Capítulo XVII

Palmira, primavera y verano de 266;

1019 de la fundación de Roma

Los comerciantes palmirenos se mostraban satisfechos. A pesar de los problemas bélicos en la región de Mesopotamia, las caravanas seguían fluyendo entre el este y el oeste y, con ellas, sus ingresos se habían incrementado de manera notable. Incluso algunas de las que solían dirigirse hacia Petra lo hacían ahora a Palmira. Los principales mercaderes de la ciudad, dueños de tiendas y caravanas, eran más ricos que el año anterior y sabían que el incremento de su fortuna se lo debían a Odenato.

El grupo de potentados que dirigía la corporación de mercaderes de la seda, una de las más influyentes, había reclamado de Odenato con insistencia que se revisaran los precios que se cobraban por los servicios que se prestaban a las caravanas que atravesaban el territorio de Palmira. Los precios inscritos en la estela de la Tarifa habían quedado desfasados y era necesario actualizarlos, pues hacía algún tiempo que las monedas que se acuñaban no contenían la misma cantidad de plata que antaño y por ello habían perdido buena parte de su valor.

En aquel monolito de casi diez codos de largo por tres y medio de alto, erigido hacía cien años, estaban grabadas en griego y en palmireno las leyes y las ordenanzas que regulaban el comercio y los precios de todos los productos y de los servicios que la ciudad prestaba. El fisco recaudaba dinero por cuanto se vendía o compraba en los mercados: esclavos, perfumes, sal, tintes, joyas, oro y plata. Todo tributaba, especialmente el agua, que se vendía a precios carísimos pero que resultaba imprescindible para atravesar el desierto y alcanzar el Eufrates hacia el este o las ciudades de Damasco y Emesa hacia el oeste.

Los magistrados de la ciudad le habían propuesto a Odenato que los nuevos precios se grabaran en unas placas de bronce y que estas se fijaran en la piedra mediante clavos, a fin de que pudieran modificarse con facilidad cada vez que se alteraran las tasas que debían abonar por los productos o los servicios indicados en ellas.

Hasta las prostitutas pagaban unas tasas señaladas en la Tarifa; cada una de las mujeres que ejercía este oficio en los afamados burdeles de Palmira, que solían estar muy concurridos, abonaba la mitad de lo que recaudaba al día por vender su cuerpo. Un grupo especial de agentes se encargaba de recaudar este impuesto, aunque a menudo permitían que las prostitutas declararan menos ingresos de los reales y se quedaran con un mayor porcentaje de lo recaudado a cambio de algunos favores sexuales o de una comisión. Odenato, que sabía que estas corruptelas ocurrían, había pensado en alguna ocasión que fueran eunucos quienes recaudaran ese impuesto, por estar inmunes a la seducción de las prostitutas, pero lo desechó porque los emasculados se mostraban mucho más ávidos de dinero que los hombres corruptos a cambio de sexo.

Una caravana compuesta por más de mil dromedarios acababa de llegar a la ciudad. Pronto se corrió la voz y se dijo que aquellos mercaderes, entre los que había varios procedentes de la India, la tierra a cuyas puertas se había detenido Alejandro el Grande en su prodigiosa marcha para la conquista de Asia, traían cajas repletas de fabulosas joyas jamás vistas: brazaletes en los que había engastados rubíes del tamaño de garbanzos, pendientes con preciosas esmeraldas talladas con una perfección extraordinaria, anillos con brillantes y diamantes engarzados, collares de perlas blancas y negras…, además de rollos de seda tejidos por manos primorosas en los talleres de la lejana China, en los que se bordaban elegantes flores rojas, azules y amarillas y pájaros de plumajes tornasolados tan brillantes que hacían palidecer la mismísima luz del sol.

Zenobia decidió acudir al mercado y comprobar por sí misma las maravillas que le habían contado algunas de las esclavas de servicio en palacio.

Escoltada por varios guardias y rodeada por seis eunucos, decidió salir en un palanquín que portaron seis robustos jóvenes. Dos guardias armados con varas flexibles y largas iban a la cabeza del cortejo apartando a varazos si era necesario a los curiosos que se acercaban demasiado para admirar o intentar saludar a su soberana.

Zenobia no se había dado cuenta, pero Meonio la seguía desde una prudente distancia, calibrando todos sus movimientos, observando cada uno de sus pasos. Meonio odiaba a Odenato y cuanto el gobernador de Palmira significaba, y soñaba con sucederle algún día en el gobierno de la ciudad, puesto al que se sentía con derecho por su linaje. Por un momento pensó que haciéndole daño a Zenobia se lo haría a Odenato, pero no encontró la manera de burlar la guardia de la señora de Palmira.

Algunas de las más afamadas prostitutas de Palmira, cuyos burdeles eran tan concurridos como los de Alejandría, también habían acudido al mercado. Las meretrices más solicitadas ganaban dinero suficiente como para poder comprarse ricas joyas, con las que se engalanaban cuando eran visitadas por sus potentados clientes. En Palmira, todas las mujeres se adornaban con joyas, incluso las de condición más humilde, pues era creencia habitual considerar que las perlas, los rubíes, las esmeraldas o los brillantes no sólo hacían más hermosa a la mujer que los lucía sino que, además, cada piedra preciosa estaba dotada de una carga de energía que transmitía sus beneficios a la mujer que la portaba y al hombre que la poseía.

En cuanto se apercibieron de la llegada de la reina, los asombrados mercaderes se arremolinaron a su alrededor para ofrecerle sus mejores joyas en espera de conseguir un buen negocio. Unos mostraban la verde malaquita de las minas del centro de Asia, de tonos tan variados e intensos como las hojas de las palmeras tras una lluvia de finales del invierno; otros lo hacían con piedras de sardónice rojizo de las montañas del techo del mundo, casi translúcido de tan puro; otros enseñaban en sus manos diamantes de la India, tallados por los mejores artesanos de ese lejano país; algunos decían poseer las más bellas joyas de pederote, la piedra de color rojo púrpura que se identificaba con el poder del emperador, o perlas del mar del sur, algunas tan grandes como huevos de codorniz.

—¡Mi señora! —gritó un perfumero persa al que Zenobia solía comprar exquisitas esencias—, acabo de recibir una partida de la más pura mirrita; si se calienta en un brasero exhala la embriagadora y aromática fragancia del nardo. ¿Quieres comprobarlo por ti misma?

Zenobia se volvió hacia el insolente y lo miró con la firmeza de sus ojos de tigresa. El persa se acongojó y no pudo sostener la mirada de su reina.

—¿Es eso cierto?

—Claro… —balbució el mercader un tanto amedrentado—. Aquí está la prueba, mi señora.

El comerciante agitó una lamparita donde se consumían unos pedacitos de mirrita, de los que emanaba un humo blanquecino, denso y dulzón que perfumaba el ambiente de un aroma similar al de la esencia del narciso.

—¿Cuánto cuesta?

—Treinta piezas grandes de plata por este saquillo, mi señora, pero con esa cantidad podrás mantener perfumado un gran salón durante cuarenta días al menos.

Zenobia ni siquiera se molestó en establecer un regateo e hizo una señal a uno de los eunucos que la acompañaban. Este entregó al persa las treinta monedas de plata a cambio del saquillo de mirrita.

—Has hecho una compra extraordinaria, mi señora, seguro que querrás más en cuanto lo pruebes —dijo el persa inclinándose con tal servilismo ante la reina que parecía a punto de partirse en dos por la cintura.

—¡Alejaos de aquí, rameras! —conminó de pronto uno de los guardias, amenazando con su larga vara de madera a tres prostitutas que se habían acercado demasiado a Zenobia.

—¡Déjalas! —ordenó la reina—. ¿Qué deseáis?

—Señora, los magistrados nos abruman con los impuestos —gritó una de ellas.

—Acercaos.

Las tres prostitutas, perfectamente identificables por sus rostros pintados con coloretes rojos muy intensos y por sus túnicas escotadas que dejaban entrever buena parte de sus pechos, se acercaron hasta Zenobia abriéndose paso entre los recelosos emasculados que formaban un cordón humano alrededor de la señora de las palmeras, dentro de otro integrado por los fornidos soldados del cuerpo de guardia de palacio.

—¿Cuál es vuestra queja? —les preguntó.

Una de ellas, bajita y gordezuela, de rostro redondo, carrillos abultados, boca de ciruela y labios regordetes entre los que asomaban unos dientes pequeños y separados entre sí, de negro pelo lacio y diminutos ojos oscuros, cuya pequeñez e insignificancia intentaba disimular pintándose todo el párpado con kohl, tomó la palabra:

—Señora, las prostitutas de Tadmor estamos obligadas a abonar en tributos la mitad de cuanto nos pagan nuestros clientes: un denario por cada dos denarios que cobramos, un as por cada dos ases; estimamos que es demasiado. Nadie contribuye con semejante porcentaje de sus impuestos.

En efecto, en la plaza de la Tarifa la novena ordenanza municipal aprobada por los magistrados de Palmira y ratificada por el cónsul Odenato imponía a las meretrices el impuesto del cincuenta por ciento de todo cuanto recaudaban por sus servicios; ese porcentaje era el mismo que impusiera a los burdeles de todo el Imperio el emperador Calígula hacía de ello más de doscientos años.

—Eso no es del todo cierto; algunos comerciantes cotizan hasta el setenta y cinco por ciento de sus beneficios netos —rebatió Zenobia.

—Sí, pero nosotras debemos pagar además a nuestros protectores y los gastos de las fondas donde recibimos a nuestros clientes, y no siempre logramos que abonen nuestros servicios.

—Hablaré con mi esposo y le expondré vuestra queja.

—Os lo agradeceremos, mi señora. Lo justo sería volver a los viejos tiempos en los que nuestras antecesoras en este oficio pagaban el equivalente a un servicio por cada día.

—¿Y cuántos servicios diarios soléis prestar? —demandó Zenobia.

—Las que más trabajan, alrededor de diez; las que menos a veces no llegan ni siquiera a uno.

—En ese caso, lo que me propones me parece injusto —alegó Zenobia ante la morena bajita y regordeta que se había erigido en portavoz de las prostitutas.

—Pero, señora… —La meretriz alzó sus brazos mostrando sus dedos, como salchichitas, repletos de anillos, y sus gruesas muñecas cubiertas de brazaletes de plata.

—Lo justo es cotizar un porcentaje de cuanto se ingresa, de manera que la que más gane de vosotras, más pague. Si sólo se abona por el primer servicio, las más ricas de las hetairas pagarán menos que las más pobres.

—Agradeceremos cuanto hagas por nosotras, señora.

—Mediaré ante mi esposo y ante el senado de la ciudad y propondré que se disminuya el porcentaje que ahora os imponen, pero os aseguro que Palmira necesita de todos los recursos que pueda recaudar, y no resultará nada fácil reducir los tributos.

Meonio había asistido a cierta distancia al encuentro de Zenobia con las prostitutas; iba acompañado de dos acólitos a los que comentó:

—La esposa de mi primo parece encontrarse a gusto con las putas de Palmira; una mujer digna jamás se relacionaría con esa escoria.

Y escupió al suelo, pese a que era uno de los principales clientes del mejor y más caro de los burdeles de la ciudad, en el que solía dejarse mucho dinero un par de veces a la semana.

Durante el verano, Odenato envió algunas patrullas a vigilar los caminos de Mesopotamia. Sapor I había recibido una lección, sin embargo el soberano persa, pese a que su edad era avanzada, continuaba siendo un peligro. Había sido derrotado a las mismas puertas de Ctesifonte, pero su ejército mantenía una notable capacidad operativa y en cualquier momento podía organizar un contraataque contra Palmira para resarcirse de los daños ocasionados.

Zabdas y Giorgios salieron en varias ocasiones al frente de alguna de aquellas patrullas y comprobaron que los persas no estaban preparando ninguna ofensiva. Las caravanas fluían con seguridad a través de Palmira y, a pesar de las permanentes hostilidades entre el mundo romano y el persa, ambos consentían que sus mercaderes mantuvieran abiertas las rutas y continuaran intercambiando productos, pues los impuestos que abonaban eran imprescindibles para mantener la riqueza de las ciudades de ambos imperios.

Los sagaces mercaderes de Palmira se habían extendido por todo el mundo. Algunos de ellos habían llevado sus productos hasta el extremo occidental del Imperio romano. Los legionarios y sus esposas eran abastecidos de lujosos productos orientales por comerciantes palmirenos incluso en los campamentos ubicados en el limes norte de Britania. Todavía se recordaba en Palmira a Barates, quien había establecido una delegación en las afueras de un campamento llamado Luguvalium, situado muy cerca de la muralla de Adriano; hasta allí acudían las esposas de los oficiales de la VI Legión Victrix, acantonada en la ciudad de Eboracum, para hacer sus compras de productos orientales de lujo. En los últimos tiempos el comercio con occidente había decaído de modo muy notable ante la carencia de recursos y el empobrecimiento de esa zona del Imperio, y los viajes a aquel extremo del mismo habían quedado interrumpidos.

Por el contrario, los palmirenos seguían recorriendo las rutas hacia las cálidas costas del océano del sur, por las que el comercio fluía con intensidad. Las caravanas de camellos que atravesaban el desierto sirio y que recalaban en Palmira continuaban hacia el este, hasta el Eufrates; en Dura Europos o en algunos de los otros puertos fluviales del curso del gran río se embarcaban las mercancías en balsas y barcas y se trasladaban aguas abajo hasta una ciudad persa llamada Spasinu Charax, donde confluían los dos grandes ríos de Mesopotamia, el Tigris y el Eufrates, poco antes de desembocar juntos en el océano a través del gran golfo de Persia. Desde allí, embarcaciones más sólidas recorrían el litoral del sur de Asia hasta alcanzar la India, en cuyas ciudades costeras también se habían establecido nuevas delegaciones de comerciantes palmirenos.

A comienzos del verano, aprovechando los vientos dominantes que soplaban constantes hacia el este durante varias semanas, la flota mercante salía al mar abierto y navegaba hacia la India, cargada con ánforas de vino de Siria y de Grecia, con vasijas de vidrio y corazas y dagas de Damasco y Antioquía, con barras de plomo, hierro y plata de Anatolia, monedas de oro y de plata acuñadas en Roma, paños de suave lana de Cilicia y Capadocia y de lino de Alejandría, papiros de Egipto e incienso de la Arabia Feliz. Tardaban unos cuatro meses en llegar hasta las costas hindúes, navegando siempre de cabotaje, con la costa del sur de Asia permanentemente a la vista. Esa misma flota regresaba a comienzos del invierno, empujada ahora por los vientos húmedos que soplaban del este, con sus bodegas repletas de perfumes, especias, piedras preciosas, perlas, marfil y seda.

En Palmira, Giorgios no había dejado de recelar ni un solo día de Meonio.

—El primo de Odenato siempre está merodeando como un inoportuno moscardón —le comentó a Zabdas.

—Es un miembro destacado del linaje de nuestro señor.

—Su mirada es la de un ave carroñera y su actitud la de un chacal rastrero.

—No deberías hablar así de un miembro de la familia real. Tal vez algún día tengas que servir a sus órdenes. No olvides que, por su parentesco, puede ser elegido sucesor de Odenato.

—El príncipe ya tiene sucesor, su hijo Hairam, y si falleciera, todavía quedarían los tres hijos de Zenobia.

—Sí, pero Hairam podría morir y sus otros tres hijos son demasiado pequeños.

Barbilampiño, acostumbrado por su linaje y posición a recibir halagos y lisonjas, Meonio había permanecido a la sombra de su poderoso primo, pero no era de los que se resignaban a permanecer siempre en un segundo plano.

—Ese patituerto…

—¿Cómo lo has llamado? —sonrió Zabdas.

—Patituerto; es un insulto que usan los legionarios de los campamentos del Danubio para definir a quien no camina recto; también lo empleamos para definir a los que no son de fiar. Ese patituerto —continuó Giorgios— adula en público hasta el servilismo más cobarde a su primo, pero estoy seguro de que lo odia en lo más profundo de su corazón. Ese tipo es taimado y astuto, pero no creo que su cabeza esté dándole vueltas a cómo liquidar a Odenato para hacerse con el poder en Palmira. No es idiota, y sabe que no tendría la menor posibilidad de triunfo si encabezara una revuelta contra su primo, porque, aunque lograra eliminarlo, Odenato concita el afecto de la inmensa mayoría de los palmirenos y goza de la absoluta lealtad del ejército y de todos sus oficiales.

—Tal vez, amigo, pero creo que no renunciará a lograr, mediante alguna treta, la desaparición del dux de Oriente. Sería la única manera para hacerse con el trono de Palmira —supuso Zabdas—. Si consiguiera eliminar a Odenato, todavía quedaría Hairam, y los otros tres hijos pequeños, y la propia Zenobia. Para hacerse con el poder en Palmira tendría que eliminar a toda la familia real, y eso le resultaría muy difícil.

—Sí, el heredero es un escollo en sus planes, pero el joven príncipe Hairam es inexperto y vulnerable porque se siente demasiado atraído por el lujo y las mujeres. Creo que Meonio está convencido de que una vez desaparecido Odenato, Hairam no sería enemigo para él. Los tres hijos de Odenato y Zenobia tampoco resultarían mayor problema, pues dada su corta edad los podría neutralizar sin dificultades. El principal escollo para sus planes es Zenobia. Meonio está convencido de que si lograra eliminar a Odenato, su joven esposa lucharía con todas sus fuerzas para conseguir asentar los derechos de sus hijos al trono de Palmira, por encima del propio Hairam, y eso enfrentaría a los hijos de Odenato entre sí, lo cual significaría una oportunidad para Meonio.

—Me parece que cuanto imaginas son fabulaciones tuyas, pero permaneceré atento a lo que haga Meonio. Y en cuanto a Zenobia, no te preocupes demasiado por ella, sabe defenderse sola.

Zenobia. Aquella hermosa mujer atraía a Meonio, y en alguna ocasión había intentado acercarse a ella para ganarse su confianza, pero desde el primer momento ella lo había rechazado, pues a la señora de las palmeras le repugnaba la actitud de chacal ruin y ventajista al acecho de una confiada presa y lo consideraba un peligro, a pesar de que su esposo favorecía a su primo con cargos importantes y lo mantenía a su lado en la corte palaciega.