algún momento.