Alejandría, principios de verano de 269;
1022 de la fundación de Roma
Desde varias millas mar adentro atisbaron al anochecer el fuego que lucía en lo alto del Faro. Todos los marineros que navegaban por las aguas del Mediterráneo oriental reconocían aquella inconfundible luz. El Faro de Alejandría se alzaba por encima de cualquier otro edificio jamás construido por el hombre, a excepción de las pirámides mayores levantadas por los faraones en la meseta de Giza. El fuego, alimentado con betún y nafta, ardía a una altura de doscientos cuarenta pies y era visible desde muchas millas mar adentro. Su luz guiaba a cuantos barcos navegaban por las costas del delta del Nilo.
La flota de Palmira se aproximó a un par de millas de tierra y se colocó al pairo durante la noche. Al alba, Giorgios montó en una barca y se dirigió hacia la quintirreme en la que viajaba Zenobia, a la que también acudió Zabdas. Los dos generales se entrevistaron sobre el castillo de popa con su reina y con Antioco Aquiles, con las luces del amanecer dorando a lo lejos los tejados de Alejandría.
—Ahí está Egipto, mi señora. Si todo marcha conforme a lo pactado y Anofles y Firmo han sabido manejar bien el soborno, los magistrados de Alejandría te entregarán la ciudad y la pondrán bajo tus órdenes. Por todo Egipto se ha difundido la noticia de que Cleopatra VII, encarnada en Zenobia, ha regresado del más allá para ponerse de nuevo al frente de Egipto y liberarlo del dominio de los romanos —dijo Giorgios.
Zabdas se atusó la barba y miró al frente.
—¿Estás seguro de que no se trata de una trampa? ¿Tienes la certeza de que los egipcios nos acogerán de buen grado?
—No todos, pero contamos con el apoyo de los sacerdotes de los templos de Isis y de Serapis, los más influyentes. Y nos favorece el malestar de la población a causa del domino romano y de la carestía de los precios. En todas las ciudades importantes se han creado grupos de apoyo a Zenobia de Egipto; nos ayudarán a controlar a las guarniciones romanas que se resistan.
—¿Y en caso de que haya que plantear batalla?
—Saldremos victoriosos. En estos momentos sólo hay una legión romana, la II Trajana, desplegada en Egipto; no más de cinco mil soldados dispersos por varias guarniciones, que cuentan con algunas tropas auxiliares egipcias que se pondrán de nuestro lado. Según mis informes, en Alejandría hay destacadas dos cohortes legionarias, poco más de mil hombres, y otras dos en Tebas; el resto de legionarios está desperdigado en pequeños destacamentos por otras ciudades, muy poco rival para nuestras tres legiones, además de otra, al menos, que podremos reclutar con los egipcios dispuestos a combatir por su nueva reina.
—¿Y si reciben ayuda desde otras provincias?
—Con los problemas que en estos momentos tiene Roma, el emperador Claudio sólo podría enviar algunas tropas de las destacadas en el Mar Negro y el Egeo, pero allí están combatiendo contra los bárbaros que inundan sus orillas y que amenazan con caer de nuevo sobre Bizancio y Grecia. En cualquier caso, disponemos de navíos suficientes como para rechazar un ataque de la flota romana de Oriente. Y no parece probable una ayuda desde la provincia de África. La III Augusta está acantonada en Cartago y Timgad; aunque se pusiera en marcha ahora mismo, tardaría más de dos meses en llegar hasta Egipto. Pero ni siquiera podrían desplazar a todos sus efectivos, pues las tribus bereberes del desierto incordian a menudo, de modo que tienen que permanecer muy atentos a sus algaradas y mantener casi todos sus efectivos en la defensa del limes del desierto.
—¿No hay ninguna nave de guerra romana protegiendo el puerto de Alejandría? —preguntó Zenobia.
—Las había, pero Teodoro Anofles y Timagenes se han ocupado de ellas. Han sobornado a unos piratas de Licia y Pamfilia para que se dejen ver por la costa de Cirene, al oeste de Egipto. El gobernador Probo ha salido en su persecución con todas sus naves y ha dejado a Alejandría desguarnecida de defensa naval.
—Y por lo que respecta a esos alejandrinos, ¿se entregarán sin más?
—Eso fue lo acordado. Hemos pactado que no se tratará de una rendición a un ejército extranjero, sino de la devolución a Egipto de su soberanía encarnada en Zenobia. Nuestros aliados egipcios saben que estamos aquí. Esta noche emitirán unas señales convenidas desde lo alto del Faro. Eso querrá decir que todo va bien, que han desarmado a las dos cohortes de legionarios, que han tomado el control de la ciudad y que podremos desembarcar en el puerto. Pero, aun con todo ello, tomaremos precauciones. Si te parece, mi señora, yo me adelantaré con dos barcos y un centenar de hombres para evitar sorpresas. Si todo se desarrolla conforme a lo planeado y no existe peligro alguno, haré una señal desde lo alto del Faro para que el resto de la flota tome tierra.
—De acuerdo. Desembarca en esa ciudad y sigue el plan establecido. Y que los dioses de Egipto nos sean propicios.
—Yo iré contigo, Giorgios, si me lo permites, señora —añadió Antioco Aquiles.
—Claro, pero ten cuidado.
El ateniense cogió la mano de la reina y la besó tras clavar la rodilla derecha sobre los tablones de la cubierta de la nave. Al hacerlo sintió en su estómago ese especial cosquilleo que le sobrevenía cada vez que rozaba la piel de aquella mujer a la que una sola vez había amado.
Aquella noche, desde la plataforma situada a la mitad de la altura del Faro, dos linternas emitieron las señales convenidas hacia la flota de Palmira, que se repitieron media docena de veces. Desde la trirreme de Giorgios, colocada ahora en la vanguardia, se respondió a las señales con signos de aprobación emitidos desde un farol.
Al amanecer, dos embarcaciones palmirenas se acercaron hacia el puerto oriental de Alejandría y enfilaron la bocana. Una barca indicaba mediante unas banderolas el lugar del muelle al que debían dirigirse, al lado de donde el malecón de siete estadios tocaba tierra firme, cerca de la Biblioteca.
La nave de Giorgios lanzó las amarras para que varios operarios las ataran en unas enormes argollas de hierro engastadas en la argamasa del pantalán. Allí aguardaba una comitiva de recepción presidida por Teodoro Anofles y por Firmo; a su lado, con la cabeza cubierta con una capucha de fieltro, estaba Timagenes, el centurión egipcio.
—Bienvenidos de nuevo a Alejandría.
El sacerdote del Serapeion besó en las mejillas al comerciante, que correspondió al gesto amistoso del egipcio, y cruzó su mano con la del general.
—Gracias, Anofles. La reina te envía sus saludos y su amistad.
—Y Egipto reconoce a su legítima soberana Septimia Severa Zenobia, la heredera de Cleopatra.
—¿Ha habido resistencia por parte de la guarnición romana? —quiso saber Giorgios.
—Algunos legionarios se negaron a entregar sus armas, pero fueron neutralizados de inmediato por Timagenes y sus hombres. Unos pocos lograron escapar en dos barcas de pescadores; aunque no habrán llegado demasiado lejos —intervino Firmo.
—¿Dónde están los demás?
—En el fondo del Mediterráneo; tuvimos que ejecutarlos. Yo mismo di muerte a su comandante, un tipo llamado Probato, un imbécil que decidió mantenerse leal a Roma hasta el fin —terció Timagenes.
—Eso no le gustará a la reina.
—No pude evitarlo —se limitó a comentar el centurión.
—Nuestros hombres estaban deseosos de vengarse de esos romanos, que se comportaban con una altanería insultante para los alejandrinos. Pero ya no tiene remedio. Acompañadme, quiero que veáis con vuestros propios ojos que todo está conforme acordamos —terció Anofles.
El sacerdote de Serapis, Giorgios, Antioco Aquiles, Firmo y los soldados de la escolta encabezados por Timagenes recorrieron las calles de Alejandría, que parecían en calma. Los mercados estaban surtidos de productos y la gente se movía por la ciudad con absoluta normalidad.
No había rastro alguno de los legionarios romanos y las puertas y los bastiones defensivos de la ciudad estaban ocupados por soldados egipcios afectos a los sacerdotes de Serapis e Isis y por los hombres de Timagenes, algunos de ellos equipados con armamento romano.
—¿Sabes algo de Tebas?
—Su población está con nosotros. Esta misma mañana hemos enviado mensajeros para que anuncien vuestra llegada y hagan correr la noticia de que la sangre de Cleopatra vuelve a reinar en Egipto.
—Bien. En los próximos días desembarcará el resto del ejército. Egipto dejará de ser una provincia de Roma y tendrá su propia reina.
Los legionarios romanos que lograron huir de la masacre en Alejandría en las dos barcas de pescadores consiguieron alcanzar las costas de Creta. Allí embarcaron en una nave que los llevó hasta Atenas.
Tenagino Probo, prefecto romano de las legiones y gobernador de Egipto, había sido un fiel servidor del fallecido Galieno; era un general experimentado, curtido en las batallas y en la política, pero temía que su antigua lealtad a Galieno fuera castigada y estaba obsesionado por ganarse los favores del nuevo emperador Claudio. Había partido de Alejandría con todas las naves de guerra disponibles en persecución de unos piratas, pagados por Anofles con el fin de engañarlo, por las costas de Cirene, destinando a ello todos los navíos de guerra romanos fondeados en Alejandría y algunos otros llegados de las flotas desplegadas en el Egeo y en el Ponto.
En cuanto se enteró de la rebelión de Egipto y de la pérdida de Alejandría por una trirreme enviada desde Atenas que navegó hasta la costa africana en su busca, Probo se percató de su error y envió un mensaje al emperador Claudio, quien le ordenó que regresara inmediatamente a Egipto para restablecer el dominio de Roma.
Claudio II había logrado ganarse el favor del ejército, gracias en buena medida a aquellas veinte piezas de oro que repartió como donativo a cada legionario cuando fue proclamado emperador, y la conformidad del Senado, que aceptó su nombramiento y lo ratificó como augusto ante las promesas de que los senadores volverían a tener mayor protagonismo y participación en la política imperial. Como contrapartida, el Senado tuvo que votar su propuesta favorable a conceder la apoteosis al difunto Galieno, lo que los senadores acataron de mala gana.
En aquellos días en los que los palmirenos estaban comenzando la ocupación de Egipto, los problemas se le acumulaban al emperador de Roma. Había tenido que rechazar la incursión de una feroz tribu germánica, los alamanes, que habían atravesado el limes y penetrado hasta la zona de los grandes lagos del norte de Italia, desde donde amenazaban a las ricas ciudades del valle del Po. Rechazados estos germanos, se había dirigido hacia los Balcanes, donde se encontraba guerreando contra los godos, a los que venció en varias batallas. Esas victorias le otorgaron el honor de recibir del Senado el sobrenombre de Gótico.
Ante la ausencia de la flota romana, el desembarco del ejército de Palmira se produjo de manera ordenada. La mayoría de aquellos hombres estaba acostumbrada a combatir en los desiertos de Siria, en las mesetas de Anatolia o en las campiñas de Mesopotamia, y los comandantes de los navíos eran expertos marineros de la costa fenicia, herederos de una secular saga de marinos que hacía siglos ya se habían atrevido a navegar más allá de las columnas de Hércules, hacia las islas del océano donde finalizaba el mundo.
Zenobia, Zabdas, Giorgios y Antioco acaban de celebrar un banquete con Teodoro Anofles, Firmo y Timagenes; allí se acordó que Zenobia recibiría la doble corona de Egipto según la ceremonia tradicional de los antiguos faraones. El general de Palmira receló enseguida del sumo sacerdote del Serapeion, y así se lo confesó a su lugarteniente cuando se quedaron solos.
—Ese tipo no es de fiar —asentó Zabdas.
—Hasta ahora ha cumplido escrupulosamente su palabra, como has podido comprobar. Y ha logrado engañar al gobernador romano con esa ingeniosa treta de los piratas.
—Algo me dice que vendería a su propia madre por un puñado de piezas de oro, tal vez por una sola moneda. Hay algo en sus ojos y en su mirada que me produce desconfianza.
—Sé a lo que te refieres. Anofles es el sumo sacerdote del templo donde se rinde culto al dios Apis, un dios amable que concede el bienestar y sana a los enfermos. En realidad, sus templos son hospitales donde acuden quienes sienten alterada su salud y disponen de dinero suficiente para pagar el tratamiento. Sus sacerdotes son médicos que dominan las artes sanativas ancestrales de la medicina egipcia, cuyos conocimientos se transmiten de generación en generación de sacerdotes, que se encargan de mantenerlas en secreto.
»A causa de ello, los templos de Apis son enormemente ricos y poderosos, pues los que sanan por sus cuidados ofrecen mucho dinero al santuario y, si fallecen, sus deudos hacen lo propio para que puedan disfrutar de buena salud en la otra vida. Curen o no a sus pacientes, estos sacerdotes siempre obtienen cuantiosos beneficios.
»Pero, además, son muy influyentes. Sus discursos son escuchados con atención, y sus consejos y recomendaciones seguidos por mucha gente, que ve en esta casta sacerdotal a los verdaderos depositarios de la herencia del genuino Egipto. Si queremos dominar este país debemos contar con esos sacerdotes, y te aseguro que Anofles es el más importante de todos ellos.
—De acuerdo, pero ordena que lo mantengan vigilado. Y que tampoco pierdan de vista a Firmo; ese mercader vendería a su propia madre por un puñado de sestercios. Hay que ocupar todo este país antes de que reaccionen los romanos. Imagino que ya sabrán que han perdido Alejandría y que están a punto de perder todo Egipto, de manera que conviene estar preparados para una contraofensiva, si es que se produce…
—Se producirá, general. Yo he servido en las legiones y sé bien que Roma vendrá a reclamar lo que considera suyo. Roma, amigo, siempre vuelve. Lo que no comprendo es por qué Zenobia se ha empeñado en conquistar Egipto y desafiar de este modo a Roma. Si se hubiera limitado a mantener su dominio sobre Palmira y la provincia de Siria, como hizo su esposo Odenato, tal vez los romanos hubieran consentido que las cosas se quedaran así, pero esta campaña militar es un reto que Roma no puede obviar.
—No entiendes nada —dijo Zabdas—. Para que Palmira pueda existir, necesita dominar Egipto. La nuestra es una ciudad de mercaderes; sin el comercio de las caravanas apenas sería un montón de chozas de adobe y de tiendas de paño burdo habitada por un puñado de camelleros andrajosos y una docena de miserables recolectores de dátiles. La riqueza de Palmira depende de que las caravanas atraviesen la ciudad y su territorio, se abastezcan en ella de agua y víveres y dejen allí parte de su riqueza. Si los romanos controlan Egipto, podrían desviar las rutas comerciales que llegan de Oriente por el mar del sur y luego por el mar Rojo. Y si llegaran a un acuerdo con los sasánidas, cosa poco probable pero no imposible, estarían en condiciones de canalizar el tránsito de las mercancías por los ríos Tigris y Eufrates hasta el golfo de Persia, y desde allí navegar alrededor de Arabia hasta las costas de Egipto en el Mar Rojo. Si así ocurriera, Palmira estaría acabada. Por eso necesitamos dominar Egipto; se trata de una cuestión de supervivencia.
—Entonces, los motivos que hemos alegado para poner en marcha toda esta campaña son una gran mentira.
—No. Zenobia es descendiente de Cleopatra y tiene derecho al trono de Egipto, pero los comerciantes de Palmira no la habrían financiado si no supieran que se juegan su futuro en esta campaña y que de ello depende que sus bolsas continúen bien repletas de oro. Las guerras siempre se inician por la misma razón: el dinero.
—En dos semanas partiremos hacia el sur; entre tanto, visitaré la Biblioteca. —Giorgios cambió de tema de conversación—. Longino quedó emocionado con los libros que le llevé y me encomendó que ordenara copiar nuevas obras. Las encargaré a los escribas y dispondré que se las envíen en cuanto estén acabadas.
—En ese caso coméntaselo a la reina; creo que a ella le gustará acompañarte, pues Longino le ha inculcado el amor por la filosofía y por los libros. Yo prefiero ocupar mi tiempo en otros asuntos.
Zabdas sabía que Zenobia y Giorgios habían hecho el amor unos meses atrás en el palacio real de Palmira. Yarai, la criada de confianza de la reina, mantenía puntualmente informado al general de cuanto ocurría en la intimidad de la vida de su señora. Hacía ya mucho tiempo que el veterano Zabdas había renunciado al amor de su soberana, pero velaba por su seguridad y estaba pendiente de cada circunstancia de su entorno.
Envidiaba a Giorgios porque Zenobia lo miraba con ojos distintos a como lo hacía con el resto de los hombres y había estallado en un momentáneo arrebato de cólera cuando Yarai le confirmó que ambos habían pasado una noche en palacio. Pero apreciaba tanto al ateniense que se calmó al reflexionar y concluir que era mejor que Giorgios, un hombre leal, valiente y noble, fuera el amante de su reina en vez de un arribista sin escrúpulos.
El palacio real que construyera Ptolomeo I, el general de Alejandro Magno que sucedió al soberano macedonio como faraón de Egipto, había sido el lugar donde Cleopatra amó a Marco Antonio, tal vez el último representante del verdadero espíritu romano. Ubicado junto al venerado templo de Artemisa, en el lado oriental del Gran Puerto, sobre el promontorio rocoso llamado Lochias, disponía de su pequeño puerto protegido por un poderoso malecón amurallado. Había sido remodelado en varias ocasiones, pero mantenía buena parte de la estructura original helenística que le confiriera su fundador. Zenobia se había instalado en ese palacio, en una de cuyas alas se habían habilitado las oficinas del ejército y de la nueva administración palmirenos.
Tal como se había acordado, en una solemne ceremonia cargada de gran simbolismo Zenobia fue coronada en ese mismo palacio como reina de Egipto, y el sumo sacerdote de Apis, Teodoro Anofles, le entregó la doble corona, recogiendo la vieja tradición de los faraones del Bajo y del Alto Egipto, que ella se colocó con sus propias manos.
Inmediatamente después de su coronación, promulgó un edicto real por el que, ya reina de Egipto, nombraba como gobernador y virrey al sumo sacerdote Anofles, otorgándole poderes administrativos y judiciales y la plena jurisdicción sobre todos los templos de la antigua religión. En el mismo acto, Timagenes fue nombrado general en jefe del ejército egipcio y el mercader Antioco Aquiles miembro del consejo real.
En el banquete que siguió a la ceremonia, celebrado al estilo oriental, se utilizaron unas copas de oro engarzadas con piedras preciosas cuya fabricación se atribuía a un encargo que la mismísima Cleopatra realizó al mejor taller de orfebrería de Alejandría.
Una amplia balconada se abría hacia el mar anaranjado, sobre cuya superficie ondulada se reflejaban los últimos rayos del tórrido sol del verano. Acabado el banquete, Zenobia le hizo llegar a Giorgios una nota para que acudiera a sus habitaciones en cuanto se marcharan los invitados.
El ateniense, ávido de volver a encontrarse a solas con su amada, así lo hizo. Kitot, a quien la reina había nombrado jefe de su guardia personal, lo guio hasta los aposentos privados del palacio.
El armenio golpeó la puerta con los nudillos de su enorme mano y aguardó. La voz de la señora de las palmeras se oyó al otro lado autorizando el ingreso en su habitación.
—Muerto Odenato, tú eres el único hombre sobre la tierra que goza de este privilegio; respeta a esa mujer o te juro que, aunque seas mi superior y mi amigo, te estrangularé con mis propias manos —le dijo Kitot a Giorgios.
—Nadie desea la felicidad de Zenobia tanto como yo; te lo aseguro.
El armenio dio orden a los eunucos para que abrieran la puerta, entró, se inclinó ante Zenobia y anunció que allí se encontraba el general de caballería Giorgios de Atenas.
—Gracias. Ahora déjanos solos.
El coloso volvió a inclinarse y salió de la estancia.
—En estas copas posaron sus labios Cleopatra y Marco Antonio. ¿Sabes que soñaron con crear un reino en Oriente, con centro en Egipto, sobre el que ambos gobernarían felices y enamorados para deleite y prosperidad de sus súbditos? Pero Octavio Augusto fue más listo, los derrotó en la batalla de Actium y acabó con ese sueño.
Zenobia hablaba de espaldas a Giorgios, apoyada en la balaustrada desde la que se contemplaba el Mediterráneo; enfrente se elevaba el gigantesco Faro y a su derecha se abría la embocadura del Gran Puerto. En su mano, la reina sostenía una copa de oro con rubíes y perlas engastados en las asas y en el reborde del pie.
El ateniense se acercó hasta la mujer, que seguía con la vista puesta en el atardecer sobre el mar dorado, se colocó justo tras ella y la abrazó con delicadeza.
—Creí que me habías olvidado —le susurró al oído.
—No quiero enamorarme de ti; no debo —bisbisó Zenobia mientras depositaba la copa en la repisa.
Luego se volvió muy despacio y se encontró con los labios de Giorgios, que la besaron con ternura.
—Mi reina, mi señora…
Hicieron de nuevo el amor en silencio, sin dejar de acariciarse y de besarse. Cuando Giorgios se derramó en el interior de Zenobia, esta sintió un escalofrío de placer que le atravesó todo el cuerpo, como un rayo de intenso gozo; nunca antes había disfrutado de una sensación semejante. El ateniense lo supo cuando notó cómo se estremecía, cómo jadeaba en su respiración entrecortada, cómo arqueaba su espalda entre aceleradas convulsiones y cómo vibraba cada porción de su cuerpo.
—Aquí mismo vivieron su pasión Cleopatra y Marco Antonio —susurró Zenobia, recostada sobre el pecho de su amante, mientras las manos de Giorgios acariciaban sus pechos desnudos y los dedos jugueteaban con sus pezones erectos.
—Tú estás a la altura de esa reina, mi señora.
—Y tú podrías ser Marco Antonio.
—No poseo las virtudes de ese romano; además, si no recuerdo mal su historia, creo que ambos acabaron suicidándose. Ocurrió aquí, en Alejandría, tal vez en este preciso lugar.
—¿En verdad crees que yo puedo ser la nueva Cleopatra?
—Estoy seguro de que esa reina no fue más hermosa que tú, porque no ha nacido en el mundo nadie que iguale siquiera tu belleza, y tu inteligencia es muy superior a la suya, según reconoce el propio Longino. Además, ella sólo fue reina de Egipto y tú ya lo eres de todo Oriente. Has hecho realidad lo que para ella no fue más que un sueño.
La mano de Giorgios se deslizó por el vientre hasta alcanzar el pubis de Zenobia y comenzó a acariciarle el sexo con las yemas de sus dedos, con movimientos circulares lentos, delicados y cadenciosos, hasta que ella comenzó a jadear y gemir de placer.
Hicieron de nuevo el amor y bebieron vino dulce en las copas de oro, mezclando sus salivas y fundiendo sus cuerpos, vibrantes de placer y ansiosos del otro. Y la noche cubrió Alejandría con su manto oscuro y cálido mientras la luna rielaba sobre el mar en calma y Giorgios se imaginaba gobernando el mundo al lado de aquella prodigiosa mujer a la que veneraba como si se tratara de la mismísima Afrodita descendida del monte Olimpo.
—La comunidad de cristianos de Alejandría te acepta como reina. Es una de las más numerosas de Oriente y su obispo ejerce una gran influencia en toda la ciudad.
—¿Estás seguro? —Zenobia acababa de recibir la noticia de boca de Antioco, quien se había entrevistado con el patriarca de Alejandría.
—Puedes comprobarlo tú misma. El patriarca está esperando a que lo recibas; viene acompañado de una amplia delegación de sacerdotes y monjes cristianos.
—Por favor, dile que pase… pero él solo; los demás que esperen fuera.
Demetrio, el patriarca alejandrino, era un hombre recio y su aspecto poco refinado semejaba más al de un campesino que al de uno de los principales dirigentes de la Iglesia. Era el jefe de una de las comunidades cristianas más antiguas y numerosas, la primera en constituirse en África. Su cargo resultaba equiparable al de los patriarcas de Antioquía, Jerusalén y Roma.
—Quiero agradecerte que tú y tu comunidad hayáis reconocido mi derecho a gobernar Egipto —le dijo Zenobia antes de que Demetrio pudiera siquiera presentarse.
—Así lo decidió nuestra asamblea, señora.
—¿Cuántos cristianos vivís en esta ciudad?
—Varios miles. —Demetrio no quiso precisar la cantidad exacta—. Tal vez sea esta la comunidad cristiana más numerosa de todo el mundo, no en vano fue fundada por uno de los doce primeros apóstoles, nuestro señor san Marcos evangelista. El primer converso alejandrino fue Aniano, un zapatero que abrazó la fe en Jesucristo y la defendió con su vida, pues fue martirizado y muerto en tiempos del tirano Nerón, el primero de los emperadores romanos que persiguió a los cristianos. Desde entonces, los cristianos de Alejandría tuvieron mucha preocupación a la hora de practicar sus creencias y celebrar sus ritos, para lo cual construyeron catacumbas ocultas a los ojos de las autoridades romanas. Pero la semilla de Aniano floreció y pronto fuimos cientos, y luego miles, y desde Alejandría la fe verdadera se extendió por el Nilo y por toda África.
—Pareces orgulloso de tus antepasados cristianos —supuso Zenobia.
—Lo estoy, señora. Aquí enseñaron la doctrina de Cristo el gran Clemente y su discípulo Orígenes, quienes hace ahora poco más de medio siglo fundaron una escuela de teólogos donde se han formado los más brillantes pastores de nuestra fe, capaces de superar en sabiduría y conocimiento a los de la mismísima Antioquía.
El patriarca alejandrino lucía sobre su pecho una gran cruz de oro con engastes de perlas y rubíes.
—Veo que también exhibes uno de vuestros símbolos sagrados. —Zenobia la señaló.
—La cruz de Cristo, el símbolo de Su pasión y de Su muerte y el emblema de nuestra redención. Sí, es la señal de los cristianos, y fue precisamente aquí, en Alejandría, donde comenzó a utilizarse como nuestro principal icono.
Desde luego, Alejandría era un foco extraordinario de debates teológicos cristianos. Poco después de recibir al patriarca, Zenobia despachó durante un buen rato con dos rabinos representantes de la comunidad judía, que también había acatado su dominio sobre Egipto, los cuales le habían pedido protección especial para todos los hebreos, cuya comunidad se asentaba agrupada en un barrio en el sector noreste de la ciudad.
La experiencia que tenían los hijos de Israel con los gobernantes romanos no era precisamente agraciada, pues una revuelta de los judíos, hacía ya siglo y medio, fue reprimida por el emperador Trajano de tal modo que a punto estuvo de provocar la desaparición de la comunidad judía de Alejandría; hacía tan sólo dos generaciones que otro emperador, Caracalla, había ordenado liquidarlos a casi todos. Si la población hebrea se había recuperado, se debía a la afluencia de emigrantes judíos procedentes de Siria y de Arabia, que buscaban en esta ciudad una vida mejor.
—Esta es una ciudad habitada por manadas de locos —comentó Zenobia a Antioco tras despedir a los rabinos judíos—: seguidores alunados de Apis y de los demás dioses egipcios que practican incomprensibles ritos ancestrales, devotos impúdicos de Artemisa y de las deidades griegas que copulan entre sí hasta que no pueden más, huraños judíos irredentos henchidos de una soberbia insoportable en espera del Mesías que los libere de un yugo que ellos mismos se imponen, irracionales cristianos de todos los pelajes empeñados en convertir su religión en la única existente, obsesos adoradores del fuego capaces de inmolarse en una hoguera para unirse en las llamas con su dios… ¿Qué religión no tiene aquí su templo? Indios, chinos, romanos, griegos, árabes… ¿Qué pueblo no tiene aquí su barrio? Alejandría, Alejandría… ¿Cómo podré gobernar esta alocada amalgama de orates estrafalarios y de creencias irracionales?
—Como tú sabes hacerlo, Zenobia: con prudencia y sensatez, permitiendo que toda esa caterva de pirados pueda rezar libremente a sus dioses y observar sus costumbres e impidiendo que nadie prohíba hacerlo a los demás, lo que provocaría enfrentamientos sangrientos.
—Sí, Antioco, sí, pero ¿hasta cuándo podré hacerlo? En esta ciudad cada hombre se cree un consumado teólogo, cada creyente se siente capaz de fundar su propia religión y cada sacerdote se considera un rey. ¡Alejandría, Alejandría…!
—Zenobia, mi pequeña, aquí vivieron y enseñaron los insignes gramáticos que determinaron las leyes de la retórica, los eruditos geógrafos que diseñaron los mejores y más precisos mapas del mundo y los científicos, matemáticos y geómetras que plantearon los más complejos teoremas. Alejandría es el centro de la ciencia del mundo, no creo que sea tan difícil lograr que la ciudad que ha acogido a tantos sabios entienda qué es lo que más le conviene.
La buena noticia la trajo Zabdas: en la sagrada ciudad de Tebas, la más venerada de las urbes de Egipto, los sacerdotes de todos los templos de la antigua religión de los dioses tradicionales y la mayoría de la población también habían proclamado a Zenobia como reina de Egipto.
Aquella mañana Zenobia había acudido a la Biblioteca acompañada de Giorgios. El director les estaba mostrando los libros más valiosos de sus depósitos cuando Zabdas los interrumpió:
—Tebas te aclama como reina, mi señora, aunque la guarnición romana allí acantonada se ha parapetado en su fortaleza y no acepta rendirse.
Zenobia sostenía en esos momentos en sus manos el plano del mundo conocido realizado según los cálculos de Eratóstenes y lo comparaba con otro realizado por un discípulo de Ptolomeo, el gran geógrafo griego que calculara las distancias y proporciones de la Tierra y elaborara un famoso tratado sobre las estrellas.
—¿Cuántos son esos romanos?
—Algo más de mil veteranos de la II Legión. Nuestros informadores no están del todo seguros porque se han encastillado en su campamento.
—¿Será suficiente con dos mil hombres para someterlos?
Zabdas miró a Anofles, que lo acompañaba.
—Disponemos de tres mil fieles guerreros egipcios allí, señora —añadió el sumo sacerdote de Apis.
—Pero todavía quedan algunas otras guarniciones romanas en la región que podrían desplazar efectivos a Tebas para socorrer a sus compañeros —supuso Zabdas.
—Ponte al frente de cinco mil y parte de inmediato hacia el sur. Yo iré tras de ti con Giorgios y otros cinco mil. Anofles, tú vendrás con nosotros a Tebas, así comprobarán tus colegas que estás a mi lado. Antioco Aquiles se quedará entre tanto al mando en Alejandría con los veinte mil restantes como reserva por si los romanos deciden contraatacar desde el mar.
La determinación y la capacidad de mando de Zenobia, a pesar de que la había puesto de relieve en tantas ocasiones, volvió a sorprender a Giorgios. Y de nuevo lo maravilló cuando, una vez retirados Zabdas y Anofles, se puso a debatir con el director de la biblioteca sobre los poemas del divino Homero y sobre la explicación de la naturaleza según el punto de vista de Platón o según los comentarios de Aristóteles.
De vuelta a palacio, el ateniense pasó todo el día aguardando impaciente a que se produjera una nueva llamada de Zenobia, invitándolo a pasar con ella aquella noche, y así amarla de nuevo hasta el amanecer; pero la única comunicación que recibió fue una orden de Zabdas indicándole que preparara la caballería pesada para salir de inmediato hacia Tebas.
Tebas, en Egipto, finales de verano de 269;
1022 de la fundación de Roma
Las ciudades del norte de Egipto se fueron entregando sin resistencia ante el avance del ejército de Palmira. En cada ciudad los sacerdotes habían arengado previamente a las masas de campesinos y artesanos sobre la conveniencia de acatar la autoridad de Zenobia, la mujer a la que presentaban como una encarnación de la reina Cleopatra, aduciendo que, tras trescientos años de dominio romano, Egipto volvía a ser una tierra libre del yugo extranjero.
Además, se presentaba a Timagenes como el gran general de Egipto, por lo que las tropas palmirenas no parecían un verdadero ejército de ocupación, al estar encabezadas en todos los desfiles por el antiguo centurión egipcio, que había sido nombrado general por Zenobia.
En algunas ciudades, grupos de egipcios aclamaban con entusiasmo la entrada triunfal de su nueva reina y de las tropas palmirenas como si se tratara de un verdadero ejército de liberación. Improvisados retratos de una imaginaria Zenobia, con un tocado sobre su cabeza al modo de los tradicionales soberanos egipcios, pintados sobre láminas de papiro y lienzos de algodón y lino, se desplegaban en las fachadas de los templos y en las esquinas de algunas calles. Cualquiera de aquellas imágenes estereotipadas palidecía ante la belleza de la verdadera Zenobia, a la que muchos consideraban superior en hermosura y valor a la legendaria Cleopatra.
Grupos de gente convenientemente aleccionados vitoreaban a Zenobia, a la que aclamaban como descendiente y heredera legítima de los Ptolomeos, y señalaban sus orígenes egipcios y su gusto por la cultura de ese país. Las multitudes se entusiasmaban y gritaban fervorosas cuando, tocada con la doble corona del Bajo y del Alto Egipto, se dirigía a ellas en el idioma egipcio que aprendiera de su madre y utilizaba expresiones y palabras que eran usadas cotidianamente por la gente más humilde.
La tropa avanzada de cinco mil palmirenos encabezada por Zabdas y Timagenes no encontró resistencia alguna hasta las cercanías de Tebas. Las dos cohortes de la II Legión Trajana acuarteladas en esa ciudad fueron conminadas por Zabdas a rendirse, pero los soldados romanos decidieron plantar cara en el campo de batalla. Convencidos de que refugiados en su endeble campamento sucumbirían ante la acometida de un enemigo muy superior en número y de que no recibirían ayuda en caso de un asedio prolongado, rechazaron la generosa oferta de capitulación que les había ofrecido Zabdas y optaron por luchar y morir como romanos de honor.
Giorgios llegó al campo de batalla al frente de un destacamento de trescientos jinetes acorazados, entre los que se encontraba Kitot, a tiempo para participar en la batalla.
—La reina me ha pedido que me adelantara por si necesitabas ayuda.
—Creo que no, pero gracias de todos modos. Ahí tienes a esos romanos. Han respondido a mi oferta de capitulación honrosa con una negativa a rendirse y me han desafiado a una batalla en campo abierto. No tienen la menor oportunidad de salvar sus vidas. Creo que están locos —comentó Zabdas.
—Son romanos, no lo olvides.
Frente al campamento legionario de Tebas se encontraba desplegado el cuerpo de ejército que mandaba Zabdas, a cuyo lado siempre se colocaba Timagenes: cuatro mil infantes bien equipados, dos batallones de caballería ligera y un millar de los mejores arqueros de Palmira equipados con cascos de láminas de hierro, guantes y muñequeras de cuero, cota de chapa metálica y espadas corta y larga, además de los magníficos arcos y doble carcaj.
Ante el asombro de Zabdas, que creyó que el anuncio del comandante romano de que iban a combatir en campo abierto se trataba de una bravuconada, las dos cohortes salieron al exterior del campamento y se desplegaron frente a los palmirenos.
—O se trata de una trampa, y no lo parece, o esos hombres han decidido suicidarse —comentó—. Preparados para la batalla; que nadie se mueva de sus posiciones hasta que yo lo mande —ordenó a sus comandantes.
Los legionarios romanos se colocaron formando un solo cuerpo, muy compacto, justo frente al centro del ejército palmireno.
—¡Ya entiendo! Van a componer la tortuga, una tortuga gigantesca con todos los legionarios de las dos cohortes —comentó Giorgios—. Tratarán de confundir a nuestros caballos y de rechazar la carga de nuestra caballería pesada.
—¿Qué propones? —le preguntó Zabdas.
—Los caballos suelen asustarse ante un bloque cerrado, compacto y erizado de lanzas como el que ofrecen las formaciones en tortuga, y se resisten a cargar contra él, y las flechas de los arqueros no son efectivas si todas las posibles fisuras se cierran bien con los escudos. La mejor manera para evitar pérdidas por nuestra parte es intentar deshacer esa formación. Propongo que ataquemos con nuestra caballería pesada su flanco derecho, que parece el más débil, y que concentremos nuestras fuerzas en un punto de ese lado. Si con una carga de los catafractas abrimos una brecha en la tortuga, todo será más fácil.
Como había previsto el ateniense, los romanos armaron enseguida la formación en testudo. Aquella imponente masa de escudos erizada de lanzas no amedrentó a Giorgios, acostumbrado a enfrentarse a los bárbaros en las batallas en el Danubio, pero el general dudó si lanzar un ataque frontal y contundente que aplastara la tortuga en la que resultaba muy difícil penetrar si cada legionario mantenía con firmeza su posición, o bien atacar por el flanco derecho, en una carga en cuña, para abrir una brecha y desarbolar una zona de ese flanco.
Mientras Giorgios y Zabdas calibraban sus fuerzas y decidían el tipo de ataque ante la formación defensiva de los legionarios romanos, Kitot no lo pensó dos veces. Ante la sorpresa de todos, incluidos sus propios compañeros de armas, el armenio alzó su maza de hierro, la agitó al aire, aulló como un demonio y se lanzó, sobre su poderoso camello, contra el frente de la tortuga. El camello obedeció la orden de su jinete y trotó directo hacia el muro de escudos.
—¡Qué hace ese loco! —exclamó Zabdas sorprendido—. ¿Le has ordenado tú que ataque?
—Por supuesto que no; lo hace por propia iniciativa —respondió Giorgios.
El camello trotaba imparable hacia los romanos. Kitot enarbolaba la maza y la giraba en molinete sobre su cabeza.
El impacto del camello y su gigantesco jinete acorazado fue tan contundente que se abrió una brecha en las filas romanas. Varias lanzas atravesaron la gruesa piel del camello, pero, por el impulso que llevaba en su carrera, el cuerpo del animal, con Kitot erguido sobre su joroba, penetró hasta la cuarta fila de legionarios, provocando el desconcierto en el frente de la tortuga. El camello bramó herido de muerte y, antes de morir, coceó con sus últimos estertores a cuantos se encontraban a su alrededor. Su enorme corpachón sirvió de ariete y de protección a Kitot, que saltó a tierra girando su enorme maza de combate, abatiendo con ella a cuantos legionarios habían quedado al descubierto tras la acometida del camello.
Los romanos, aprisionados en su propia formación, con los escudos y las lanzas trabados para componer la tortuga y sin apenas capacidad de maniobra interior, casi no podían moverse, y Kitot, con tremendos golpes, fue ampliando la brecha abierta por el cuerpo del camello. Conforme iban siendo derribados, los legionarios que quedaban al descubierto fueron presa del pánico y la formación de la tortuga empezó a deshacerse.
Giorgios se dio cuenta de inmediato de lo que estaba ocurriendo y ordenó a sus catafractas que cargaran sobre la brecha abierta por el armenio. Los jinetes acorazados palmirenos se movieron deprisa y formaron una cuña siguiendo las precisas indicaciones de su general; arrancaron al galope y penetraron en el agujero abierto por Kitot como un rayo.
La tortuga resultó partida en dos y los legionarios quedaron expuestos al ataque de los jinetes palmirenos. Deshecho el testudo, cualquier resistencia era ya inútil, pero los romanos no se rindieron y, desesperados, intentaron defenderse desenvainando sus espadas.
No había nada que hacer. Zabdas gritó conminándoles a rendirse, pero parecían juramentados para pelear hasta morir.
Kitot, protegido por su gruesa armadura de hierro, golpeaba a su antojo y ante su maza caían uno tras otro los legionarios, que aullaban como lobos desesperados, conscientes de que les aguardaba una muerte cierta.
La batalla se decidió en el tiempo que dura un atardecer de invierno. Ni siquiera hizo falta la intervención de la reserva que Zabdas había organizado en la retaguardia por si aquella maniobra resultaba una trampa. A Kitot le siguieron los catafractas de Giorgios; equipados con su armadura completa y su equipo pesado, arrollaron a los legionarios, a los que liquidaron sin mayor contratiempo.
—Se acabó. Lo que ha hecho el comandante de esos romanos ha sido un verdadero suicidio —comentó Giorgios a la vista de la masacre.
—Se les ofreció la opción de rendirse y no lo hicieron.
—No tenían la menor oportunidad de sobrevivir.
—Así es la guerra, amigo —concluyó Zabdas—. En cuanto a ese loco de Kitot…
—¿Vas a castigarlo? Él ha sido el principal responsable de nuestra victoria.
—Atacó por su cuenta sin aguardar a mis órdenes. Debería colgarlo por los pies, o mejor por los huevos, de la palmera más alta de Egipto y dejar que los buitres lo consumieran hasta los huesos; se darían un buen festín con semejante corpachón.
—Pero no vas a hacerlo…
—La disciplina es fundamental en el ejército, como bien sabes; si no hay disciplina, no es posible la victoria.
—Kitot no ha desobedecido ninguna orden tuya, simplemente se ha adelantado a la que tú ibas a dar.
Zabdas miró al ateniense y sonrió.
Kitot fue felicitado por su acción ante el ejército y se le concedió una mención de honor. Pero, en privado, Zabdas le largó una buena reprimenda y le advirtió que la próxima vez que actuara por su cuenta sin recibir las órdenes de sus superiores acabaría siendo pasto de los carroñeros.
A finales del verano todo Egipto, desde el delta del Nilo hasta la primera catarata, estaba en poder del ejército de Palmira, aunque los palmirenos y sus aliados egipcios presentaban a la gente esa nueva situación como si se hubiera producido la restauración del legítimo imperio de los antiguos faraones, y Zenobia era anunciada como la reina que había devuelto su independencia al país del Nilo. En todos los templos de la vieja religión los sacerdotes celebraron cultos y ceremonias en honor de los nuevos soberanos de Egipto y se acuñaron monedas con las imágenes de Zenobia y de su hijo Vabalato, a los que ya se consideraban como los faraones que habían restablecido en el trono del Nilo el linaje de los Ptolomeos, los legítimos herederos de Cleopatra.
Tras la victoria en Tebas, una noticia alarmante llegó desde Alejandría. El general romano Tenagino Probo, obedeciendo órdenes del emperador Claudio, que seguía guerreando contra los bárbaros en la frontera del Danubio, navegaba hacia Alejandría con la misión de restablecer de inmediato la autoridad de Roma sobre Egipto tras abandonar la inútil persecución de los escurridizos piratas pagados por Anofles.
Zabdas apenas se inmutó por la noticia. Dejó a Giorgios al frente de las tropas en Tebas con tres mil hombres y descendió la corriente del Nilo hasta Alejandría al frente de los otros siete mil.
La armada del prefecto Probo fue deshecha frente a la costa occidental del delta por los navíos palmirenos. Cincuenta barcos romanos resultaron hundidos o capturados y el propio general Probo cayó combatiendo cuerpo a cuerpo a bordo de una de sus trirremes. Un par de cohortes romanas que lograron desembarcar fueron abatidas por la caballería ligera palmirena de Zabdas junto a uno de los brazos del delta del Nilo.
La situación de Roma se tornaba más angustiosa todavía: la mitad de las provincias de Occidente estaban en manos de usurpadores; las fronteras del Rin y del Danubio acosadas por bandas de germanos que atacaban el limes en impetuosas oleadas, golpeaban, saqueaban y se retiraban como fantasmas a la seguridad de sus intrincados y brumosos bosques de Germania y de Eslabona; las costas del Egeo y del Ponto infestadas de piratas y de bárbaros; y Egipto, Mesopotamia y Siria, casi todo Oriente, en manos de Zenobia. El emperador Claudio II no daba abasto para sofocar los incendios que se extendían por todos los rincones de su debilitado imperio, aunque sus victorias sobre los godos en el Ilírico y Macedonia, tras las cuales ordenó una brutal carnicería entre los germanos supervivientes, le valieron la concesión de un escudo de oro por parte del Senado y la talla de una estatua con su efigie bañada en oro, que se colocó en lo alto de la colina del Capitolio.
Pese a los esfuerzos de Claudio, el Imperio romano ardía por los cuatro costados y parecía que nadie podría apagar semejante incendio; miles de bárbaros recorrían en dos mil naves de guerra las costas del Egeo y del Ponto saqueando ciudades y aldeas del litoral. De seguir así las cosas, en muy poco tiempo la gloria y la grandeza de Roma sólo serían un lejano recuerdo cuyas ilustres cenizas dispersaría el viento.
Alejandría, principios de otoño de 269;
1022 de la fundación de Roma
Pacificado todo Egipto y controlado el país por los palmirenos, los propios egipcios tomaron el control de la situación. Los sacerdotes, convenientemente arengados por Anofles, que nombró entre sus más afectos a los nuevos gobernadores de las ciudades, se convirtieron en los dueños efectivos del poder político, aunque lo ejercían en nombre de la reina Zenobia y del faraón Vabalato de Egipto.
Nuevas monedas con los rostros de los dos soberanos se acuñaron en Tebas y Alejandría, para que no cupiera duda alguna de que el dominio de Roma sobre el país del Nilo había dejado de existir… al menos por el momento.
Cuando Zenobia, Giorgios y Anofles regresaron a Alejandría, Zabdas y Antioco habían liquidado a la flota romana, cuyos barcos capturados se alineaban como trofeos de guerra en los malecones del puerto real.
Alejandría, aunque venida a menos como la mayoría de las ciudades del viejo Imperio, seguía siendo hermosa, pero Zenobia echaba de menos el cielo azul y sereno de Palmira y sus rojizos atardeceres. Hacía meses que había salido de su ciudad y que no veía a su hijito Vabalato, que seguía creciendo en Palmira al cuidado del consejero Longino y de la esclava Yarai.
La reina decidió que había llegado la hora de preparar el regreso y llamó a Antioco para darle algunas instrucciones.
—Mi pequeña…, mi señora. —El comerciante besó en las mejillas a su ahijada.
—Regreso a Palmira; he ordenado a Zabdas que prepare al ejército para la vuelta a nuestra ciudad. La echo de menos, Antioco.
—Yo también, mi pequeña. Durante años he realizado misiones comerciales a oriente y occidente; he viajado a Persia, más allá de las montañas de Susa y Ecbatana, he recorrido toda la región de Anatolia y las costas del Ponto, he visitado Egipto en numerosas ocasiones, he pasado algunas temporadas en la prodigiosa Petra, en la antaño populosa Antioquía y en la grandiosa Apamea, y he respirado el aire fresco y puro de las montañas del Líbano, pero siempre espero ansioso el momento de regresar a Palmira. Además, mi sobrino Aquileo, al que algún día dejaré al frente de mis negocios, todavía no tiene la experiencia necesaria como para dirigirlos en solitario.
»Recuerdo ahora los viajes al lado de tu padre —los ojos de Antioco Aquiles se entristecieron al mentar a su socio y amigo—, al que quería como a un hermano, y las largas veladas conversando en el desierto, en torno a una fogata, mientras bebíamos té endulzado con miel y soñábamos con nuevas empresas comerciales…
»No sabes cómo lamento el que no pudiera salvarle la vida. No debí dejarlo solo frente a los persas; debí morir peleando junto a él. O mejor, debí cambiarme por él y así tu padre seguiría vivo.
—No te culpes. Mi padre te pidió que condujeras la caravana a salvo a Palmira porque sabía que sólo tú podrías hacerlo. El sacrificio de mi padre sirvió para salvar muchas vidas, y ello también fue gracias a ti.
—No me sirve de consuelo. Han pasado muchos años desde entonces y todavía me atormenta el recuerdo de aquellos días; cada noche, antes de dormir, pienso en aquella aciaga jornada, y desde entonces lloro en silencio mi cobardía…
—Te comportaste como debías; no hay nada que debas reprocharte.
—Antes de dejarlo abandonado a su suerte ante los persas, pues sabía que su muerte era segura, tu padre me pidió que os protegiera, y no he hecho otra cosa que cumplir su voluntad. Si él pudiera contemplarte ahora: su niña convertida en reina de Palmira, reina de Egipto, soberana de todo Oriente, y en la mujer más bella de la tierra.
Antioco sollozó y Zenobia abrazó a su padrino en un intento inútil por consolar su aflicción.
—Ahora te necesito más que nunca, Antioco. Egipto es nuestro gracias a ti, y quiero seguir contando contigo.