Capítulo XXIV

Palmira, principios de 269;

1022 de la fundación de Roma

Los embajadores persas se presentaron en Palmira el día convenido. Habían viajado desde Ctesifonte para aceptar las cláusulas del tratado de paz que Zenobia le había propuesto a Sapor I unos meses antes.

El jefe de la embajada persa se llamaba Arbaces, un riquísimo sátrapa de una lejana provincia en el extremo nororiental del reino sasánida. Era un hombre alto y musculoso, de pelo negro, largo y rizado, empapado en aceites aromáticos, que recogía en una redecilla de hilos de seda dorada. Sus ojos eran muy oscuros y ligeramente rasgados, aunque no tanto como los de los comerciantes que de vez en cuando llegaban a Palmira procedentes de la misteriosa y lejana China. Vestía lujosas túnicas de seda con delicados bordados que representaban figuras de dragones, tigres y leopardos, pero bajo su apariencia elegante y exquisita latía el corazón de un formidable guerrero.

Zenobia había preparado un amistoso y festivo recibimiento, pues necesitaba asentar la paz en las fronteras orientales para dedicar todos sus esfuerzos a someter Egipto y luego intentarlo con Anatolia y Grecia. Palmira era poderosa y rica, pero no tanto como para mantener abiertos dos frentes a la vez contra tan poderosos contrincantes.

Los persas entraron en la gran sala del palacio real y fueron recibidos por Zabdas, Longino y Giorgios. Arbaces saludó al estilo oriental a sus anfitriones y todos juntos aguardaron expectantes la llegada de Zenobia.

Tuvieron que esperar un buen rato, pero mereció la pena. La reina de Palmira apareció escoltada por seis enormes lanceros negros vestidos con faldas cortas y camisolas de seda blanca, a los cuales precedía Kitot, equipado con un peto de plata cincelado con figuras de leones y dos enormes espadas de hoja curva cruzadas sobre la espalda.

La reina vestía su lujosa túnica de seda roja con perlas y piedras preciosas cosidas a la tela dibujando sendas palmeras. Sobre un escote apuntado que dejaba entrever casi la mitad de sus redondeados senos brillaba un enorme collar de oro y esmeraldas con dos pájaros enfrentados, al estilo persa. Llevaba el cabello suelto, muy brillante, cayéndole por encima de los hombros, y sobre la cabeza destacaba la diadema dorada de hojas de laurel, la que sólo podían utilizar los emperadores de Roma. Sus brazos desnudos estaban adornados con sendos brazaletes de oro en espirales, con varias docenas de rubíes y brillantes engarzados en cada uno de ellos. Sobre el hombro izquierdo, a modo de broche, brillaba la fíbula de oro en forma de caracol incrustada de finísimas piezas de lapislázuli.

Asía con su mano la del pequeño Vabalato, vestido de seda púrpura y con una dorada coronita de laurel, como un pequeño emperador, que miraba asombrado con sus redondos ojos negros a todos aquellos tipos que se habían inclinado como un solo hombre cuando entró en la sala con su madre.

Los persas, a pesar de estar acostumbrados a las pompas y fastos de las ceremonias en el palacio imperial de Ctesifonte, se quedaron con la boca abierta cuando vieron aparecer a Zenobia, cuya hermosísima figura irradiaba una asombrosa sensación de majestad. Cualquier otro brillo palidecía ante su presencia.

Arbaces fue el primero en reaccionar. Obnubilado y rendido ante la magnificencia de la señora de Palmira, dio dos pasos al frente, se arrodilló y se tumbó boca abajo en el suelo, con los brazos extendidos hacia adelante, como sólo lo hubiera hecho ante el mismísimo Sapor. De inmediato, el resto de los embajadores persas hizo lo propio imitando el gesto de su jefe.

—Podéis levantaros —les ordenó Zenobia, a la que agradó aquella teatral manera que tenían los persas de reverenciar a sus monarcas.

—Reina de Palmira: su majestad Sapor, rey de reyes y soberano de Persia, te envía sus más afectuosos saludos y sus deseos de prosperidad para ti y tus súbditos —dijo Arbaces.

—Esos deseos son recíprocos.

—Te ruega que aceptes estos presentes como símbolo de su amistad.

El embajador dio una palmada y dos miembros del séquito persa se adelantaron y ofrecieron a Zenobia un collar de enormes eslabones de oro con colgantes de rubíes y esmeraldas y un broche en forma de una gran gota de agua engastado de brillantes y perlas. La reina los recibió encantada, pues cada día era mayor su gusto por las joyas.

—Es nuestra voluntad que Persia y Palmira sellen un tratado de paz permanente en el que nos comprometamos ante nuestros dioses a no atacarnos y a favorecer el tránsito de mercaderes por nuestros territorios.

—Su majestad Sapor anhela esa paz, señora, y quiere que sea así por todo el tiempo. El mago y gran consejero real Kartir Hangirpe, sacerdote del todopoderoso dios Ahura Mazda, ratifica que nuestra gran divinidad está conforme con el acuerdo de paz.

—Palmira también desea esa paz duradera. Mi consejero real, Cayo Longino, te presentará el texto del tratado definitivo cuyos términos ya hemos acordado; en cualquier caso, y antes de que se firme, te pido que le hagas saber a tu rey que Palmira establece por su cuenta una tregua hasta que se certifique el pacto con los sellos reales.

—Así lo haré, y cuenta con que Persia también guardará esa tregua provisional desde ahora mismo, pues ese fue el mandato del rey de reyes.

Tras la entrevista, Zenobia invitó a los persas a un banquete en el palacio. Se sirvieron delicados manjares y se bebieron finos caldos de Chipre y de Siria; Zenobia brindó con los embajadores del rey sasánida en varias ocasiones, apurando siempre la copa. Al final del convite los persas se tambaleaban ebrios de vino pero Zenobia, que había bebido tanto como ellos, permanecía sobria y serena.

Arbaces le comentó a uno de sus ayudantes que no entendía cómo era posible que aquella mujer se mantuviera en pie, firme como una roca, mientras todos los demás se trastabillaban como niños pequeños aprendiendo a dar sus primeros pasos.

—Existe un remedio, un bebedizo, según tengo entendido, para evitar los síntomas de la embriaguez. Se elabora triturando la dionisíada, una piedra semipreciosa de aspecto negro con motas rojas; se mezcla ese polvo con agua y se ingiere. Huele a vino.

—La cabeza me da tantas vueltas que juro por el dios del fuego que procuraré encontrar esa piedra.

Tras el banquete se ofrecieron unos juegos. Como Palmira no disponía de un coliseo, la escena del teatro se cubría con arena y se protegía a los espectadores colocando una reja de hierro sobre la baranda de piedra de la primera fila.

Los persas disfrutaron con las peleas entre animales, sobre todo la que enfrentó a un toro con un joven león. La victoria del toro alegró mucho a los embajadores sasánidas, que vieron en aquel resultado un augurio de la victoria de los persas sobre los romanos, pues el toro era uno de los emblemas de la dinastía gobernante en Ctesifonte.

Después quedaron muy sorprendidos cuando un domador salió a escena con tres leones, dos machos y una hembra, que se colocaron frente a Zenobia y se alzaron sobre sus patas traseras saludándola con sus zarpas. Los persas desconocían que aquellas fieras eran los leones amaestrados capturados en su primera cacería con Odenato.

Un mes y medio más tarde, unos jinetes enviados por Arbaces a Ctesifonte regresaron a Palmira con una de las dos copias del tratado remitido a la capital sasánida; la traían sellada con el signo real de Sapor I. En el texto del tratado se garantizaba a Palmira la posesión de la Alta Mesopotamia hasta cincuenta millas al norte de Ctesifonte y se garantizaba la seguridad de los mercaderes palmirenos y persas que estuvieran en tránsito por cualquiera de los dos territorios. No se hacía ninguna alusión al Imperio de Roma, pero Palmira y Persia se reconocían como sendos Estados soberanos y se declaraban aliados en caso de ser atacados por un tercero en discordia.

Entre tanto, Zabdas y Giorgios habían intensificado la preparación del ejército y la leva de tropas mercenarias en Siria, en las montañas y mesetas de Anatolia y en Armenia, y habían enrolado a treinta mil hombres, los que se estimaban necesarios para ocupar Egipto con garantía. Comerciantes de la costa del Líbano pondrían a disposición de Palmira barcos mercantes para el transporte de tropas; varias trirremes romanas de guerra fueron requisadas en Tiro y en Sidón.

Con las espaldas a resguardo por el pacto con Sapor, el camino hacia Egipto quedaba ahora franco.

Palmira y Damasco, finales de primavera de 269;

1022 de la fundación de Roma

La mañana era fresca y luminosa. El rosado amanecer había despertado a Palmira de su plácido sueño. La luz ambarina del sol naciente se derramaba como una cascada de haces dorados por las calles de Tadmor, cuyos comerciantes comenzaban a abrir sus tiendas y a desplegar sus productos. En verdad que no existía una ciudad tan rica como aquella en todo el Imperio.

Una caravana acababa de llegar del lejano este. Había atravesado los desiertos de Asia, las montañas siempre nevadas del centro del mundo y sus desfiladeros abismales tajados con afiladas gargantas rocosas por cuyas estrechas sendas apenas podía transitar un camello con su carga. Decenas de rollos de seda de China estaban siendo cortados en los talleres de los artesanos textiles; con ellos se confeccionaban camisas para los soldados. Un comerciante de ojos rasgados y piel marrón, como de pergamino ajado, le había confesado a Giorgios que los soldados del emperador de la lejana China, el enorme país donde se producía la seda, usaban este tipo de tejido bajo sus corazas, pues si las flechas superaban las protecciones de hierro, bronce y cuero de los soldados y sus virotes se clavaban en la carne, podían ser extraídos con mucha más facilidad y con menor daño que si las camisas eran de lino, lana, algodón o cualquier otro tejido.

Giorgios ordenó hacer varias pruebas sobre lomos de ovejas y vacas destinadas al matadero cubiertas convenientemente con telas de seda. Y, en efecto, una vez clavada la flecha en la carne del animal, era muy fácil extraer la punta de la saeta girando la seda y tirando de ella con suavidad pero con firmeza.

Equipar a los soldados con esas camisas resultaba muy caro, pero merecía la pena, pues todos serían necesarios para poner en marcha el ambicioso plan que les había ordenado Zenobia.

En el comienzo del año nuevo según el cómputo romano, la reina de Palmira había escrito una carta al gobernador de Egipto en Alejandría en la que se presentaba como descendiente de la reina Dido de Cartago y de la reina Cleopatra de Egipto.

La misiva enviada por Zenobia era rotunda: conminaba a las autoridades romanas de la provincia de Egipto a someterse al nuevo reino de Palmira y a su rey Vabalato y, entre tanto este fuera menor de edad, a la propia Zenobia, la regente. En la carta se proclamaba heredera legítima de Cleopatra VII y reclamaba para ella el poder sobre Alejandría, a la que denominaba como «mi ciudad ancestral», y sobre todo el país de Egipto.

Treinta mil hombres, el equivalente a tres legiones romanas con sus correspondientes regimientos auxiliares, estaban listos para partir hacia Egipto; quince mil saldrían desde Palmira y el resto se incorporaría en varios puntos de Siria a lo largo del camino hasta la costa. El entrenamiento a que habían sido sometidos en los meses anteriores los había preparado para la invasión de una de las provincias más ricas y pobladas del Imperio romano y la principal fuente de abastecimiento de trigo para la propia ciudad de Roma.

Zenobia apareció de la mano de su hijo Vabalato en la explanada exterior de la puerta de Damasco sobre un carro de combate que dirigía un auriga gigantesco; era Kitot, el armenio.

Zabdas y Giorgios aguardaban a su reina al frente de las tropas.

—Una mañana perfecta para una batalla —dijo Zenobia.

—Espero que no tengamos que librar ninguna —respondió Zabdas.

—Tal vez no haya más remedio.

—En ese caso combatiremos por tu gloria, mi señora.

—Por la gloria de Tadmor, mi buen Zabdas, por la de Tadmor.

—Con estos hombres pondremos Egipto en tus manos —terció Giorgios.

—Te has convertido en un palmireno más. ¿Ya te has olvidado de Atenas?

—¿Olvidarías tú a Palmira, mi señora? No; sigo recordando su cielo azul recortado sobre el prodigioso perfil del Partenón en lo alto de la Acrópolis; sigo añorando el sabor de sus comidas empapadas en aceite de oliva y albahaca, el pescado frito del Egeo y el ambiente de sus tabernas repletas de filósofos; soy fiel a Palmira y a su reina, pero jamás dejaré de considerarme un hombre de Grecia.

—¿Todo listo, Zabdas?

—El ejército está preparado. Esperamos tu orden para partir hacia Egipto.

—En ese caso, adelante.

Zenobia le ordenó a Kitot que se incorporara al ejército y el gigante descendió del carro, se inclinó ante su reina y se colocó justo detrás de Giorgios. Un ayudante sostenía las riendas de un camello, pues el tamaño del armenio era tan enorme que no había un caballo lo suficientemente alto y fuerte como para soportar su corpachón durante una larga travesía por el desierto.

La reina besó a Vabalato y entregó al niño a Yarai, a la que escoltaban unos emasculados que conducían otro carro, para que regresara con ellos a palacio; tomó las bridas del carro real, tirado por dos caballos negros, y los arreó. Recorrió el frente del ejército saludando con el brazo en alto a los quince mil soldados que la aclamaban aullando como lobos y golpeando con sus lanzas contra los escudos pintados en color rojo, verde y amarillo. La soberana portaba una coraza dorada sobre la túnica de seda púrpura, pero dejaba al descubierto su brazo derecho, en el que lucía un brazalete de oro en forma de caracol. Protegía su cabeza con su famoso casco de plata con dos plumas escarlatas de halcón.

Cuando llegó a la altura de la última de las filas alzó el estandarte rojo de Palmira que portaba en el carro y lo agitó señalando hacia el oeste. Entonces Zabdas dio la orden de hacer sonar las trompetas que indicaban que el ejército palmireno se ponía en marcha. Mil millas al suroeste los esperaba Egipto.

Durante seis días avanzaron en varias columnas hacia el oeste por el camino de Damasco al son de los tambores que marcaban el ritmo de la marcha; atravesaron el desierto sirio hasta que alcanzaron las fértiles tierras de las estribaciones orientales de las montañas del Líbano, regadas por canales construidos durante siglos por los campesinos de la región, que habían convertido una tierra pedregosa y reseca en un rosario de oasis feracísimos.

Zenobia lo hizo llevando ella misma las riendas de su carro de combate. Podía haber realizado el viaje de doscientas millas en una carreta más segura y cómoda, pero ella iba en la expedición como un guerrero más y quería que sus hombres la vieran así.

Acamparon en las afueras de Damasco, a la vista de la mole del monte Casium, a cuyo pie se extendía la ciudad en la que predicara el evangelio cristiano por primera vez el apóstol Pablo de Tarso.

En el interior de la ciudad amurallada, algo desplazado hacia el noroeste del recinto, se alzaba el que antaño fuera gran templo de Bel, similar al de Palmira, en cuyo altar principal se erguía ahora una colosal estatua que los romanos habían erigido en honor a Júpiter, a quien hacía muchos años que se había consagrado el antiguo santuario damasceno.

Giorgios se dirigió a la puerta al frente de un destacamento de soldados. El gobernador de la ciudad la abrió y, como ya estaba acordado, ofreció su fidelidad a Zenobia y acató la autoridad de Palmira.

—Diez mil soldados están listos; son veteranos sirios de la III Gálica, con sede aquí en Damasco, de la VI Ferrata, con guarniciones en Palestina, de la X Fretenata, la que custodia Jerusalén, y de la III Pártica de Edesa; aguardan unirse al resto del ejército en varios campamentos que hemos habilitado a orillas del río Jordán. Otros cinco mil más esperan en los puertos de Tiro y Sidón, donde están fondeadas las embarcaciones que transportarán las tropas hasta Egipto —le informó.

—La reina Zenobia está contenta con vuestra aportación; te envía sus saludos desde el campamento.

—¿Ha venido hasta aquí? ¿Está con el ejército? —se sorprendió el gobernador.

—No es la primera vez que lo hace; y en esta ocasión con mucho mayor motivo, pues Egipto la reclama como soberana legítima. Y en lo que a esos soldados respecta, creo que la provincia de Siria podría haber contribuido con el doble de efectivos. Sólo Palmira ha convocado a quince mil; Damasco, Edesa, Emesa, Apamea y las ciudades de la costa deberíais haber aportado el doble de esa cantidad —reclamó Giorgios.

—Palmira es rica, general, pero las ciudades de Siria han perdido población. Algunos artesanos las han abandonado y se han instalado en aldeas y villas en el campo. Los precios son demasiado caros y hay muchos que prefieren vivir al servicio de un señor en una hacienda rural y así garantizarse al menos la comida y un lecho donde dormir a cubierto.

»Hace tiempo que apenas se construyen templos, anfiteatros u otros grandes edificios públicos. Canteros, albañiles, carpinteros y herreros han perdido su trabajo y han emigrado al campo para convertirse en campesinos sometidos al dominio de un terrateniente que les proporcione seguridad y un pedazo de pan. De hombres libres que eran se han convertido en criados, casi esclavos. Conozco a algunos que incluso se han vendido para que sus hijos pudieran comer con lo que les pagaron por su esclavitud.

—Pues entre esos hombres desesperados deberíais haber reclutado a los nuevos soldados; suelen ser los mejores.

—Pero no saben luchar. Hubieran sido carne de matadero en el primer envite. Y además, muchos de ellos han adoptado la religión de los cristianos y se niegan a participar en cualquier guerra. Prefieren morir que luchar; dicen que así imitan el ejemplo del fundador de su secta y que con ello alcanzarán directamente su paraíso prometido.

Giorgios aceptó las explicaciones del gobernador y regresó al campamento para informar a Zenobia.

A lo largo de varios días, el ejército palmireno embarcó en los puertos de Tiro y Sidón en un centenar y medio de barcos decomisados por los gobernadores de esta región en nombre de la reina Zenobia, a la que mostraron su obediencia los magistrados de cuantas ciudades sirias fueron atravesando hasta llegar a la costa.

Zabdas encabezaba la flota al mando de una trirreme de guerra, un formidable navío de cincuenta pasos de largo y ocho de ancho, con veintidós filas triples de remos. En el centro de la flota iba Zenobia, en la mayor de las naves, la única quintirreme, un gigantesco navío de ciento ochenta pies de longitud; con ella viajaba el mercader Antioco Aquiles, siempre con Aquileo. Y la cerraba Giorgios, al mando de la retaguardia. El tiempo era apacible y soplaba una agradable brisa del este que facilitaba la navegación. El destino era Alejandría, la ciudad de Cleopatra.