Palmira, principios de verano de 268;
1021 de la fundación de Roma
La reina Zenobia acababa de regresar de una ceremonia en el templo de Nebo, dios de los auspicios. Sus sacerdotes habían sacrificado un cordero y en sus entrañas habían observado señales propicias para llevar a cabo el plan sobre el que les había preguntado: la conquista de Egipto.
Los astrólogos consultados también habían concluido que la posición de los planetas presagiaba que una reina llegada de oriente ocuparía el trono de Cleopatra y gobernaría la tierra de los faraones.
No hizo falta nada más para convencerla de que su plan para conquistar Egipto debía ser emprendido de inmediato.
A Giorgios le fue encomendada una misión difícil: viajar hasta Egipto y ganar adeptos para preparar la incursión del ejército de Palmira.
Pero quien mejor conocía en Palmira el país del Nilo era el mercader Antioco Aquiles, el antiguo socio del padre de Zenobia. La reina lo llamó para pedirle un gran favor.
El veterano mercader se presentó en palacio mediada la mañana; como acostumbraba en los últimos tiempos, lo acompañaba su sobrino Aquileo, siempre tan callado y discreto. Zenobia estaba flanqueada por Zabdas, Giorgios y Longino.
—Querido padrino —la reina rompió la etiqueta de la corte, cada día más similar a la persa, y le dio dos besos al que fuera socio de su padre, ignorando a Aquileo—, tienes un aspecto estupendo.
—Gracias, mi reina, pero los años van pesando sobre mis hombros…
—No me llames como lo hacen los demás; yo siempre fui para ti «mi pequeña».
—Eso fue hace algún tiempo; ahora eres mi reina, aunque te confieso que me sigue costando mucho acostumbrarme a verte sentada en el trono de Tadmor.
—Como quieras, Antioco. Te he llamado porque te necesito; Palmira te necesita.
—Sabes que siempre he estado y que siempre estaré a tu servicio. Ordena lo que desees y te obedeceré.
—El año próximo ocuparemos Egipto —soltó Zenobia de pronto.
—¿Ocuparemos?
—Sí. Toda Siria y casi toda Mesopotamia han acatado el dominio de Palmira; la siguiente provincia en ser incorporada a nuestro reino será Egipto.
—¿Y qué puede hacer un viejo mercader como yo?
—Mucho. Como bien sabes, en tiempos del emperador Galieno un pretendiente al trono imperial de Roma llamado Emiliano se autoproclamó emperador en Egipto. Roma lo liquidó enseguida, pero desde entonces existe un enorme malestar entre la gente de ese país, agravado en los dos últimos años por una elevadísima subida de precios del pan y del aceite que este año ha provocado una grave hambruna y un cúmulo de protestas. Han estallado algunas revueltas en ciudades importantes y los influyentes sacerdotes están abogando por romper los lazos de sumisión que atan a Egipto con Roma. Yo soy descendiente de la reina Cleopatra por mi padre y su familia de Emesa, y mi madre era egipcia. Tengo todo el derecho a reclamar el trono de los antiguos faraones.
—¿Y qué deseas de mí?
—Necesito que viajes de inmediato a Egipto con el general Giorgios y establezcas los contactos precisos para que nos ayuden desde dentro de ese país a preparar el triunfo de nuestra futura incursión. Nadie mejor que tú para ello.
Antioco Aquiles reflexionó unos instantes.
—La empresa que planeas es muy arriesgada. Egipto hierve en alteraciones y han estallado revueltas en varias ciudades, sí, pero los egipcios son gentes alocadas e imprevisibles; entre ellos suelen organizarse tremendas trifulcas por los asuntos más nimios. Yo mismo he visto cómo se provocaban verdaderos altercados por realizar un saludo descuidado, por no ceder el paso en un baño público, por el tipo de calzado que conviene a los esclavos, por la manera de servir las carnes o las verduras en los mercados…
»En una ocasión, un esclavo de la curia municipal de Alejandría fue asesinado por un soldado romano. Su delito consistió en haberle dicho al militar, en tono de burla, que sus sandalias de esclavo eran mejores que las que usaban los legionarios romanos. La multitud reaccionó ante el asesino cercando la casa del general Emiliano, a cuya fachada arrojaron piedras. Para solventar aquella situación, a Emiliano no se le ocurrió otra idea mejor que asumir el poder imperial y proclamarse emperador con el sobrenombre de Alejandro. Galieno envió a Egipto a Teodoto, uno de sus mejores generales, y el usurpador fue ejecutado y su cadáver arrojado al Nilo.
—Egipto es difícil de gobernar, pero si se maneja bien la situación y contamos con apoyo del interior podemos triunfar.
—Conozco a alguien que puede ayudarnos.
—¿Un nuevo rebelde contra Roma?
—No, otro usurpador como Emiliano no arrastraría a tu causa a la gente de Egipto; me refiero a Teodoro Anofles —asentó Antioco—. Se trata del sumo sacerdote del gran templo de Apis en Alejandría. Lo conozco bien, pues he cerrado muchos tratos comerciales gracias a su intermediación, lo que le ha reportado cuantiosos beneficios, por cierto. Si se coloca de tu parte, Alejandría estará en tu mano, y si posees Alejandría, dominarás Egipto.
—¿Tanto poder tienen esos sacerdotes?
—Más que en ningún otro sitio; tanto que cuando Galieno envió a Teodoto para acabar con ese tal Emiliano, le otorgó poderes consulares y le entregó las insignias correspondientes a su grado, los sacerdotes egipcios se negaron a que las insignias romanas fueran llevadas a Alejandría desde Roma, porque no lo consideraron lícito. A Teodoro no le quedó otro remedio que acatar la decisión de los sacerdotes. Anofles tiene poder para eso y para mucho más.
—¿Podrías convencerlo para que apoyara nuestra causa?
—Tal vez. Egipto es el reino de la superstición. Cerca de la ciudad de Menfis existe una columna de pórfiro en la que en caracteres egipcios está escrita una vieja tradición: cuenta que Egipto será libre cuando lleguen al país del Nilo unos soldados vestidos con togas y armados con fasces, que los romanos han interpretado como mejor les ha convenido a sus intereses. Quizá sea oportuno convencer a Anofles para que les diga a los egipcios que la interpretación romana de esa tradición está equivocada y que en realidad se refiere a las togas y las insignias de Zenobia de Palmira. En esa tarea me ayudará Firmo, estoy seguro.
—¿Quién es ese Firmo?
—El más rico comerciante de Alejandría. Es de origen persa, pero controla el comercio en toda la región del delta del Nilo y mantiene buenas relaciones con Anofles. De hecho, Firmo es el principal responsable de la riqueza de los sacerdotes de Alejandría. Y lo mejor: odia a los romanos y no dudo que aceptará nuestra propuesta, aunque habrá que prometerle alguna compensación a cambio.
—¿Con qué comercia Firmo?
—Seda, oro, piedras preciosas…
—Bien. Le otorgaremos la exclusiva del suministro a la casa real de Egipto en cuanto tomemos posesión del trono en Alejandría.
—En ese caso cuenta con él.
—Hazlo así. Consigue la ayuda de Firmo y gánate a ese sacerdote.
—¿Cuánto estás dispuesta a pagarle a Anofles?
—¿Un soborno?
—Yo lo llamaría una «compensación por sus servicios».
—Sabes bien que el tesoro de Palmira es cuantioso. Ofrécele cuanto pida.
—De ser así, cuenta con su apoyo, mi reina.
—Mi señora —intervino el consejero Longino—. Imagino que ese sumo sacerdote ya es bastante rico. El templo de Apis recibe ingentes cantidades de oro a causa del Serapeion, un hospital adonde acuden a curar sus enfermedades los egipcios más pudientes. Sus oftalmólogos son famosos desde que curaron de su ceguera al sabio Demetrio de Falero, hace más de quinientos años, gracias a unas técnicas quirúrgicas que mantienen en secreto. Por ello, no sé si sólo con dinero será suficiente para ganar su voluntad.
—Nunca se es lo bastante rico, pero sí, tal vez sea más fácil convencerlo ofreciéndole además el virreinato de Egipto —propuso Giorgios—. Alguien tendrá que gobernar esa provincia en tu nombre.
—Giorgios tiene razón, mi señora, la ambición por el poder es a veces más fuerte que la atracción del dinero, sobre todo cuando ya se es rico —terció Zabdas.
Longino apoyó la propuesta de los dos generales con un gesto de su cabeza.
—Así lo haremos. Antioco, tú irás a Alejandría; te acompañarán el general Giorgios y el comandante Kitot, y le ofreceréis a ese tal… —dudó Zenobia.
—Anofles, Teodoro Anofles —precisó Antioco.
—… Anofles, hasta diez mil piezas de oro y el virreinato del gobierno de Egipto en mi nombre y en el de mi hijo Vabalato. Y el control de todos los templos dedicados a los dioses tradicionales de ese país, incluida la administración de sus rentas, por supuesto. Preparad el viaje de inmediato.
Alejandría, Egipto, mediados de verano de 268;
1021 de la fundación de Roma
—Ahí la tenéis: la ciudad de Cleopatra, la perla de Egipto.
Antioco Aquiles señalaba a Giorgios, Aquileo y Kitot el perfil de la ciudad desde la proa de la nave que los había llevado hasta el extremo occidental del delta del Nilo. Habían viajado en un navío mercante que hacía la ruta de Tiro a Alejandría una vez cada dos meses durante la primavera, el verano y principios del otoño; Giorgios lo hacía camuflado como comerciante y se presentaba como el nuevo socio de Antioco. Pretendían no levantar sospechas y aparentar que su viaje a Alejandría tenía como único objetivo los negocios. El comandante Kitot y el apuesto Aquileo habían sido presentados como guardaespaldas de los mercaderes.
—La ciudad de Alejandro —precisó Giorgios.
—Sí, también es la del Conquistador; él la fundó. ¿Conoces la leyenda? —le preguntó Antioco.
—No la recuerdo bien. —Giorgios mintió; no había griego letrado que no conociera la historia del gran Alejandro, el conquistador del mundo, pero quería escucharla de boca de un palmireno.
—Plutarco, en su biografía sobre Alejandro el Grande, relata que el macedonio tuvo un sueño tras conquistar Egipto. Se le apareció un anciano de cabellos blancos que recitaba de manera reiterada esos versos de la Odisea que dicen «Existe después una isla en el mar turbulento, frente a Egipto, a la que denominan Faros». Cuando Alejandro despertó de su sueño quiso visitar esa isla y, al contemplarla, se dio cuenta de su privilegiada ubicación. En la isla había un poblado de pescadores y comerciantes, pero la lengua de tierra entre el puerto y el lago Mareotis estaba deshabitada, y decidió levantar allí una nueva ciudad. Para entonces ya había fundado varias ciudades en Asia a las que había dado su nombre, pero creyó que aquella, la primera en África, sería la más notable, la más rica y fabulosa de todas las Alejandrías. Ordenó que se trajera polvo de yeso para marcar el perímetro de la ciudad y el trazado de las futuras calles, mas no lo encontraron. Entonces, Alejandro tomó unos sacos de harina y con sus propias manos dibujó en el suelo la que sería la forma de la nueva urbe. Pero cuando el macedonio estaba acabando su trabajo descendieron unas aves del cielo y comenzaron a comerse la harina y a borrar las líneas recién marcadas. Al ver lo que ocurría, Alejandro se perturbó y creyó que aquella era una señal de los dioses que indicaba un mal augurio. Estuvo por ello a punto de abandonar su idea de fundar aquí la Alejandría de Egipto, pero uno de los adivinos lo convenció de que el sueño significaba buena fortuna, pues indicaba que la nueva ciudad sería rica y próspera, ya que produciría alimentos de sobra, capaces incluso de saciar el hambre de las aves.
—No creo en los augurios —cuestionó Giorgios.
—Pues sean o no ciertos, en este caso han funcionado, porque Alejandro siguió adelante con la fundación de su ciudad y en muy pocos años se convirtió en una de las más prósperas y ricas del mundo. Claro que algunos añaden que una doncella tuvo que ser sacrificada durante la ceremonia de fundación para purificar este lugar y librarlo de los malos espíritus. Sea como sea, lo cierto es que, construida sobre un poblado de pescadores llamado Rakotis, en una lengua de tierra ubicada entre la pequeña isla de Faros y el lago Mareotis, un lugar protegido de las variaciones de terreno que se producían en el delta del Nilo y de las tormentas marinas, Alejandría es la mayor ciudad de Egipto y la segunda del Imperio después de la propia Roma.
Conforme se aproximaban al puerto el faro, construido por el arquitecto Sostrato de Cnido, se alzaba imponente sobre el extremo oriental de la isla, al norte de la ciudad. A esa hora del mediodía estaba apagado, pero su tamaño gigantesco destacaba sobre la línea de la costa. Era una formidable construcción de piedra labrada rodeada por un edificio cuadrado con torrecillas en las esquinas que delimitaban un gran patio en cuyo centro se alzaba una torre de doscientos cuarenta codos de altura, con un primer cuerpo de planta cuadrada que se remataba en una amplia terraza desde la cual arrancaba un segundo cuerpo de planta octogonal, coronado por un templete circular y sobre él otro más pequeño, rematado por un chapitel de piedra, en el interior del cual se encendía el fuego de la linterna que señalaba a los barcos la ubicación de Alejandría.
La isla de Faros, que daba nombre a la torre, se había unido a tierra firme por un dique de siete estadios de largo, una longitud equivalente a dos tercios de una milla romana, que recibía la denominación de Heptaestadio precisamente a causa de su medida. Trazado por el arquitecto griego Dinócrates de Rodas, el dique dividió el puerto natural de Alejandría en dos: el más importante era el oriental, llamado el Gran Puerto, en tanto el occidental se conocía con el nombre griego de Eunostos, es decir, el Buen Regreso.
La nave se acercó hacia el puerto del este, en cuyo interior se elevaba la pequeña isla de Antirhodos, y atracó en el muelle más lejano al Heptaestadio, junto a unos salientes rocosos que los alejandrinos llamaban Lochias y Akrolochias, que protegían el puerto por el este y junto a los cuales estaba adosado el viejo puerto real y el palacio que habitara el rey Ptolomeo, el sucesor de Alejandro en Egipto. En sus espigones se amarraban numerosos navíos cargados con pellas de bronce y lingotes de plomo de Hispania, barras de estaño de Britania, fardos de algodón de la India y rollos de seda de China, y otros con cargamentos de trigo listo para ser enviado a Roma. A lo largo de los muelles se alineaban decenas y decenas de almacenes donde centenares de operarios se afanaban en cargar fardos, ánforas y paquetes de todos los tamaños y todo tipo de productos. Varias embarcaciones estaban siendo construidas en sus afamados astilleros.
Alejandría le pareció a Giorgios la ciudad más grande del mundo.
—Impresionante, ¿eh? Más de doscientas mil personas viven ahora en esta ciudad, y eso que en los últimos años se ha marchado casi la mitad de los que antes la habitaban —dijo Antioco Aquiles.
—No imaginaba una ciudad así; Atenas y Palmira me parecen más hermosas, pero Alejandría…
—Aquí la mayoría de sus habitantes tiene origen griego, pero la arquitectura es una simbiosis del armonioso arte arquitectónico de los griegos, de la desmesura de los romanos y de los estrafalarios gustos estéticos de los egipcios. Una mezcla extraña, sí, por eso parece una ciudad tan diferente a todas las demás.
El muelle estaba atiborrado de estibadores, marineros y curiosos y la actividad era frenética; allí fondeaban embarcaciones de todos los pueblos ribereños del Mediterráneo y gentes de los aspectos más variados que se hubiera podido imaginar, más incluso que en la propia Palmira.
—Gentes del país que se extiende más allá de las estepas —dijo Kitot señalando a dos tipos de piel pálida, casi amarillenta y ojos rasgados que recogían sus largas cabelleras lacias y negras en unas trenzas.
—Esos tipos son mercaderes chinos. Provienen del lejano país de la seda, a varios meses de navegación hacia el este, bordeando las costas del Imperio persa, en la ruta de la India. Hace unos años, cuando yo era joven, había una importante colonia de comerciantes chinos en Alejandría, pero su número ha ido disminuyendo porque sus negocios han dejado de ser tan rentables como antaño. La seda es cara y en el Imperio romano cada vez hay menos gente capaz de pagar lo que realmente vale.
—¿Y esos? —preguntó Kitot señalando a un grupo de cinco hombres, de piel morena y ojos negros y grandes, que caminaban hacia el puerto cargados con sendas bolsas de cuero, escoltados por varios guardias armados.
—Son indios —respondió Antioco—. Estoy seguro de que en esas sacas llevan perlas y piedras preciosas; en la India se encuentran las mejores gemas que puedan existir.
—Bueno, es hora de ir en busca de ese Firmo —terció Giorgios.
—Ese mercader es la llave de Egipto. Y espero que Anofles siga siendo el sacerdote supremo del templo de Apis y que su influencia continúe intacta —dijo Antioco.
En realidad, y pese a la leyenda que atribuía a Alejandro el dibujo del plano de Alejandría marcándolo con harina, la ciudad había sido diseñada por Dinócrates y otros célebres arquitectos griegos como Cleómenes de Naucratis y Crates de Olinto. En su diseño se había seguido el estilo de las ciudades helenísticas de su época, con calles paralelas y perpendiculares trazadas de tal modo que formaban una retícula perfecta en torno al eje principal de la ciudad, la vía Canopia, una extraordinaria arteria de más de tres millas de longitud y cuarenta pasos de anchura que recorría toda la urbe de este a oeste, y a la cual se abrían los comercios y los negocios más importantes. En el centro urbano se ubicaba una gran plaza, al estilo del ágora de las ciudades griegas, y desde allí se organizaba la ciudad en cinco grandes distritos.
Caminaron por una de las calles que desembocaba en el puerto, al lado del gran teatro, cuya escena se abría hacia el mar, y entraron en la vía Canopia; tuvieron que hacerlo con cuidado, pues centenares de carretas cargadas con todo tipo de mercancías y tiradas por acémilas y bueyes circulaban a lo largo de la gran avenida retumbando en las losas del suelo con sus ruedas de madera maciza.
Se hospedaron en una posada en el centro de la ciudad, en la misma en que solía hacerlo Antioco cuando viajaba por sus negocios a Alejandría. Estaba ubicada cerca del ágora, en el barrio donde se concentraban el edificio de la asamblea del gobierno municipal, el mercado principal, varias basílicas, los mejores baños, dos gimnasios y un pequeño teatro.
Antes de la puesta de sol se personaron en casa de Firmo, al que Antioco conocía muy bien, y le expusieron el plan de conquista de Egipto. El comerciante persa aceptó enseguida y se prestó a acompañarlos ante Teodoro Anofles.
Firmo había remitido una carta a Anofles solicitándole una audiencia. El sumo sacerdote de Apis, suponiendo que se trataba de un nuevo asunto de negocios que le reportaría una buena bolsa de oro, aceptó encantado.
Firmo y los tres palmirenos se presentaron en el templo de Apis dos días después de haber desembarcado en Alejandría. Teodoro Anofles apareció al instante. Era un tipo alto y delgado, de unos cincuenta años de edad. Tenía el cabello totalmente rasurado y en su rostro afilado destacaban unos vivaces ojos negros, grandes, redondos y profundos como los del halcón, cuyos párpados estaban perfilados con una gruesa línea negra de kohl. Vestía una túnica blanca de purísimo algodón que le cubría hasta los tobillos y sólo dejaba al descubierto el hombro y el brazo derechos. Sus únicos adornos consistían en un collar de gruesos eslabones de oro del que pendía la figura del buey Apis, un grueso brazalete en forma de serpiente en el bíceps derecho y un anillo con un sello con un escarabajo tallado en lapislázuli. Giorgios jamás lo hubiera imaginado con ese aspecto.
El sumo sacerdote de Apis abrazó con efusión a Firmo y a Antioco y les dio dos besos en las mejillas. Luego saludó alzando su mano y su antebrazo, al estilo de Roma, a Giorgios, a Aquileo y a Kitot, a los que el mercader persa presentó como socios comerciales de Antioco.
—Tenemos que hablar contigo de un asunto muy importante —le dijo Firmo.
—¿Tan importante como para no esperar a que os ofrezca un refrigerio?
—Podemos hablar de ello mientras lo tomamos —intervino Antioco.
—En ese caso acompañadme, estaremos mucho más tranquilos en mis habitaciones. —El sumo sacerdote llamó a uno de los sirvientes y le hizo una indicación al oído.
Atravesaron un patio y un par de pasillos y entraron a una amplia sala abierta a una terraza a la que daba sombra media docena de palmeras. Desde allí se contemplaba el lago Mareotis y el estadio, ubicado fuera del perímetro de la ciudad.
Mientras conversaban sobre las incidencias del viaje, dos criados aparecieron con sendas bandejas: una con almendras, pistachos, dátiles confitados y frutas, y otra con una jarra y cuatro copas de vidrio. Los criados sirvieron en las copas el vino rebajado con agua fresca y aromatizado con especias y se retiraron. Giorgios observó la calidad y finura de las copas.
—Vino de malvasía, blanco dulce de Rodas especiado con canela, limón y cardamomo, una verdadera delicia para el paladar —explicó Anofles.
—Y servido en copas de vidrio de Alejandría, el más delicado de cuantos se fabrican en el mundo. Un vidrio tan fino y transparente como este sólo se elabora en nuestros talleres; la arena del desierto de la que se obtiene la sílice con la que lo fabrican es la más pura que se pueda encontrar —añadió Firmo.
—Y bien, ¿qué asunto es ese tan importante que os trae de nuevo hasta mí? —preguntó el sacerdote manifestando cierta indiferencia impostada.
—¿Te gustaría ser el gobernador de Egipto con el título de virrey? —soltó Giorgios de sopetón, tomando la iniciativa.
Anofles miró sorprendido a Firmo y Antioco, quien puso cara de inocencia, alzó los hombros y abrió las manos con un gesto cómplice.
—Estos tres no son mercaderes —sonrió el sacerdote señalando a Giorgios, a Aquileo y a Kitot.
—No, dos de ellos no lo son. Te presento a Giorgios de Atenas, general de la caballería de Palmira, y a su ayudante, el comandante Kitot. Aquileo sí es mi socio comercial —explicó Antioco—. El general te expondrá el motivo de nuestro viaje.
—Palmira se ha convertido en un reino independiente, pero aspira a más. Zenobia, su reina, está dispuesta a crear un nuevo imperio entre los de Roma y Persia, que abarcará toda Siria, Mesopotamia, Anatolia, Grecia y Egipto, es decir, todo el oriente romano.
—Un viejo sueño que ha obsesionado a muchos gobernantes durante siglos: resucitar el efímero imperio de Alejandro el Grande…
—No. Fundar el nuevo imperio de Zenobia y de Vabalato de Palmira.
—Roma no lo consentirá —afirmó Anofles.
—Roma está herida, como el viejo león que ha perdido su manada derrotado por un rival más joven y fuerte, y Palmira es su heredera en Oriente. El emperador Galieno otorgó a Odenato el título de augusto y le concedió los emblemas imperiales y toda la autoridad sobre las provincias de Oriente; el Senado y el pueblo de Roma lo ratificaron. Su esposa Zenobia y su hijo Vabalato, por tanto, son sus herederos legítimos y tienen pleno derecho a usar esos títulos y sus símbolos.
»Además, Zenobia es heredera directa de Cleopatra. Aquí tienes su genealogía; la ha escrito Longino, un filósofo sirio formado en Atenas que ahora es consejero real en Palmira.
Giorgios le entregó una copia del informe que sobre la ascendencia de Zenobia había redactado Longino con los datos suministrados por el historiador Calínico.
—Creo que el sol del desierto os ha vuelto locos. Suele ocurrirles a algunos griegos, que nunca se acostumbran a este calor y a este sol tan intenso. Y si tú estás en esto es que también has perdido el juicio —ironizó Anofles dirigiéndose a Firmo.
—Palmira ha vencido en tres ocasiones a los persas. Todas las ciudades de Siria y de Mesopotamia ya han acatado el dominio de Palmira y estamos preparando un ejército de treinta mil hombres para ocupar Egipto y desalojar a las guarniciones romanas aquí desplegadas —asentó Giorgios.
—¿Treinta mil hombres?
—Unidos en un único cuerpo de ejército integrado por efectivos de Palmira y de Siria y mercenarios de Asia, Armenia y Arabia.
—Todo esto es cierto —confirmó Antioco ante la expresión de duda de Anofles.
—Si nos ayudas en esta empresa, Zenobia te compensará generosamente y te nombrará su virrey en Egipto, además de concederte el gobierno y la administración de las rentas de todos los templos dedicados a vuestros dioses.
—¿Ya cambio de tan generosa dádiva qué esperáis de mí?
—Deberás convencer a cuantos egipcios puedas de que Zenobia es la heredera legítima de Cleopatra, la misma Cleopatra resucitada y reencarnada, si fuera preciso. Para ello utilizarás a los templos y a sus sacerdotes. Creo que no debo explicarte cómo hacerlo. Necesitamos el apoyo de la mayoría de la población egipcia, o al menos que no nos rechace cuando desembarquemos aquí; de los soldados romanos nos encargaremos nosotros.
—¿Y tú, Firmo, qué ganas con esto?
—Aunque no lo creas, en este negocio me basta con ver derrotados a los romanos —le aseguró el mercader persa, que omitió comentar las prebendas económicas que le habían ofrecido los palmirenos por su mediación.
—Dejadme que lo piense unos días; tengo que consultarlo con algunos amigos y estudiar si ese plan es viable. Me estáis pidiendo que entregue Egipto a una nación extranjera…
—No —apuntó Giorgios—; te estamos pidiendo que nos ayudes a asentar en el trono del Nilo a su verdadera soberana, a la sucesora de Cleopatra, a Zenobia, y a acabar así con siglos de dominio romano sobre la sagrada tierra de los faraones. Se trata de que Egipto recupere su libertad y restaure su independencia, con su propia soberana al frente, Zenobia, la heredera legítima de Cleopatra.
—Se trata de una decisión trascendental; sólo os pido unos días. Entre tanto, consideraos mis huéspedes de honor. Esta es una ciudad fabulosa, os gustará visitar el Museo y la Biblioteca, no existe en el mundo nada igual.
—¿Podría encargar unas copias de algunos libros de esa biblioteca? Longino, el consejero real de Palmira, es un filósofo, y me entregó una lista por si tenía ocasión de encargarlas —preguntó Giorgios.
—Hablaré con el director, un buen amigo, para que os las facilite.
—Te lo agradezco.
Mientras aguardaban la respuesta de Anofles, los embajadores de Palmira visitaron el mayor centro intelectual del mundo. Kitot hubiera preferido perderse en las calles de la ciudad, pero al fin optó por acompañar a Giorgios, a Antioco y a Aquileo, no en vano su papel en aquella expedición era el de guardaespaldas de los dos mercaderes.
Fundado en la época del rey Ptolomeo I, el sucesor de Alejandro Magno en Egipto, y ampliado por sus herederos, el Museo estaba integrado por varios edificios donde se enseñaban filosofía, matemáticas, geometría, historia, medicina y otras disciplinas. Allí daban clases, o lo habían hecho en el pasado, los filósofos y los científicos más eminentes del mundo.
Ampliado por Ptolomeo II como santuario de la sabiduría y dedicado a las musas, estaba integrado a su vez por varios edificios. Dentro del Museo había un jardín botánico, un zoológico, un observatorio astronómico, una gran sala para realizar disecciones anatómicas, laboratorios, talleres, baños, un refectorio donde se servían comidas durante todo el día y habitaciones para profesores y alumnos.
El director de la Biblioteca saludó a los embajadores de Palmira y los recibió con amabilidad a la entrada.
—Mi amigo Teodoro Anofles me ha pedido que os enseñe nuestra biblioteca. Sed bienvenidos.
—Te lo agradecemos. Imagino que el sumo sacerdote ya te ha explicado que somos mercaderes de Palmira a los que Longino, consejero de la reina Zenobia, ha encargado copias de algunos libros de los que aquí se guardan —le explicó Giorgios.
—Sí, sí, estoy al tanto. Acompañadme, por favor.
Giorgios, que conocía bien la Academia de Atenas, pues en ella había estudiado durante tres años antes de ingresar en el ejército romano, quedó impresionado ante el Museo, organizado en los diversos edificios dedicados a cada uno de los apartados del saber unidos por patios ajardinados donde se ubicaban espacios apropiados para la conversación y el relajo. Kitot también estaba asombrado; el gladiador armenio jamás habría podido sospechar que hubiera tanta gente dedicada a estudiar asuntos que él ni siquiera entendía. Y Antioco imaginaba los negocios que se podrían hacer en aquel lugar o comerciando en Oriente con copias de los libros de la Biblioteca, siempre con su querido Aquileo al lado.
—En otro tiempo, estas instalaciones estuvieron repletas de estudiantes y de profesores de medio mundo, y en ellas se celebraban actividades de día y de noche. Nunca se cerraban las puertas de este centro; pero ahora el número de eruditos y alumnos aquí congregados ha disminuido y algunos espacios apenas se utilizan. El zoológico es una sombra de lo que fue, pues no disponemos de fondos suficientes para mantener a todos los animales; hemos tenido que renunciar a los más peligrosos como cocodrilos, leones, tigres, hienas y leopardos —comentó el director.
—Impone mucho entrar en un templo de la sabiduría como este —comentó Antioco.
—Si guardáis silencio y prestáis atención, podréis escuchar en vuestra imaginación los ecos de los susurros de los grandes sabios que por aquí han pasado. Oiréis la voz de Arquímedes, el genio de Siracusa, que demostró los más relevantes teoremas; la de Euclides, el padre de la geometría, que desentrañó las leyes matemáticas de las figuras planas; la de Hiparco, que sistematizó la trigonometría y aseguró que las estrellas tienen vida propia, pues nacen, se desplazan por el firmamento y acaban muriendo; la de Aristarco de Sainos, quien demostró que el Sol es el centro del universo y que todos los planetas, incluida la Tierra y las estrellas fijas giran en torno a él; la de Eratóstenes, que compuso el mapa más preciso del mundo conocido, demostró la esfericidad de la Tierra y calculó su diámetro; la de Herófilo, el médico que dedujo que el centro de la inteligencia está en el cerebro y no en el corazón; la de Apolonio de Pérgamo, cuyos postulados matemáticos todavía rigen el sistema de cálculo; la de Herón de Alejandría, que inventó mecanismos y engranajes prodigiosos, fabricó autómatas que se movían por ellos mismos y creó aparatos que funcionaban con la fuerza del vapor; aquí estudiaron el geógrafo Ptolomeo y el médico Galeno, y aquí escribieron todos estos sabios algunas de sus más notorias obras; y en este lugar nació la ciencia de la alquimia, que sirve para conocer la composición de la materia.
Giorgios, pese a sus años de estudio, no se consideraba un erudito, pero su alma vibró de emoción cuando el director comentó que por aquellos pasillos habían caminado tan eminentes sabios, algunos de cuyos libros había leído mientras fue estudiante en Atenas.
—¿Y la Biblioteca?
—La joya del Museo. Se trata de la mejor dotada y es la mayor del mundo. Desde su fundación, hace ahora seiscientos años, se ha abastecido con libros llegados de todas partes del orbe conocido. En realidad esta es la segunda Biblioteca. La primera ardió hace ya más de trescientos años. Con ella desaparecieron muchos libros únicos, pero Alejandría no se resignó a perder su más preciado tesoro, se puso manos a la obra y construyó una nueva y más grandiosa; aquí está.
El edificio de la Biblioteca apareció frente a ellos.
—Imponente —comentó Giorgios a la vista de la monumental fachada rematada por un frontón con esculturas de dioses y sabios sobre un pórtico de seis enormes columnas talladas cada una de ellas en una sola pieza de granito rosa.
—La llamamos «la Hija», pues aquella primera que se perdió bajo las llamas era «la Madre». Dispone de diez salas de trabajo, cada una de ellas destinada a libros de las diferentes disciplinas del saber, en las que ahora trabajamos más de cien personas. Tenemos unas obras escritas en rollos de papiro, que llamamos volúmenes, y otras en hojas de pergamino, cortadas y encuadernadas en páginas, los tomos.
—¿Cuántos libros se custodian aquí? —preguntó Giorgios.
—Casi trescientos mil, aunque en épocas pasadas se almacenaron todavía más. El primer director fue Calimaco, del que se dice que clasificó medio millón de ejemplares organizándolos por temas y por autores.
»Durante siglos, han llegado a Alejandría obras de todos los rincones del mundo y aquí se han traducido al griego y copiado en volúmenes o en tomos. Conservamos copia de un ejemplar de la primera historia del mundo, escrita por un sacerdote de Babilonia llamado Beroso, quien concluyó que transcurrió casi medio millón de años entre la creación del mundo y el diluvio que lo destruyó, según se cuenta en los viejos textos babilonios y judíos, y de la crónica de Manetón, que aclaró la historia de Egipto al clasificar a los faraones por dinastías.
—Dices que ha habido incendios…
—Sí, varios, y algunos fueron devastadores. El peor fue el que destruyó a la Madre. Ocurrió tras una batalla frente a la costa de Alejandría en la guerra civil que Julio César libró contra Marco Antonio y Cleopatra. Las flotas egipcia y romana se enfrentaron en las aguas del puerto y se cruzaron proyectiles incendiarios, algunos de los cuales alcanzaron la ciudad. Los barrios más próximos al puerto comenzaron a arder y la Biblioteca no se salvó de las llamas. Buena parte del saber y de la riqueza intelectual atesorada en ella durante tres siglos se quemó y desapareció. Sólo se pudieron recuperar unos pocos miles de ejemplares, pero buena parte de los fondos atesorados durante trescientos años ardió y quedó convertida en cenizas.
—Sería una pérdida terrible —comentó Giorgios.
—Algo irreparable para la sabiduría del mundo. Aquí se guardaban copias de las ciento veintitrés tragedias que escribió Sófocles, el autor más premiado en los concursos teatrales de Atenas, de las que ahora sólo conocemos siete; aquí estaban las obras completas de Eurípides, Esquilo, Aristarco, Arquímedes o Herón. En la Madre se custodiaba una copia de las ciento cincuenta y dos obras que escribió Aristóteles, que ocupaban casi medio millón de líneas, unos cinco millones de palabras, sobre ética, definiciones, física, anatomía, poética, categorías… Todas esas obras desaparecieron en el incendio. Desde entonces intentamos recuperar lo perdido y recomponer aquella biblioteca irrepetible, pero no hemos podido rehacer todavía la serie de las obras completas de Aristóteles, ni los cincuenta y seis Diálogos de Platón, ni conseguir un ejemplar de La esfera y el movimiento, la gran obra de Autólico de Pitano, ni Los elementos de Hipócrates de Quíos, ni tantas otras obras de las que sólo nos queda el recuerdo de su nombre y la escueta noticia de su contenido.
»La Madre pereció entre las llamas, pero renacimos de nuestras propias cenizas y fundamos una nueva biblioteca, la Hija. Tras la derrota en la batalla que provocó el incendio, Cleopatra se refugió en la ciudad de Tarso junto a su amado Marco Antonio; este, para paliar el desastre provocado por el incendio, regaló a Alejandría los doscientos mil volúmenes que contenía la gran biblioteca del rey Atalo, en la ciudad de Pérgamo, y a partir de ese legado surgió esta nueva biblioteca de Alejandría, ahora dotada de depósitos subterráneos y de calefacción por tuberías para mantener los libros secos y en buen estado.
Aquel hombre hablaba con un orgullo extraordinario de su biblioteca.
—Tu trabajo es apasionante —dijo Giorgios.
—No soy sino el humilde heredero de una saga de directores que ha convertido esta biblioteca en el mayor centro del saber humano, como Calimaco, el primer director que puso en marcha la biblioteca por iniciativa de Demetrio de Falero, el verdadero impulsor; ¿sabíais que Demetrio fue alumno de Aristóteles en Atenas? También dirigieron este centro Zenodoto de Efeso, Apolonio de Rodas, Aristófanes de Bizancio y el gran Aristarco de Samos, probablemente el hombre más sabio que jamás haya existido y el que mejor ha comprendido cómo se mueven los cuerpos celestes en el firmamento. Yo sólo intento imitar su trabajo y continuar atesorando nuevas obras.
—¿Y de qué tratan todos estos libros? —preguntó de pronto Kitot; el gladiador armenio estaba anonadado ante tantos legajos.
—¡Ah!, Tenemos volúmenes concernientes a todas las disciplinas del saber. Nuestra intención, siguiendo la voluntad de los primeros directores, es disponer al menos de un ejemplar de cada uno de los libros que se han escrito en el mundo. Hay verdaderas joyas en todas las disciplinas: disponemos de una copia de todas las obras conservadas de los grandes autores griegos como Homero, Sófocles y Eurípides, libros de botánica y de geografía y astronomía, seis ejemplares, todos ilustrados, del Almagesto, el famoso tratado de las estrellas de Ptolomeo, por ejemplo. Pero yo soy matemático, ya sabéis que el gran Platón dijo que las matemáticas tienen la finalidad de conducir al espíritu a la contemplación de las esencias inteligibles. Por eso mi obra favorita es el libro de Los elementos de Euclides, en trece volúmenes, con sus ciento treinta definiciones geométricas, a la que se considera la cumbre del conocimiento de las formas geométricas y de sus interrelaciones. También disponemos de un ejemplar ilustrado con preciosos dibujos de sus Teoremas, Hoper edei deixai… —dijo en griego el director, añadiendo luego en latín—: Quod erat demostrandum.
—¿Cómo? —se sorprendió Kitot.
—Esa es la frase con la que finaliza el insigne Euclides el planteamiento de cada uno de sus famosos teoremas: «Que es lo que se quería demostrar». Ha quedado como una especie de consigna, de manera que cada científico que demuestra un teorema o una hipótesis suele añadir esa frase como colofón a su discurso.
—Entiendo —mintió el armenio, procurando no parecer un ignorante.
—Observad este mapa; es el más preciso de cuantos se han dibujado hasta ahora.
El director desplegó un rollo de pergamino de más de diez pies de largo sobre una mesa de mármol blanco.
—Vaya, aquí está todo el mundo —comentó Antioco; a la vista del mapa se despertó su interés como comerciante.
—Se trata del mapa trazado por Eratóstenes, uno de los mayores sabios que jamás han existido. Es mucho más preciso que el de Ptolomeo. Este es el original que mandó dibujar a partir de sus descubrimientos e investigaciones geográficas. Mirad, ahí, en el extremo occidental de la Tierra, están señaladas las islas de donde se extrae el estaño, las Casitérides, la brumosa Britania y la misteriosa isla ventosa de los celtas, y más al norte las islas del hielo, a las que viajaron los comerciantes fenicios y donde hace tiempo que no arriba ningún hombre civilizado. Y aquí, en el este, están China, el país de la seda y de la porcelana, la India, el fabuloso reino hasta cuyos límites llegó el gran Alejandro, y las cálidas islas del océano del sur, donde dicen que viven hombres con un solo y enorme pie que utilizan a modo de parasol con el que se procuran sombra a todo el cuerpo, tumbados sobre sus espaldas, porque en esa latitud el calor es tan elevado y el sol brilla con tal intensidad que a mediodía no se pueden soportar sus rayos.
—No he viajado hasta la India, pero he estado en los confines de Mesopotamia, en las costas del golfo de Persia, y te aseguro que allí nadie cree esas tonterías. Y los mercaderes que vienen a Palmira, algunos procedentes desde las lejanas India y China, jamás han visto a ninguno de esos seres, ni siquiera a los pigmeos que dicen que habitan en la India. Ese tal Eratóstenes sería un sabio, pero se inventó demasiadas cosas —comentó Antioco.
—Venid. —El director se dirigió a una estantería y tomó un rollo—. Este libro os sorprenderá. Se trata del famoso tratado de Eratóstenes sobre la esfericidad de la Tierra. Hace quinientos años, este sabio demostró con sus cálculos que la Tierra es una esfera.
—Sí, sí, ya he oído en algunas ocasiones esa patraña: ¡la Tierra redonda como una manzana! He recorrido medio mundo conocido, desde el Danubio hasta Mesopotamia, y os aseguro que la Tierra es plana. Si fuera redonda, resbalaríamos y caeríamos hacia abajo, y el agua del mar no se sostendría… Si fuera redonda…, ¿cómo explicas que no ocurra eso, eh?, ¿cómo? —Kitot hablaba con cierta excitación.
—No conocemos todavía las causas de ese efecto, pero hay físicos que creen que la Tierra ejerce una atracción sobre toda materia hacia su centro, como la magnetita sobre el hierro, y que por eso caen los objetos al suelo y no salen volando.
—¿Y en ese caso, por qué no se precipitan sobre nuestras cabezas el Sol, la Luna y las estrellas?
—Anaxágoras de Clazomenas escribió un tratado en el que demostraba que las estrellas no se caían del cielo debido precisamente a la fuerza de la rotación de la Tierra. Esa fuerza es fácil de demostrar. Coge un jarro de cerámica, llénalo de agua y voltéalo sobre tu cabeza dando rápidas vueltas; aunque la boca del jarro quede bocabajo en cada uno de los giros, no se derramará una sola gota de agua. Eso se debe a la fuerza de la rotación.
—Sólo soy… —Kitot estuvo a punto de decir un soldado, pero rectificó a tiempo— un mercader, pero no creo que mis ojos me engañen, y ellos ven la Tierra plana. Y si los objetos caen al suelo, lo hacen por su propio peso, como es obvio.
—Tú mismo puedes comprobar la redondez de la Tierra, amigo. Desde lo alto del Faro puede verse la línea curva del horizonte, o del mar en este caso.
—¿Cómo? —se extrañó Kitot.
—Se trata de un experimento muy simple. Cuando un barco sale del puerto, y mientras se aleja mar adentro durante las primeras millas de navegación, se ve el navío entero: las velas, los mástiles y el casco, pero llega un momento en el que este parece sumergirse en las aguas, y conforme se aleja se hunde más y más hasta que sólo se observa el remate superior del mástil.
—Eso se debe a que vemos mejor lo que está más alto. —Kitot sonrió como si hubiera realizado un gran descubrimiento científico.
—A veces sólo vemos lo que queremos ver y no miramos más allá de lo que nos parece evidente.
—Tienes razón en ese asunto de la Tierra redonda, pero en el comercio no caben ese tipo de… especulaciones. Bien, ¿a quién podemos encargar copia de los libros? Pagaremos bien su trabajo —intervino Giorgios.
—¿Qué libros desea? —le preguntó el director.
—Es un filósofo. Quiere copia de los libros de los grandes sabios de Grecia: Platón, Aristóteles… mis paisanos, y los de algunos poetas. Aquí tengo la lista.
—¡Vaya!, ¿tú eres griego? Lo imaginaba, tu aspecto no es oriental.
—Somos bastantes los mercaderes griegos establecidos en Palmira.
—Yo también soy de origen griego. Aquí, en Alejandría, la mayoría lo somos. Y si te confieso un secreto, Alejandría tendrá la mayor biblioteca del mundo, pero los mejores libros los hemos escrito los griegos. Vayamos a la sección de filosofía.
—¿Y los copistas?
—Disponemos de varios de los mejores, y muy rápidos, en nuestros talleres. No te preocupes, tu amigo el filósofo tendrá sus copias en papiro de primera calidad y con una caligrafía excelente.
Anofles había citado a los legados palmirenos y a Firmo en sus apartamentos del templo del Serapeion a mediodía. En los meses del verano en Alejandría hacía un calor húmedo y sofocante que apenas se mitigaba entre las gruesas paredes del templo.
—¿Ya tienes una respuesta? —le preguntó directamente Giorgios.
—Sí. Pero antes decidme, ¿cómo es Zenobia? —demandó el sumo sacerdote.
—La reina de Palmira es una mujer de gran coraje y mucha energía, y de extraordinaria belleza. Tiene la voz clara y se expresa con rotundidad. Ha sido educada en los saberes más profundos por el filósofo Longino; ha estudiado historia y filosofía, y ha leído obras de Homero, Platón y Aristóteles. Habla perfectamente arameo, palmireno, árabe, griego y latín y, por supuesto, domina el egipcio, que aprendió de boca de su madre, nativa de este país como ya sabes.
Giorgios exageró en lo del latín, pues Zenobia, aunque lo entendía, no dominaba la lengua latina con la fluidez de las demás.
—¿Y en cuanto a su carácter? Me refiero a su capacidad para gobernar…
—Cuando es necesario demuestra la dureza y la frialdad que se requiere de un gobernante que ejerce plena autoridad, pero es indulgente y clemente como el más amable de los príncipes si eso es lo que conviene en un determinado momento. Administra el erario público con prudencia y no realiza gastos superfluos con los que pueda arrastrar al Estado a la ruina. De hecho, las arcas del tesoro de Palmira están repletas.
—Eso no suele ser habitual entre las mujeres; algunas serían capaces de dilapidar el tesoro de Alejandría en una sola mañana en el mercado —comentó jocoso Firmo.
—Zenobia se preocupa de cada detalle; no conozco a nadie que sepa utilizar el dinero con su discreción y acierto.
—¿Es una mujer piadosa?, ¿reza a los dioses? —demandó Anofles.
—Es tolerante con todos los cultos, incluso con los cristianos y los judíos, a los que recrimina su radicalismo pero a los que permite rezar a su dios único y a los que protege. Cumple devotamente con todos los dioses y ofrece generosos donativos a sus sacerdotes, y siempre consulta a los oráculos de los templos antes de tomar una decisión trascendente. No te preocupes por eso, Zenobia respetará la religión de Egipto, venerará a sus dioses y protegerá a sus templos y a sus sacerdotes.
Giorgios ocultó que, en realidad, Zenobia era partidaria de la creencia en un solo dios representando por el Sol, al que rendía culto en privado.
—Una mujer extraordinaria, según parece.
—Deberías visitar Palmira y comprobar por ti mismo lo que ha erigido en esa ciudad. La está embelleciendo con nuevos edificios y excelentes obras de arte.
—¿Y en cuanto al mando del ejército?
—En el campo de batalla se comporta como un soldado más. Yo la he visto caminar bajo el sol al lado de sus hombres tres o cuatro millas a buen paso, comer y beber con ellos. Sabe montar como el más experto de los jinetes, se ha ejercitado en la caza y en el combate y maneja el arco como el más preciso de los arqueros palmirenos, que, como conoces, son los mejores de Oriente.
—Por lo que cuentas, esa mujer es equiparable al más preparado de los príncipes.
—Así es. Dudo que antes haya existido alguien con su capacidad y preparación para dirigir un imperio.
Antioco Aquiles, que se había mantenido callado, ratificó todas las palabras de Giorgios sobre Zenobia, y percibió que el general estaba prendado de la señora de las palmeras.
—Bien, ya sabes cómo es nuestra reina y cuáles son sus derechos y capacidades para convertirse en la soberana de Egipto. ¿Apoyas ahora nuestra propuesta? —preguntó al sumo sacerdote.
—Durante estos días he conversado con algunos magistrados de la ciudad y con sacerdotes de otros templos, y la mayoría está de acuerdo en que Egipto no puede seguir por este camino, sojuzgado a una voluntad foránea, diluido en el Imperio y saqueado nuestro trigo y nuestro oro para alimentar a la ociosa y parásita plebe de Roma. Sí, os ayudaremos a acabar con el dominio romano sobre Egipto, pero hay dos condiciones que Zenobia deberá respetar.
—¿Cuáles?
—Zenobia será coronada en Alejandría como reina de Egipto y gobernará el país del Nilo en esa calidad y con ese título, y no como reina de Palmira o emperatriz de Oriente. Egipto no quiere volver a estar sometido a ningún poder extranjero.
—De acuerdo. ¿Y la segunda?
—Se mantendrán todos los privilegios y propiedades de los templos y de sus sacerdotes.
—Bueno, esos son detalles que podemos aceptar.
—Y el futuro ejército de Egipto estará integrado por egipcios y dirigido por un general egipcio.
—Esa es una tercera condición —indicó Giorgios.
—Pero es imprescindible. El pueblo de Egipto tiene que ver a uno de los suyos al frente del ejército que derrote y expulse a los romanos y que restaure su independencia nacional —asentó el sacerdote.
—E imagino que ya tienes pensado quién será ese general.
—Por supuesto. Se llama Timagenes, nuestro soldado más heroico. Odia a los romanos y quiere que se marchen de Egipto cuanto antes. Es centurión de una de las cohortes legionarias auxiliares con guarnición en Alejandría, pero dispone de sus propios soldados egipcios.
—¿Es de fiar? —preguntó Antioco.
—Sí. Es fiel a Egipto y a sus dioses y, además, lo seguirán todos los hombres bajo su mando.
—En ese caso preparemos un plan conjunto.
En los días siguientes Giorgios, Antioco y Anofles, siempre acompañados por Firmo, se reunieron con potentados de Alejandría y fueron perfilando cómo controlar Egipto. Algunas de las reuniones tuvieron lugar en un palco privado del hipódromo, aprovechando la celebración de algunas carreras de caballos, donde Firmo solía invertir en apuestas, casi siempre amañadas por sus agentes, en las que conseguía extraordinarios beneficios.
El propio Timagenes, cuya ambición era manifiesta, acudió en secreto a la mayoría de aquellas reuniones y juró a los palmirenos que sería leal a Zenobia y que arrastraría con él a la inmensa mayoría de los auxiliares e incluso a muchos legionarios romanos que tenían mujeres e hijos egipcios.
Espías de los sacerdotes de Apis fueron recabando información sobre los apoyos que tendría Zenobia, sobre la cuantía de las fuerzas romanas acantonadas en Egipto y sobre cómo se llevaría a cabo el plan de ocupación del valle del Nilo por parte del ejército palmireno y del nuevo ejército egipcio que dirigiría Timagenes. Para el control de todo Egipto Roma sólo disponía de una legión, la II Trajana, cuyas cohortes estaban desperdigadas en varios acuartelamientos por Alejandría, Menfis, Tebas y otras ciudades menores; ante semejante dispersión, neutralizarlas sería tarea fácil.
Entre tanto se organizaba el plan de ocupación de Egipto, Kitot se dedicó a recorrer algunos de los afamados burdeles de Alejandría, de los que se decía que eran los mejores del mundo. El gigante armenio pudo comprobarlo personalmente. En aquellos elegantes prostíbulos se mezclaba el refinamiento de las artes amatorias orientales con la espontaneidad de los de occidente. En un ambiente embriagador, aromado de perfumes y esencias intensísimas, las hetairas de los lupanares alejandrinos, entre las que había mujeres procedentes de medio mundo, se afanaban en proporcionar los mayores placeres a sus clientes.
Kitot tuvo algunos problemas con ciertas prostitutas que, al comprobar el extraordinario tamaño de su miembro viril, acorde con el volumen prodigioso de su corpachón, se negaron a copular con el armenio. En cambio, otras se volvían locas de contento al ver la magnitud de semejante pene y se mostraron encantadas por ser cabalgadas por aquel poderoso semental, dotado de un falo de proporciones nunca vistas, digno de ser calzado por el mismísimo Príapo.
Tras numerosas conversaciones, se acordó que el ejército palmireno desembarcaría en Alejandría diez días después del solsticio de verano del año siguiente. Mediante mensajeros camuflados como mercaderes y portando mensajes previamente cifrados, se establecerían contactos periódicos entre Alejandría y Palmira para mantenerse mutuamente informados de los preparativos del plan. Si todo se desarrollaba conforme a lo previsto, un año más tarde Egipto se convertiría en un reino libre e independiente, Zenobia sería su nueva reina, Anofles su gobernador general y virrey, y Timagenes el general en jefe del nuevo ejército.
Mediado el otoño, antes de que los rigores del invierno empeoraran las condiciones de navegación por el Mediterráneo oriental, Antioco Aquiles, Giorgios, Aquileo y Kitot regresaron en un barco mercante de Tiro al puerto sirio de Trípolis, y pocos días después llegaron a Palmira cargados de buenas noticias y con dos docenas de libros de filosofía para Longino y un anillo con un enorme brillante engastado, regalo personal de Firmo para Zenobia. El rostro más feliz, pero a la vez el que mostraba señales de una cierta añoranza por haber dejado atrás Alejandría, era el del gigante Kitot.