Palmira, finales de 266;
1019 de la fundación de Roma
Aquella tarde, demasiado brumosa y húmeda para lo que solía ser habitual en la ciudad del desierto sirio, Giorgios cenó con Zabdas en el cuartel general del ejército. Los dos generales aprovecharon la cena para intercambiar opiniones sobre nuevos movimientos y maniobras a realizar por la caballería pesada palmirena.
Giorgios había logrado que los jinetes acorazados de Palmira —los nuevos escuadrones de catafractas— equipados al estilo de los persas pero organizados como las cohortes de la infantería legionaria romana que el ateniense estaba adiestrando se desplazaran como un solo hombre y realizaran las cargas de caballería con una coordinación asombrosa. Ya eran considerados como la fuerza de choque determinante en el ejército de Odenato.
El segundo cuerpo de élite del ejército palmireno lo constituían los afamados arqueros, cuya preparación y precisión era considerada como la mejor del mundo. Los jóvenes de Palmira practicaban, desde que eran muy pequeños, el tiro con arco, tanto en posiciones estáticas y sobre blancos fijos como desde el caballo a la carrera y sobre blancos móviles, de modo que la mayoría lo manejaba con una puntería extraordinaria.
—Estamos probando una nueva manera de disparar el arco —le comentó Giorgios a Zabdas—. Observa. —El ateniense cogió un arco y colocó una flecha—. Hasta ahora nuestros arqueros han tensado la cuerda del arco con la fuerza de las yemas de los dedos, sujetando la pluma de la saeta con las dos primeras falanges del dedo índice y la primera del pulgar, y la cuerda se estiraba hasta aquí, delante del pecho del arquero.
El ateniense tensó el arco y disparó sobre una palmera, ubicada a unos treinta pasos de distancia; la flecha penetró unos seis dedos en el tronco.
—Este sistema es eficaz si se trata de acertar con precisión a un blanco débil o a una distancia no muy lejana, pero carece de fuerza ante un blanco fuerte y a mucha distancia; un catafracta persa equipado con coraza de hierro, por ejemplo. Pero fíjate en este nuevo sistema de tensar la cuerda que estamos probando.
Giorgios colocó la pluma de la flecha entre las falanges de sus dedos índice y anular, protegidos con un guante de cuero, y con la parte interna de ellos tensó la cuerda del arco hasta llevarla a la altura de su oreja, por detrás del plano de visión de sus ojos, un palmo más que con el sistema anterior.
Tensó el arco de la nueva manera y disparó. La flecha penetró ahora casi un palmo.
Los dos soldados se acercaron a la palmera.
—¡Casi el doble de penetración en el segundo disparo! —exclamó Zabdas al cotejar el impacto de las dos saetas.
—Existe un inconveniente: disparando de esta nueva manera, los dedos del arquero sufren mucho, e incluso pueden resultar gravemente heridos por la cuerda.
—¡Por eso has utilizado un guante!
—Ya lo hemos probado, pero se pierde precisión en el disparo y pueden producirse lesiones en la muñeca, por ello deberemos utilizar, además, una muñequera.
—En cuanto los arqueros se acostumbren eso no será un problema. Tenemos tiempo para ello.
—Como ordenes.
—¿Y en cuanto a la caballería? —le preguntó Zabdas.
—Funciona con la precisión de los mejores manípulos de la infantería legionaria y creo que ya están a la altura de los catafractas persas, pero para imponernos a los sasánidas necesitamos una infantería mucho más contundente. Ahí radica nuestro punto débil y deberemos trabajar más para estar a la altura de la infantería de la mejor de las legiones si algún día queremos entrar triunfantes en Ctesifonte —comentó Giorgios.
—Tienes razón; lo que hemos conseguido con la caballería pesada también hemos de lograrlo con la infantería. ¿Y qué propones?
—Equiparlos con el mismo armamento que los legionarios; en cuanto a las armas ofensivas, una lanza de madera con la punta de hierro, un pilum, una espada corta de estilo hispano y un puñal; y por lo que respecta a las defensivas, escudos de al menos dos codos de alto por uno y medio de ancho con umbo agudo de metal para poder percutir sobre el enemigo en caso de lucha cuerpo a cuerpo, una coraza de láminas de hierro sujetas con correas de cuero, falda hasta las rodillas de tiras de cuero grueso claveteadas con remaches de hierro o de bronce, grebas de hierro o de bronce que protejan desde los tobillos hasta justo debajo de las rodillas y casco de metal con carrilleras y cubrenuca. Además de sandalias remachadas con suelas de clavos para el verano y botas para el invierno.
—¿Y quién pagará todo eso?
—Como ocurre en las legiones romanas, a cada soldado se le descontará de su paga el coste de sus armas y de su equipo, que podrá recuperar en caso de que se obtenga un buen botín —propuso Giorgios.
—¿Algo más?
—Necesitaremos más instructores; no estaría mal contar con algunos veteranos centuriones romanos.
—Búscalos; les doblaremos la paga que reciban en su legión —ordenó Zabdas—. Y procura convencer a los más expertos para que se unan a nosotros.
—Enviaré mensajeros a los centuriones de la III Gálica, quizá algunos acepten.
Giorgios se despidió de su superior y con las últimas luces del atardecer se dirigió hacia su casa, un pequeño inmueble que había alquilado cerca de la puerta de Dura Europos, pues aunque disponía de un par de salas para su uso personal en el cuartel general, donde había habitado algún tiempo, ahora prefería vivir ajeno a la rutina cotidiana del cuartel. Las calles de Palmira estaban desiertas a esas horas. El viento del norte, helado y cortante, había disipado la bruma vespertina y barría los pórticos arrastrando algunas molestas partículas de arena que se colaban inoportunas en sus ojos.
Dejó la gran avenida porticada a la altura del arco triunfal y entró en una de las vías laterales. A mitad de la calle sintió una presencia a su espalda. Se giró deprisa y le pareció que una huidiza sombra se ocultaba tras una de las columnas del pórtico del templo de Baal Shamin. La noche caía sobre Palmira y las sombras de las estatuas de los próceres de la ciudad, encaramadas sobre los plintos elevados en las columnas, y las de las acroteras que remataban los extremos de los tejados se confundían entre ellas.
Instintivamente echó mano a la empuñadura de su espada y pensó que podría ser algún ladronzuelo pese a que desde que se había construido la muralla y se cerraban sus puertas al anochecer Palmira era una ciudad muy segura, la más segura del Imperio, o al menos eso sostenían sus magistrados.
Giorgios contuvo la respiración, aguzó el oído y creyó escuchar unos pasos tras él. Se volvió de nuevo y escudriñó con sus ojos las sombras de las estatuas, casi difuminadas en la oscuridad que ya había ganado la partida a la luz. No obstante, mantuvo la intuición de que alguien lo estaba siguiendo y apretó su mano sobre la empuñadura de su espada corta, que siempre portaba bajo la túnica aun cuando no estuviera vestido con su equipo militar, como era el caso. Concentró su vista y su oído y le pareció escuchar entre las columnas del pórtico del templo un ligero jadeo, como si alguien estuviera agazapado muy cerca.
Aceleró el paso y giró en ángulo recto entrando en una calle estrecha y sin porches. Si alguien lo seguía, allí quedaría al descubierto. Avanzó unos pasos por la calle, pegó su espalda a una pared y aguardó inmóvil unos instantes. Dos figuras aparecieron enseguida en la esquina, recortadas sus sombras en la negrura. Ahora tenía claro que lo estaban siguiendo y que no lo hacían precisamente con buenas intenciones. Con toda la rapidez de la práctica del soldado experimentado, Giorgios desenvainó su espada y se plantó en medio de la calle con las piernas ligeramente flexionadas, en guardia y con el manto de lana enrollado en su antebrazo izquierdo a manera de improvisado escudo, y desafió a sus dos perseguidores.
—Si buscáis alguna cosa de valor habéis equivocado la pieza; os recomiendo que os larguéis por donde habéis venido si es que estimáis en algo vuestras vidas.
Los dos malhechores, cuyos rasgos faciales Giorgios no podía identificar debido a la carencia de luz, vacilaron por un instante ante la determinación de su presa, pero uno de ellos desenvainó un machete y de un codazo animó a su colega a que hiciera lo propio. Un leve reflejo metálico apercibió a Giorgios de que aquellos tipos iban en serio. Dos contra uno era una desventaja demasiado grande, incluso para un avezado soldado como él y, además, desconocía cuál era el grado de habilidad con la espada de sus agresores, que parecían dispuestos a despacharlo allí mismo.
No tuvo miedo. Se había enfrentado decenas de veces a partidas de fieros bárbaros, había peleado cuerpo a cuerpo con enemigos poderosos y había logrado conservar la vida en situaciones harto complicadas. De sus combates daban fe varias cicatrices, la más rotunda de ellas, a la altura del hombro izquierdo, de casi un palmo de longitud. No, no se iba a amedrentar por dos inexpertos ladronzuelos en busca de una víctima que habrían supuesto desarmada e indefensa.
Alzó su brazo diestro y apuntó con su espada hacia los emboscados, moviendo la hoja de izquierda a derecha con un amenazante bamboleo, esperando el ataque simultáneo de sus dos adversarios.
El que parecía más decidido tomó la iniciativa y se abalanzó hacia él dibujando en el aire una sencilla estocada. A pesar de la oscuridad, el ateniense esquivó la acometida inclinándose hacia su izquierda a la vez que le devolvía el golpe, lanzando un certero tajo de arriba abajo con el que le abrió una profunda herida en el cuello, en la zona de la arteria carótida. El primero de los dos atacantes, alcanzado de lleno, chilló como un cerdo, soltó su espada y cayó al suelo de bruces. No estaba muerto, pues pateaba como un escarabajo boca arriba e intentaba sujetarse la cercenada garganta con ambas manos, tal vez consciente de que por aquella herida se le escapaba la vida a borbotones.
El segundo de los agresores, al percibir la fulminante caída de su compañero, dudó. Presa del miedo, cargó torpemente contra Giorgios, que se limitó a esquivarlo a la vez que le propinaba un golpe con la empuñadura de la espada a la altura de la sien, suficiente para derribarlo.
Sin dar tiempo a que se recuperaran, el general despachó de una certera estocada, ahora en el centro del pecho, al herido en el cuello. El golpe fue mortal, pues le alcanzó de lleno el corazón.
De inmediato se ocupó del que quedaba, que había logrado incorporarse pero que se tambaleaba como un borracho y, aturdido, se agarraba la cabeza con las manos. Un segundo golpe en la nuca lo condujo a un sueño profundo.
Cuando despertó, el superviviente estaba maniatado; frente a él, tras la llama de una lucerna, los generales Zabdas y Giorgios lo contemplaban.
—¿Quién eres, quién te envía? —El ateniense lo zarandeó por los hombros con insistencia.
—Déjalo, está muerto de miedo. Seguramente ni siquiera pueda hablar —supuso Zabdas—. Lo arrojaremos a una mazmorra hasta que recobre la memoria y esté en condiciones de responder a tus preguntas.
—Este malnacido pretendía matarme; si no me hubiera apercibido de su presencia, ahora yo estaría muerto en medio de la calle.
—Tal vez sea un simple ladronzuelo; tiene aspecto andrajoso, como un chacal hambriento.
Aquel tipo abría los ojos y boqueaba como un pez fuera del agua.
—Espera, creo que quiere decirnos algo.
—Dudo que pueda —comentó Zabdas al percibirse de un detalle—: le falta la lengua; es incapaz de hablar.
Giorgios lo cogió por la cabeza y le abrió la boca a la fuerza; en efecto, más de la mitad de su lengua había desaparecido.
—Maldita sea…
—Deja que esta noche duerma bajo custodia; mañana intentaremos sonsacarle qué pretendía —propuso Zabdas—. Quizá sepa escribir. Hemos revisado las ropas del que has liquidado y no hemos conseguido hallar ninguna pista. Lo dejaremos para mañana. Vete a dormir, y que te acompañe una escolta.
A la mañana siguiente el mudo atacante amaneció muerto en la mazmorra; entre sus manos había una ampollita de veneno. El carcelero supuso que la llevaba escondida entre sus ropas, pero Giorgios desconfió. Tenía la certeza de que los dos que lo habían atacado eran sicarios a las órdenes de Meonio. Carecía de pruebas para demostrarlo, pero estaba totalmente seguro de que sus sospechas eran ciertas.
A los pocos días de aquel incidente murió la madre de Zenobia. Desde la muerte de Zabaii, la egipcia se había mostrado como una mujer discreta y había vivido retirada en su lujosa casa, sumida en los recuerdos de su esposo. Su cuerpo fue lavado y embalsamado con natrón y en el lugar del corazón, que se le extrajo, se colocó un escarabajo labrado en piedra verde de Egipto, una joya que su esposo le había traído en uno de sus viajes a su país natal. Fue enterrada en el mausoleo familiar, junto a su esposo y a sus hijos varones muertos. Zenobia lloró en silencio.
Muchos miembros de su tribu árabe, la de los Amlaqi, se excusaron por no asistir al sepelio de la egipcia alegando argumentos peregrinos. En verdad, en su orgulloso clan nunca se había visto con buenos ojos que el caudillo de la tribu se casara con una esclava extranjera.
Antioco Aquiles, siempre acompañado de su inseparable Aquileo, le dijo que ahora era ella la dueña de la mitad del negocio y podía disponer de él como le placiera. Zenobia le propuso que siguiera administrando su parte como hasta ahora había hecho.
Todos los eslabones familiares que la ligaban al pasado se habían roto; Zenobia no tenía otro remedio que mirar hacia adelante, sólo hacia adelante.