Palmira, fines de primavera de 265;
1018 de la fundación de Roma
El ejército estaba listo. Veinte mil hombres bien equipados y convenientemente entrenados aguardaban la orden de partir hacia Mesopotamia.
Zenobia no participó en esta ocasión en la campaña pues prefirió quedarse en Palmira con su hijito Vabalato, del que apenas se separaba un instante.
Enterado Sapor de la nueva oleada que se avecinaba sobre su reino, convocó a todos sus aliados para la defensa y se parapetó tras las murallas y los fosos de Ctesifonte. Además, promulgó un edicto por el cual invitaba a todos los judíos que así quisieran a instalarse en su territorio, ofreciéndoles grandes facilidades y eximiendo de algunas tasas a los comerciantes hebreos que decidieran acudir al reino sasánida.
Los palmirenos avanzaron por el curso del Eufrates como un vendaval, arrasando a cuantos destacamentos persas les salieron al encuentro. Kitot destacó en todos los combates; armado con una enorme maza de hierro con afiladas cuchillas en la punta, sus acometidas resultaban demoledoras y él solo era capaz de abrir una brecha en las cerradas formaciones de la infantería sasánida utilizándola a modo de molinete. Sus siete pies de altura y su fuerza descomunal le permitían cubrirse con un casco de hierro y una armadura del tal grosor que a cualquier otro hombre le hubiera impedido siquiera andar, de modo que cuando era alcanzado por algún golpe de espada, de lanza o por una flecha no sufría el menor daño.
Hairam cabalgaba junto a Giorgios y Kitot. El joven heredero de Palmira se sentía importante entre aquellos dos formidables soldados y procuraba no separarse un momento de ellos.
—Esta vez entraremos en Ctesifonte, en el palacio de Sapor comeremos sus manjares, dormiremos con sus esposas en sus lechos de seda, beberemos los mejores vinos de sus almacenes y cantaremos canciones de victoria a la sombra de sus estatuas, que luego adornarán nuestras tiendas y nuestras casas —dijo ufano el joven.
—Sólo somos dos legiones —alegó Giorgios—. El emperador Valeriano puso en marcha hasta siete, con tropas seleccionadas entre las mejores del Imperio, y fracasó. Jamás podremos conquistar un imperio tan extenso y poblado como el persa.
—¿Dos legiones?
—Según la organización del ejército romano, así es. Una legión la componen unos cinco mil legionarios de a pie, divididos según su experiencia en príncipes, hastatos y triarios, organizados a su vez en cohortes, manípulos y centurias, dirigidos por centuriones y decuriones, más un escuadrón de caballería de ciento veinte a trescientos jinetes. Esas tropas constituyen el cuerpo principal de una legión, pero además hay que añadir las tropas auxiliares y los vélites, la infantería ligera, con lo que casi se duplica el número de soldados.
—¿Y de cuántas legiones dispone el Imperio romano? —preguntó Hairam.
—Antes de que estallara la anarquía militar y se generalizaran los pronunciamientos y sublevaciones de generales que aspiran a ser emperadores, Roma mantenía en activo treinta y dos legiones; pero ahora tal vez sean algunas menos.
—¡Treinta y dos! ¡Eso son más de trescientos mil hombres! —exclamó asombrado Hairam tras hacer un rápido cálculo mental; era obvio que había aprovechado las clases de matemáticas de los maestros griegos que enseñaban en Palmira, donde todos los niños solían aprender a contar números y a relacionarlos con facilidad, pues en una ciudad de mercaderes que vivía de la compra y la venta era imprescindible manejarse bien y deprisa con las cifras—. Con todo ese ejército, el reino de los sasánidas duraría un instante.
—Pero Roma no puede distraer a todos sus efectivos para concentrarlos en una sola campaña militar en este extremo oriental de sus dominios; necesita guarnecer sus fronteras de manera permanente en el limes que se extiende durante miles y miles de millas hacia todas las direcciones. Todas esas legiones defienden el Imperio desde Britania a Mesopotamia y desde Arabia al océano de los atlantes y si desaparecieran de sus cuarteles los bárbaros entrarían como la marea alta en la playa.
—Roma se creó para la guerra —intervino Kitot—, y será la guerra la que acabe con Roma. Así es como los romanos entienden el mundo y nunca cambiarán hasta que resulten eliminados por completo o sean ellos quienes sometan a todos los demás. La guerra ha hecho ricos a muchos de sus ciudadanos y gracias a ella simples soldados han logrado ascender hasta el centuriado, lo que les ha permitido ingresar en el orden ecuestre y convertirse en nobles y ricos ciudadanos. En el ejército, hasta el más modesto legionario de la más lejana de las provincias puede alcanzar la púrpura imperial si demuestra tener energía, dotes de mando, mucha suerte… y pocos escrúpulos.
—Sabes mucho del ejército para haber sido gladiador —comentó Giorgios.
—Durante los años en que luché en los anfiteatros de Italia y de Hispania aprendí muchas cosas. Serví cuatro años en la escuela de gladiadores de Marco Tulio Vinicio, un senador riquísimo pero tan cobarde que nunca formó parte del ejército, aunque se le llenaba la boca cuando destacaba su importancia. Algunas veces venía a cenar con sus gladiadores y hablaba y hablaba sin parar de la grandeza de Roma, de las formidables conquistas de los emperadores más notables y de la supremacía del romano sobre los demás pueblos de la tierra. Declaraba ser un republicano convencido y se presentaba como el último representante de los viejos y honorables tiempos en los que Roma era una república cuyo destino lo marcaban sus ciudadanos libres representados a través del Senado. Decía que el Imperio había pervertido el verdadero carácter romano y que el emperador, en principio sólo el primero de los romanos, se había convertido en un tirano.
»Nos explicaba sus ideas sobre el Estado y citaba una y otra vez sentencias de un sabio llamado Cicerón, al que denominaba “el último hombre de la verdadera y genuina Roma”. Solía alegar que la sobriedad y el espíritu de los fundadores se habían viciado y corrompido y que tantos fastos, lujos, triunfos y ceremonias estaban contribuyendo a debilitar el ánimo que los creadores de la patria inculcaron a sus ciudadanos. Y lo decía él, un ricachón orondo y grasiento que derrochaba enormes cantidades de dinero en las fiestas que organizaba en su palacio de Roma o en su finca de Capua y a las que invitaba a todo aquel a quien pudiera sobornar si tenía la influencia y el poder suficientes como para hacerle un favor o facilitarle un negocio.
—Con ese tal Marco aprendiste mucho más que a utilizar las armas —comentó Giorgios.
—Ese senador no tenía con quien desahogarse, o no se atrevía a hacerlo en el Senado y por eso peroraba ante nosotros, sus gladiadores, los responsables de buena parte de sus ganancias. Siempre estaba hablando de lo que ocurría en los ambientes de la política en Roma a pesar de que a la mayoría no nos importaba en absoluto; sólo pensábamos en cómo conservar la vida en los combates y en ganar la libertad algún día. En una ocasión llegó a lamentar la debilidad del Senado y la poca importancia que esta institución tiene en estos tiempos. Se quejaba de que era el ejército quien en verdad designaba a los emperadores y de que el Senado no jugaba otro papel que ratificar formalmente una proclamación militar. Y a veces ni siquiera eso; en una ocasión se lamentó de que un emperador llamado Maximino ni siquiera se molestó en solicitar su ratificación por el Senado —explicó Kitot.
—Ese senador era un hipócrita. Para ser considerado miembro del orden ecuestre un romano debe poseer al menos una renta de cuatrocientos mil sestercios y un senador necesita demostrar propiedades por más de un millón doscientos mil. Todos esos discursos que os largaba sobre la ciudadanía y la república eran mera retórica hueca, en la que los miembros del Senado son afamados expertos —asentó Giorgios.
Las victorias palmirenas se sucedieron en la marcha hacia Ctesifonte. Escarmentado por la derrota anterior, Sapor no se atrevió a hacer frente al ejército palmireno y permaneció atrincherado tras los muros de su capital, convenientemente reforzados. El mago Kartir celebró un conjuro sobre las murallas, quemó incienso y ofreció libaciones de mirra y almizcle al dios Ahura Mazda para que protegiera la ciudad de las tropas de Palmira.
Como había pronosticado Giorgios, la capital de Sapor fue de nuevo inaccesible para el ejército de Odenato. Los canales de irrigación que la rodeaban actuaban como enormes fosos que impedían la aproximación con seguridad de un contingente de tropas compacto e imposibilitaban la maniobra de despliegue de la caballería, de modo que los posibles asaltantes se convertían en un blanco demasiado fácil para los hábiles y certeros arqueros persas y para sus poderosas catapultas, capaces de lanzar bolas de brea ardiendo a más de trescientos pasos de distancia. Además, dentro del perímetro cercado por sus formidables defensas, la ciudad disponía de campos de cultivo, huertos y jardines que proporcionaban alimento seguro en caso de un prolongado asedio y de centenares de pozos y fuentes que suministraban una corriente de agua permanente e inagotable.
Por tercera vez, Odenato se vio obligado a renunciar al asalto de Ctesifonte. Reclamó la liberación de Valeriano, como ya hiciera en las dos campañas anteriores, y realizó incursiones en busca de cautivos a los que demandaba en vano alguna información sobre la situación y el destino del emperador prisionero, pero ninguno de los persas que logró apresar reveló noticia alguna, ni siquiera bajo las torturas a las que fueron sometidos. Nadie conocía el paradero del emperador de Roma capturado cinco años atrás por Sapor; había desaparecido tragado por la inmensidad del reino sasánida.
El calor en Mesopotamia comenzó a ser insoportable y los expedicionarios regresaron a Palmira. Habían vuelto a derrotar a los persas, habían alcanzado otra vez el corazón de su reino y se habían plantado ante las murallas de su capital, pero habían fracasado en su intento de liberar a Valeriano.
Palmira, verano de 265;
1018 de la fundación de Roma
Poco después de que las tropas regresaran a Palmira se presentó en la ciudad una embajada del emperador Galieno encabezada por un tribuno. Odenato ordenó que se preparara una ceremonia de recepción en la sala de banquetes del ágora, frente al patio de la Tarifa.
Alineados a los lados de los dos tronos, ocupados por el dux y su esposa Zenobia, se ubicaban los magistrados de la ciudad, con sus brillantes túnicas de seda verde orladas con hilo de oro y sus gorros cilíndricos en cuyo frente mostraban bordado el emblema de la palmera, y los hijos de Odenato, con Hairam ocupando el lugar preferente a la izquierda de su padre y junto a él sus tres pequeños hermanos y Meonio. Cerca de los príncipes formaban los generales Zabdas y Giorgios y a su lado los altos oficiales del ejército palmireno, entre los que ya se encontraba Kitot, cuyo imponente físico destacaba entre todos los presentes.
El legado imperial entró en la sala flanqueado por media docena de caballeros singulares, expertos jinetes y avezados soldados que eran destinados a la escolta personal de los legados. Avanzó altivo con su casco coronado de plumas rojas en su mano izquierda hasta colocarse ante el sitial de Odenato, inclinó la cabeza con marcialidad y lo saludó alzando el brazo derecho.
—Soy portador de una orden imperial; solicito permiso para leerla —dijo.
—Puedes hacerlo, tribuno —le concedió Odenato.
El legado imperial abrió un cartucho de madera, extrajo un pergamino, desplegó el escrito con cuidado y leyó en voz alta:
—«De Galieno Augusto, emperador de Roma, al ilustre Odenato, dux de Oriente. Por los muchos méritos que el noble Septimio Odenato atesora en la defensa de las fronteras de Roma y por las victorias obtenidas sobre los persas, te concedemos, con la aprobación del Senado y el Pueblo romanos, los títulos de comandante de todo Oriente y de augusto, para que a partir de este momento los uses con propiedad en todos los rincones del Imperio. Asimismo, te otorgamos la corregencia imperial en las provincias de Oriente, para que la ejerzas plenamente y con todas sus consecuencias. Ordenamos a todos los gobernadores de esas provincias y a sus tribunos, legados y generales que obedezcan al augusto Septimio Odenato». El legado portaba además las insignias con las águilas imperiales labradas en plata y una capa de seda púrpura con ribetes laureados bordados con hilo de oro. Sólo los emperadores podían vestir ese atuendo, de manera que Odenato acababa de convertirse de hecho en coemperador. El embajador depositó sobre una mesa una bolsa con monedas de plata recién acuñadas en la ceca imperial; todavía eran las de buena ley, con alto contenido en plata, pues a fines de ese mismo año la ceca de Roma acuñaría denarios en los que casi todo el metal era cobre y la plata se reducía a un ligero baño superficial. En aquellas monedas figuraba el rostro de Odenato y una leyenda con una referencia a sus victorias sobre los persas.
Zenobia sonrió.
—El augusto Galieno te ofrece la corregencia del Imperio en Oriente. El Senado y el pueblo de Roma aprueban la decisión del emperador y te entregan las insignias imperiales para que las uses con pleno derecho, y te otorgan el mando de todas las legiones, provincias y ciudades desde Egipto hasta Mesopotamia y desde Anatolia hasta Arabia. ¿Aceptas? —El legado le ofreció una corona con hojas de laurel labradas en oro puro.
El señor de Palmira la tomó, la mostró al frente con los brazos extendidos y declaró:
—Yo, Septimio Odenato, acepto el nombramiento como augusto emitido por el Senado y el pueblo romanos y juro ante los dioses de Palmira ser fiel a Roma.
A continuación se colocó la corona sobre su cabeza. Después se acercó a Zenobia y la coronó a su vez.
Zenobia sonrió de nuevo. Su sueño de convertirse en la soberana de todo Oriente estaba a punto de cumplirse.
Aquel día brillaba como una nueva Cleopatra. Pese a su juventud, parecía más inteligente de lo que en su día fuera la reina de Egipto y su belleza era al menos igual, si no superior, a la de la legendaria egipcia. Sus ropas, desde luego, eran las de una verdadera emperatriz del mundo: cubría su piel con un ajustadísimo vestido que resaltaba cada una de las perfectas curvas de su cuerpo; estaba elaborado con finísima seda roja sobre la cual se habían cosido centenares de perlas y esmeraldas que dibujaban dos palmeras, una en la parte delantera cuyo tronco, perfilado con hilo de oro, se abría a la altura del pubis en dos ramas que morían justo bajo los senos, y otra similar en la espalda.
Giorgios sintió su corazón acelerado al contemplarla; aquella mujer se había convertido en su obsesión.
Palmira, otoño de 265;
1018 de la fundación de Roma
La plaza de la Tarifa estaba abarrotada de gente. Ubicada junto al ágora, al lado del teatro, unos operarios estaban limpiando la lápida que contenía la lista con las tasas que debían pagar los comerciantes que negociaban con sus productos en Palmira. Esos ingresos constituían la fuente principal de la riqueza de la ciudad.
Los comerciantes se arremolinaban en torno a la estela de la Tarifa, el punto donde solían encontrarse cuando debatían sobre intereses comunes, porque corrían rumores de que Odenato estaba barajando la posibilidad de aumentar los tributos. Palmira era la ciudad más cara de Oriente, pero sus ciudadanos, muchos de ellos muy ricos, podían pagar los elevados precios sin merma alguna para sus cuantiosas rentas.
En los tres últimos siglos sus magistrados y sus gobernadores habían embellecido Tadmor con largas calles porticadas, arcos triunfales, templos y monumentos a los héroes y a los benefactores de la ciudad. Sólo los baños, pequeños y poco lujosos, no estaban a la altura del resto de las construcciones; el origen beduino de los fundadores de la ciudad, acostumbrados a no bañarse apenas, y el altísimo precio del agua condicionaban mucho su uso y los palmirenos la administraban con un celo extraordinario. Sabían que su derroche sin medida había sido la causa principal de la decadencia de Petra, la otra gran ciudad del desierto en el norte de Arabia, al agotarse la mayoría de sus manantiales, y no estaban dispuestos a que les ocurriera lo mismo.
Todos los barrios de la ciudad estaban bien urbanizados, trazados con calles rectas al estilo de las que diseñaran hacía siglos los arquitectos jonios en la ciudad de Mileto, un modelo de urbanismo que se extendió por todo Oriente. Muchas casas eran riquísimas, aunque vistas desde el exterior apenas lo parecían. Una vez dentro eran verdaderos palacios, auténticos oasis de lujo y ostentación con amplios peristilos de columnas finamente labradas, decoradas con magníficas esculturas griegas, delicados jarrones orientales y coloridos cortinajes de lino y de seda y gruesas alfombras de lana.
Las mesas de los palmirenos estaban provistas con los mejores manjares que pudiera imaginarse, y no faltaban en ninguna de ellas los más afamados vinos de Grecia, de Siria y de Anatolia.
Las mujeres palmirenas lucían las más caras joyas y los más elegantes vestidos que se fabricaban en el mundo, elaborados con los lujosísimos paños de seda importados de China o tejidos con la finísima y cara lana de las ovejas de las montañas del norte de la India, y se perfumaban con los aromas y esencias más exclusivos de Arabia y de Persia. Era tal su pasión por la seda que las mejores piezas —sobre todo los paños transparentes que permitían cubrirse el rostro, como marcaba la tradición de Palmira para las mujeres casadas, pero que dejaban vislumbrar los rasgos de la cara— eran tan demandadas que las más delicadas solían venderse en subastas públicas a precios desorbitados. Los hombres no les quedaban a la zaga, pues se vestían con refinados trajes de seda bordada con hilo de oro y de plata, se acicalaban el pelo con aromáticos aceites y se protegían la piel con cremas y ungüentos. Y eran muchos los que se adornaban con collares de perlas y broches de rubíes, diamantes y esmeraldas dignos de ser portados por un emperador.
Dos riquísimos comerciantes paseaban por el lado de sombra del patio de la Tarifa y elucubraban sobre las consecuencias que podría acarrear para sus negocios la anunciada subida de impuestos. Eran Antioco Aquiles, el que fuera socio del padre de Zenobia, y el joven Aquileo, a quien el primero había traído consigo a Palmira tras un viaje de negocios y al que había presentado como su sobrino, pero del que se rumoreaba que era su amante.
—He visto en la estela de la Tarifa que hace mucho tiempo que las tasas por comerciar en Palmira no han variado. Desde hace años los mercaderes siguen abonando veinticinco denarios por una jarra de perfume de la Arabia Feliz, veintidós por vender a un esclavo, diez por un rollo de seda de China o quince por atravesar el territorio de Palmira sin entrar en ella. Cada año circulan por esta ciudad unos cuarenta mil mercaderes, que dejan una cantidad fabulosa de impuestos en las arcas de Tadmor. Pero si se incrementan los impuestos, como parece que va a ocurrir, el comercio dejará de fluir y las caravanas se desviarán por otras rutas donde los peajes sean más asequibles —pronosticó Aquileo.
—Odenato está preocupado porque la inestable situación en el Imperio y la inseguridad que se palpa han provocado una subida de precios en todos los productos, lo que supone una importante traba al desarrollo de las actividades mercantiles. Las próximas acuñaciones de denarios que van a emitir en Roma disminuirán el valor de la moneda, reduciendo la cantidad de plata hasta porcentajes mínimos y acuñando monedas de cobre que apenas tienen valor en los mercados. Ante esta situación algo hay que hacer o se colapsará el comercio y nos arruinaremos todos; es preferible reducir nuestras ganancias en algún porcentaje que ver nuestros negocios abocados a la ruina —le replicó Antioco.
—Pero semejante elevación de los precios ha desarrollado una espiral de alzas que el Estado romano no está en condiciones de controlar. En la mayoría de las provincias, sobre todo en las de occidente, los pequeños propietarios agrícolas no han podido hacer frente a sus deudas y han tenido que hipotecar sus fincas a grandes señores que no han tardado en hacerse con su propiedad ante la imposibilidad de los campesinos de devolver los créditos. Negocios antaño florecientes han quebrado y la ruptura de algunas redes comerciales amenaza con provocar el desabastecimiento de las grandes ciudades, lo que ya está produciendo el estallido de manifestaciones y revueltas populares.
—No obstante, siguen llegando caravanas a Palmira.
—Así es, pero antaño esta gente comerciaba con Hispania, la Galia e incluso la lejana isla de Britania, donde los más ricos podían adquirir productos importados desde Palmira; ahora en esas provincias ya no disponen de dinero para comprar nuestras mercancías y se han perdido unos ingresos que no sé si alguna vez se volverán a recuperar.
—Estás aprendiendo deprisa, querido Aquileo. Sí, eso está ocurriendo y por ello deberemos adecuar nuestros negocios a los nuevos tiempos; si ha disminuido el comercio con occidente, quizá sea hora de incrementar nuestros intercambios con Persia.
—Tal vez, pero por si todos estos desastres fueran pocos, los piratas germanos han atacado varios puertos en las costas de Grecia y de Anatolia y han saqueado almacenes de grano y depósitos de aceites y vinos, lo que ha desencadenado hambrunas por el desabastecimiento de cereales, aceite, carnes y pescados en las ciudades.
—Roma tiene treinta legiones operativas, trece de ellas desplegadas en el limes del Danubio…
—Esas legiones consumen todo el erario del Estado, que apenas puede hacer frente a los enormes gastos que genera el mantenimiento del ejército y de sus campamentos. Si la paga de los legionarios devora casi todo el dinero presupuestado, apenas quedará nada para conservar las fortalezas, mantener la flota de guerra y mejorar las defensas de las ciudades y las fronteras. En algunas urbes de la Galia incluso se han desmontado templos y basílicas para utilizar sus sillares y columnas en la construcción de murallas de manera apresurada ante el miedo a las incursiones de los bárbaros.
—Nuestro señor Odenato conoce perfectamente la situación y ha estado debatiendo con los magistrados de Tadmor la oportunidad de adoptar medidas para evitar que los ingresos disminuyan. Ahora es augusto y corregente, de modo que puede tomar decisiones que afecten a todas las provincias orientales del Imperio. —Antioco procuraba que el desánimo de su sobrino no fuera en aumento.
—¿Tanto confías en él?
—Es un gran gobernante, aunque tal vez tengas razón y se avecinen malos momentos para nuestras haciendas.
Los dos mercaderes se alejaron continuando con sus reflexiones sobre la compleja situación que se estaba produciendo en la economía del Imperio y que les afectaba en grado sumo. Antioco estaba enseñando cuanto sabía a Aquileo, pues había decidido que el apuesto joven sería el receptor de parte de su herencia cuando le llegara el inevitable momento de la muerte.
Pese a la belleza de sus edificios y la rotundidad de su paisaje, Palmira no era una ciudad de poetas ni de filósofos. En sus escuelas, los maestros, la mayoría griegos, enseñaban sobre todo matemáticas, aritmética y gramática, las disciplinas que más interesaban a los hábiles mercaderes, cuyos hijos eran educados para manejar con precisión el cálculo y la contabilidad. Sus habitantes vivían pendientes de las ganancias que obtenían con el comercio o con los servicios prestados a quienes se abastecían en sus mercados y en sus manantiales.
El filósofo Casio Longino se aburría. Atraído por la oferta de Odenato, había dejado Atenas, la de las afamadas escuelas de filosofía, la de los grandes genios de la intelectualidad del mundo, la de las animadas tertulias de filosofía, arte y literatura, la de los concursos de poetas y dramaturgos, para instalarse en esa ciudad oriental cuyos ciudadanos mostraban unas inquietudes bien diferentes a las suyas. Echaba de menos los intensos debates con otros filósofos en el patio de la Academia, la abundancia de libros en las bibliotecas, las largas conversaciones con sus colegas en el ágora o en las concurridas tabernas de la puerta del Dípilon, donde siempre había alguien dispuesto a debatir sobre quién había sido más importante para la filosofía, si el idealista Platón o el realista Aristóteles. Longino intentó que su amigo Porfirio, al que consideraba además uno de sus maestros y el mejor de los filósofos de su tiempo, acudiera a Palmira para ayudarle a crear allí una escuela de filosofía; no lo logró y Porfirio siguió ejerciendo su magisterio en Roma.
Pero en Palmira muy pocos se interesaban por las obras de los antiguos sabios, y a nadie se le ocurría plantearse reflexiones profundas sobre las categorías de los individuos o sobre la idea esencial de la naturaleza del hombre; allí, en la Tadmor de los voraces mercaderes de perfumes y de los potentados comerciantes de seda y de joyas, no existía nada más trascendental que acumular dinero y multiplicar el beneficio. El panteón de Palmira estaba habitado por setenta dioses pero los más adorados no eran otros que el oro y la plata.
Una tarde, paseando por la gran avenida porticada, mientras contemplaba los centenares de estatuas de los benefactores de Palmira elevadas en sus plintos adosados a las columnas y leía las inscripciones que dejaban constancia de las identidades de los prohombres en cuestión y de sus aportaciones al bienestar de la ciudad, Longino se encontró con Giorgios.
El general griego había estado practicando unos ejercicios de caballería con Hairam y con Kitot y se dirigía a las termas públicas ubicadas cerca del arco triunfal de la gran calle, donde solía acudir algunas tardes a darse un baño y recibir un reconfortante masaje para tonificar sus músculos tras una jornada de duro trabajo con los soldados.
Longino saludó a Giorgios. Hacía algunas semanas que los dos no se veían. Eran dos tipos bien distintos: uno era un soldado, enrolado como mercenario de Palmira, acostumbrado a matar a enemigos de Roma primero y ahora a defender a los palmirenos a cambio de un buen salario; el otro era un filósofo, un hombre que indagaba sobre el conocimiento del alma humana y sobre el sentido de la vida, si es que había alguno.
—Buenas tardes, general Giorgios. Un día estupendo para pasear.
—Me dirigía a los baños de la gran calle, consejero; son los únicos que merecen la pena ser llamados así, aunque ni siquiera disponen de una modesta piscina. Hemos estado realizando unos ejercicios con caballos y necesito quitarme de encima el polvo y el sudor.
—Te acompaño, si no te importa; a mí también me sentará bien un buen baño antes de cenar.
Mientras se dirigían a los baños, Longino no dejó de hablar de Atenas y de su animada vida intelectual.
—Añoras la vida en nuestra ciudad, ¿no es así? —le preguntó Giorgios en tanto se quitaban la ropa en los vestuarios y se dirigían hacia el caldarium, una estancia de apenas seis pasos de lado en la que el agua caliente se guardaba en tinas de mármol, desde las cuales los mismos bañistas se servían con cazos de metal que se vertían sobre el cuerpo.
Aquellos baños nada tenían que ver con los enormes y lujosísimos que se alzaban en Roma, Alejandría u otras grandes ciudades del Imperio. El agua era demasiado valiosa en Palmira como para derrocharla en gigantescas e inútiles piscinas.
—Palmira es una ciudad hermosa y elegante, la cocina es extraordinaria y la riqueza se derrama por doquier, pero sus gentes sólo hablan de su fortuna, de sus beneficios y de su comercio; están obsesionados con atesorar riquezas. Vivir aquí es como hacerlo en una tienda refinada del mercado repleta de objetos de lujo. Yo no nací en Atenas, pero la considero mi verdadera ciudad, y la echo de menos.
—Odenato quiere convertir Palmira, además de en una ciudad rica y opulenta, en una urbe culta; por eso te trajo aquí.
—Para conseguirlo no basta con mostrar buena voluntad. Hay que construir bibliotecas, promover escuelas, crear talleres de copistas, fundar academias y liceos. He intentado que algunos jóvenes instalaran un taller para copiar libros y venderlos a los ciudadanos de Palmira, pero he fracasado. Han hecho sus propias cuentas y han concluido que es más rentable comerciar con joyas, perfumes y sedas que con libros. A esta gente no le interesa para nada leer otra cosa que no sean sus balances de beneficios.
—Tengo entendido que a Zenobia sí le gusta leer.
—Mi pupila —Longino se mostró orgulloso de ser el preceptor de la señora de Palmira— es una mujer muy inteligente. He logrado inculcarle el placer por la sabiduría y, con ayuda de Calínico, por la historia. Si hubiera mucha más gente como ella, tal vez pudiera convertir esta ciudad en una segunda Atenas pero, por desgracia, es la única de todo este oasis interesada en escuchar las teorías de Platón y de Aristóteles. Cuando llegué a Palmira para hacerme cargo de su educación, Odenato me encomendó convertirla en una mujer sabia, preparada para gobernar un reino. Y a ello me he entregado con toda intensidad en estos últimos años. Claro que he tenido que enfrentarme con no pocos inconvenientes. También lo he intentado con Hairam, el heredero de Odenato, pero ese joven impetuoso sólo parece interesado por llevar a su cama a las mujeres más bellas y por el lujo. Incluso traté de atraer a los libros a Meonio quien, cuando le propuse que siguiera mis lecciones de filosofía, me miró con el desprecio de quien está a punto de aplastar a un insignificante insecto. Desde que me instalé en esta ciudad no he tenido sino problemas. En los primeros meses de mi estancia aquí discutí intensamente con Pablo de Samosata, ese fanático cristiano…
—He oído hablar de él; se dice que es un hombre muy exaltado, según creo.
—Un orate. Fue nombrado patriarca de Antioquía poco después de que la abandonaran los sasánidas tras destruir parte de la ciudad en el curso de su devastadora campaña militar en el norte de Siria. Pablo mantiene el apoyo de Odenato a pesar de la oposición de la mayoría de los cristianos, que siguen las tesis doctrinales del patriarca de Roma, con los que está enfrentado a causa de su diferente concepción sobre la naturaleza del ese tal Jesús, el fundador de esa secta de insensatos. Su actitud altanera no cesa de provocar problemas, pero Odenato acaba de reiterarle su confianza y lo ha confirmado en su cargo de procurador. Ese individuo es una permanente fuente de conflictos; desde que el año pasado volvió a ser condenado en un concilio por una amplia mayoría de obispos y clérigos de la Iglesia cristiana, parece más tranquilo y permanece callado pero en cualquier momento puede organizar una buena polémica y desencadenar una revuelta en esa ciudad.
—¿Qué opinas de los cristianos? —le preguntó Giorgios.
—¿Esos…? En un principio parecían irrelevantes, cuando la mayoría de sus huestes se reclutaban entre los esclavos y gentes de los estamentos más humildes, que acudían a ellos engañados por las proclamas y alegatos de sus predicadores y sacerdotes, ya que les prometían que su dios aseguraba la igualdad de todos los seres humanos y les otorgaba la felicidad eterna tras la muerte si se bautizaban según el rito que ellos siguen para marcar a los nuevos acólitos con el estigma de su perversa fe. Pero ahora comienzan a convertirse en un grave problema. Por lo que sé, varios patricios se han bautizado y han ingresado en esa abominable secta, a la cual también pertenecen algunos relevantes senadores romanos. Sus perniciosos tentáculos se extienden por todo el Imperio y me temo que o se pone freno a su expansión o acabarán copando todas las magistraturas, y entonces lo convertirán en una continuación de su Iglesia, lo que supondrá el fin de nuestro modo de vida y de nuestra civilización.
»La de los cristianos no es una religión cualquiera. Si fuera así, no serían peligrosos. Roma ha sido capaz de asimilar en su panteón a cualquier creencia religiosa y a cualquier divinidad, hasta las más extrañas. Incluso los judíos, que sólo creen en un único dios y que se consideran su pueblo elegido, son consentidos por Roma, y ello a pesar de que en otro tiempo se rebelaron contra la autoridad de los emperadores y desencadenaron varias guerras que acabaron con la destrucción de su templo más sagrado en Jerusalén y la dispersión de esa raza de testarudos por todo el Imperio. Pero los cristianos constituyen una tremenda amenaza para nuestro Estado y nuestras costumbres. Reniegan de todas las divinidades y no admiten a otro dios que al suyo, hacen proselitismo fanático de su fe, e incluso algunos de ellos, los más histriónicos y contumaces, son capaces de inmolarse y morir en defensa de su religión, a imitación de su fundador, al que llaman Cristo y del que dicen que se sacrificó por todos los hombres y que murió crucificado para redimir de no sé qué pecado a toda la humanidad. ¿Has escuchado alguna vez algo más absurdo que esto?
—Los cristianos no son tan burdos como supones. Mientras serví en el Danubio conocí a varios de ellos, pues también abundan entre los legionarios. En mi escuadrón servía un tal Pompeyo Africano. Había nacido en Cartago y era de origen púnico. Le gustaba imaginar que su linaje descendía del mismísimo Aníbal, pero se consideraba romano por los cuatro costados. Murió atravesado por una lanza en un enfrentamiento contra un escuadrón de catafractas sármatas y recuerdo que poco antes de expirar cerró los ojos dibujando en sus labios una sutil sonrisa. En sus últimas palabras se refería a su extraño paraíso, que iba a alcanzar enseguida. Aquel cristiano no temía a la muerte, incluso parecía que le agradaba aquel momento a pesar de que tenía el pecho destrozado, varias costillas rotas y brotaba la sangre a borbotones por sus heridas. Creen que, si mueren en gracia de su dios o por su causa, alcanzarán una especie de felicidad eterna en un jardín celestial donde no existen ni el sufrimiento ni el dolor, sólo una dicha sin fin.
—Se trata de una más de sus muchas fantasías, con las que engatusan a incautos y a ilusos que son incapaces de pensar por sí mismos —dijo Longino.
—Pues te aseguro que aquel hombre murió sonriendo. He visto caer a muchos compañeros en el combate y sus rostros estaban agarrotados por rictus de miedo y crispados de terror; jamás vi a nadie sonreír en el momento de su muerte, sólo a aquel cristiano.
—Existe demasiada tolerancia hacia ellos.
—En ocasiones han sido perseguidos e incluso algunos de ellos han perecido ejecutados en las arenas de los circos por defender su fe —le recordó Giorgios.
—Eso es lo que ellos propalan, pero sólo son ejecutados aquellos cuyos actos atentan contra la legalidad del Imperio, como ocurre con cualquier otro delincuente. Si los cristianos aceptaran la coexistencia pacífica de todas las creencias y religiones y admitieran el culto al emperador, me bastaría para reconocer su religión como una más, pero son sectarios y excluyentes. En el fondo, lo que pretenden es que la suya sea la única religión existente y que todas las demás desaparezcan. —Longino seguía en esta cuestión la condena que hacia el cristianismo habían propuesto los filósofos Plotino y Porfirio, a los que consideraba sus maestros, aunque no era tan radical como Tertuliano, quien en su obra Apologetica realizara el ataque más duro que se había hecho jamás contra los cristianos, a los que acusaba de infiltrarse en el ejército para acabar desde dentro, como la carcoma, con la cultura pagana.
—Pero predican la paz entre los hombres, la búsqueda de la felicidad…
—Lo hacen de manera hipócrita para debilitar nuestras creencias y nuestras costumbres y socavar nuestro ideal de vida. En estos tiempos en los que la zozobra y las convulsiones sacuden todo el Imperio se están perdiendo las virtudes tradicionales que han hecho grande nuestra civilización: el valor de la honradez en la gestión de las cosas públicas, la fuerza de la virtud de la república, el honor y la honestidad, la defensa de la superación individual, la condena de la corrupción… Los cristianos saben que atacando la esencia de nuestros valores debilitan nuestro modo de ser, socavan la moral de nuestros jóvenes y ganan espacio y tiempo para imponer la dictadura de sus ideas. Es por ello que se alían con los enemigos del Estado, con los esclavos, con los rebeldes, con los ladrones, con los bárbaros si es preciso. Si al fin se impone el cristianismo en todo el Imperio, te aseguro que eso significará el triunfo de la insensatez sobre la razón y el de la barbarie sobre la civilización. Ahora, el hombre es el centro del mundo, la piedra angular del universo, pero si triunfan los cristianos el centro lo ocupará su dios, y con ello se acabarán la filosofía, la ciencia, la inteligencia y la grandeza humanas. Propagarán por todas partes el oscurantismo, el miedo y la sinrazón y regresaremos a una caverna en la que estaremos rodeados de sombras y de tinieblas. Si eso sucede, si se apaga la luz de la razón y el brillo de la sabiduría, todo lo conseguido por los grandes filósofos que nos enseñaron a comprender el mundo, desde Heráclito, Sócrates, Platón y Aristóteles hasta Cicerón, Séneca, Plotino y Porfirio, no habrá servido para nada, para nada, para nada… Si al fin triunfan los cristianos, la sabiduría desaparecerá arrollada por una vorágine de odio, intransigencia y miedo.
Longino aspiró una bocanada de aire cálido y húmedo y se recostó sobre un banco de mármol. Parecía estar de vuelta de muchas cosas, pero, sobre todo, a Giorgios le dio la impresión de que era un hombre que se aburría y al que le interesaban cosas muy ajenas a los asuntos cotidianos que inquietaban a los ciudadanos de Palmira.