Palmira, primavera de 261;
1020 de la fundación de Roma
La noticia de que las tribus bárbaras de los hérulos y de los godos habían vuelto a arrasar las tierras de Asia Menor y de Grecia puso de nuevo a Odenato en pie de guerra. Como jefe supremo de todos los ejércitos romanos en Oriente se vio en la obligación de acudir a repeler esta nueva invasión.
Aquellas partidas de bárbaros bandoleros no parecían en condiciones de llegar en sus algaradas hasta Palmira, pero si Odenato quería asentar su autoridad sobre Oriente debía comportarse con la autoridad de un emperador. Por ello organizó una legión a costa del erario de Palmira para despachar a los invasores y restablecer la calma en las comarcas de Asia y Grecia afectadas por las incursiones bárbaras.
En esa ocasión dejó a Giorgios al frente de la defensa de Palmira y se encaminó hacia el norte con una legión de veteranos ya curtidos y experimentados en las guerras en Mesopotamia.
—No te preocupes —tranquilizó a Zenobia al despedirse—; sólo se trata de unas partidas de desarrapados bárbaros que regresarán a sus estepas brumosas en cuanto se enteren de que el ejército de Palmira acude a su encuentro.
—Ten mucho cuidado; dicen que esos bárbaros son peligrosos y crueles.
—Me guardaré mucho para mantenerme con vida. Todavía no he abandonado la ciudad y ya ardo en deseos de volver a tu lado. Esta campaña será corta. Tú cuida entre tanto de nuestros hijos. Hairam y Meonio vendrán conmigo y Zabdas nos seguirá con un ejército de reserva a media jornada de distancia. Sólo utilizaremos la caballería ligera, Giorgios se quedará a cargo de la defensa de Tadmor.
—Envía a tus dos generales a esta campaña y quédate tú en Palmira; tengo un mal presentimiento —propuso Zenobia.
—Esta vez no. Meonio me ha convencido para que sea yo quien dirija personalmente esta expedición. Me ha aconsejado que debo ganarme la confianza de los anatolios y de los griegos si quiero ser de verdad su emperador. Hay quien rumorea que todas mis victorias sobre los persas han sido obra del talento militar de Zabdas, y atribuyen a su genio estratégico todo el mérito en los combates. Ha llegado la hora de que yo demuestre que puedo ganar batallas sin mis generales; por eso iré en la vanguardia y Zabdas dirigirá la retaguardia.
—Deja entonces a Hairam aquí…
—Mi heredero debe combatir a mi lado. Cuando yo falte él será el nuevo señor de Palmira y el augusto de Oriente. En los últimos tres años le he consentido demasiados caprichos y se ha acostumbrado al lujo. Es hora de que cambie; si quiere convertirse en un buen gobernante debe aprender a comportarse como tal y sufrir el calor, el frío y el cansancio como el último de sus soldados.
—Tengo un extraño presagio; estaría más tranquila si Zabdas anduviera contigo en la vanguardia.
—Sé cuidar de mí mismo y nada ansío más que el momento en que vuelva a Palmira para abrazarte. Te amo y no tengo la intención de dejarte viuda.
Odenato besó a su esposa y aspiró el intenso pero delicado perfume que exhalaban sus cabellos.
En verdad, Odenato había intentado tranquilizar a Zenobia, pero la invasión de aquellos bárbaros era mucho más seria de lo que le había confesado. Según habían informado desde las fortalezas de Bizancio, no menos de quinientas embarcaciones cargadas de guerreros bárbaros habían atravesado el estrecho del Bósforo y las bandas de godos y hérulos estaban saqueando sin oposición las costas de Macedonia, donde sabían que había unas notables minas de plata.
Cuando la noticia llegó a Palmira, feroces partidas de la tribu de los hérulos ya habían recorrido a sus anchas toda la costa occidental del mar Egeo y algunos grupos avanzados habían alcanzado incluso el sur de Grecia. Atenas, Corinto, Esparta y Argos habían sido atacadas y algunos de sus barrios periféricos saqueados e incendiados. Varias embarcaciones de godos habían desembarcado en la costa siria y amenazaban a las ciudades costeras de Trípolis y Tiro.
Zenobia lo intuyó. Una corazonada le dijo que algo andaba mal cuando un eunuco le anunció que el general Zabdas esperaba ser recibido con toda urgencia. El rostro del veterano soldado, compungido y apenado, con los ojos llorosos pese a su enorme corpachón forjado en las más cruentas batallas, no hacía sino ratificar el presentimiento de la señora de las palmeras.
—Mi señora, no pude hacer nada —balbució—. Yo estaba lejos, a varias millas de allí, en la retaguardia. Le advertí que no se confiara, que se mantuviera siempre atento. Pero ya sabes cómo era: amaba el riesgo y la aventura y no le tenía miedo a nadie.
—¿Cómo murió?, ¿quién lo asesinó? —Zenobia hizo estas dos preguntas a Zabdas sin esperar a que le certificara de su propia voz la muerte de su esposo.
—Cabalgaba al frente de la vanguardia unas millas al norte de la ciudad de Emesa; estaba a punto de alcanzar a una partida de godos a la que perseguíamos desde hacía varios días. Uno de nuestros oteadores le avisó de que había visto a una nutrida columna del ejército persa avanzar por el curso del Eufrates, desde la gran curva del río, y que había tomado el camino en dirección a Emesa. Tu esposo me envió un correo con la orden de salir al encuentro de los sasánidas con las tropas de la retaguardia y así cubrir sus espaldas si los persas decidían atacarnos mientras él mantenía la persecución de los godos. Me extrañé mucho al recibir aquella orden, porque en la retaguardia no teníamos noticia alguna de que los persas hubieran salido en campaña ni de que una de sus columnas se dirigiera hacia nosotros, pero obedecí las instrucciones y realicé una cabalgada de varias decenas de millas hacia el este. Tras dos días de marcha no encontramos a un solo soldado persa, ni la menor noticia de que merodearan por allí. Fue entonces cuando desconfié del oteador que nos había alertado y del correo que me envió Odenato, y ordené que los buscaran y los trajeran ante mi presencia. Fue inútil, ambos habían desaparecido. Entonces me temí lo peor. Di media vuelta y regresé hacia Emesa a toda prisa, enviando por delante a un escuadrón con los jinetes ligeros más rápidos de nuestra caballería.
»Supuse que aquel engaño era parte de una estratagema para dividir nuestras fuerzas y alejar a la retaguardia, pero no estaba seguro de quién podía haberla tramado.
»Cuando llegamos ya era tarde. Encontramos sus cuerpos cerca de la ciudad, asesinados por unos sicarios a los que buscamos desesperadamente pero a los que no pudimos encontrar. Los cadáveres de Odenato, de Hairam y de seis miembros de su guardia personal, los únicos que los acompañaban en ese momento, habían sido colocados sobre sendas cruces en lo alto de una colina. No fue difícil dar con ellos.
—¿Fueron los godos? —demandó Zenobia, que parecía más entera que el propio Zabdas.
—No lo sé, mi señora. Lo único que pudimos averiguar es que Odenato, Hairam y los seis soldados se alejaron del campamento tras haber recibido la visita de un misterioso mensajero con el que departieron largo rato en el interior de la tienda; en esa conversación estaba presente Meonio.
»Interrogué a los guardias de Odenato y me confirmaron que los vieron partir; nos dijeron que les había comentado que salían de caza, pues alguien les había avisado de que se había visto a una pareja de leones merodear por las colinas al oeste de la ciudad.
»Luego pregunté a Meonio, quien me informó que Odenato había decidido salir del campamento con una escolta muy menguada, pese a sus recomendaciones para que no lo hiciera, para cazar a unos leones que andaban cerca y que tenían atemorizados a los campesinos de las aldeas en torno a Emesa, y que no sabía nada más.
—Este asesinato ha sido obra de Meonio. Siempre ambicionó el poder de su primo y no ha dejado de conspirar a su sombra. Sí, ha sido él —determinó Zenobia.
—No podemos estar seguros, mi señora. Algunos de nuestros oficiales suponen que es el propio emperador romano Galieno quien está detrás del asesinato de tu esposo, que habría sido víctima de un complot urdido por el hijo de Valeriano, celoso del prestigio y la gloria de Odenato. Pero yo no lo creo. Tu esposo fue fiel a Roma hasta su muerte y, además, Roma y Galieno lo necesitaban, pues no había nadie mejor que él para defender el limes oriental ante la amenaza de los persas.
—¿Y tú qué piensas, general?
—No lo sé; estoy confundido.
—En este caso hay que preguntarse a quién beneficia la muerte de Odenato.
—Incluso pudieron ser agentes a sueldo de los persas, mi señora, pues los más interesados en ello son sin duda los sasánidas. Su rey posee riquezas suficientes como para reclutar a un puñado de asesinos o como para sobornar a algunos de nuestros soldados, pero no hemos logrado pruebas de ello.
—No, mi buen Zabdas. Los persas nada han tenido que ver en este crimen; ha sido obra de Meonio. Sólo él pudo tramar toda esa serie de embustes. Captúralo y tráelo a mi presencia.
—Como ordenes, mi señora.
Meonio, primo de Odenato y oficial de caballería del ejército palmireno, temblaba de miedo como un pollito recién salido del cascarón. Zabdas lo había apresado en su casa, en el lujoso barrio sur de Palmira al lado del santuario de Bel donde se agrupaban las residencias de algunos de los ciudadanos más ricos de la ciudad. Había sido sorprendido celebrando un banquete con algunos de sus amigos íntimos, lo que había reforzado la creencia de Zenobia de que en verdad había sido él el instigador del asesinato de su esposo.
Zabdas lo había conminado a seguirlo de inmediato a palacio sin revelarle para qué lo reclamaba Zenobia. En un primer momento, Meonio dudó, pero ante el rostro sereno y confiado del general supuso que su prima lo requería para ofrecerle el gobierno de Palmira, o, al menos, el puesto de tutor de sus hijos. En cualquier caso aquella era la ocasión propicia que estaba aguardando para hacerse con el control de la ciudad.
Muerto Odenato y también su hijo mayor Hairam, y siendo los hijos de Zenobia muy pequeños, el sucesor natural era él, el pariente más cercano a Odenato tras sus hijos. Era la noticia que tantas veces había deseado: convertirse en señor de la ciudad más hermosa y rica de todo Oriente.
Aspiró con fuerza y llenó sus pulmones al máximo. Mediada la primavera, el sol calentaba con rigor los tejados de Palmira, el aire era cálido y estaba cargado del perfume dulzón de los brotes tiernos de las palmeras. Meonio sonrió, cogió su sombrero y su capa de seda y salió de la casa tras los pasos del general y de la escolta.
Ya en palacio, seguro de sí, saludó a Zenobia, que vestía una túnica de seda negra bordada con hilos de oro y flores rojas y azules. Por su cabeza pasó la idea de que aquella mujer, como la propia Palmira, también podría ser suya ahora.
—Espero que, pese al dolor que sientes por la muerte de tu esposo, estés teniendo un buen día, mi querida prima —le dijo con una amplia sonrisa, enfatizando el parentesco—. ¿Para qué me has llamado con tanta urgencia?
—He recibido una información confidencial sobre el asesinato de mi esposo; un testigo asegura que has sido tú el instigador de su muerte.
Los ojos de Zenobia estaban fríos y su rostro mostraba el hieratismo de una estatua de mármol.
—¿Quién te ha contado semejante mentira?
—Alguien en quien confío. Apresadlo —ordenó de manera tajante a los soldados que habían escoltado a Meonio desde su casa.
—Pero ¿qué broma es esta?, ¿qué ocurre? —preguntó sorprendido Meonio, a quien se le mudó de repente el rictus.
—Quedas detenido por el asesinato del augusto Odenato y de su hijo Hairam —le comunicó Zabdas a la vez que lo sujetaba con fuerza por el brazo.
—¡No! ¿Qué dices? ¿Asesino, yo?
—Sí, asesino. Tú has sido el instigador del crimen —intervino Zenobia.
—Escucha, prima, sin duda se trata de un grave error. No sé quién me ha denunciado, pero me han tendido una trampa; todo esto es una calumnia. ¿No lo ves? Yo no he tenido nada que ver con las muertes de Odenato y de mi sobrino Hairam; los amaba, amaba a los dos y jamás hubiera hecho nada que los perjudicara. No he tenido nada que ver en esto, nada, absolutamente nada… Soy inocente, completamente inocente; lo juro ante los dioses.
Meonio sollozaba y se cubría la cara con sus manos, presa de una inevitable sensación de horror y espanto. Sabía que tras aquella acusación sólo lo esperaba la muerte.
—Ni siquiera has guardado luto; hoy mismo estabas celebrando un banquete. Mañana, a mediodía, serás ejecutado, por traidor a Palmira y asesino de tu señor —sentenció Zenobia.
—No, no, puedo explicarlo todo; el porqué del banquete, dónde estaba yo en Emesa en aquellos momentos, mi inocencia, puedo explicarlo, lo puedo explicar todo, todo… ¡Escúchame!
Los gemidos angustiados de Meonio se fueron apagando conforme los soldados lo alejaron a rastras por los pasillos del palacio, directo a la prisión donde aguardaría esa noche mientras se preparaba el patíbulo para su ejecución.
—¿Quién gobernará Palmira ahora, mi señora? —demandó Zabdas.
—El heredero natural de Odenato: mi hijo mayor Hereniano. ¿Quién si no? Mañana mismo, tras la ejecución del traidor Meonio, será proclamado príncipe de Palmira.
—Acaba de cumplir seis años, mi señora. Deberá ser tutelado por un regente…
—Yo seré la regente; soy su madre y fui la esposa de Odenato. Nadie mejor que yo para defender la herencia de mi esposo y los derechos de mi hijo. Y tú, mi fiel Zabdas, me ayudarás en esta tarea, serás mi apoyo, mi sostén. ¿Puedo contar contigo?
—Estoy a tu servicio, mi señora; y el ejército palmireno te es leal y está a tus órdenes. —Zabdas hincó la rodilla derecha en tierra y bajó la cabeza ante Zenobia.
La viuda de Odenato levantó las manos al cielo y clamó:
—Juro por todos los dioses inmortales, por Bel que gobierna el universo, por Yarhibol que ilumina el mundo y fecunda la tierra con su luz y por Aglibol que vela por nosotros en las noches oscuras y habita en el cielo nocturno, que mientras quede una gota de sangre en mis venas defenderé Tadmor de sus enemigos y la protegeré con mi vida si es necesario. Yo, Septimia Zenobia, hija de Zabaii ben Selim, lo juro, lo juro, lo juro.