Montañas al oeste de Palmira, principios de primavera de 270;
1023 de la fundación de Roma
El invierno acababa de finalizar. Las noches se acortaban día a día y las mañanas no eran tan frías como en las semanas anteriores.
La partida de caza salió de Palmira al amanecer. La nacarada aurora palidecía en el horizonte oriental con un tono perlado. Giorgios imaginó que la diosa Eos seguía penando por la muerte de Orión y que sus lágrimas divinas provocaban esa luz lánguida y triste de los amaneceres del último mes del invierno, cuando la constelación del cazador luce con todo su esplendor.
Avanzaron durante dos jornadas por el camino de Emesa, descansando en pequeños oasis controlados por soldados palmirenos, a través de una amplia vaguada entre dos cordilleras paralelas, separadas entre sí por unas diez millas. En las laderas de las sierras podían verse algunas manchas que tiznaban de verde la inmensidad ocre de la tierra abrasada por el sol.
Tras las dos jornadas en marcha hacia el oeste giraron hacia el norte y buscaron un lugar propicio para acampar en las estribaciones de las montañas. Lo encontraron en una hondonada en la que había una charca de agua amarillenta que alimentaba unos pistacheros silvestres.
—Acamparemos aquí —ordenó Giorgios tras consultar con Zenobia.
Atardecía. Los últimos rayos de sol caían sobre el horizonte y se desparramaban por la llanura del desierto como las hojas secas de una palmera mortecina. Bandadas de aves volaban muy alto hacia el norte dibujando enormes puntas de flecha en el cielo despejado.
Desplegaron las tiendas y los pabellones y, una vez instalado el campamento, Giorgios se dirigió al de Zenobia. La reina estaba sentada a la puerta del pabellón real; contemplaba la serena puesta de sol, que teñía el cielo de bandas en color rojo oscuro, añil y púrpura.
—Mi señora, el campamento está montado y los turnos de guardia de noche distribuidos.
—Gracias, Giorgios. Ahora quédate a cenar conmigo.
—Te lo agradezco, pero debo revisar los puestos de guardia.
El ateniense ardía en deseos de estar con su amada, pero quiso demostrarle que no echaba en falta su presencia.
—No es un ruego: es una orden. Cumple primero con tu obligación y ven pronto; te espero.
Un golpe de sangre estalló en las sienes del general.
Cuando regresó ante su presencia los eunucos habían preparado la cena: excelentes buñuelos de harina de trigo y especias, un sabroso guiso de ave con salsa picante, vino rojo de Bosra y dátiles con miel.
—Te echo de menos —le dijo Zenobia tras apurar su copa.
—Siempre me tienes cerca; y sabes que en cuanto me llames acudiré a tu lado como un perrillo fiel.
—He organizado esta cacería para estar contigo aquí, en el desierto, fuera de Palmira.
—No era necesario, hubiera acudido a palacio…
—Allí soy tu reina y así me tratas; aquí quiero que me veas sólo como la mujer que amas.
Acabaron la cena y salieron del pabellón; había oscurecido por completo. Sobre sus cabezas titilaba una enorme estrella blanca y justo a su izquierda lucían las estrellas de una hermosa constelación.
—Capella y la constelación de Perseo, nuestro mayor héroe —señaló Giorgios—. El niño, nacido de la hermosa Dánae, fecundada por Zeus convertido en lluvia de oro, creció sin conocer su origen. Fue él quien mató a Medusa, la más horrible de las diabólicas gorgonas, de cabellera llena de serpientes, boca negra con enormes dientes y larga lengua, tan monstruosa que quien la miraba a los ojos quedaba convertido en estatua de piedra.
—Si no podía ver su rostro, ¿cómo pudo matarla?
—Atenea le regaló un escudo bruñido como un espejo y Perseo lo utilizó para ver el reflejo de Medusa; Hermes le proporcionó una hoz de diamante para cortarle la cabeza.
—Entonces todo solucionado: Andrómeda y Perseo se casaron y fueron felices.
—En el mundo que rigen los inmortales nada es tan fácil. Se casaron, sí, pero un antiguo pretendiente de Andrómeda se sintió relegado y se produjo una gran pelea en la que Perseo liquidó a sus contrincantes y se convirtió en rey de Argos, de Tirinto y de Micenas. Y ocupó un lugar relevante en el cielo; ahí. —Giorgios volvió a señalar la constelación.
—¿Está con Andrómeda?
—Pues no; está junto a Casiopea, la madre de Andrómeda. Es esa constelación de cinco estrellas en forma de montaña de dos picos. Casiopea conspiró para que asesinaran a su yerno y así poder entregar a su hija a quien a ella le conviniera.
—Tus dioses son crueles. Perseo está condenado a contemplar todas las noches a la culpable de sus desventuras.
Giorgios la estrechó entre sus brazos mientras la besaba y se imaginaba los momentos de placer que vendrían después.
Pasaron toda la noche juntos, amándose en el silencio del desierto, entre los cobertores de seda y lana primorosamente bordados por las mejores hilanderas de Ctesifonte.
La luz del sol los despertó arrumbados en el lecho, abrazados como dos palmeras solitarias que se inclinan una hacia la otra esperando el momento de rozarse.
—Mi único dios —comentó Zenobia ante los primeros rayos solares.
—Mitra, el dios de los soldados, de los guerreros —precisó Giorgios.
—Mitra, Zeus, Bel, Helios, Ra, Yarhibol… ¡Su nombre qué más da! Se trata del único dios, el que nos da la luz, el calor, la vida… Un solo dios, único, tolerante y bondadoso para con sus hijos; un dios que no siente odio, ni deseos de venganza, ni recela de los hombres; que armoniza el universo, que lo fecunda con su fuerza, que lo pacifica con su poder. En ese dios es en el que creo; el que me enseñó a venerar mi padre; el que mi familia adoraba en el santuario de Emesa, de donde procede mi linaje.
La voz reconocible de uno de los eunucos avisó tras una cortina de que el desayuno estaba preparado.
Zenobia lanzó una almohada contra esa cortina y ordenó que no volvieran a molestarla. Nadie lo hizo durante el resto de la mañana. Volvieron a hacer el amor mientras el sol calentaba la tierra y templaba el aire de aquella luminosa jornada.
A mediodía, Giorgios salió del pabellón real; se había aseado y lavado un poco con agua dentro de la tienda, pero sus ojos apenas pudieron resistir la luz del sol, que brillaba con fuerza en lo alto.
—Hoy no habrá cacería; tal vez mañana —le dijo a su segundo—. Informa a los hombres que la reina saldrá a cabalgar a media tarde, pero que no preparen las armas para la caza.
El lugarteniente de Giorgios lo saludó militarmente y se alejó envidiando a su jefe por haber pasado la noche con la mujer más hermosa del mundo.
Durante toda una semana cazaron poco y se amaron mucho; una noche, pese al peligro de las fieras, de las alimañas y de los animales venenosos que abundan en el desierto, se alejaron del campamento para amarse bajo la luz de las estrellas. Giorgios tomó la precaución de coger una manta y su espada de combate, pues había escuchado el lejano aullido de un lobo.
Zenobia estaba feliz como una niña a la que acabaran de regalar su primer vestido de seda bordado con encajes de hilo de oro. Salvo por volver a mecer en sus brazos a su hijo Vabalato, no sentía ganas de regresar; se encontraba a gusto en el desierto, al lado de aquel mercenario griego que la miraba y la amaba como si se tratara de una verdadera diosa, que le contaba leyendas de su tierra en las que los protagonistas eran héroes y dioses que sentían, amaban y sufrían como los seres humanos; le gustaba cómo la abrazaba aquel hombre, como si en sus manos tuviera la posesión más preciosa, pues la acariciaba con la tierna delicadeza que sólo el tremor de los dedos del enamorado es capaz de dibujar sobre la piel de la amada.
Zenobia era feliz y reía, y por una vez no le importó que los soldados de su escolta y que los eunucos del palacio supieran que se acostaba con un hombre que no era su esposo. Nadie volvió a acordarse de los dos osos que habían provocado que salieran de caza.
Palmira, primavera de 270;
1023 de la fundación de Roma
No hizo falta que sus informadores en la partida de caza se lo confirmaran para cerciorarse de que Zenobia y Giorgios habían pasado todas las noches juntos. Zabdas supo lo que había ocurrido en el desierto en cuanto la vio. Su rostro lucía diferente, igual de bello, más todavía si cabe pero, sobre todo, mucho más humano.
—¿Alguna novedad, general? —le preguntó cuando este acudió a recibirla a unas pocas millas al oeste de Palmira.
—Ninguna importante, mi señora.
—¿Hay noticias de Egipto?
—Esta semana ha llegado una caravana. Traía un mensaje de Antioco: Egipto permanece fiel a tu persona y Anofles se comporta con lealtad. En algunos templos de Tebas, de Menfis y de Alejandría han colocado estatuas con tu efigie y se te venera como a los dioses tradicionales. Hay quien dice que no sólo eres la nueva Cleopatra sino también la mismísima diosa Isis, y que Vabalato es la encarnación del joven dios Horns, el sol naciente.
—Y de Roma, ¿qué se sabe?
—He ordenado que me mantengan permanentemente informado desde los puestos de observación en la costa y en Anatolia, y no se atisba ningún movimiento de tropas romanas. El emperador Claudio sigue muy ocupado en evitar que los bárbaros penetren por la frontera del Danubio y se le cuelen en sus provincias del norte. ¿Y la caza, ha ido bien?
—Escasa. Esperemos que los dioses sean más generosos a comienzos del verano.
—Los sacerdotes del santuario de Bel han pedido que los recibas, señora; alegan que es muy urgente.
—¿Qué quieren?
—Creo que se trata de un asunto relacionado con los cristianos; parece que no les gusta el contenido de los discursos de esos clérigos barbudos. Denuncian que los seguidores de Cristo no cesan de insultarlos en sus sermones, que alientan a la gente a rebelarse contra los dioses de Palmira y que incitan a los palmirenos para que acaten la voluntad del que dicen que es el único y verdadero dios, el suyo, claro.
—Comunícales que vengan pasado mañana; los recibiré a mediodía.
El viejo y maleable Shagal había muerto. Elabel, el nuevo sumo sacerdote del gran santuario del dios Bel, era bajito y obeso. Había entrado al servicio del templo siendo un adolescente y había logrado convertirse en el gran sacerdote del principal de los templos de Palmira gracias a su tesón y a la enconada defensa que había hecho de la vieja religión de los palmirenos. Como el resto de sus colegas, llevaba el cráneo rapado y lo decoraba con una cinta verde de la que colgaba un camafeo de ámbar a la altura de la frente.
Zenobia no había puesto ningún inconveniente al nombramiento de Elabel como sumo sacerdote porque estaba convencida de que podría manejar a aquel individuo a su antojo, como antes hiciera con Shagal.
—Me dice Zabdas que has presentado ciertas quejas contra los cristianos; ¿de qué se trata?
—Mi reina… —Elabel se inclinó ante su soberana pero no se tumbó completamente boca abajo sobre el suelo, como ya hacían en las recepciones oficiales los súbditos de Zenobia, que la saludaban imitando el protocolo de la corte de Persia—. Un peligro muy grave acecha Tadmor: los cristianos.
Elabel hablaba con una impostada solemnidad, como si estuviese revelando el más importante de los secretos.
Zenobia sonrió con ironía.
—¿Estás seguro de que son un peligro tan temible?
—Sí, mi reina. Hace ya algún tiempo que andan difundiendo por la ciudad sus mentiras y sus embustes. Conspiran en secreto, como ratas escondidas que devoran poco a poco nuestras provisiones. Andan minando las bases de nuestras creencias, socavando el suelo bajo nuestros pies y denunciando que nuestros dioses son falsos.
—¿Tienes pruebas?
—Por supuesto. Hay decenas de palmirenos, honrados ciudadanos de Tadmor, que están dispuestos a declarar las maléficas intenciones de esa apestada secta de palestinos. Hemos descubierto su pérfida estrategia: primero quieren eliminar a nuestros dioses y sustituirlos por su hombre-dios para después establecer su propio reino en la tierra. Así lo predican en sus sermones.
—¿Cuántos son?
—Por el momento no muchos. Los hemos observado y hemos identificado a un centenar de acólitos. Se reúnen en casa de un orfebre llamado Mogino. Hace varios años, unos cuarenta según he podido saber, que utilizan la casa de esa familia de artesanos para celebrar sus demoníacos ritos. Allí adoran a su hombre-dios en unos diabólicos rituales durante los cuales afirman que beben su sangre y comen su carne. Dicen que el plato favorito en sus ceremonias es la carne de un niño, al que previamente han degollado y trinchado como a un pollo, rebozada en harina y frita en aceite. En esos sangrientos banquetes es donde conspiran contra los dioses de Tadmor y contra ti, mi señora.
—Conozco a algunos cristianos, Elabel. Uno de mis consejeros es Pablo de Samosata, jefe de su comunidad en Antioquía, aunque ahora reside aquí en Tadmor, y te aseguro que, a pesar de la vehemencia con la que suele expresarse en ocasiones, no lo imagino devorando a niños.
—Mi reina, te ruego que intervengas con contundencia contra los cristianos o todos lo lamentaremos; esas ratas no son de fiar.
—¿No confías en el poder de los dioses de Tadmor? ¿Crees que ese hombre-dios es más poderoso que Bel?
—¡No, claro que no! Cualquiera de nuestros dioses es más poderoso: el gran Marduk, regidor del universo, Bel, señor del mundo, Nebo, que rige la escritura y la sabiduría de los hombres, Malakbel, que fertiliza las palmeras y los cultivos, nuestros venerados Yarhibol y Aglibol, que rigen el día y la noche, Ashtar, que genera la hermosura…
—En ese caso, ¿por qué temes a un puñado de cristianos que rezan a un falso dios?
—Porque son como la carcoma, mi señora, como el veneno invisible que mata lentamente sin que la víctima se percate de que está siendo emponzoñada.
—Haré una cosa: visitaré ese templo cristiano, hablaré con el jefe de su comunidad e intentaré averiguar el peligro que suponen para Tadmor.
—Allá donde han establecido comunidades estables, los cristianos han provocado enfrentamientos y disturbios, han roto familias, han quebrado linajes y han alterado el orden natural de las cosas. Para evitarlo, algunos emperadores de Roma tuvieron que perseguirlos y acabar con los peores de ellos, y aun con todo aquí siguen entre nosotros, como una inevitable pesadilla.
—Déjalo en mis manos. Te prometo que haré todo lo posible para que no constituyan ningún problema.
El sacerdote de Bel se retiró calmado por las palabras de Zenobia, que hizo llamar de inmediato a Giorgios.
El general había salido al frente de un escuadrón de caballería a realizar algunos ejercicios ecuestres; sabía que Roma atacaría Palmira tarde o temprano y quería que sus hombres estuvieran preparados para la batalla que sin duda se produciría. Tardaron en localizarlo, pero al fin recibió la orden de que se presentara en palacio.
Sudoroso y lleno de polvo, apenas tuvo tiempo para asearse un poco en los baños de la gran calle, y se dirigió presuroso a Zenobia. Por cómo le comunicaron que se presentara ante la reina intuyó que en esta ocasión no iba a producirse precisamente un encuentro amoroso. Temió lo peor y supuso que el emperador romano ya había dado la orden de atacar Palmira.
Zenobia estaba risueña.
—He venido todo lo deprisa que he podido, mi señora. —Llamarla así se le hacía extraño tras los dulces días pasados junto a ella en el desierto—. ¿Ocurre algo grave?
—No según mi criterio, pero sí para el del nuevo sumo sacerdote del santuario de Bel.
—No entiendo…
—Se trata de los cristianos. Elabel, el sucesor de Shagal al frente del santuario, está convencido de que los seguidores de esa secta tratan de acabar con el reino de Palmira y me pide que actúe contra ellos.
El ateniense se sorprendió.
—Pero si son apenas un puñado, y creo que inofensivos.
—Y además están enfrentados. El grupo minoritario de Pablo de Samosata cree que el fundador de su religión fue un profeta, pero la mayoría de los cristianos cree que fue un dios. Quiero visitar a la comunidad de cristianos de Palmira, y deseo que me acompañes; eres uno de mis consejeros.
—Yo entiendo de caballos y de batallas, no de dioses. Tal vez Longino sepa…
—Quiero que me acompañes tú.
—Si es tu deseo…
Una escolta de doce hombres aguardaba en el patio del palacio a su reina. Giorgios había dispuesto a esos efectivos para acompañar a Zenobia hasta la casa del orfebre, que los cristianos utilizaban como centro de reunión para celebrar sus ceremonias religiosas. Él mismo sujetaba las riendas del carro real.
La señora de Palmira apareció en el patio vestida con una sencilla túnica blanca orlada con una cenefa de seda verde; se cubría la cabeza con una capucha y se tapaba el rostro con un velo de gasa, al estilo de la mayoría de las mujeres casadas de Palmira cuando salían de sus casas.
Giorgios se extrañó al verla arreglada de esa manera tan modesta y con el rostro cubierto, cosa que no hacía nunca.
—Iremos a casa del jefe de la comunidad de los cristianos caminando y sin escolta; ordena a estos hombres que regresen al cuartel.
—No puedo hacer eso; Zabdas no permite que corras el menor riesgo.
—Zabdas está bajo mis órdenes, y tú también. —Los ojos de Zenobia transmitían una determinación irresistible.
El ateniense se dirigió al comandante de la escolta y le indicó que se retirara con sus hombres.
—El general Zabdas me matará si lo hago —balbució el comandante con un gesto de temor en su rostro.
—Si te amonesta, di al general que se trata de una orden directa de la reina.
La escolta salió de palacio.
—Y ahora deja también tu espada y vayamos a ver a esos cristianos —asentó Zenobia.
—No puedo ir desarmado, Zenobia.
—De acuerdo, pero ocúltala bajo tu manto.
Mientras caminaban por la gran calle, algunos asombrados palmirenos creyeron reconocer, pese a la capucha y al velo, que era su soberana la dama que acompañaba al general de caballería, pero dudaron al comprobar que no llevaba escolta.
Recorrieron la gran avenida de columnas desde el palacio hasta la esquina de la calle que conducía hasta el templo de Baal-Shamin y contemplaron las estatuas colocadas en las peanas de las columnas; Palmira era la única ciudad que honraba y reconocía de esta manera a sus ciudadanos más ilustres.
Ya en la calle del templo de Baal-Shamin, un dios local al que los mercaderes griegos rendían culto identificándolo con Zeus, pasaron frente a su fachada de cuatro columnas monolíticas, ante la que se abrían dos plazas porticadas con los fustes repletos de esculturas de personajes ilustres de Palmira, todos ellos esculpidos vistiendo con la toga aristocrática. En el frontón destacaba una gran águila dorada, el animal con el que se representaba a esta deidad, con las alas desplegadas, bajo las cuales estaban el sol, la luna y las estrellas; en sus dos garras portaba una espiga de trigo y un rayo.
—Zeus —asentó Giorgios señalando la escultura del águila.
—No. Baal-Shamin, el Señor de los Cielos —lo corrigió Zenobia—. Los mercaderes griegos vienen a este templo porque, como te ha ocurrido a ti, Baal-Shamin les recuerda al padre de sus dioses.
Muy cerca estaba el templo de Nebo, dios palmireno al que los griegos asimilaban con Apolo, adonde en esos momentos se dirigía una pequeña procesión de fieles encabezada por una pareja de jóvenes esposos que reclamaban la protección de esta divinidad para el hijo que estaban esperando.
Casi al final de la calle, junto a la muralla de Odenato y no muy lejos de la puerta norte, estaba la casa del orfebre Mogino.
—Si mis espías no me han informado mal, hoy es el día en que los cristianos celebran su principal ceremonia semanal; es curioso, se trata del dedicado al sol. La llaman «eucaristía», en idioma griego, y en ella se convencen de que comen la carne y beben la sangre de Cristo, su hombre-dios, aunque en realidad se limitan a beber vino y comer pan.
—¿Saben de tu visita? —preguntó Giorgios a su reina.
—No; pretendo darles una sorpresa.
La casa de Mogino era una amplia vivienda de dos plantas organizadas en torno a un patio central. Su dueño poseía un taller artesano famoso porque labraba unas piezas excelentes, especialmente de plata, aunque también trabajaba con oro y bronce. Era descendiente de una familia de orfebres de la ciudad griega de Efeso, en la costa de Anatolia, que se había trasladado a Palmira hacía más de dos siglos, cuando esa ciudad sufrió un terremoto que estuvo a punto de destruirla por completo. Convertidos por san Pablo, todos los miembros de la familia seguían desde entonces ciegamente las enseñanzas del apóstol.
Mogino era el jefe de la más numerosa de las cuatro comunidades cristianas de Palmira, compuesta por una veintena de familias, algo más de cien personas en total. Esta comunidad creía en la Trinidad y consideraba que Cristo era el mismo Dios que se hizo hombre y murió en la cruz para salvar del pecado a toda la humanidad. La segunda en número de seguidores, con unos treinta fieles, seguía los dictados de Pablo de Samosata. Había un par de grupos más que se reunían alrededor de santones que discrepaban de las dos sectas mayoritarias en pequeñas cuestiones rituales y teológicas. Todas ellas estaban enfrentadas y no se soportaban en tanto se acusaban mutuamente de tergiversar el verdadero contenido del Evangelio y de alterar a su conveniencia el auténtico mensaje de Jesucristo, del que cada uno de los cuatro grupos se sentía legítimo intérprete.
—Creo que es esta casa, según me han informado. —Zenobia señaló la puerta de un edificio que tenía dibujada una jarra con dos asas sobre la puerta.
—¿Qué hacemos?
—Llama.
La puerta estaba cerrada y el general dio dos fuertes palmadas sobre la madera. Nadie respondió, de modo que volvió a golpear, ahora con más contundencia todavía.
—¿Quién llama a esta casa? —se oyó preguntar a una voz desde el interior.
Giorgios miró a Zenobia demandando una respuesta.
—La reina —se limitó a musitar Zenobia, para que sólo lo oyera Giorgios, a la vez que le indicaba con la mano que amplificara su respuesta.
—La reina de Palmira —respondió el ateniense con tono rotundo.
Tras unos instantes en silencio, la puerta se abrió apenas un palmo y una asustada cara masculina se asomó al exterior. Los ojos de aquel rostro se abrieron como dos lunas llenas cuando comprobaron que en la calle, frente al portal, aguardaba en pie la reina Zenobia, que se había descubierto la cara y se había retirado la capucha de la cabeza, y a su lado el general griego que dirigía la caballería acorazada palmirena. No había nadie más, ningún soldado armado, ningún criado, sólo algunos paseantes que atravesaban la calzada presurosos en dirección a sus faenas.
—Se… señora… ma… majestad… —El hombre que había abierto la puerta estaba tan asombrado que apenas podía articular palabra.
—¿Eres el dueño de esta casa? —preguntó la reina.
—Sí, sí… Mi nombre es Mogino, soy orfebre.
—Yo soy Zenobia, reina de Tadmor; me acompaña Giorgios de Atenas, general de mi caballería. ¿Podemos pasar?
—Bueno, en estos momentos mi casa no es…, me refiero a que estamos celebrando una fiesta…
El orfebre estaba completamente atorado.
—¿Y no te gustaría que tu reina participara de ella?
—No se trata de una fiesta familiar, sino de una… ceremonia religiosa, mi señora.
Mogino temblaba como si estuviera aterido de frío.
—No estás cometiendo ningún delito; en mi reino están permitidos todos los cultos.
—Claro, claro, pasad, mi señora, general…
Mogino abrió la puerta e inclinó la cabeza ante la reina. Luego se asomó al exterior, volvió a comprobar que los dos visitantes estaban solos y cerró tras él.
En el patio de aquella casa había unas ochenta personas. Uno de los laterales se había abierto incorporando al patio una amplia zona cubierta que en su día debió de ser un almacén o tal vez una cuadra. Allí se había colocado una mesa de altar cubierta con un paño, a modo de lugar presidencial.
Los asistentes a la ceremonia se abigarraban por todo el espacio disponible, orientados hacia el altar. Cuando Mogino les anunció que aquella hermosa mujer era la reina Zenobia, un sentido rumor se extendió por todo el patio.
Una dama de elegante presencia, vestida con una túnica azul y con el cabello cubierto por un velo blanco, se acercó hasta ella.
—Mi nombre es Maroua, señora, soy la esposa de Mogino. Sé bienvenida a esta humilde casa, y tú también, general.
—Me ha dicho tu esposo que estáis celebrando una fiesta, ¿podemos participar en ella?
—Somos cristianos, señora. Se trata de la eucaristía; sólo los cristianos podemos…
—No pretendo molestaros.
—Venid, señores; acomodaos aquí. Mi marido estaba a punto de consagrar el pan y el vino.
—Te lo agradecemos.
Maroua acompañó a Zenobia y a Giorgios hasta un banco y les indicó que se sentaran.
—Puedes continuar con la eucaristía —le dijo a su esposo.
Mogino se colocó una estola sobre los hombros y un pañuelo sobre la cabeza y se situó detrás de la mesa del altar, sobre la que había una gran hogaza de pan recién horneado, una jarra de vino y una copa de plata.
Pronunció unas palabras rituales de espaldas a los asistentes, luego se volvió hacia ellos, alzó los brazos y rezó una oración. A continuación tomó la hogaza de pan, la bendijo dibujando en el aire con su brazo la señal de una cruz, y dijo:
—Tomad y comed, este es el cuerpo de Jesús, nuestro Dios, que se hizo hombre y habitó entre nosotros.
Y la partió en pedacitos que se fueron distribuyendo entre todos los asistentes al ritual.
Después alzó la copa, en la que había vertido el vino de la jarra, lo bendijo y añadió:
—Bebed todos de ella, porque esta es la sangre de Cristo, la sangre de la alianza que se derramó por todos para el perdón de los pecados.
El sacerdote bebió un sorbito y pasó la copa para que los demás hicieran lo propio.
Fue entonces, mientras Giorgios observaba cómo pasaba aquella copa de mano en mano, cuando reparó en las paredes del patio y del cobertizo. Se percató de que estaban completamente cubiertas con pinturas al fresco en las que se representaban las historias que se relataban en el libro sagrado de los cristianos. En todas las pinturas aparecía la misma figura: un hombre barbudo en la plenitud de la edad, vestido con una túnica al estilo de Palmira, al que en una de las escenas se le veía caminar sobre las olas del mar, en otra dirigirse a una multitud de fieles, en otra cargar con una cruz y en la que estaba tras el altar aparecía crucificado, con una corona de espinas sobre la cabeza, y un letrero sobre la cruz con una inscripción de cuatro letras en griego: «INRI».
Zenobia había seguido la eucaristía con atención. Al finalizar el ritual, Mogino se persignó y se quitó la estola y el pañuelo, que besó antes de plegarlos cuidadosamente y recogerlos.
—¿Esto es todo? —preguntó Giorgios sorprendido por la sencillez de la ceremonia.
—No lo sé —se limitó a responder Zenobia.
—Hemos acabado la eucaristía, señora. Ahora comeremos todos juntos para festejar el día del Señor. Estáis invitados a nuestro banquete —les dijo Maroua.
—Te lo agradecemos.
—Acompáñame, señora.
Zenobia y Giorgios fueron ubicados en el lugar preferente, junto a Mogino y Maroua. En unos instantes varios hombres prepararon unos tableros y unos bancos y las mujeres sacaron de la cocina fuentes de barro repletas de cordero guisado con salsa de hierbas y hortalizas hervidas, hogazas de pan, bandejas de frutas confitadas y pasteles de harina fritos en aceite de oliva, rellenos de pistachos, dátiles y almendras, y jarras de vino rojo del valle del Orontes.
—Dicen algunos sacerdotes de Bel que pretendéis acabar con los dioses de Palmira. ¿Es eso cierto? —le preguntó Zenobia a Mogino.
El obispo, pues ese era el cargo eclesiástico que ostentaba Mogino, estaba masticando un pedazo de cordero y al escuchar la pregunta de Zenobia casi se atragantó.
—Humm…, señora, nosotros…, pretendemos adorar a Dios en paz.
—Pero no admitís que pueda haber otros cultos.
—Dios es único, señora, no hay otro dios, no existen otros dioses.
—Pero si no estoy mal informada, vosotros creéis en una tríada de divinidades, ¿no es así?
—¡Oh, no! Eso es una calumnia que han inventado herejes como Pablo de Samosata y sus tercos seguidores. Los verdaderos cristianos creemos que Dios es uno y trino a la vez. Un único Dios pero Tres Personas distintas, dotadas de la misma naturaleza divina, porque fue Dios mismo quien se hizo hombre en la persona de Jesús, a quien engendró María, para habitar entre nosotros, en tanto el Espíritu nos acompaña para protegernos del mal y guiarnos en las tinieblas. Ese es el verdadero mensaje cristiano.
—Pues los seguidores de Pablo de Samosata sostienen lo contrario: aseguran que sois vosotros los que habéis inventado un nuevo cristianismo y los que habéis alterado la doctrina del fundador, de ese tal Jesús, al que habéis convertido en un dios cuando sólo fue un hombre.
—Pablo de Samosata es un adefesio —afirmó Mogino.
—¿«Adefesio»? ¿Qué significa esa palabra? —demandó Zenobia.
—Es una expresión que utilizamos para calificar a los que no dicen sino disparates y despropósitos. Este término proviene de la carta que el apóstol Pablo de Tarso dirigió a los efesios, los habitantes de la ciudad de Efeso, ad efliesios en latín, en la que les exhortaba a desterrar la mentira y a comportarse como sabios y no como necios.
»La Iglesia de Cristo, mi señora, es la integrada por sus fieles y a ellos nos debemos los que hemos sido designados como obispos para regirla. Pablo de Samosata actuó en beneficio de sus intereses particulares y en contra de la fe verdadera, y por ello fue condenado como hereje y apartado de su ministerio como patriarca de Antioquía.
—¿Sabes que Pablo es uno de mis consejeros y procurador ducenviro de Antioquía?
—Sí, mi señora, claro que lo sé, pero esa circunstancia no me impedirá que manifieste la verdad.
—Aunque te cueste la prisión por hablar así de un consejero real.
—El apóstol Pablo nos enseña en sus epístolas que la verdad nos hace libres; prefiero morir con la verdad en mi boca y en gracia de Dios a vivir hundido en la mentira y en la falsedad al margen de la verdadera Iglesia.
—Algunos cristianos han sido condenados a muerte por sus aseveraciones.
—Sí, sabemos que en Roma, en Cartago, en Alejandría y en otras ciudades de África, Hispania, la Galia e Italia han sido ejecutados, a veces tras crueles tormentos, algunos hermanos cristianos; los tribunales romanos los han condenado como delincuentes, pero nosotros los consideramos mártires porque su sangre es la fértil semilla que hará brotar legiones de nuevos creyentes que engrosarán las filas de nuestra Iglesia. Por cada uno de nuestros mártires que muere en las arenas de un anfiteatro o de un circo, son decenas los nuevos cristianos que se incorporan a nuestras comunidades.
—De modo que si mueres por Cristo, te conviertes en un mártir y contribuyes a la extensión de lo que llamáis la Iglesia.
—Así es, mi señora. El mártir es un testigo de Cristo y con su ejemplo siembra y engrandece nuestra fe, pero con su muerte alcanza la santidad y el Paraíso, donde goza de la felicidad suprema ante la presencia eterna en el seno del Señor Nuestro Dios.
—¿En eso consiste vuestro cielo y vuestra felicidad, en admirar eternamente a vuestro dios?
—Sí, pues no existe mayor satisfacción que contemplar Su hermoso rostro por toda la eternidad.
—¿Crees que merece la pena morir por eso?
—Por supuesto, señora; todos los cristianos lo creemos, estamos convencidos de ello.
—¿Y qué ocurre con los que no van a ese cielo? —preguntó Zenobia.
—Los impíos arderán en el fuego del Infierno, en la gehena, y sufrirán para siempre los más terribles tormentos.
—Vuestro dios parece más cruento que los dioses de Palmira.
—Dios es amor y perdona los pecados cometidos en la Tierra por sus fieles, a los que colocará a su derecha en el Juicio Final y en el Paraíso por toda la eternidad. Pero también es justo, y por ello condenará al fuego eterno a los que lo nieguen y a los que no cumplan sus mandamientos, los revelados por los profetas, los apóstoles y los evangelistas.
Mogino parecía convencido de lo que estaba diciendo, y hablaba de Dios con los ojos muy abiertos, como iluminado por una especie de arrebato místico. Su voz ya no temblaba ante la reina y sus palabras fluían con la firmeza y la seguridad de quien está convencido de tener la posesión de la verdad. Su esposa Maroua lo miraba arrobada, con los ojos serenos de la mujer que admira al hombre con el que ha decidido compartir toda su vida. Entre tanto, Giorgios aparentaba escuchar con atención la conversación entre la reina y el obispo, pero en el interior de su cabeza sólo había sitio para imaginar cuándo sería la próxima vez que le haría el amor a Zenobia.
Mediado el banquete, unos golpes sonaron en la puerta de la casa; una voz potente y plena de autoridad conminaba a que la abrieran inmediatamente. El jefe de la comunidad cristiana fue avisado de la presencia del general Zabdas, que amenazaba con derribar la puerta si no la abrían al instante.
Zenobia se dirigió al atrio, pidió que abrieran la puerta y se asomó a la calle. Zabdas estaba plantado en medio de la calzada, equipado con la coraza y el casco de combate, la espada en la vaina, con los dos pies bien asentados en el suelo, las piernas abiertas y los brazos en jarras. Su rostro mostraba una mezcla de enfado y preocupación. A su lado se habían desplegado medio centenar de soldados.
—Mi buen Zabdas, ¿a qué viene este escándalo? Tadmor es una ciudad tranquila y sus ciudadanos desean que así lo siga siendo. ¿Por qué esta alteración?
El general se quedó pasmado ante la serenidad de la reina.
—Mi señora, la escolta que tenías asignada regresó al cuartel y, en fin, yo pensé que había algún problema…
—Mis amigos Mogino y Maroua, los dueños de esta casa, me han invitado a comer. Me acompaña el general Giorgios; él es mi escolta. Puedes retirarte tranquilo a tu casa, general. Yo deseo acabar el banquete.
—Sí, mi señora, pero dejaré a la puerta media docena de hombres por si necesitas alguna cosa.
—Hazlo si así te sientes más confortado, pero aquí no corro ningún peligro.
Zabdas llenó sus pulmones de aire, saludó a su reina inclinando la cabeza y, de mala gana, ordenó a sus hombres que lo siguieran, dejando a seis de ellos custodiando la entrada de la casa del obispo de los cristianos palmirenos.
Atardecía cuando Zenobia decidió regresar a palacio. Tras el banquete, los cristianos habían cantado salmos e himnos de un libro que decían que había sido escrito por el rey judío Salomón, el que fuera considerado como el más sabio de los hombres. Uno de los cristianos aseguró que el gran santuario de Bel en Palmira era una copia exacta del templo que Salomón había ordenado construir en la ciudad sagrada de Jerusalén y que fuera destruido por los asirios hacía casi mil años, y que muchas de las tradiciones de Palmira estaban basadas en la colección de las antiguas escrituras sagradas que veneraban tanto los judíos como los cristianos.
Zenobia y Giorgios se despidieron de los dueños de la casa con afecto y saludaron a los soldados del retén, que se pusieron de inmediato a sus órdenes.
—La reina desea regresar a palacio; dos de vosotros id por delante y los demás seguidnos a una distancia prudente —les ordenó.
—No creo que se coman a los niños —comentó Zenobia mientras enfilaban la calle perpendicular a la gran avenida.
—¿Cómo dices?
—Que estos cristianos no parecen peligrosos, sus ritos y creencias son muy simples; salvo ese intrincado enigma que llaman la Trinidad.
—Los sacerdotes de Bel opinan que son una amenaza para Palmira y si las cosas se complican no dudarán en incitar a la plebe para que les causen dificultades.
—Sobre todo si confunden Palmira con sus intereses particulares. Iré a apaciguar los ánimos de los sacerdotes del santuario de Bel; están muy nerviosos por lo que creen una feroz competencia de los cristianos.
Siguieron caminando, cada vez más despacio conforme se iban acercando a palacio, como si ninguno de los dos quisiera llegar a su destino para no separarse del otro.
El inmenso recinto de piedra ocre enfoscada y pintada en colores intensos del santuario de Bel se recortaba rotundo en el cielo azul purísimo de Palmira. La reina había enviado un mensaje a su sumo sacerdote, el taimado Elabel, para avisarlo de que se disponía a visitar el templo.
El pequeño sacerdote la aguardaba bajo el inmenso pórtico de ocho columnas rematadas con capiteles tallados según el estilo de Corinto. Había sido construido a instancias de Tiberio, el segundo emperador de Roma, quien así había querido plasmar la estrecha alianza entre el Imperio y las tribus árabes del desierto sirio. Había sido levantado en el centro de lo que hasta entonces no era sino una modesta aldea de casas de adobe y de barro. Su traza era obra de un arquitecto de origen griego procedente de Antioquía, que lo había construido siguiendo modelos griegos, sirios y romanos, intentando crear un edificio que fuera la síntesis de lo que pretendía significar la entonces nueva ciudad de Palmira.
En torno a ese santuario, e imitando sus formas arquitectónicas y su magnificencia, fue creciendo la ciudad, que unos pocos años más tarde ya se había convertido en la más opulenta de todo Oriente.
Todas las paredes estaban decoradas con elementos ornamentales en forma de hojas de palmera, de acanto, de piñas y de otro tipo de plantas y de motivos geométricos, modelos de los que otros arquitectos y escultores habían cincelado en las fachadas del resto de edificios. Aquel complejo tan vasto se había construido en apenas trece años, lo que todavía se recordaba como muestra de la grandeza y el poderío de la Roma de los primeros césares.
Precedido por dos jinetes que portaban los emblemas reales de Palmira, el carro de Zenobia apareció ante el pórtico del santuario; lo conducía Kitot, equipado con armadura y casco de estilo griego que lo hacían parecer el mismísimo Aquiles revivido. Zenobia iba a su lado, vestida con una túnica púrpura y adornada con sus mejores joyas, entre ellas el sorprendente broche de oro y lapislázuli en forma de caracol, y se tocaba con su casco de ceremonia en plata sobredorada rematado con las dos plumas de halcón.
Tras el carro, sobre dos poderosos caballos de guerra, cabalgaban los generales, Zabdas y Giorgios, con armaduras doradas y cimeras rematadas con garras de león el palmireno y de águila el griego, y, por fin, un destacamento de soldados y una carreta con presentes para el santuario.
—Sé bienvenida a la morada de Bel, mi reina. —Elabel se inclinó ante Zenobia, que subió los peldaños de la escalinata del pórtico de dos en dos.
El resto de los sacerdotes se tumbó en el suelo y Elabel, contra su deseo, se vio obligado a hacer lo mismo. Al sumo sacerdote no le gustaba que la soberana de Palmira fuera venerada como lo hacían los persas con sus reyes, y que ante su presencia todos los hombres tuvieran que tumbarse en espera de que se les concediera permiso para incorporarse. Elabel creía que una adoración semejante debería quedar reservada para honrar a los dioses inmortales.
—Te traigo algunos regalos. —Zenobia alcanzó con extraordinaria agilidad el último de los escalones; tras ella iban los dos generales.
Unos esclavos portaban cajas cargadas de piezas de seda, copas de plata y candelabros y pebeteros de bronce que entregaron a los sacerdotes, a los que Zenobia había autorizado a ponerse en pie.
La comitiva entró en el recinto, atravesó el patio y se dirigió al sancta sanctórum.
—Hemos colocado los ídolos de los dioses Arsu y Azizu en un lugar preferente del santuario, ahí mismo. —Elabel señaló a la izquierda del templo donde había dos nuevos pedestales con las estatuas de esos dos dioses montados respectivamente sobre un camello y un caballo—. Te pedimos autorización para erigir a nuestra costa dos esculturas semejantes, una sobre la puerta de Dura Europos y otra en la de Damasco.
—Muy listo ese Elabel. Arsu y Azizu son dos de los dioses preferidos por la mayoría de los palmirenos, porque son las deidades protectoras del comercio. Arsu, el que monta el camello, defiende a los comerciantes de las caravanas que proceden o parten hacia el este, a Persia, India y China, y Azizu lo hace con los que van hacia el oeste, hacia Siria y Egipto. Con ese gesto, ese gordito pelón quiere ganarse el afecto de los mercaderes y dejar claro que sus fortunas las salvaguardan los dioses que se veneran en este santuario, a los que tendrán que agasajar con generosos donativos si quieren seguir contando con su protección —bisbisó Zabdas al oído de Giorgios.
—Donativos que es el propio Elabel quien controla —añadió el ateniense.
—Puedes hacerlo, pero debes contar para ello con la autorización de los magistrados de Tadmor; es su competencia —le respondió Zenobia a Elabel.
—Ya lo he hecho, señora, y lo han aprobado; sólo falta tu permiso. Este templo ha sido visitado por emperadores y reyes. El divino Adriano paseó bajo estos pórticos hace siglo y medio y el augusto Odenato le otorgó notables privilegios y dádivas, pero nunca vieron sus paredes mayor majestad que la de la reina Zenobia, soberana de Palmira y de Oriente. Que nuestros dioses te sean propicios, ¡oh señora!, para que sigas conduciendo a Tadmor a la mayor de las grandezas que jamás pudo soñar.
Los sacerdotes aclamaron a Zenobia, y unas doncellas aparecieron portando unas canastillas con pétalos de las primeras flores de la temporada, que arrojaron a sus pies dibujando una senda de colores hasta la misma entrada del sancta sanctorum.
Los relieves esculpidos en los enormes frisos mostraban a los dioses de Palmira rodeados de camellos, caballos, palmeras, parras repletas de racimos de uvas y granados cuajados de sus frutas. En un friso había un relieve en el que tres mujeres participaban en una especie de procesión en la que un camello transportaba un betilo sagrado; sus rostros estaban cubiertos con velos. Aquella escena esculpida en piedra le recordó a Giorgios su estancia en la ciudad de La Meca. En otros se veían escenas con los dioses de Grecia y de la profunda Arabia; allí estaban claramente identificados Eros, Afrodita o Cupido, y animales de los relatos heroicos como el caballo alado Pegaso, tallados por las manos de los escultores griegos contratados durante decenios para embellecer el santuario.
—Aquí tienen cabida todos los dioses, mi señora. Nuestras creencias permiten la convivencia de todos ellos en armonía, una armonía que nadie debería alterar. Sacrificaremos una novilla y dos corderos para que las cosas sigan siendo así para siempre. —El sumo sacerdote acabó su discurso cantando un himno a Bel, al que se unieron enseguida las voces de sus colegas.
En el lugar preparado para los sacrificios, un altar al aire libre, un experto matarife degolló a la novilla y a los dos corderos, cuyas patas estaban sujetas con cordeles; la sangre de los animales brotó roja y espesa sobre una enorme losa de mármol. El matarife abrió las tripas de los tres animales y un sacerdote examinó las entrañas, desparramadas sobre el mármol. Tras comprobar el aspecto de los intestinos, el corazón y el hígado, concluyó que eran propicios para ofrecerlos a los dioses. Entonces, todos los sacerdotes presentes cantaron himnos de alabanza a Bel y a los demás dioses de Palmira, ofreciéndoles aquellos animales de cuya carne darían buena cuenta más adelante.
Tras presenciar el sangriento ritual, Zenobia le pidió a Elabel que la acompañara a un lugar discreto bajo los enormes pórticos, donde nadie pudiera escucharlos.
—He hablado con algunos cristianos de Palmira.
—En ese caso habrás comprobado su maldad…
—Esos cristianos no constituyen ningún peligro. Creen en un solo dios, aunque dicen que está formado por tres personas diferentes, algo tan extraño que ni siquiera sus sacerdotes son capaces de explicar con precisión, y celebran un culto muy sencillo en el que creen estar comiendo la carne de su dios, que no es otra cosa que pan de trigo, y bebiendo su sangre, que identifican con un poco de vino tinto rebajado con agua.
—Ahora son pocos, pero crecen deprisa, y si algún día logran ser mayoría acabarán con todos los que no crean en su hombre-dios. Su religión es excluyente: no admite otros cultos, no admite otros dioses, no admite otras creencias. Son una amenaza, señora, una terrible amenaza para nuestras tradiciones, para nuestro modo de vida, para todo cuanto significa Tadmor.
—Descuida, Elabel, esta ciudad sabrá sobrevivir a esos cristianos.
—Sería mejor si no existieran.
—Su fe es tan profunda que para ello deberíamos exterminarlos, y no conseguiríamos sino que se reprodujeran más deprisa todavía. Algunos emperadores romanos los han perseguido y lo único que han logrado es que con la sangre de sus mártires, como llaman a los que mueren en defensa de su fe, su número aumente más y más. No, la represión de los cristianos no mejoraría las cosas.
Elabel torció el labio y calló; desde luego, si por él hubiera sido, haría tiempo que los cristianos habrían desaparecido de Palmira.
Palmira, último día de primavera de 270;
1023 de la fundación de Roma
Unos mercaderes persas de paso por Palmira habían pedido permiso a Zenobia para realizar un sacrificio a Ahura Mazda, el dios solar más venerado en el Imperio de los sasánidas.
Se trataba de festejar el solsticio de verano, el día más largo del año, aquel en el que el sol alcanza la mayor altura en el horizonte. Zenobia autorizó el rito, que se celebraría en las afueras de la ciudad, cerca de la zona de las tumbas construidas en forma de torre.
Ese mismo día algunos romanos también celebraban la fiesta del Sol invicto, con unos ritos similares a los del solsticio de invierno, el día más corto del año, cuando el sol comenzaba a remontar su camino en el cielo.
Zenobia había manifestado su interés por asistir a la ceremonia ritual de los persas, y le pidió a Giorgios que la acompañara con una pequeña escolta en la que también se encontraba Kitot.
Tuvieron que madrugar bastante, pues la ceremonia debería celebrarse durante el amanecer, justo en el momento en que el sol despuntaba en el horizonte.
La reina y su escolta salieron de palacio cuando las estrellas todavía titilaban en la oscuridad del cielo y sin que se atisbara aún el menor indicio de resplandor en el horizonte. Se dirigieron a caballo al lugar de la ceremonia, que localizaron enseguida por el fulgor de una gran hoguera encendida durante la noche como culto al fuego, y se ubicaron cerca del altar que habían levantado dos días antes para el ritual del amanecer solar.
Los mercaderes persas habían preparado una tosca mesa de piedras en la vaguada entre las dos colinas rocosas salpicada por numerosas torres-sepulcro, orientada de tal manera que quedaba frente al lugar por donde salía el sol, justo sobre el palmeral.
Pese a la hora tan temprana, hacía calor y ni un soplo de viento refrescaba la tórrida madrugada. Cuando llegaron Zenobia y su séquito, los persas saludaron a la reina y comenzaron los preparativos.
Sobre la mesa que servía de altar habían colocado una copa, una jarra y una bandeja de plata. Uno de los mercaderes orientales se cubrió la cabeza con un paño blanco y comenzó a recitar unas oraciones en la lengua ancestral de los persas. En su voz atiplada aquella oración sonaba como una melodía monocorde. Giorgios pensó que se trataba de una manifestación de duelo pero, en realidad, estaba invocando la protección del dios solar para todos sus adoradores.
Otro de los persas encendió un pebetero en el que ardieron unos leños, y los demás se arrodillaron vueltos hacia el este a la vez que repetían los cánticos del sacerdote.
Mientras cantaban y adoraban al dios del sol, la tenue luz del oeste se fue haciendo cada vez más intensa.
—¿Qué dicen? —preguntó Giorgios.
—No lo sé; no entiendo su lengua —respondió Zenobia.
Kitot, al que ambos miraron, también se excusó alzando los hombros en un claro signo de ignorancia.
—Algunos de los soldados que sirven en las legiones de oriente celebran un culto muy parecido a este en los campamentos del Danubio. Adoran al dios Mitra, bajo cuya protección se coloca la mayoría de los enrolados en el ejército del limes. Lo hacen con especial devoción el día del solsticio de invierno; en esa ocasión, y pese al frío de esa época del año en la provincia de Panonia, se reúnen centenares de legionarios y repiten oraciones con sonidos tan fúnebres como estos —explicó Giorgios.
—¿Mitra es tu dios? —le preguntó Zenobia.
—Por mi origen griego, mis dioses deberían ser los que habitan en el Olimpo, y a ellos adoré e hice ofrendas en mi juventud. Los jóvenes atenienses acudíamos a ceremonias religiosas a lo largo de todo el año y en ellas rendíamos culto a todos los dioses olímpicos. Pero sí, tras enrolarme en el ejército me habitué al culto a Mitra. El día del solsticio de invierno encendíamos hogueras, sacrificábamos corderos, bebíamos los mejores vinos que podíamos encontrar y nos acostábamos con mujeres en una orgía que duraba toda la noche, hasta que el amanecer nos sorprendía ateridos de frío y borrachos en cualquier vereda o arrebujados bajo una manta abrazados a algunas de aquellas muchachas.
»Luego nos bañábamos en las heladas aguas del Danubio justo al alba y nos sentíamos purificados y limpios con los primeros rayos del sol sobre nuestros cuerpos.
—Pablo de Samosata me dijo en una ocasión que para convertirse en cristiano es necesario bautizarse con agua, para así lavar todos los pecados y poder ser acogido en la comunidad limpio de todo mal. ¿Hacíais lo mismo vosotros?
—Tal vez la razón para el baño matutino fuera la misma, pero te aseguro que ese tal Cristo no tenía nada que ver con el culto que celebrábamos en honor a Mitra.
La claridad ya era la suficiente como para poder distinguir un rostro a varios pasos de distancia. El negro firmamento estrellado fue tornando poco a poco de un color morado oscuro a otro añil, y casi de repente la mayoría de las estrellas se desvanecieron como si una mano gigante las hubiera borrado para dejar tan sólo al planeta Venus, que lucía en la aurora como un botón de plata.
Enseguida el cielo se tornó rojizo, y más deprisa anaranjado, y por fin estalló el sol, rasgando el horizonte como una rueda de fuego amarillo navegando sobre un mar celeste y liso. La luz se derramó sobre Palmira e inundó de una brillante claridad la vaguada de la necrópolis de las torres, que dibujaron sus sombras rotundas y oscuras sobre la arena ocre del desierto.
En ese momento el sacerdote persa alzó los brazos y pronunció con voz muy alta y clara una nueva oración que fue respondida por sus acólitos. En el pebetero de hierro los leños ardían, pero su resplandor comenzó a ser destronado por el sol triunfante que ascendía despacio hacia lo alto del cielo.
—Decía Platón que el Sol encarna la idea suprema del bien; y así debe de ser porque su salida, pese a que se produce cada día, nos anonada y nos transmite la vida y la fuerza de su calor; al menos de ese modo lo he notado —comentó Giorgios.
—Así es —añadió Zenobia, que había abandonado la creencia en los dioses tradicionales de Palmira para creer en un solo dios representado por ese mismo sol.
El persa que oficiaba como sacerdote vertió en la copa de las libaciones el líquido de la jarra de plata, la alzó ofreciéndola al Sol y luego dio un trago. Después partió pedazos de una hogaza de pan que había colocado sobre la bandeja cubierta con un paño y los fue entregando a sus compañeros, que los comieron con devoción, y después bebieron el líquido de la copa que pasaron de mano en mano.
—¿Has visto? Han hecho lo mismo que los cristianos en esa ceremonia que llaman eucaristía.
—Sí, pero no parece que se trate del mismo ritual. Esta gente adora al Sol y los cristianos adoran a un hombre-dios que no duda en castigarlos si no cumplen sus deseos.
Acabado el rito, el oficiante se acercó hasta Zenobia, inclinó la cabeza ante ella y la saludó con respeto.
—Mi señora, lamento no poder ofreceros nuestro pan y nuestro vino, pero una vez sacrificados en ofrenda a Ahura Mazda sólo pueden ser consumidos por quienes se han iniciado en su culto.
—¿Sois cristianos?
—¡Oh, no, mi señora! Nuestra religión es más antigua y mucho más tolerante. Los cristianos, como los judíos, no admiten otra cosa que no sean sus dogmas. Nosotros no creemos en ningún hombre-dios, sino en Ahura Mazda, el hacedor de todo bien, y en su poder celestial.
—Pues vuestro rito es muy semejante al de los cristianos —insistió Zenobia.