Capítulo XVI

Montañas al norte de Palmira, finales de otoño de 265;

1018 de la fundación de Roma

Zenobia le había pedido a su esposo que organizara una partida de caza en las montañas del norte. Aquel año estaba siendo inusualmente húmedo; a principios del otoño habían caído algunas lluvias, una rareza en esas fechas en el desierto de Palmira, y había una cierta abundancia de pastos frescos, reverdecidos tras los rigores del estío, lo que atraería a gacelas y antílopes y, por tanto, a algunos leones, osos y leopardos.

Odenato también tenía ganas de cazar. Había pasado el verano en Palmira ocupándose de tediosos asuntos burocráticos, de complejas reformas urbanísticas y de pesadas e interminables negociaciones con los mercaderes sobre la subida de los impuestos y las nuevas tasas que publicar en la estela de la plaza de la Tarifa. Necesitaba algo de acción y ejercitar de nuevo los músculos con el manejo de la lanza y el arco, pues tramaba un nuevo ataque contra los dominios de Sapor I.

Ahora que era dueño de Oriente podría reunir cinco o tal vez seis legiones para lanzar la ofensiva definitiva contra el reino de los sasánidas y conquistar al fin Ctesifonte. Se había jurado a sí mismo que algún día sus caballos mojarían sus pezuñas en las aguas de las doradas playas de la desembocadura del Tigris y del Eufrates, en el gran golfo del mar al sur de Mesopotamia.

Para ello había planeado formar un poderoso cuerpo de ejército con los legionarios veteranos de la III Legión Gálica, acantonada en Emesa y Rafaneas, entre cuyos oficiales todavía perduraban ávidos deseos de venganza tras las derrotas que les infligieran los sasánidas siete años atrás, además de la III Cirenaica, con base en Bosra, la II Trajana, destinada en Egipto, y tal vez las I y III Parthicas. Para hacerse con el control de esas tropas tuvo que liquidar a un general, de nombre Ballista, que había planeado proclamarse emperador en Emesa.

Con todo ello, más los efectivos de Palmira, se podían configurar seis legiones a las que se añadirían como auxiliares cuantos mercenarios pudiera reunir en las provincias de Siria, Armenia y Capadocia y en las tribus beduinas de los desiertos de Siria y Arabia. Y, además, los regimientos de catafractas dirigidos por Giorgios, una fuerza de choque que en igualdad de efectivos se había mostrado invencible, y los de arqueros, tanto a pie como a caballo, considerados los más certeros del mundo.

Pero ahora llegaba el momento de disfrutar de la caza y del aire libre y olvidar por unos días las preocupaciones de gobierno.

La partida de caza se organizó como una verdadera campaña militar. Zenobia había insistido en que los acompañaran sus tres hijos menores: Hereniano, de cuatro años, Timolao, de casi tres, y Vabalato, que acababa de cumplir año y medio y ya era capaz de caminar por sí solo. A Zenobia no le gustaba separarse del pequeño y Odenato cedió a la petición de su esposa a pesar de que la presencia de los tres niños podría molestar en la cacería.

Para evitar cualquier contratiempo, Odenato dejó la defensa de Palmira a cargo del general Zabdas y de su heredero Hairam, quien protestó cuando supo que no iba a participar en la cacería pero acabó conformándose cuando su padre alegó que la responsabilidad que le otorgaba era mucha, pues por primera vez tendría la oportunidad de gobernar Palmira en su ausencia aunque, eso sí, bajo el consejo de Longino y la mirada atenta de Zabdas, que siempre tendría la última palabra. Meonio quedó como segundo de Zabdas, lo que le causó un profundo malestar que apenas pudo disimular.

Cien soldados fueron seleccionados para escoltar a los príncipes en su cacería; el escuadrón sería mandado por el general Giorgios, quien llevó consigo a Kitot.

Instalaron el campamento al pie de las montañas, a unas treinta millas al norte de Palmira, junto a un pozo que a finales de aquel otoño disponía de agua suficiente gracias a las inhabituales lluvias caídas seis semanas antes. El inmenso y lujoso pabellón de Odenato y Zenobia, el mismo que habían capturado a Sapor en Mesopotamia y al que sólo habían cambiado los emblemas reales persas por los palmirenos, se desplegó en el centro del campamento, rodeado de las demás tiendas.

El griego fue invitado a cenar a la mesa de Odenato, a cuya derecha estaba Zenobia. Durante la larga jornada de viaje desde Palmira hasta las estribaciones de las montañas, Giorgios había escoltado a la reina, pero apenas la había visto porque en esta ocasión viajaba en un enorme carro cubierto con un grueso toldo de fieltro donde también lo hacían sus tres hijos, varios esclavos castrados del palacio y algunas esclavas de su servicio personal.

La cercanía de aquella mujer seguía inquietándolo. Siempre que podía procuraba acercarse a ella, pero no disponía de demasiadas ocasiones para hacerlo. En las audiencias oficiales, a las que asistía como general del ejército, tenía que estar pendiente de la seguridad de la corte y no podía hacer otra cosa que admirar su belleza, siempre vestida con las mejores sedas y engalanada con las más lujosas joyas para impresionar a los embajadores. En algunas ocasiones la había escoltado por las calles de Palmira, cuando salía de palacio a visitar las tiendas de los mercaderes, a celebrar alguna ceremonia en alguno de los templos de la ciudad o a entrevistarse con algunas de sus amigas.

Muchas veces lo asaltó la tentación de cogerla en sus brazos y de besarla, pero aquello hubiera significado su muerte, pues aunque Zabdas le había dicho en una ocasión que Zenobia lo miraba con cierta atención, él no percibía en los ojos de aquella hermosa mujer sino indiferencia.

En ciertos momentos, cuando se encontraba muy cerca de ella, podía aspirar su delicada y embriagadora fragancia, una exquisita mezcla de áloe, esencia de narciso, algalia, aceite de mirra y almizcle que al contacto con su piel desprendía un aroma especial e inconfundible de una atracción y una sensualidad extraordinarias.

Poco antes de acabar la cena, Odenato se encontró indispuesto. Había comido en abundancia y había bebido agua demasiado fría. Sintió su estómago revuelto y se retiró a descansar.

Al incorporarse su señor, Giorgios hizo ademán de marcharse también, pero Odenato le indicó que podía quedarse en la tienda hasta finalizar la cena.

El griego y Zenobia permanecieron solos y en silencio un buen rato. Un esclavo castrado acababa de servir pasteles de pistachos y miel y vino dulce de malvasía.

La señora de Palmira apuró su copa de un trago y extendió el brazo para que el esclavo volviera a llenarla. Giorgios hizo lo propio.

—¿Te apetece que salgamos fuera, general? La noche luce en todo su esplendor y quiero respirar aire fresco.

—Estoy a tu servicio, mi señora.

En el exterior de la enorme tienda, dos pebeteros alimentados con leña impregnada de betún iluminaban la entrada. El relente de la noche les provocó una sensación fría. Sobre sus cabezas titilaban como puntas de agujas brillantes las cinco estrellas de la constelación del Auriga; a su izquierda Géminis, con las luminosas Cástor y Pólux, que representaban a los dos gemelos mitológicos, y a su derecha la de Perseo; sobre el horizonte del sur lucían las estrellas de Orión, la más radiante de las constelaciones del firmamento, con sus dos mayores estrellas, una roja y otra blanca en los extremos, y las tres hermanas alineadas en su cinturón, y más al sur todavía Sirio, hermosa y brillante como un diamante hindú.

—¿Crees que son dioses? —le preguntó Zenobia mientras se arrebujaba en su manto de lana y contemplaba la bóveda celestial estrellada.

—Yo sólo creo en Mitra.

—El dios de los soldados. Es curioso: luchas contra los persas y crees en un dios de origen persa.

—Creo en el dios que me protege.

—Yo también creo en el dios Sol. Como señora de Palmira tengo que rendir culto a todos los dioses que se veneran en mi ciudad, pero hay algo en mi interior que me dice que existe un único dios y que ese dios es el Sol, o que es en ese astro donde se manifiesta. Él nos da la existencia, por él florecen los frutos y granan las cosechas. Su calor y su luz es la fuente de la vida. Sin el sol, no existiría la vida.

—Los atenienses creen en muchos dioses y los ubican en la cima del Olimpo, la montaña sagrada que se eleva majestuosa en el norte de Grecia.

Zenobia se acercó a Giorgios y le cogió la mano. El general miró a su alrededor preocupado por si alguien podía verlos; un simple gesto como aquel bastaría para condenarlo a muerte. Estaban solos bajo las estrellas.

—Háblame de Atenas —dijo ella.

—Es una ciudad que atrapa como ninguna otra.

La mano de Zenobia era cual tantas veces la había recordado, suave como la seda y, pese al frío de la noche, estaba cálida.

—Así debe de ser, porque Longino, que no es ateniense pero que vivió allí algunos años, la añora.

Giorgios no pudo contenerse; abrazó a Zenobia por la cintura y la apretó contra su cuerpo. El perfume de la señora de Palmira penetró por su nariz y la inundó de un aroma embriagador.

—Mi corazón me empuja a besarte, mi señora, pero mi cabeza me ordena que no lo haga.

Los labios de los dos estaban muy juntos, apenas mediaba la distancia de un dedo. Pese a su iris negro, los ojos de Zenobia brillaban como la más fulgurante de las estrellas.

—¿Y qué puede más, ateniense, tu corazón o tu cabeza? —le preguntó.

—Perteneces a otro hombre, al que además admiro y a cuyas órdenes sirvo. No puedo traicionar a Odenato. Soy un soldado y me debo a mi señor.

Un inconfundible rugido llamó su atención; en el silencio de la noche un león reclamaba el dominio sobre su territorio.

Instantes después apareció Kitot; en su mano portaba su maza.

—¿Has oído eso, mi general? —preguntó.

—Ha sido un rugido muy poderoso.

—Ese león se encuentra a menos de una milla de nosotros.

—Ordena a los soldados que refuercen la guardia y que mantengan los fuegos encendidos y los ojos y los oídos bien abiertos.

Giorgios se había alejado un par de pasos de Zenobia, a la que Kitot saludó inclinando su cuerpo hacia adelante.

Al amanecer, Kitot se levantó temprano para ofrecer un sacrificio al Sol. El gigante no creía en ninguno de los dioses del panteón griego y latino, ni en las misteriosas deidades orientales, ni siquiera en Mitra, el dios de los soldados. En su etapa de gladiador solía ofrecer un tributo a la diosa Victoria antes de salir a la arena para entablar un combate, pero lo hacía de manera mimética, como un gesto ritual repetitivo porque lo había visto hacer a sus compañeros gladiadores como una ayuda para luchar por su vida.

En su tribu de las montañas de Armenia se adoraba al fuego, y él había cumplido desde niño un rito que consistía en derramar unas gotas de leche cada amanecer para pedir a los espíritus del fuego que le fueran propicios durante toda la jornada. Recobrada su libertad, solía hacerlo de nuevo, tal vez porque así recordaba sus años de niño o porque rememoraba los tiempos en los que fue libre.

Zenobia apareció en la puerta de su pabellón poco después de la salida del sol y tras ella lo hizo Odenato, ya recuperado de su malestar tras varias horas de sueño reparador.

—Anoche oímos el rugido de un león hacia el norte, tal vez a una milla de distancia. He enviado una partida de seis hombres para ver si pueden dar con su rastro —informó Giorgios.

—Iremos por él. Probablemente estuviera de caza, como nosotros. Si regresamos a Palmira con un león como trofeo, se considerará un buen augurio y eso animará a los nuestros —dijo Odenato.

—Yo iré con vosotros —intervino Zenobia.

—¿Dejarás solos a nuestros hijos? —le preguntó Odenato, extrañado porque desde que naciera Vabalato, Zenobia no solía separarse de él por ninguna causa.

—Los cuidará Kitot.

El armenio frunció el gesto. A él lo que le apetecía era salir en pos del león y no quedarse en el campamento de niñera de unos mocosos.

Giorgios, al darse cuenta del gesto de contrariedad de su ayudante, terció ante Odenato procurando no contrariar a Zenobia.

—Necesitamos a Kitot en la cacería, mi señor; su fuerza es muy importante. Y también su experiencia, pues en su etapa de gladiador combatió en la arena con fieras y es obvio que siempre resultó victorioso.

—¿Luchaste contra leones? —le preguntó Odenato.

—En una ocasión, en Tarraco, la capital de una provincia de Hispania. En su anfiteatro nos enfrentamos seis gladiadores a tres leones.

—Está claro que tú resultaste vencedor, pero ¿qué fue de tus compañeros?

—Dos cayeron en las garras de las fieras, los demás conseguimos vencer.

Odenato miró a Zenobia y esta consintió en que Kitot los acompañara.

—De acuerdo; entonces que se queden sesenta hombres en el campamento. Los demás iremos a por esa fiera.

Los oteadores localizaron la pista del león a unas dos millas al noreste del campamento. Comprobadas sus huellas, parecía tratarse de un enorme macho solitario, tal vez en busca de alguna hembra con la que aparearse o de un bocado fácil que echarse al coleto.

Siguieron su rastro durante toda la jornada hasta que atisbaron a la fiera cuando atravesaba una vaguada entre dos colinas cubiertas de algunos matorrales espinosos.

Como habían supuesto, se trataba de un gran macho solitario; pero al observarlo más de cerca parecía cansino, tenía algunas heridas abiertas por las que sangraba y cojeaba ostensiblemente de una de sus patas.

—Ese león está herido de muerte —observó Odenato—. Se trata de un viejo macho derrotado. Imagino que sus heridas han sido provocadas por un macho más joven y fuerte que lo ha retado y lo ha desplazado de su puesto al frente de su manada. Ha perdido sus hembras y sus cachorros. Los rugidos que emitía anoche eran de dolor y de derrota.

—¿Vamos por él? —pregunto Kitot.

—No —ordenó tajante—. Cazar a ese viejo león carece de mérito alguno. Ha sido derrotado y ya no aguarda otra cosa que una muerte inmediata. Dejémosle que muera tranquilo. Iremos hacia el oeste; en esta época del año suelen abundar por allí las gacelas, y los leones y los leopardos van siempre tras ellas.

Tal como ordenó Odenato, la partida de cazadores, con Zenobia como uno más entre ellos, se dirigió hacia unas colinas pardas con las laderas surcadas de barrancos en cuyo fondo, pese a que estaba a punto de comenzar el invierno, habían brotado algunas hierbas verdes que atraían a grupos de gacelas y antílopes del desierto.

Zenobia preparó su arco y estiró de la cuerda con fuerza para probar la tensión. Kitot se quedó pasmado cuando comprobó con qué facilidad lo tensaba.

—No te extrañes; el primer regalo que se le hace a cada palmireno es un arco. Todos los niños lo saben utilizar con enorme maestría, pero esa mujer lo maneja mucho mejor que la mayoría de los hombres que conozco —le explicó Giorgios.

—Si parece tan frágil…

—Pese a las apariencias es fuerte como una leona y flexible como una pantera.

Y así era. Zenobia manejaba el arco con una precisión extraordinaria. Algunas gacelas dieron buena prueba de ello, pues fue ella la que alcanzó a un par de las varias que abatieron.

No pudieron capturar a ningún león ni a ninguna bestia peligrosa; ni siquiera a un lobo cuyo aullido habían escuchado alguna noche no muy lejos del campamento. Odenato les recordó que durante varios siglos habían sido perseguidas por los cazadores romanos para capturarlas y llevarlas a los circos de Roma y de otras grandes ciudades del Imperio. Las otrora abundantes manadas de leones, o los leopardos, o incluso los osos, habían decrecido hasta casi desaparecer, y cada año era más difícil encontrarse con una de aquellas feroces bestias, que, además, huían despavoridas en cuanto descubrían en el aire el olor de los humanos.

Regresaron a Palmira un par de días antes de que se festejara el día más corto del año, en el que se celebraba el nacimiento del Sol, que comenzaba su ciclo anual, y el inicio del invierno. Ese mismo día, veintiún años antes, había nacido Zenobia.