Palmira, finales de 268;
1021 de la fundación de Roma
Cayo Longino estaba feliz. En sus manos sostenía un rollo que contenía una copia del Fedón, un tratado de filosofía de Platón traducido del griego al latín con apostillas y comentarios por Lucio Apuleyo, una obra que había perseguido durante mucho tiempo y que al fin tenía ante sus ojos. Era uno de los libros que Giorgios le había traído de Alejandría.
El consejero principal de Zenobia, a la que seguía enseñando filosofía y recomendando lecturas, sonreía a la vez que acariciaba, como si se tratara de la piel de una hermosa mujer, el excelente papiro sobre el que se había realizado esa copia.
Encima de la mesa tenía otra copia del Hortensio de Marco Tulio Cicerón, escrita a imitación del Protréptico de Aristóteles.
—Egipto será nuestro —dijo orgullosa Zenobia, que entró en la sala donde Longino estaba ordenando las obras recién traídas de Alejandría por Giorgios.
—Te lo dije, mi señora, los egipcios están ansiosos esperando la llegada de una reina que les recuerde a su añorada Cleopatra.
—Sí, tu estratagema ha funcionado. Reconozco que muy pocos de mis consejeros creyeron en tus previsiones. Algunos me dijeron que estabas loco y que nadie creería esa historia. ¡Cleopatra reencarnada en una mujer de Palmira! Parecía algo absurdo, pero tuviste razón: Egipto necesita una reina. —Zenobia jugueteaba en su dedo corazón con el anillo de brillante regalo de Firmo.
—Y ya la tienen, mi señora. Ya eres la reina de todo Oriente y puedes serlo de todo el mundo. Los sirios acatan tu autoridad y están orgullosos de ti, y los egipcios te aceptan como Cleopatra revivida y anhelan tenerte entre ellos. Muy pronto los griegos venerarán tu belleza y te verán como a Afrodita encarnada en una mujer real; los anatolios y los armenios te considerarán como la divinidad del fuego a la que adoran; y los africanos verán en ti a la sucesora de la reina Dido, la que enamoró a los marineros griegos y fenicios y erigió un reino próspero en Cartago. Serás la reina de todos ellos.
—Quedan los romanos, Longino. Ellos jamás reconocerán el poder de Palmira.
—Los romanos tendrán que conformarse con gobernar Occidente, donde se habla latín y las gentes son más rudas e incultas. El viejo Imperio romano se ha partido en dos. Occidente se aboca a la ruina por la decadencia de muchas de sus ciudades, el avance de las grandes propiedades latifundistas, la regresión del comercio y el abandono de la educación y la sabiduría. En ese extremo del mundo ya no hay lugar ni para la filosofía ni para la inteligencia. Oriente es distinto. Aquí siguen floreciendo las ciudades, el comercio y las escuelas; los filósofos y los sabios son reconocidos y las gentes aprecian el valor de los libros y de la ciencia. Este debe ser tu imperio, mi señora. Deja que Roma se ocupe de liberarse de sus viejos fantasmas y de los lémures que la aterran, si es que se siente capaz de hacerlo, y tú gobierna sobre las tierras de Oriente y construye un nuevo reino basado en los pilares del antiguo, pero haz que rejuvenezcan estas tierras sin que se pierdan los valores que nos enseñaron nuestros sabios maestros.
—Has hablado como un filósofo, pero ahora requiero tu opinión como mi consejero político.
—Intenta sellar la paz con Roma y con Persia. Ofréceles a ambos imperios un tratado de amistad. Diles a Claudio y a Sapor que Palmira desea construir un mundo en el que sea posible vivir en paz sin matarnos permanentemente los unos a los otros…
—Sigues hablando como un filósofo.
—No puedo dejar de serlo, mi señora.
Zabdas y Giorgios estaban organizando la gran expedición militar para la conquista de Egipto en el cuartel general del ejército de Palmira. Ambos tenían la experiencia suficiente como para conducir esa empresa al éxito, pues ya lo habían hecho en ocasiones anteriores, cuando derrotaron a las tropas de Sapor. Si habían podido vencer al Imperio de los persas, no sería complicado imponerse sobre unas desmoralizadas tropas romanas y sobre unos pocos miles de despistados guerreros egipcios, que además no dudarían en pasarse al lado del vencedor enseguida.
—La ciudad de Alejandría carece de defensas efectivas. Sus murallas quizá fueron poderosas antaño, pero ahora están abandonadas y arrumbadas en numerosos tramos. Sus calles son anchas y se cruzan en ángulo recto. Se divide en cinco barrios, con el nombre de las cinco primeras letras griegas: alfa, beta, gamma, delta y épsilon. Aquí —Giorgios señaló un punto sobre un plano en el cruce de dos grandes avenidas— se ubica un monumento similar al tetrapylon de Palmira.
»Los dos puertos son fácilmente accesibles y en este tiempo carecen de defensas efectivas. Dentro del Eunostos, el puerto occidental, hay un pequeño recinto amurallado al que llaman Kibotos que se comunica con el lago interior, el Mareotis, a través de un canal que atraviesa el extremo occidental de la ciudad. Aquí, a orillas del Gran Puerto, el oriental, se levanta una fortaleza muy antigua que se encuentra en deficiente estado…
Zenobia los interrumpió de improviso, justo cuando Giorgios explicaba al general Zabdas el estado de las murallas y de las defensas de Alejandría.
—Buenas tardes.
Los dos generales se levantaron ante la presencia de su soberana.
—Perdona este desorden, pero no nos han informado de tu visita; castigaré…
—No, no castigues a nadie, Zabdas; me he presentado aquí sin previo aviso. Acabo de hablar con un mercader recién llegado de Ctesifonte; bueno, en realidad se trata de un fiel amigo al que encomendé que entrara en contacto con Sapor para acordar la paz entre nuestras naciones, o una tregua al menos.
—¿Qué ha resuelto Sapor? —demandó ansioso Giorgios.
—Está de acuerdo. Dentro de un mes una delegación del rey de Persia vendrá a Tadmor para cerrar los detalles para la firma de un tratado de paz permanente.
—Una gran noticia, mi señora. Era justo la que necesitábamos para iniciar la conquista de Egipto —se alegró Zabdas.
—No, desde ahora no hables de conquista, sino de liberación, mi apreciado Zabdas. Por cierto, Giorgios, cuando acabes con este trabajo quiero verte en palacio; necesito que me cuentes algunas cosas de Alejandría. Si voy a ser la soberana de Egipto, deberé conocer bien mi nuevo reino.
Zabdas sintió una punzada de celos en su corazón. El gran general había entregado toda su vida al servicio de Palmira y moriría por su ciudad si fuera necesario, pero estaba enamorado de su reina, un amor que, primero como leal subordinado de Odenato y ahora como jefe del ejército palmireno, jamás podría ser correspondido. Zabdas era consciente de ello, pero le dolía el que Zenobia pudiera enamorarse de otro hombre.
—Acabemos con esto —propuso Giorgios, ansioso por terminar el trabajo para acudir corriendo al palacio al encuentro con su reina.
—Eres mi amigo, mi mejor amigo, pero te juro que te mataré con mis propias manos si le causas el menor daño —dijo Zabdas apretando el puño y mirando a los ojos a Giorgios.
—¿A qué te refieres, general?
—A Zenobia, por supuesto.
—Siempre has estado enamorado de ella, ¿verdad?
—Eso no es asunto tuyo.
—Yo también la amo; ¿cómo no amarla? Pero te aseguro que antes me pudriría en lo más profundo del Averno durante toda la eternidad que provocarle el menor daño; de eso puedes estar seguro.
—Espero que sea así. La reina es una mujer joven y beriliosa; hace dos años que murió su esposo y desde entonces no ha vuelto a estar con un hombre.
—¿Cómo lo sabes?
—Ya te dije que nada se mueve en palacio sin que yo me entere. Tal vez necesite ahora sentir las caricias y los besos de un amante. Si te ha elegido a ti, me resignaré y acataré sus deseos, pero como te burles de ella, te juro…
—Queda tranquilo, general, mi respeto por esa mujer es…
Unos golpes sonaron a la puerta; un criado entró en la estancia con una bandeja en la que humeaba una pierna de gacela del desierto recién horneada. El olor a la carne asada, condimentada con piña, dátiles y uvas pasas y bañada en salsa de miel con pimienta y cardamomo, despertó de pronto el apetito de los dos soldados.
—La cena que habías solicitado, mi señor —anunció el criado.
—Puedes marcharte —le ordenó Zabdas—. Vaya, había olvidado que encargué a mi cocinero que nos trajera el asado en cuanto estuviera listo. Esta gacela la cacé hace unos días; su carne ha estado macerando una semana en aceite de oliva de Chipre y leche de camella aromatizados con hierbas y especias de la India. Estará deliciosa. Vamos, dejemos el trabajo para mañana y cenemos; no podemos permitir que se enfríe un manjar así.
Acabada la cena, Giorgios se dirigió al palacio real. El sol se estaba ocultando en el horizonte y las tiendas de los mercaderes ya estaban cerradas. Por las calles patrullaban los diogmitai, miembros de un cuerpo de policía que se había creado en Palmira, a imitación de los que hacía tiempo patrullaban durante las noches en algunas ciudades de Grecia, tras el incidente que a punto estuvo de costarle la vida al general ateniense cuando fue atacado por aquellos dos sicarios a los que supuso contratados por Meonio. Palmira era una ciudad segura, tal vez la más segura de todo Oriente, pero las ricas mercancías que se guardaban en las tiendas estaban mejor protegidas con estas patrullas, cuyo coste era sufragado a medias por las cofradías de mercaderes y por el erario de la ciudad.
Al llegar ante la puerta de palacio, el oficial de guardia saludó al general de la caballería palmirena y lo acompañó al interior. El ateniense esperó unos momentos en el patio, adonde enseguida salió Yarai, la criada en la que más confiaba Zenobia. Era una joven de diecinueve años, muy hermosa, de amplias caderas y pechos rotundos; su pelo era casi tan negro como el de Zenobia, aunque no tenía su brillo azulado. En su rostro ovalado destacaban unos redondos ojos azules y unos labios carnosos que se pintaba con un rojo muy intenso. Comprada en el mercado de esclavos de Apamea, procedía de la tribu de los alanos, un pueblo asiático de hermosas mujeres y aguerridos varones. Hacía ya tres años que estaba al servicio de Zenobia y mostraba hacia la reina una absoluta lealtad.
—General, la reina te aguarda; acompáñame, por favor.
Atravesaron el patio y entraron en la zona privada del palacio, donde sólo tenían acceso los familiares de Zenobia, los eunucos y las esclavas de mayor confianza de la reina.
Zenobia estaba erguida entre dos columnas de un precioso pórtico que se abría a un pequeño jardín, sobre una terraza orientada hacia el sur desde la que se podía contemplar el extenso palmeral por el que los romanos habían dado a Tadmor el nombre de Palmira, la ciudad de las palmeras.
—Puedes retirarte, Yarai. Procura que no nos molesten, el general tiene que informarme de su viaje a Egipto.
—Sí, señora.
Ya los dos solos, Zenobia se acercó hasta Giorgios y le ofreció una copa de oro de las que se habían requisado durante la campaña militar en la que se capturó el pabellón real de Sapor I.
—Vino griego, te gustará.
—Gracias, mi señora.
El ateniense se llevó la copa a los labios y dio un pequeño sorbo; por su boca se deslizó una textura sedosa y en su paladar estalló un aroma dulzón y picante.
—¿Es de tu agrado?
—Una magnífica combinación de aromas y sabores.
—Acompáñame. —Zenobia salió al jardín y Giorgios la siguió arrobado. A sus pies se extendía el caserío de Palmira y al fondo, bañado por la luz violeta de las últimas luces del ocaso, se perfilaba sombrío el denso palmeral—. No creo que exista en el mundo una ciudad más hermosa.
Zenobia se volvió y se topó con el cuerpo del ateniense; sus pechos se rozaron por un momento y Giorgios sintió su aliento dulce y cálido. El general se consumía de ganas de besarla y de tomarla en sus brazos, pero se contuvo. El cabello de la reina olía a algalia y a esencia de narciso y su figura armoniosa, vestida con una ajustada túnica de seda ambarina e iluminada por la luz de los pebeteros encendidos en las esquinas del jardín, relucía como cincelada en oro.
—Egipto se inclinará a tus pies…
Giorgios quiso romper el silencio que se había producido entre ambos, pero Zenobia colocó su mano sobre los labios del ateniense.
—No las conozco todavía, pero ni siquiera Alejandría o Atenas han de ser tan hermosas.
El ateniense tomó la mano de la reina y la apartó delicadamente. Tenía muy cerca a Zenobia, apenas a un palmo de su cuerpo, y sentía aquella sensual fragancia penetrando por su nariz e inundando sus pulmones del aire impregnado con sus aromas.
Dudó.
No sabía qué pretendía aquella fascinante mujer. Tal vez tuviera razón Zabdas cuando esa misma tarde le había dicho que, tras dos años sin acostarse con un varón, Zenobia habría sentido el impulso de abrazar a uno. O tal vez ella, que jamás había amado a ningún hombre, ni siquiera a su esposo, por el que había sentido un profundo respeto y una gran admiración, necesitaba, ahora sí, alguien a quien amar. O quizá se tratara, simplemente, del capricho de una reina poderosa que estaba a punto de convertirse en la soberana de medio mundo, a la que todos adulaban y reverenciaban.
Eran dos seres semejantes. Ambos habían alcanzado el éxito y la fortuna pero desconocían el amor, la pasión de sentir al otro como algo propio, la sensación de amar y de ser amado hasta más allá de la razón.
Un golpe de brisa agitó las llamas de los pebeteros y enfrió el aire del jardín. En el cielo comenzaban a brillar las primeras estrellas conforme la claridad se iba mitigando en el horizonte.
—La constelación de Orión. —Señaló Giorgios hacia el cielo del sur, donde brillaban las cuatro estrellas luminosas del gran trapecio celeste y las tres hermanas del cinturón, justo sobre la línea que separa la tierra del cielo—. Orión era un hermoso y joven cazador de Beocia, hijo del dios Poseidon y de una mortal, que se enamoró de una bella joven llamada Mérope. Enopión, el padre de la muchacha, le prometió que le entregaría a su hija como esposa si Orión lograba librar a su isla de Quíos de las fieras que la acosaban. Cada noche, tras una dura jornada de caza, Orión le entregaba las pieles de las bestias que había abatido durante el día, hasta que acabó con todas aquellas alimañas. Cuando reclamó a Mérope para hacerla su esposa, Enopión alegó que todavía quedaban algunas escondidas, y se negó a cumplir su parte del trato.
»Desesperado, Orión irrumpió ebrio en las habitaciones de Mérope y la violó. Enopión, para desagraviar el honor de su hija, pidió ayuda al dios Dionisio, que además era su padre, y con ayuda de unos sátiros, cuando Orión dormía le arrancó los ojos.
»Un ciego no puede cazar, y Orión rogó perdón a los dioses. Consultó a un oráculo y este le auguró que si viajaba al este y encaraba su rostro hacia el sol en el momento exacto en que se eleva al amanecer sobre el océano, recobraría la vista.
»Así lo hizo. Se subió a una barca y siguió el rumbo que le marcaba un cíclope a golpes de martillo hasta la isla de Lemnos. Allí tenía su fragua Hefaistos, el divino herrero, donde tomó como guía a un aprendiz llamado Cedalión. Con él, Orión atravesó tierras y mares hasta el extremo oriental del océano. Volvió su hermoso rostro sin ojos hacia la salida del sol y la diosa Eos, la Aurora, al contemplarlo, se enamoró del cazador y le pidió a su hermano Helios que le devolviera la vista.
—¿Y lo consiguió? —preguntó Zenobia.
—Sí. Recuperó sus ojos y la vista, y regresó a Quíos con la intención de vengarse. Buscó a Enopión mas no lo halló. Viajó entonces a Creta y allí se encontró con Artemisa, la diosa cazadora, que le recomendó que olvidara su sed de venganza. Artemisa sabía que Orión había hecho el amor con su hermana Eos, y Apolo, temiendo que Artemisa también cayera seducida, envió contra Orión un escorpión gigante. El joven se enfrentó al escorpión pero el blindaje de aquella alimaña era demasiado poderoso para las armas del cazador y Orión huyó a nado hacia la isla de Délos, donde residía Eos.
»Apolo engañó a Artemisa y le dijo que quien nadaba en el mar era un malvado que escapaba de Creta porque había violado a una de sus sacerdotisas sagradas. Artemisa lanzó su certera flecha y alcanzó la cabeza de Orión. Cuando lo recogió del mar, se dio cuenta de lo que había hecho y suplicó a Asclepio, el dios de la medicina e hijo de Apolo, que lo resucitara. Pero antes de que eso ocurriera, Zeus lanzó su rayo e impidió la resurrección de Orión.
—¿Y cómo es que Orión acabó en el cielo?
—Fue la afligida Artemisa, que también se había enamorado de Orión, quien lo colocó entre las estrellas; ahí exactamente. —Giorgios señaló hacia la constelación del cazador—. Pero Apolo, siempre celoso, también elevó al cielo al escorpión para que persiguiera a Orión por toda la eternidad. Oculto al otro lado del cielo —Giorgios señaló hacia el norte— se encuentra ahora el escorpión gigante; forma la constelación que lleva su nombre. Desde entonces persigue a Orión alrededor de la bóveda celeste, pero jamás lo alcanzará. En verano, a esta misma hora, donde en este momento se encuentra Orión estará el escorpión, con su gran estrella roja Antares latiendo a modo de corazón. Ambos aparecen en el mismo lugar del horizonte nocturno, pero con medio año de diferencia. El escorpión nunca dará alcance a Orión, que tendrá que vagar y girar eternamente alrededor de la bóveda celeste.
—Mérope perdió al que iba a ser su futuro esposo, Eos a su amante y Artemisa a su sueño de amor. Parece que tus dioses no desean que los hombres y las mujeres se amen en la tierra.
—Así es. Y ni siquiera que los hombres amen a las diosas. Artemisa sigue buscando un amante que la complazca, y Eos todavía palidece cada mañana recordando su amor perdido —asentó Giorgios.
—La palidez del alba, el albor de la aurora…
Zenobia alzó los ojos al cielo, sintió el aire fresco del invierno en su rostro y cruzó los brazos sobre el pecho. Instintivamente, Giorgios se quitó su capa y la colocó sobre los hombros de la reina. Ahora sus bocas estaban a un palmo de distancia; la barbilla del general rozaba la frente de Zenobia, que extendió las manos hasta abrazar la cara del ateniense. Muy despacio, el general inclinó la espalda y ladeó la cabeza hasta que sus labios estuvieron justo a la altura de los de ella y se rozaron.
La sangre palpitaba en las sienes de Giorgios como si por sus venas estuviera cabalgando un escuadrón de catafractas lanzado a pleno galope. Y entonces dejó caer la capa al suelo, la abrazó por la cintura y la besó con toda la ternura de que fue capaz.
Los labios de aquella mujer sabían a delicadeza y eran tan suaves y dulces como había imaginado. La saliva de Zenobia le recordó el vino rojo especiado, pero enseguida le sobrevino su aliento cálido, perfumado con las hierbas más delicadas.
Volvieron a besarse, ahora con besos más prolongados y profundos, y las ávidas manos del ateniense recorrieron la espalda y las caderas de Zenobia sobre el suave tejido de seda ambarina.
—Sólo les pido a los dioses que esto no sea un sueño —musitó Giorgios.
Zenobia apoyó la cabeza en el pecho poderoso del soldado.
—En otra situación, en otro lugar y en otro tiempo tal vez hubiera podido amarte, pero soy la reina de Palmira, la madre del futuro emperador de todo Oriente, y a ello me debo. El dios Sol, el único en el que creo, ha trazado mi destino y lo ha ligado para siempre al de Palmira. Dentro de unos días cumpliré veinticuatro años, pero siento como si mis ojos hubieran visto transcurrir ante ellos medio centenar de inviernos.
—¿Estás cansada? —Giorgios la mantenía abrazada mientas le acariciaba el pelo y la besaba en la frente.
—No tengo derecho a la fatiga, soy la reina de Palmira, pero a veces siento que mis hombros sostienen una carga demasiado pesada.
—Yo te ayudaré a soportarla, la cargaré por ti.
—Tal vez nuestras vidas se hayan cruzado en un tiempo que no nos corresponde. No puedo compartir con nadie mis tareas.
—¿Por qué me has llamado?
—Necesitaba alguien con quien hablar, tal vez un hombre a quien poder besar; o simplemente sentirme protegida entre tus brazos.
—Sabes que estoy enamorado de ti desde el primer momento en que te vieron mis ojos.
—Me di cuenta porque tus miradas, aunque furtivas, eran demasiado evidentes. Hasta Zabdas se ha apercibido.
—Él también te ama.
—Lo sé; siempre lo he sabido, pero Zabdas es consciente de que para mí es, y siempre será, casi como un padre.
—¿Y yo? Sé que nunca serás mía, pero dime al menos que ocupo un lugar en tu corazón.
Zenobia se alzó de puntillas y besó de nuevo los labios ardientes de Giorgios, cuyas manos se dirigieron ahora al pecho de la reina. Sintió entre sus dedos la dureza de los senos y notó los pezones erizados bajo la seda. Los acarició sin dejar de besarla y deslizó una de sus manos hacia su vientre, liso y plano pese a los tres partos, y siguió bajando hasta el pubis.
La señora de las palmeras se estremeció y se abandonó a las caricias del ateniense, que la alzó en vilo entre sus brazos y la condujo hasta un diván repleto de cojines bajo un emparrado del jardín. Ya no sentía el aire fresco del norte sino una tórrida corriente que ardía en su interior y que lo empujaba a poseer a su soberana.
Hicieron el amor sobre los mullidos almohadones. Un gajo de luna apareció por el horizonte y los sorprendió abrazados bajo las estrellas. La constelación de Orión parecía más cercana y sus rutilantes estrellas más brillantes y hermosas que nunca.
Al día siguiente, cuando despertó en su pequeña casa, Giorgios rogó a los dioses que aquella noche no hubiera sido un sueño. Y supo que lo ocurrido en el jardín del palacio había sido real porque en sus manos todavía olía el perfume de aromas de algalia y narcisos de la piel de Zenobia.