Palmira, finales de 269;
1022 de la fundación de Roma
El sacerdote de Apis se convirtió en virrey de Egipto y Firmo, el mercader persa, en el encargado de las finanzas, a pesar de que Zenobia había sido advertida por Giorgios de que ese tipo era un corrupto capaz de amañar cualquier negocio en su beneficio. El nuevo ejército de Egipto, dirigido por Timagenes, flamante nuevo general, se hizo cargo de los acuartelamientos abandonados por los romanos. Sólo mil soldados palmirenos quedaron acantonados en Egipto, todos ellos en Alejandría. El resto del ejército expedicionario partió hacia el este el penúltimo mes del año según el cómputo romano. Una buena parte lo hizo por mar, desde los puertos de Alejandría y Tanis hasta los de la costa del Líbano, de donde había zarpado medio año antes, y otra por tierra, para asegurar en su regreso el camino de la costa a través del desierto del Sinaí y ratificar la sumisión de Palestina y del sur de Siria a la soberanía de Zenobia. En unos pocos meses se había incorporado Egipto al reino de Palmira y se había derrotado a los romanos; no era un mal balance.
Zenobia, que había regresado por mar con Zabdas, esperaba ansiosa la llegada de Giorgios. Ella había vuelto unas semanas antes con el grupo expedicionario que embarcó en los navíos, mientras que Giorgios lo hacía al frente de las tropas que retornaban por tierra.
La reina de las palmeras no había dejado de pensar en todo ese tiempo en el apuesto mercenario ateniense. Desde que Odenato fuera asesinado, hacía ya casi dos años, no había compartido su lecho con ningún varón hasta que se sintió estremecer al ser amada por él. No era una mujer que sintiera una atracción irrefrenable hacia los hombres; más bien lo contrario. Hacer el amor con su esposo no le había proporcionado placer y cada vez que se había acostado con él lo había hecho con la intención de procrear hijos que dieran continuidad al linaje de Odenato.
Nunca antes se había fijado en hombre alguno ni jamás había sentido amor hacia ningún varón, ni siquiera hacia su esposo, al que siempre respetó aunque no lo amó. Pero aquel griego era diferente: su mirada como ausente y lejana, su postura de desapego hacia la vida, la sensación de que no esperaba nada del futuro, la actitud de dejadez y de distancia que emitía constituían signos muy atractivos para Zenobia.
Admirada y deseada por cuantos hombres la contemplaban, la reina de Palmira había rechazado numerosas propuestas de matrimonio desde que muriera su esposo.
Arbaces, el elegante embajador del rey de Persia, aquel poderoso sátrapa de ojos almendrados y oscuros y cabello aceitado con el que se entrevistó para acordar una tregua que le facilitara la expedición a Egipto, se prendó de ella de tal modo que le propuso casarse y a la vez entregarle toda su riqueza, que era mucha; incluso le ofreció fundar un nuevo reino en el interior de Asia, en una fabulosa ciudad llamada Samarcanda, donde el aire estaba impregnado de un eterno aroma de rosas, según relataban los mercaderes que la habían visitado. Un apuesto príncipe armenio también le ofreció matrimonio y le prometió que si se convertía en su esposa pondría a sus pies el reino de Armenia y todas las tierras de la cordillera del Cáucaso, donde decía que se encontraba el centro del mundo. E incluso el más rico de los potentados de Palmira, un mercader originario de Damasco, dueño de dos mil camellos y veinte tiendas, le ofreció su inmensa fortuna si accedía a casarse con él.
Todos fueron rechazados. Tenía veinticuatro años y hacía dos que era viuda, pero Zenobia no pretendía volver a casarse; su único interés radicaba en convertir Palmira en la capital de un gran imperio y en asentarlo para que su hijo Vabalato pudiera gobernarlo con plena seguridad y libre de enemigos.
No sentía deseos de experimentar en su carne ese sentimiento al que otros llamaban amor y que ella no comprendía, pero cuando le anunciaron que se había avistado a varias millas al sureste de Palmira a la vanguardia del ejército que regresaba de Egipto con Giorgios al frente, sintió un cierto cosquilleo en el estómago y quiso salir a su encuentro.
Aquello no pasó desapercibido a Zabdas, que seguía amándola en secreto, ni para Longino, que como buen filósofo conocía bien los sentimientos que anidan en el corazón de los seres humanos.
Giorgios cabalgaba en cabeza del cuerpo del ejército que había atravesado el Sinaí y Palestina; avanzaba pesado y sudoroso por el camino de Damasco. Los soldados se encontraban a unas cinco millas de Palmira cuando los destacados en la vanguardia vieron acercarse a un escuadrón de caballería que escoltaba un carro de guerra tirado por dos hermosos corceles blancos. Cuando estuvieron cerca, comprobaron que dos de aquellos jinetes portaban sendos estandartes con los emblemas reales de Palmira y que el carro era el de la reina Zenobia quien, además, lo conducía.
La señora de las palmeras lucía una camisola de seda roja, una faldilla corta, al estilo romano, de tiras de cuero con remaches de bronce bruñido semejando cabezas de león, que mostraba al aire sus rodillas y la mitad de sus muslos, unas sandalias con cintas atadas a las pantorrillas, con espinilleras de plata, y una capa de seda púrpura con hojas de palmera bordadas en hilo de oro. Sobre la cabeza portaba su casco de plata coronado con las dos plumas escarlatas. Mostraba sobre el pecho una esclavina de seda amarilla engarzada con decenas de esmeraldas.
En cuanto la reconocieron, los soldados comenzaron a aclamarla.
Cuando llegó ante el griego, Giorgios saltó de su caballo, le entregó las riendas a Kitot, a quien Zenobia había encargado que lo protegiera en el camino de vuelta a casa, se acercó hasta el carro y, ante su soberana y amante, hincó la rodilla en tierra.
—Mi señora, hemos cumplido tus órdenes. Todas las tierras entre el Nilo y el Éufrates son tuyas y todos sus gobernadores te rinden pleitesía.
—Levántate, Giorgios, mi buen general, y sube a este carro; quiero que entres conmigo en Tadmor.
El ateniense se encaramó de un salto a la plataforma del carro y tomó las riendas; Zenobia hizo ademán de cogerlas pero Giorgios las mantuvo con firmeza entre sus manos. Ella cedió y se sujetó al carro a la vez que el ateniense arreaba a los caballos en dirección a Palmira.
Palmira, principios de 270;
1023 de la fundación de Roma
Yarai estaba bellísima. La esclava de Zenobia jugueteaba con Vabalato en los jardines del palacio. Se cumplía una semana desde el comienzo del año nuevo romano y hacía fresco en Palmira. La joven vestía una larga túnica de grueso algodón blanco, ceñida con un cordel de trenza y perseguía entre las columnas al pequeño soberano de Oriente. Fue entonces cuando Kitot se fijó en ella. Hasta entonces habían compartido el servicio de palacio, pero el gigante armenio no se había percatado de la belleza de la muchacha. Su sensualidad masculina había explotado como un volcán en los burdeles de Alejandría. Durante su etapa como gladiador, el armenio apenas había disfrutado de la compañía de mujeres. Sólo de vez en cuando el dueño de la palestra le ofrecía acostarse con prostitutas, pero Kitot se limitaba a descargar su virilidad retenida, sin más interés que dejar fluir su semen acumulado.
El propietario de su cuadra de gladiadores solía decir que la fornicación despistaba la atención de los luchadores y debilitaba sus músculos y que, en cierto modo, un luchador debía comportarse como un filósofo: cuanto menos sexo, mejor.
Kitot sabía bien que su vida como gladiador dependía de su fuerza, su destreza y su preparación, de modo que no convenía perder energías ni tiempo ni concentración galanteando con las mujeres, pues hasta la última gota de vigor era necesaria para vencer en la arena del anfiteatro a los más avezados contrincantes. La vida o la muerte dependían a veces de la fracción de un instante, de la rapidez de ejecución de un golpe o de una finta y de la atención máxima en el preciso momento de esquivar el ataque del oponente.
En los burdeles de Alejandría había disfrutado del sexo como jamás hubiera sospechado que fuera posible. Yacer con una mujer y sentir su piel delicada y suave sobre la suya, cruzada de cicatrices de heridas abiertas en decenas de combates, le había descubierto una extraordinaria manera de disfrute.
Yarai, agotada de perseguir a Vabalato, acabó por sentarse bajo el porche; a pesar del frescor de la mañana invernal sentía calor por el ejercicio realizado y se alzó la túnica hasta dejar al descubierto la mitad de sus muslos. Kitot la contempló y sintió un hormigueo en su entrepierna y cómo su enorme miembro viril comenzaba a aumentar hasta completar la erección. El gigante estaba apoyado en una columna al otro lado del jardín y Yarai se percató de que los ojos del armenio la observaban con más interés del que habían acostumbrado hasta entonces. Y le gustó.
La muchacha echó su cabeza hacia atrás y dejó que su cabello colgara en el aire, bamboleándose como las ramas de una palmera batidas por el viento; luego, fue tirando despacio de su túnica hacia arriba hasta dejar sus muslos completamente al aire. El miembro de Kitot alcanzó su plenitud cuando las piernas de Yarai comenzaron a abrirse y dejaron entrever su sexo, cubierto por un negro y rizado triángulo.
Kitot se acercó bordeando el pórtico y se colocó a unos pocos pasos de la muchacha, mientras Vabalato, cansado de tanto corretear, se había sentado en un rincón del jardín y jugaba con unas figurillas de barro.
Yarai se percibió entonces del enorme falo que palpitaba debajo del pantalón de Kitot, al estilo del que se usaba en las frías montañas de Armenia, y de que los ojos del hombre seguían clavados en el delicioso triángulo oscuro de la joven. La muchacha se incorporó y le hizo al armenio una leve indicación para que la siguiera.
Se dirigieron a una estancia anexa al jardín, protegida de miradas indiscretas por una celosía de piedra, en la que había un lecho cubierto de suaves almohadas. Yarai se colocó de rodillas sobre el lecho, de espaldas a Kitot, levantó su túnica hasta colocarla a la altura de su cintura y abrió sus piernas dejando su trasero desnudo a la vista del gigante. Giró la cabeza hacia atrás y le indicó con un gesto el camino.
El gladiador, ardiente como las arenas del desierto en pleno mediodía estival, se colocó tras Yarai, se bajó el pantalón y liberó su enorme falo; la muchacha alargó una mano, lo tomó, sintió su dureza y su tamaño extraordinario y suspiró. Tras acariciarlo varias veces lo condujo hasta su hendidura rosada, en el vértice inferior del triángulo oscuro, y susurró:
—Despacio, despacio…
Kitot la sujetó por las caderas y empujó con suavidad. Poco a poco la punta de su pene penetró en el interior de Yarai, que gemía a la vez que se balanceaba hacia adelante y hacia atrás.
—Despacio, despacio —insistió la joven—; soy virgen.
No supo cómo, pero Kitot logró contener su ímpetu y la fue penetrando muy lentamente, según el ritmo que le requería Yarai, cuyos gemidos constituían una extraña mezcla de placer y de dolor.
Cuando la mitad del pene del armenio estuvo dentro, unas gotitas de sangre cayeron sobre el lecho y un gemido de reprimido dolor surgió de la garganta de la muchacha. Entonces Kitot la aferró con mayor fuerza y empujó hasta introducir todo su miembro en la vagina de Yarai, que enterró su rostro entre las almohadas y tensó los músculos de sus muslos; entró y salió de la muchacha cada vez con mayor facilidad hasta que se derramó dentro de ella.
El armenio salió de Yarai, se subió los pantalones y acarició la espalda de la joven, que se había arrebujado como un ovillo sobre sí misma.
—¿Te duele? —le preguntó.
—Un poco. ¿Todos los hombres la tienen tan grande?
—Creo que no.
—¡Uf!, no sé si voy a poder caminar en varios días.
—Descansa; yo voy a vigilar a Vabalato.
El niño seguía jugando en el jardín, ajeno a que casi un tercio del mundo conocido lo consideraba su soberano.
En las primeras semanas del nuevo año fueron llegando a Palmira embajadores de todas las naciones de su entorno solicitando una entrevista con la reina de la ciudad de las palmeras y soberana de Egipto.
En varias ciudades de Siria, sus gobernadores habían ordenado esculpir en piedra en las plazas de los mercados que Septimia Zenobia Augusta era su soberana. Algunas incluso habían encargado a escultores griegos la talla en mármol de una diosa cuyo rostro era el de la reina. En la propia Palmira los magistrados le dedicaron una estatua en la que se mostraba como la encarnación de la diosa Palas Atenea, equiparada a la diosa Allât de los árabes.
Persas y romanos de la región de Mesopotamia, procedentes de las ciudades de Nisibis y de Carras, conquistadas por Odenato, reiteraron su obediencia a Palmira; todas las grandes ciudades de Siria acataron su dominio; Egipto ratificó que su legítima soberana era Zenobia y se levantaron estatuas y altares en su honor y regiones enteras de Anatolia y Asia Menor le enviaron presentes y se pusieron a las órdenes de la nueva dinastía reinante en Oriente; incluso de las antiguas, ricas y cultas ciudades griegas de las costas de Asia Menor, como Pérgamo, Halicarnaso y Efeso, llegaron mensajes en los que se reconocía a Zenobia como soberana de todo Oriente aunque no manifestaban con rotundidad que acataran su dominio.
La mayor parte de los concejos urbanos de esas ricas ciudades, dominados por castas de la aristocracia mercantil y por terratenientes, ya no consideraban a Roma como la garantía de su seguridad, pues en los últimos años habían visto a godos, vándalos y otros pueblos bárbaros recorrer impunemente sus caminos, navegar sin oposición por el Egeo y saquear sus cosechas, sus almacenes y sus mercados; para ellos, el imperio de Palmira se había convertido en la esperanza que haría posible que prosperaran sus negocios, que granaran sus cosechas y que florecieran sus industrias de nuevo.
Si Roma los había abandonado a su suerte, era justo buscar en Palmira al nuevo protector de sus intereses. Además, la figura de Zenobia fascinaba a cuantos oían hablar de ella. La biografía que había escrito Longino para justificar sus derechos al trono de Egipto, de África y de todo Oriente se había difundido por todas partes y se leía en foros, ágoras y teatros, a veces escenificando con actores algunos de los pasajes más destacados.
Las cosas no se veían igual desde Roma. Claudio II el Gótico estaba logrando al fin notables éxitos en las campañas militares en el Danubio. La intención del emperador pasaba por asegurar primero las fronteras en esa región del norte del Imperio para acudir después a sofocar las rebeliones en la Galia y en Oriente.
Los senadores romanos consideraron oficialmente que Zenobia se había extralimitado, que había obrado en contra del pueblo de Roma y que debía devolver las insignias imperiales romanas que en su día le fueron enviadas a Odenato, pero la indignación del Senado se exacerbó cuando sus miembros se enteraron de que Zenobia no sólo se había proclamado reina de Palmira y de Egipto sino que además había ordenado que se acuñaran en Antioquía, Alejandría y otras ciudades monedas con la efigie y el nombre de su hijo Vabalato como soberano y emperador de Oriente. En esas nuevas monedas el niño de seis años aparecía peinado al estilo de los persas, investido con el manto imperial y coronado con la diadema de laurel exclusiva de los emperadores. En torno a la efigie de Vabalato hizo colocar la leyenda «Caesar Augusto», dejando claro que su hijo era el verdadero y legítimo emperador de Oriente, en igualdad de rango y poder con el de Roma.
Claudio II habría levantado de inmediato los campamentos en el Danubio y corrido hasta Palmira para dar un escarmiento a esa altiva mujer que se pavoneaba de ser la heredera de Cleopatra y la dueña de Oriente, pero las legiones que seguían fieles a su legitimidad como emperador y al Senado eran absolutamente imprescindibles en el limes danubiano para mantener al otro lado del río a los bárbaros, que parecían dispuestos a volver a penetrar en territorio imperial en cuanto les fuera posible.
—Roma no reacciona, mi señora —comentó Longino durante una sesión del Consejo Real de Palmira—. Creo que es hora de enviar una embajada ante su emperador, ante su Senado, ante ambos, para plantear la nueva situación.
—¿Y qué propones que aleguemos? —preguntó Zenobia.
—Que admitan y reconozcan tu dominio sobre todo Oriente.
—¿Dos imperios? Los romanos jamás lo aceptarán —asentó Giorgios.
—Tal vez dos imperios diferentes no, pero quizá estén de acuerdo en que se proclamen dos emperadores del mismo rango, uno para cada mitad. Hasta ahora han admitido un augusto y un césar, que no dejan de ser dos emperadores aunque de distinto rango. Podemos mantener la ficción de que el Estado romano es sólo uno, aunque dividido en dos partes y que cada una de ellas la administra un soberano: tú en Oriente y Claudio en Occidente.
—No se trata de la forma, Longino, sino del derecho —intervino Zenobia—. Los romanos son fieles admiradores de su derecho y estiman que sus leyes son las mejores jamás dictadas por legislador alguno. Y ese derecho choca con nuestras pretensiones.
El filósofo estiró la mandíbula y se acarició la barbilla.
—Es cierto que tienen a gala respetar su derecho y aplicarlo pese a quien pese, pero ahora no están en condiciones de imponerlo. Creo que si negociamos bien, podemos llegar a un acuerdo que impida la guerra entre Palmira y Roma.
—Estamos preparados para luchar —terció Zabdas.
—Pero no lo estamos para la derrota —sentenció Longino.
—Esa palabra no existe en nuestros planes.
—Pero puede llegar. Palmira dispone de tres, tal vez cuatro legiones para controlar todo Oriente; en cuanto se estabilice la frontera del Danubio, lo que según sabemos por nuestros agentes ocurrirá en breve, Claudio II podría lanzar contra nosotros entre seis y ocho legiones, alguna más si logra asegurar la Galia o al menos evitar nuevos pronunciamientos de generales rebeldes en esa provincia.
—Sapor desplegó al norte de Ctesifonte el equivalente a seis o siete legiones al menos, y lo derrotamos.
—Escucha, general: eres un hombre valeroso y un gran estratega, pero aunque consiguiéramos derrotar a varias de esas legiones, al poco tiempo volverían con otras, y otras más si fuera preciso. Recuerda lo ocurrido en las guerras contra Cartago. El gran Aníbal venció a Roma una y otra vez; arrasó una legión tras otra en las batallas de Tesina, Trebia, Trasimeno y Cannas; es probable que sus soldados púnicos y sus guerreros mercenarios liquidaran a siete u ocho legiones completas en aquellos combates, pero ni aun así fueron capaces de doblegar a los romanos. Estos han nacido para la guerra, viven para la guerra y no les importa morir en la guerra si con ello logran alcanzar algún beneficio para Roma.
—Y si piensas así, ¿por qué crees que aceptarán una paz que conculcaría sus principios?
—Porque son realistas y en estos momentos no tienen otro remedio. Además, su espíritu ya no es el mismo que el de la época en la que se enfrentaron a Aníbal, y ya no está al mando de su ejército un general de la valía de Escipión.
—Enviaremos ante el emperador Claudio una embajada con una propuesta concreta de paz —terció al fin Zenobia tras escuchar el debate—. Le propondremos que acepte a Vabalato como augusto en Oriente y que gobierne, yo lo haré en su nombre hasta que cumpla la mayoría de edad a los veintiún años, sobre Egipto, Grecia, Anatolia, Siria y Mesopotamia, y en todas las tierras que se puedan incorporar al este, al sur y al norte de esos territorios.
«No lo aceptará. Roma jamás aceptará una soberanía falsamente compartida», pensó Giorgios, aunque se mantuvo en silencio. El ateniense no dudó de que Roma atacaría Palmira en cuanto consiguiera asentar las fronteras del Danubio.
No importaba lo que los romanos reconocieran o dejaran de reconocer: Palmira ya era la capital de Oriente y Zenobia y Vabalato sus soberanos, de manera que la señora de las palmeras comenzó a dictar decretos y normas para todos sus dominios y lo hizo con una extraordinaria capacidad para organizar y regir tan extensos y complejos territorios.
Su contundente modo de gobernar y sus determinantes decisiones impresionaron a cuantos se veían implicados; todos sus súbditos se sintieron atraídos por la fuerza que emanaba aquella mujer, ante cuya presencia los hombres se quedaban como embobados. Y no sólo destacaba por sus dotes de mando, propias del más avezado de sus generales, sino también por su amplia sabiduría. El propio Casio Longino, a pesar de conocerla muy bien, pues había sido su preceptor y ahora era su consejero, se sorprendía a veces al escuchar de sus labios sus conocimientos de filosofía, geografía, ciencias e historia.
Un día, tras despachar con unos embajadores del rey de Persia, le enseñó a Longino uno de los mapas que se había traído de Alejandría tras ordenar copiar algunos de su biblioteca, y le explicó sobre el mismo las teorías de Eratóstenes acerca de las medidas de la Tierra que había aprendido en Egipto. Incluso llegó a postular, citando los planteamientos que hiciera el insigne Aristarco de Samos, que tal vez fuera la Tierra la que girara alrededor del Sol, y no al revés, como propugnaban la mayoría de los sabios. Y lo argumentaba no sólo con teoremas físicos y pruebas geográficas, sino aludiendo a su propia visión cosmogónica del mundo, en la que el Sol era el dios principal y único, el señor que regía el universo, el que daba la vida o condenaba a la muerte, y que por ello le correspondía el lugar del centro.
Entre tanto, Giorgios pasaba los días aguardando una nueva llamada. Cuando regresó de Egipto y la vio allí, esperándolo a las afueras de Palmira, permitiéndole entrar en la ciudad sobre su carro real, imaginó que aquella mujer lo deseaba y que volverían a estar juntos, ahora tal vez todas las noches, pero no ocurrió así.
Había pasado más de un mes desde su regreso de Alejandría. Giorgios había estado durante ese tiempo en seis ocasiones cerca de Zenobia con motivo de algunas recepciones de embajadores y en un par de consejos reales, pero no había logrado quedarse ni un solo instante a solas con ella.
Su deseo de poseerla otra vez era tal que pensó en enviarle una nota a través de Kitot, quien, como comandante de la guardia de palacio, tenía acceso a diario a la reina, pero se contuvo. No sabía qué hacer; casi desesperado, pasaba cada noche en la soledad de su lecho sintiendo transcurrir las horas con la lentitud que sólo se experimenta en los tormentos.
Apenas podía conciliar el sueño y en ocasiones se levantaba de la cama y salía al minúsculo patio de su vivienda para contemplar el pedacito de cielo estrellado que se abría sobre su cabeza, e intentaba recordar cada uno de los momentos vividos al lado de aquella mujer que había desbaratado todo su ser.
El palacio estaba en silencio; se había cumplido la medianoche y sólo se escuchaban las pisadas de los soldados de guardia que custodiaban el recinto exterior, iluminado con varios pebeteros de hierro.
Kitot acababa de revisar los puestos de vigilancia y había comprobado los turnos para aquella noche. Regresó al cuerpo de guardia y se extrañó de que los seis soldados que habitualmente formaban el retén estuvieran en el exterior pese al frío de la noche.
—¿Qué ocurre? —preguntó al sargento del grupo.
—Alguien que te espera dentro nos ha pedido que salgamos —le respondió ante las risitas de algunos de sus compañeros.
Kitot entró en el cuerpo de guardia y la vio sentada en una banqueta de madera, junto a la mesa sobre la que los soldados jugaban a los dados para pasar las tediosas horas de espera antes de cumplir su siguiente turno en el exterior. Cubría completamente su cuerpo y su cabeza con una capa y una capucha, pero no le cupo duda de que era ella.
—¡Yarai!
La muchacha levantó la cabeza y la luz de la lucerna iluminó su hermoso rostro y sus brillantes y redondos ojos azules.
—Quiero volver a sentirte dentro de mí —le susurró la esclava alana.
El armenio miró a su alrededor y comprobó que todos los soldados del retén permanecían fuera. Se acercó y la alzó en vilo con la fuerza prodigiosa de sus brazos pero con sumo cuidado para no hacerle daño. La besó con la inocencia de un niño y ella abrió su boca para recibir el beso, el primero que se daban.
—Yo también te deseo. No he pensado en otra cosa desde el otro día en el jardín de palacio.
—Acompáñame, todos duermen; la noche será para nosotros.
—Espera un momento; mis hombres saben que…
—Tus hombres no saben nada.
Yarai le pidió que la siguiera al interior del palacio y que la aguardara en el patio. Durante la noche sólo los eunucos y las esclavas podían permanecer dentro de las estancias privadas de la reina. Uno de ellos guardaba la puerta del patio, pero Yarai se las había arreglado para que dejara pasar a Kitot a cambio, eso sí, de un par de piezas de plata.
El armenio habló con sus hombres y les ordenó que volvieran a entrar en la sala del cuerpo de guardia. Luego se dirigió a la zona reservada del palacio. La puerta que daba acceso al gran patio estaba abierta y tras ella apareció la cara sonriente de uno de los eunucos, al que Kitot conocía bien. Era el portero y dormía en un lecho portátil al lado mismo de la puerta. Cuando entró el gigante, el eunuco se apresuró a correr el enorme cerrojo de hierro, convenientemente engrasado para evitar que chirriara.
Kitot le dio una palmada en el hombro y le sonrió. Junto a una columna estaba Yarai; fue a su lado, se dieron la mano y se dirigieron hacia una de las estancias que se abrían al patio. Yarai lanzó un vistazo en todas las direcciones y le pareció vacío en la penumbra. No se dio cuenta de que, tras uno de los pebeteros, precisamente el que permanecía apagado, unos hermosos ojos negros los contemplaban. Entraron, cerraron la puerta y se besaron a la vez que sus manos recorrían sus cuerpos buscando las zonas más placenteras.
No hacía falta estimularlo porque estaba completamente erecto, pero Yarai masajeó con deleite el pene de Kitot. El armenio le sacaba dos cabezas a la muchacha, cuyos labios quedaban a la altura de la punta del esternón del comandante.
En esta segunda ocasión la penetración fue más fácil y Yarai no sintió el menor dolor. Su vagina estaba húmeda y Kitot contribuyó a lubricarla acariciando su sexo con suaves movimientos circulares de sus dedos, como le había enseñado a hacer una prostituta corintia en Alejandría.
Hicieron el amor tres veces procurando no emitir ningún ruido, aunque la muchacha no pudo evitar proferir algunos gemidos, ahora sólo provocados por el placer que le estaba proporcionando su fornido amante.
Al otro lado de la puerta, el oído de Zenobia escuchó en el silencio de la noche el jadeo gozoso de los amantes, y la señora de las palmeras, ahora sí, lamentó que esa noche su cama estuviera vacía.
El pulso de Giorgios se aceleró cuando uno de los eunucos de palacio le hizo llegar una nota de la reina. Le ordenaba que preparara a medio centenar de hombres para salir de cacería a las montañas del norte en el plazo de tres días; Giorgios encabezaría la partida. Unos mercaderes recién llegados de Anatolia habían visto a un par de osos negros merodear alrededor de su campamento y Zenobia se había propuesto capturarlos.
Longino le recomendó que no saliera a cazar. Cuando Giorgios oyó semejante consejo del filósofo estuvo a punto de estrangularlo allí mismo. Aquella era la anhelada oportunidad para estar a solas con Zenobia, lejos de la ciudad, y tal vez volver a amarla en el sereno desierto, bajo las luminosas estrellas.
En aquella misma reunión se había debatido un ambicioso plan para el embellecimiento urbanístico. Si el poder de Palmira ya era equiparable al de Roma, su aspecto debería ser tan monumental como el de esta. Se habían encargado varias nuevas estatuas a escultores egipcios y griegos recién llegados de Alejandría y de Atenas para embellecer con sus obras las calles de la ciudad. Zenobia había planeado la ampliación hacia el oeste, a partir del eje abierto por una nueva gran avenida que quedaría enmarcada por una columnata más larga y ancha todavía que la primera, con los capiteles labrados al estilo de los de Corinto, a los cuales se adosarían pedestales para colocar las nuevas tallas de los más eminentes prohombres de la ciudad. El Consejo municipal, a propuesta de Zenobia, aprobó una lista de cien personajes ilustres —entre los que se incluyó a Zabdas, que todavía no poseían una estatua pese a sus muchos méritos—. Algunos de ellos eran ricos aristócratas que cubrirían el coste de su columna y de su propia estatua, de manera que los gastos saldrían prácticamente gratis a la ciudad.
Los artistas se frotaron las manos, pues al día siguiente de la aprobación de este proyecto se presentaron en sus talleres más de cincuenta notables, todos ellos con sus bolsas repletas de piezas de oro para sufragar sus efigies. El tumulto que se provocó por convertirse en el primero en ser esculpido fue de tal calibre que el propio Giorgios, que estaba en el cuartel general del ejército preparando la partida de caza, tuvo que acudir con dos docenas de soldados para poner paz entre los mercaderes.
Tras no pocos esfuerzos se restableció la calma y se convenció a los aristócratas para que se organizara un sorteo que regulara el orden.
De regreso al cuartel se encontró con Zabdas que, informado de la que se había liado, acudía hacia el ágora.
—Me han dicho que se ha montado una buena —le comentó a Giorgios—. ¿Lo has solucionado?
—Estos ricachones son veleidosos como niños. Se han dado una buena tunda unos a otros, y si no hubiéramos intervenido habría sido mucho peor. Hace unos momentos casi se matan y, si los ves ahora, tan tranquilos y sosegados, no podrías siquiera imaginar que hace un rato peleaban como fieras salvajes por ganar un turno.
Zabdas sonrió.
—No olvides que gracias a sus negocios Palmira es una ciudad tan próspera.
—Pues no sé cómo ha podido ocurrir semejante cosa.
—Envía a los hombres de vuelta al cuartel y acompáñame a ver cómo ha quedado este asunto.
Giorgios ordenó a un capitán que regresara con los soldados y volvió sobre sus pasos hacia el ágora acompañado por Zabdas.
Allí estaban los miembros de la más rica aristocracia de Oriente, sentados en torno a los escultores que les explicaban cómo deberían posar para ser esculpidos. Cada uno de ellos guardaba en su mano un pedacito de papiro con el número que le había correspondido en el sorteo.
—¿Cómo lo has conseguido? —se sorprendió Zabdas al ver la satisfacción con que los nobles escuchaban las explicaciones de los escultores.
—No ha sido fácil; al principio tuvimos que intervenir a fondo, porque no había manera de poner orden. Una vez inmovilizados y separados los más revoltosos, les dije que Zenobia había ordenado que aquel que no acatara el orden establecido en un sorteo se quedaría sin estatua, y que me había autorizado para tomar los nombres de los que impidieran la celebración.
—¿Así de fácil? —se sorprendió Zabdas.
—Bueno, he tenido que prometerles una cosa…
—¿Cuál?
—Que conforme se fueran terminando las estatuas, se guardarían en un almacén de la ciudad y que todas se colocarían al mismo tiempo en sus pedestales una vez acabada la nueva calle.
Zabdas rio a gusto.
—Has hecho bien.
—También les dije que me habías confesado que no te importaría que la tuya fuera la última en ser esculpida.
Zabdas rio de nuevo, ahora a carcajadas.
—Condenado griego. —Le puso la mano por el hombro y añadió—: Vamos a cenar; te invito en la mejor posada de Palmira. Encargaré que nos preparen un buen asado de gacela con salsa de dátiles, huevos escalfados y una gran jarra del mejor vino que tengan.
A la mañana siguiente Zenobia ordenó que se reforzara el muro sur de la ciudad y que se construyeran nuevos bastiones en esa zona, la que había quedado peor protegida por la muralla que pocos años atrás ordenara construir Odenato. Nadie lo comentó, pero parecía evidente que aquellas nuevas obras defensivas no se ejecutaban por miedo a los persas sino porque se esperaba una pronta reacción de Roma.