Capítulo XX

Palmira, finales de otoño de 261;

1020 de la fundación de Roma

Los funerales de Odenato y de su hijo Hairam duraron varios días. Zabdas había llevado consigo los dos cadáveres a Palmira; allí habían sido embalsamados con natrón y enterrados en el hipogeo de la familia de Odenato. Durante varias semanas se extendió por la ciudad una sensación de orfandad, como si a cada uno de los palmirenos les hubiera sido arrancada de pronto la protección del padre bajo cuyo cuidado se habían encontrado seguros hasta entonces.

Zenobia había jurado defender a Palmira y se había proclamado regente del reino mientras su hijo primogénito fuera menor de edad, pero a algunos de los próceres de la ciudad aquello no les pareció suficiente. Los magistrados, reunidos en el edificio del senado en el ágora, ratificaron la regencia de Zenobia y le entregaron el poder sobre Tadmor y su territorio.

Durante el verano, algunos de esos magistrados celebraron reuniones y conciliábulos para debatir sobre el futuro de Palmira; algunas voces se alzaron para reclamar que fuera Zabdas quien digiera el gobierno, al considerar que era el más indicado para defender la ciudad, pero él, ante las insinuaciones que recibió, se limitó a proclamar que era sólo un soldado que había jurado fidelidad a Odenato y a Zenobia y que mantendría esa fidelidad hasta la muerte. Su contundencia desalentó a los aspirantes a conspiradores y Zenobia se fortaleció en el trono de Palmira.

Entre tanto los romanos, que durante algún tiempo se habían mantenido callados ante el asesinato del dux de Oriente, difundieron una grave acusación.

Giorgios entró en la sala de insignias del cuartel general del ejército hecho una furia.

—¡Los romanos acusan a Zenobia de ser la culpable de la muerte de Odenato y de haber ejecutado a Meonio para ocultar una trama conspirativa que ella misma encabezó! —anunció ante Zabdas.

—¿Qué? —El veterano general se mostró muy sorprendido.

—Me lo acaba de comunicar un mensajero recién llegado de Damasco. El nuevo gobernador romano que Galieno ha nombrado para Antioquía ha acusado a Zenobia ante la curia de esa ciudad de haber encabezado un complot para asesinar a su esposo y a su primogénito. Según esa infamia, en dicha conjura también estaríamos comprometidos nosotros dos y Meonio habría sido utilizado como un peón de brega al que habríamos engañado para que matara a Odenato y así hacer recaer sobre él toda la culpa del magnicidio. —Giorgios estaba indignado.

—¿Lo sabe Zenobia?

—No. El mensajero no ha hablado de esto con nadie más. Le he ordenado que guarde silencio.

—Roma ha ido demasiado lejos. Con esta acusación, Galieno pretende desacreditar a Zenobia y recuperar el dominio sobre Palmira y Mesopotamia.

—Ese cretino de Galieno no se da cuenta de que somos imprescindibles para detener las ambiciones de los persas; sin nuestro ejército, Sapor se volvería a plantar en Antioquía en tres o cuatro semanas, como ya hiciera hace nueve años. Palmira es la muralla de Roma en Oriente. Espero que algún día los romanos se enteren de esto.

—Lo saben, pero también consideran que el futuro del Imperio pasa porque todo el mundo reconozca su autoridad y su dominio absolutos. El Senado romano teme que Palmira acumule el poder suficiente como para crear su propio imperio en Oriente; eso supondría el final del poder de Roma en Asia, y por eso se vuelven contra Zenobia, porque no quieren que nadie cuestione siquiera su preeminencia.

—Iremos a comunicárselo a Zenobia y ya veremos qué decide hacer —dijo Zabdas.

Los dos generales se dirigieron hacia el palacio de la señora de Palmira. La encontraron en uno de los patios jugando con Vabalato, el menor de sus hijos, de tres años de edad. El mayor, Hereniano, de siete años, era quien había heredado los dominios de Odenato; hacía unos días que tosía insistentemente y los médicos griegos habían recomendado a la reina que cuidara del niño con suma atención. El segundo, Timolao, de cinco años, estaba muy enfermo y lo mantenían en cama, aplicándole paños de agua fría para calmar una permanente fiebre que hacía semanas que lo consumía.

—Señora. —Zabdas saludó a Zenobia con una inclinación de cabeza; a su lado, Giorgios hizo lo propio—. Acabamos de recibir de Damasco una mala noticia que debes conocer de inmediato.

—Por vuestros rostros parece que se trata algo grave —dedujo.

—Así es, mi señora. Los romanos te acusan de ser la culpable de los asesinatos de tu esposo y de Hairam —soltó de sopetón Giorgios, que seguía mostrándose nervioso e inquieto en su presencia.

—¿Quién me acusa de semejante villanía? —preguntó con total serenidad.

—El emperador Galieno por boca de su nuevo gobernador en Antioquía; creemos que está influenciado por algunos senadores romanos que no ven con buenos ojos la situación actual de Palmira en el Imperio —añadió Giorgios.

—Hemos hablado de ello mientras veníamos hacia aquí y nos parece que esa puede ser la verdadera razón —confirmó Zabdas.

—Os equivocáis, esa insensatez sólo ha podido salir de la imaginación de agentes persas infiltrados entre los funcionarios romanos de Siria —dijo Zenobia.

—Pero ¿cómo…?

—Es sencillo. Pensad en ello: Sapor necesita que Palmira y Roma nos enemistemos para que así nos debilitemos, y qué mejor motivo que enfrentarnos con esa increíble acusación —supuso Zenobia.

La inteligencia y la lucidez política de aquella mujer de veintitrés años no dejaba de impresionar a Giorgios.

—Señora, creo que atribuyes a los persas más iniciativas de las que realmente tienen.

—Tú eres griego, y los griegos estáis acostumbrados a utilizar la lógica como os enseñó Aristóteles: causa y efecto, así de simple. Pero las cosas en la vida pública no son tan sencillas aquí en Asia, y menos todavía en Persia, mi apreciado general Giorgios. Ya deberías saberlo, pues llevas mucho tiempo entre nosotros. Para entender lo que ocurre en la cabeza de los orientales es necesario conocer cómo piensan, y te aseguro que lo hacen de forma bien diferente a la de los griegos y los romanos.

Aquellas palabras de Zenobia dejaron sin argumentos a Giorgios, que sintió una pequeña conmoción interior al oír su nombre pronunciado por los labios de la señora de Palmira.

—¡Señora, señora!… Timolao tiene fuertes convulsiones, ven, señora, ven.

Yarai, la joven sirvienta de Zenobia entró nerviosa y muy alterada interrumpiendo la conversación.

—¿Qué ocurre? —se preocupó Zabdas.

—Mi hijo segundo, Timolao. Hace varios días que sufre de altas fiebres; dicen los médicos que se trata de una extraña calentura que no son capaces de atajar. Yarai, mi esclava alana, se ha ocupado de él todo este tiempo. Voy a ver qué le ocurre. Acompañadme, por favor.

Los dos generales salieron tras Zenobia y atravesaron el amplio pasillo porticado del palacio camino de la estancia de Timolao.

El niño, arropado con varias mantas de lana, temblaba como aterido de frío pese a que aquel día hacía bastante calor.

—Es la calentura, mi señora —avisó el médico griego que lo atendía—. Hace un rato que le ha subido todavía más, y en cambio el muchacho dice que tiene mucho frío y tirita como si su sangre se estuviera congelando.

—Mi niño, mi niño. —Zenobia lo cogió entre sus brazos, que se humedecieron con el sudor frío que empapaba las mantas y el cuerpo de Timolao.

El pequeño tenía la piel bañada en sudor y los ojos enrojecidos y enmarcados por unas rotundas ojeras de tono azulado. Temblaba, le castañeteaban los dientes y parecía incapaz de pronunciar una sola palabra.

—¿No puedes hacer nada para aliviarlo? —increpó al médico.

—Lo siento, mi señora, pero le hemos administrado las curas y las pócimas tal cual recomienda Galeno para aliviar la enfermedad cuando aparecen estos síntomas y no ha reaccionado. No puedo, no sé hacer nada más.

—Id al santuario de Bel; realizad una ofrenda de diez…, no, de veinte corderos. ¡Vamos, rápido! —gritó Zenobia a los eunucos, que salieron prestos a cumplir la voluntad de su señora.

Aquella tarde, poco antes de la puesta de sol, murió Timolao. Zenobia se vistió de negro, cubrió su rostro con un velo de gasa, se impregnó los cabellos con polvo de ceniza y lloró su desconsuelo en el templo; de nada habían servido las ofrendas que unas pocas horas antes habían depositado sus criados.

Pero el dolor de Zenobia se agrandaría todavía más. Una semana después de la muerte de Timolao, también falleció Herodiano, su primogénito, el heredero de Odenato una vez asesinado Hairam. En él había depositado todas sus esperanzas para fundar una dinastía que gobernara Palmira en los siglos venideros. El amuleto de aetita había funcionado contra los abortos, pero no había sido efectivo para burlar la muerte de sus dos hijos mayores. De sus tres hijos con Odenato sólo quedaba Vabalato, su favorito; en él, un frágil niño de tres años, se asentaba ahora el futuro de Palmira.

Palmira, principios de 268;

1021 de la fundación de Roma

Mil dromedarios formaban la caravana que estaba a punto de partir de Palmira rumbo a Mesopotamia.

Pese a que Zenobia estaba segura de que la muerte de su esposo favorecía los intereses de Persia había enviado varios correos a Sapor I ofreciéndole en secreto un tratado de paz y de colaboración comercial.

El rey sasánida aceptó la propuesta. Cuando se enteró de la muerte de Odenato pensó en realizar una inmediata incursión militar sobre Palmira como represalia y venganza por las derrotas sufridas, pero su consejero Kartir, invocando que esa era la voluntad del dios Ahura Mazda, lo convenció para que aguardara acontecimientos; si, como se esperaba, Roma y Palmira se enzarzaban en una guerra, ambas quedarían debilitadas y ese sería el momento adecuado para actuar. Además, si lanzaba ese ataque no faltarían quienes lo acusaran de ser el instigador de la muerte de Odenato, un asesinato cobarde cuya autoría no podía recaer de ningún modo sobre él.

Aquella caravana era el resultado de las negociaciones que se habían desarrollado durante el otoño anterior. Sapor había garantizado que los mercaderes palmirenos podrían comerciar libremente en todos los dominios de su reino y en los de sus aliados, y Zenobia le había prometido que no habría más ataques palmirenos.

Los mercaderes más ricos se habían reunido en la plaza del ágora, donde debatían en pequeños grupos sobre la nueva situación. La extensa plaza rectangular, rodeada de un pórtico con columnas enmarcado por un alto muro al que se abrían ventanas decoradas con relieves con motivos vegetales esculpidos en piedra y rematadas por frontones triangulares, hervía en rumores.

Unos camelleros recién llegados de Ctesifonte aseguraban que en un templo de la capital sasánida se exhibía una piel humana teñida de rojo, de la que se decía que no era otra que la del emperador Valeriano, el cual habría sido desollado y su piel curtida, teñida y mostrada como trofeo de guerra; otros afirmaban que el viejo emperador apresado años atrás seguía vivo y que había sido trasladado a los confines orientales de Persia, donde había sido condenado a trabajar, encadenado de por vida, en una mina de hierro; algunos decían que habían visto al anciano emperador cegado y con la lengua cortada trabajando como acemilero en las cuadras reales de Ctesifonte, y que Sapor lo utilizaba a modo de taburete humano cada vez que montaba a caballo.

Todo eran cotilleos hasta que apareció Zenobia. Entró en la plaza por la puerta monumental que daba acceso a la calle de columnas subida en su carro de ceremonia, cuyas riendas sujetaba el gigantesco Kitot; iba flanqueada por los generales Zabdas y Giorgios, montados en dos corceles blancos, y estaba rodeada por una docena de guardias a pie y dos escuadras de doce jinetes, una en vanguardia y otra en retaguardia.

Los murmullos fueron disminuyendo hasta que se hizo un silencio absoluto. El carro real se detuvo en el centro del ágora y Zenobia alzó su brazo.

Zabdas saltó de su caballo y se apresuró a ayudar a su señora a descender.

Zenobia bajó del carro y se dirigió hacia una de las esquinas de la plaza del ágora, por donde se accedía a la Sala de Banquetes donde se solían reunir los magistrados y los magnates de la ciudad para solemnizar los grandes acuerdos.

La enorme sala estaba engalanada con estandartes rojos, el color de Palmira, y con las insignias de los diversos destacamentos del ejército y de las corporaciones de oficios y cofradías de mercaderes de la ciudad. Giorgios se fijó en la magnífica labor en piedra de una greca que recorría todas las paredes de la sala con un acabado de tanta calidad que parecía labrado por el mejor de los escultores griegos.

Tras Zenobia y sus generales entraron los magistrados y los potentados de la ciudad, que ocuparon sus puestos en orden a su importancia y a su riqueza.

Pese a los meses de sufrimiento acumulado tras las muertes de su esposo y de sus dos hijos mayores, estaba bellísima. Había adelgazado un poco y disimulaba sus incipientes ojeras con amocriso, una crema elaborada con una mezcla de polvo de sílice y de oro. Se había vestido como una emperatriz romana, con una túnica de seda púrpura ribeteada con una cenefa de hojas de laurel bordadas con hilo de oro, y se había coronado con una diadema de oro y perlas de la que salían varios rayos a modo de corona solar. Sobre su pecho lucía el famoso broche persa de oro y lapislázuli con forma de caracol y una placa de mítridax, la piedra preciosa de reflejos multicolores.

Zenobia, que se había sentado en un trono de madera con incrustaciones de marfil y de nácar, se levantó ante la expectación de todos los asistentes.

—Tres hijos me dio mi esposo, tres varones con los que los dioses sacralizaron nuestra unión, pero sólo uno, el menor, sobrevive. ¿Es acaso un castigo de los inmortales? ¿Se trata de una prueba a que me someten para evaluar hasta dónde soy capaz de soportar semejante dolor? ¿Qué opinas tú, Shagal?

Zenobia hablaba también ante los sacerdotes de los templos, encabezados por el sumo sacerdote del templo de Bel, a quien dirigió la pregunta.

—Sólo los dioses disponen del destino y del futuro de los hombres, y lo hacen con criterios que no son aprensibles para nosotros, los simples mortales. A veces, lo que creemos que es un castigo divino es un funesto golpe de la fortuna. Tus dos hijos mayores han muerto, pero te queda un tercero; tal vez con ello los dioses te estén diciendo que ese hijo ha de ser el gran gobernante que necesita Palmira tras la muerte de Odenato —justificó Shagal.

—En ese caso, los dioses han obrado con una enorme crueldad; no existe ningún dolor en este mundo superior al de la madre que pierde un hijo. Ninguno, sacerdote.

—Los mortales no estamos preparados para escudriñar la voluntad de las deidades que habitan en los cielos y gobiernan los hilos que mueven la vida de cada uno de nosotros. Ni siquiera podemos comprenderlos en su plenitud quienes hemos entregado toda nuestra vida a la interpretación de sus designios. Los arcanos de los dioses están enraizados en la memoria de los tiempos. En ocasiones, a los hombres se nos revela una parte de la sabiduría celestial a través de las visiones de los profetas, adivinos y augures, pero sólo las divinidades conocen la verdad de lo que ha ocurrido en el pasado y lo que sucederá en el devenir de los tiempos futuros. Bel, nuestro señor todopoderoso del cielo, vigila desde lo alto y vela porque el orden del mundo se mantenga en equilibrio hasta el final de los tiempos; nosotros, los simples mortales, apenas podemos atisbar el horizonte inmediato.

—Dioses, dioses… Los hombres somos los que hemos creado a los dioses, los que los hemos imaginado a nuestra semejanza. ¿En qué dioses creemos? ¿En el lejano Bel y en el resto de nuestro panteón, en los opuestos Ormuz y Arimán, en el luminoso Mitra, en el oculto e inescrutable Yavhé de los judíos, en ese hombre-dios, Cristo, al que comienzan a adorar algunos de nuestros ciudadanos? ¿Cuál de ellos se ha llevado a mis dos hijos, cuál ha sido tan cruel?

Zenobia alzó sus puños al aire y sus palabras tronaron entre las columnas del salón.

—Mi señora —intervino Shagal—, esta ciudad ha sido protegida por los dioses en los que creyeron y a los que veneraron nuestros antepasados. Ellos, desde su excelso trono en los cielos, han defendido nuestra ciudad, la han hecho próspera y rica y nos han guardado de nuestros enemigos… No receles de los designios divinos. Mírate; ahora eres nuestra soberana. Han sido los dioses los que han decidido que Palmira sea gobernada por tu mano. No podemos comprender las causas que condicionan la voluntad de los dioses, que en alguna ocasión tal vez pueda parecer veleidosa y caprichosa, pero debemos aprovecharla. Si han decidido que seas tú quien gobierne Tadmor, es que eso es lo mejor para Tadmor. Nuestros dioses jamás nos han abandonado y, mientras sigamos creyendo en ellos, jamás lo harán.

»Los romanos, y antes los griegos, han levantado fastuosos templos y santuarios a todos los dioses de los que se tiene noticia, pero nunca han creído en otra cosa que no sea la voluntad del hombre y su desmedida ambición. Roma conquista un territorio, lo incorpora a su Imperio y no tiene el menor inconveniente en añadir a las deidades de los países conquistados a su propio panteón. Incluso se dice que en el santuario erigido en la propia ciudad de Roma a todos los dioses existe un altar dedicado “al dios desconocido”; con ello parecen piadosos y celosos guardianes de la religión, pero no hacen sino burlarse de todos los dioses, de todas las religiones, de todas las creencias. Tanto es así que han deificado y rendido culto a individuos tan abyectos como algunos de sus crueles y sanguinarios emperadores.

»Roma sólo cree en el poder de sus legiones y en la fuerza de su ejército. Pero nuestros mayores nos han enseñado que más allá de la muerte existe otra vida en la que los dioses nos premiarán o nos castigarán según cómo nos hayamos comportado con ellos en nuestra existencia terrenal. Piensa en ello antes de maldecirlos, mi señora.

El sumo sacerdote vestía el hábito sagrado y lucía sobre su cabeza rapada una diadema dorada con un enorme berilo amarillo en la frente, la piedra preciosa del sol.

—Roma se desvanece como un espectro en la neblina —habló de nuevo Zenobia—. La brillante Atenas ha sido saqueada por los bárbaros, la opulenta Antioquía no acaba de recuperar el esplendor que tuvo antes de ser asaltada por los persas, la esplendorosa Alejandría languidece en la añoranza de un pasado mejor… Ahora ha llegado el tiempo de nuestra ciudad. Os pido que me ayudéis a convertir Tadmor en la nueva Roma, en el asombro de las gentes, en la esperanza del mundo. —Alzó los brazos y los asistentes congregados en la Sala de Banquetes del ágora prorrumpieron en gritos de alabanza y en aclamaciones hacia su reina.

—La tienes, mi señora; tienes toda nuestra ayuda y nuestra lealtad —gritó Zabdas.

—De los cuatro herederos de Odenato sólo queda vivo su hijo menor, Vabalato. Mi esposo fue nombrado augusto por el emperador Galieno y ratificado como tal por el Senado y el Pueblo de Roma. Entiendo que ese honor, ese rango y ese cargo le corresponden en justicia y razón a nuestro hijo y único heredero. —Zenobia dio dos palmadas y aparecieron en la Sala de Banquetes el armenio Kitot y Yarai, su criada de confianza; el gigante portaba en brazos al pequeño Vabalato—. Vabalato ostenta el derecho a heredar todos los títulos y prerrogativas que en vida alcanzó su padre. —Hizo una indicación a Kitot, que acercó al niño hasta su madre—. Mi hijo es demasiado joven para gobernar Palmira, de modo que, en tanto él pueda hacerlo, yo actuaré como regente. Hasta ahora así lo he hecho, pero requiero vuestra ratificación y que juréis lealtad a Vabalato.

Se hizo un silencio espeso hasta que Zabdas se adelantó, hincó la rodilla ante Zenobia y proclamó solemne:

—Mi señora, el ejército de Tadmor reconoce a tu hijo Vabalato como heredero de Odenato y te jura obediencia como su comandante en jefe y como reina de Palmira.

Giorgios se colocó al lado de Zabdas y también se arrodilló. Poco a poco, cada uno de los allí presentes se fueron arrodillando y acatando la voluntad de Zenobia.

El último en hacerlo fue el sumo sacerdote de Bel quien, aunque anciano, hizo un esfuerzo y, ayudándose de su cayado, dobló una de sus rodillas hasta posarla sobre el suelo.

Zabdas se incorporó y gritó:

—¡Larga vida a la reina Zenobia!

—¡Larga vida a Zenobia! —ratificó Giorgios.

Todos los presentes aclamaron a la señora de Palmira, que alzó los brazos en demanda de silencio.

—Os agradezco vuestra fidelidad. Juro ante nuestros dioses que no os defraudaré y que dedicaré el resto de mi vida a hacer más grande y próspera a nuestra ciudad.

»Y ahora, por el poder que me ha concedido el pueblo de Tadmor, proclamo a mi hijo Vabalato el legítimo heredero del augusto Odenato, emperador de Oriente, con el título de augusto de Roma, el que ya ostentara su padre.

Zabdas se adelantó un par de pasos.

—Señora —dijo el general—, este Consejo te ofrece el título de augusta y te ruega que lo aceptes.

—Lo acepto por Tadmor, por Palmira. —Zenobia citó a su ciudad por sus dos nombres, el árabe y el romano.

—A partir de ahora todos tus súbditos deberán llamarte Septimia Zenobia Augusta, emperatriz de Oriente —proclamó Zabdas, que parecía como en trance.

En los días siguientes, Zenobia nombró a sus colaboradores en el gobierno de Palmira. Zabdas fue ratificado como jefe del ejército, Giorgios como su lugarteniente y general de la caballería pesada y el filósofo Longino fue nombrado consejero principal de Zenobia. Al historiador Calínico se le invistió con el cargo de canciller y a Nicómaco, el secretario de su padre y de su socio Antioco Aquiles, con el de tesorero.

Vabalato recibió los títulos de augusto, emperador, corrector de Oriente y rey de reyes, y fue llamado Lucio Julio Aurelio Septimio Vabalato Atenedoro.

Hubo espléndidas fiestas por toda la ciudad, se organizaron espectáculos en el teatro y grandes banquetes públicos y privados; en el exterior se organizaron carreras de caballos y de camellos; en todos los templos se ofrecieron ritos y ceremonias en honor de los soberanos de Palmira y en los pebeteros de los santuarios ardieron grandes cantidades de incienso y de mirra que impregnaron el aire de un embriagador aroma dulzón.

La gente bailaba por las calles al son de los atabales, las cítaras y los laúdes, compartía la comida y el vino, reía y cantaba; todos eran felices porque les habían dicho que su ciudad se había convertido en la capital de un imperio, en igualdad con Roma y con Persia, y que Zenobia y Vabalato eran sus soberanos. Y todos lo creyeron porque Zenobia así lo había proclamado.

Zenobia y los generales Zabdas y Giorgios salían del teatro escoltados por un retén de soldados que capitaneaba Kitot. Acababan de presenciar una representación de Medea, una tragedia escrita por el griego Eurípides que había interpretado una compañía de actores recién llegada de Apamea, donde había cosechado un notable éxito en su gran teatro.

—Aunque reconozco que Melpómene, la musa de la tragedia, inspiró con acierto a Eurípides, yo prefiero la comedia —comentó Zabdas—. Aristófanes, ese sí que sabía entretener al público; Thalia, la musa de la comedia, hizo bien su trabajo inspirando a ese autor. Recuerdo que hace unos años unos comediantes de Antioquía representaron Lisístrata aquí mismo.

—Conozco el argumento: atenienses y espartanos libran una sangrienta guerra hasta que sus mujeres deciden que no harán el amor con ellos en tanto no se restablezca la paz. La trama es ingeniosa pero parece imposible que una situación semejante pueda ocurrir en la realidad —dijo Giorgios.

—Tal vez el mundo sería menos cruel y habría menos guerras si las que gobernaran fueran las mujeres —terció Zenobia.

—Las amazonas son mujeres, y son audaces guerreras —adujo Zabdas.

—¿Amazonas? Nunca ha existido un reino en el que los soldados fueran exclusivamente mujeres; esos son cuentos para incautos. Y acabamos de asistir a una representación en la que Medea se comporta con una enorme crueldad y, arrebatada con sangrienta sed de venganza, acaba con todos cuantos se le ponen por delante, incluidos sus dos hijos, con tal de hacer daño a su esposo, Jasón, por haberla repudiado. Si se lo proponen, las mujeres pueden ser tan crueles y tan sanguinarias, o más si cabe, que nosotros, los soldados —intervino Giorgios.

—Tal vez nos hayamos precipitado. Roma no consentirá nuestra declaración de independencia —reflexionó de pronto Zenobia.

—No ha sido tal —replicó Zabdas.

—Claro que lo ha sido, general, y tú lo sabes —insistió Zenobia.

—Lo que hemos hecho ha sido convertir a Palmira en cabeza de un nuevo imperio, y Roma no admite en el firmamento otro sol que el que ella representa —añadió Giorgios.

—Entonces, ¿crees que vendrán contra nosotros? —le preguntó la reina.

—Con todas sus legiones si es posible, mi señora.

—En ese caso seremos nosotros los que iremos contra ellos antes de que puedan organizar un ataque sobre Palmira.

—¿Cómo dices, señora? —exclamó Zabdas sorprendido.

—Esta pasada noche no he podido dormir y he tenido mucho tiempo para meditar qué hacer ahora. Tienes razón, Giorgios, los romanos jamás reconocerán Palmira como un imperio independiente y en relación de igualdad con el suyo y creo que, en cuanto estén en condiciones de hacerlo, intentarán derrotarnos. Una Palmira independiente sería para otras ciudades y provincias del Imperio un peligroso ejemplo que seguir. Galieno lo sabe, y por ello procurará someternos y reducirnos a la obediencia de Roma. Por ello, he decidido conquistarla.

—¿Conquistar qué? —preguntó Zabdas asombrado.

—Conquistar Roma, por supuesto.

—¿Todo el Imperio? —Zabdas estaba asombrado ante la audacia de aquella mujer.

—Bueno, al menos la mitad oriental. Escuchad mi plan: antes de que Galieno pueda reorganizar sus legiones y venga a por nosotros, nuestro ejército ocupará todas las provincias de Oriente; Siria primero, Egipto después y, por último, Anatolia y Grecia quedarán incorporadas al imperio de Palmira. Nombraremos gobernadores fieles en cada una de ellas y colocaremos al frente de las ciudades más importantes a magistrados eficaces y competentes. Pero antes tenemos que ratificar la paz con los persas. Quiero hacer realidad el sueño de mi esposo: un imperio unido y fuerte, encabezado por Tadmor, entre el mar Mediterráneo y Mesopotamia, donde se imponga la paz, florezca el comercio, prosperen los negocios y reine la sabiduría.

—Mi señora, esos objetivos son muy ambiciosos, pero apenas disponemos de veinte mil soldados; carecemos de fuerza suficiente como para conquistar tantos territorios, y mucho menos para mantenerlos después bajo nuestro dominio —razonó Zabdas.

—Recluta a cuantos soldados consideres necesarios. Las arcas del tesoro están repletas y si es preciso estableceremos un impuesto especial a los comerciantes de la ciudad para obtener nuevos recursos.

—Tal vez no estén dispuestos a contribuir a ello; sabes bien de su avaricia y de su egoísmo —terció Giorgios.

—Claro que lo estarán; tienen sus bolsas tan llenas de oro que no saben en qué gastarlo. Además, si Palmira se convierte en la capital de un nuevo imperio, sus bolsas seguirán creciendo y creciendo.

La muerte de Odenato animó a los detractores de Pablo de Samosata, patriarca de Antioquía, a renovar sus ataques contra el que consideraban un contumaz e irreducible hereje. Tras los dos intentos frustrados para deponerlo en sendos concilios celebrados años atrás, sus enemigos veían ahora, desaparecido su protector, la ocasión propicia para sustituirlo como patriarca y obispo.

Seis obispos de la provincia de Siria firmaron una carta pastoral en la que exigían a Pablo que abandonase sus postulados erróneos y aceptara el dogma sobre la Trinidad que defendían los patriarcas de Roma y de Jerusalén. Los seis obispos convocaron un nuevo concilio en Antioquía y encargaron a un exaltado presbítero llamado Malquión, natural de la propia Antioquía y acérrimo enemigo del patriarca, la defensa de sus propuestas.

Malquión, hombre de convicciones rocosas y verbo contundente, aunque escasamente refinado, intervino en el concilio como portavoz de los obispos firmantes de la carta. Había sido elegido para enfrentarse a Pablo porque era un reputado maestro y el director de retórica en la escuela helenística de Antioquía; había demostrado además una extraordinaria sinceridad en su fe en Jesucristo, por lo que había sido elevado al cargo de presbítero de la comunidad de cristianos. Pablo creyó que ese tercer intento de derrocarlo al frente del patriarcado de Antioquía fracasaría, como los dos anteriores, pero esta vez, sin la protección de Odenato, los obispos consiguieron su objetivo.

El tercer sínodo contra Pablo de Samosata, convencido por la retórica encendida y categórica de Malquión, concluyó que la doctrina del patriarca merecía ser condenada como herética por la Iglesia de Siria y, en consecuencia y comoquiera que no se retractaba, Pablo debía ser depuesto de su cargo episcopal, expulsado del patriarcado, excomulgado y arrojado del seno de la Iglesia por defender principios tan desviados de la verdadera fe cristiana.

Los padres conciliares reunidos en aquel sínodo condenaron a Pablo de Samosata y rechazaron su tesis de que Jesús era homousion, es decir, de parecida naturaleza al Padre, para asentar que era homousios, de la misma naturaleza y consustancial con el Padre. Denunciaron por erradas y falsas las ideas de Pablo de que el Hijo y el Padre eran de naturaleza distinta y de que sus personas eran también diferentes para aseverar que Padre, Hijo y Espíritu eran tres personas distintas pero unidas en una sola naturaleza divina, y asentaron la creencia en el dogma de la Trinidad como esencial en la doctrina cristiana.

Y enviaron una carta firmada por todos ellos, de común acuerdo, a Dionisio, obispo de Roma, y a Máximo, patriarca de Alejandría, exponiéndoles las resoluciones del concilio y la condena de Pablo de Samosata.

Aprovechando la confusión tras la muerte de Odenato, los obispos de Siria lograron que Dionisio, el patriarca de Roma a quien llamaban papa y que era reconocido por la mayoría de los obispos y fieles cristianos como la máxima autoridad de la Iglesia y sucesor de Pedro, el primero de los apóstoles, ratificara la destitución de Pablo de Samosata y nombrara a Domno como nuevo patriarca y obispo de Antioquía. El emperador Galieno no se opuso a esa decisión y Zenobia dejó que los acontecimientos se precipitaran sin intervenir en ellos.

Zenobia regresaba a palacio tras haber asistido a una ceremonia celebrada en el templo de Bel en recuerdo de su esposo. Pablo de Samosata había huido de su ciudad y estaba aguardando a su señora a las puertas de palacio.

—¡Mi señora, mi señora; aquí, soy Pablo, procurador ducenviro y patriarca de Antioquía! —gritó y agitó los brazos para llamar su atención.

Kitot, que mandaba la escolta, echó deprisa mano a su espada y se dispuso a alejar a aquel impertinente.

—¡Alto, Kitot! —le ordenó Zenobia—. Deja a ese hombre que se acerque; no es peligroso.

Pablo de Samosata se presentó e inclinó la cabeza sumiso.

—Mi señora, he sido tu más fiel servidor y el de tu esposo en estos años, pero ahora me he visto relegado de mi cargo de patriarca y he tenido que abandonar mi puesto como procurador de Palmira en esa ciudad. Domno y Malquión, dos intrigantes canallas, han logrado que los obispos de Siria me hayan condenado y expulsado de la Iglesia que ahora ellos tan indignamente usurpan.

—Mi esposo te acogió y te concedió honores y cargos, pero tú no has sabido ganarte a tus correligionarios; ya te advertimos de que no siguieras por el camino que habías iniciado y de que no te enfrentaras con la población de Antioquía.

—Tal vez he cometido algunos errores, mi señora, pero cuanto he hecho ha sido para defender los intereses de Palmira de las malas influencias de esos fanáticos trinitarios. Yo predico la verdad. Quienes me persiguen me acusan de hereje y desviado, pero son ellos los que han corrompido el auténtico mensaje de Dios que nos reveló Jesús y quienes se han comportado de manera hipócrita, quienes han divulgado ideas falsarias y quienes han cultivado una desmedida ambición con el único fin de aumentar sus prebendas y sus privilegios personales.

Kitot y el resto de la guardia asistían atónitos a aquel incomprensible discurso teológico en plena calle.

—No es sólo eso, Pablo. Ha sido tu actitud la que ha generado muchos enfrentamientos en Antioquía y no quiero que con tus discursos enturbies ahora la calma que reina en esa ciudad. Vivimos tiempos delicados en los que todos los ciudadanos del oriente romano debemos estar unidos. Yo misma estoy procurando que los cristianos de Tadmor, aunque no son muchos, congenien con los judíos, o al menos no se maten entre sí; al fin y al cabo comparten muchas creencias y tienen un mismo origen, según creo.

—Con los abominables fanáticos que siguen los dictados que predicara Pablo de Tarso nunca lo conseguirás, mi señora.

—¿Qué pretendes?

—Tu amparo, mi señora. He venido hasta Palmira en busca de tu protección porque en Antioquía no estoy seguro; mi vida peligra si continúo allí.

—Por lo que a mí respecta puedes seguir utilizando el título de patriarca y obispo de Antioquía, si así lo deseas, y permanecer en Palmira, pero te ordeno que te mantengas al margen de la polémica con los cristianos que tú llamas trinitarios y que no regreses a Antioquía. Ya te he dicho que no quiero el menor enfrentamiento entre mis súbditos palmirenos, profesen el credo religioso que profesen. Y ahora retírate y procura no causar más problemas.

—Señora, también soy procurador ducenviro; ese cargo que me otorgó tu esposo me confiere autoridad civil sobre Antioquía…

—Ahora soy yo la regente de Palmira y quien decide esos nombramientos; mantendrás el título de procurador, pero exclusivamente de manera honorífica, y tu asignación anual, pero olvídate de ejercer competencia alguna y ni se te ocurra volver a pedirme que te ayude a recuperar tu cargo de patriarca de Antioquía.

—¡Señora…!

—No insistas o me veré obligada a cesarte como procurador, suprimir tu asignación y encerrarte durante tan largo período de tiempo que cuando salgas de la mazmorra no recordarás ni quién eres.

Ante la determinación de Zenobia, Pablo de Samosata se apartó con una reverencia y se alejó rumiando su mala fortuna.