Capítulo XIV

Palmira, primavera de 265;

1018 de la fundación de Roma

Transcurrieron un otoño y un invierno lentos y cálidos y llegó la primavera; en las primeras semanas el calor fue tan elevado que las calles de Palmira estaban desiertas en las horas de mayor insolación, pues las piedras abrasaban calentadas por un sol inmisericorde, como si se tratara del más tórrido de los estíos. Los magistrados de la ciudad ordenaron que las hojas de palma con las que se alfombraban las vías principales para cubrir la tierra y evitar que se levantara polvo fueran regadas al menos tres veces cada día con abundante agua, para mitigar con ello la elevada temperatura.

Palmira no desmerecía en monumentalidad a otras grandes ciudades de Siria como Damasco, Bosra o Apamea, pero, a diferencia de ellas, las calzadas centrales de sus calles eran de tierra. La gran avenida central de Bosra, la vía augusta de Damasco o el larguísimo cardo máximo de Apamea estaban pavimentados con enormes losas de basalto o de caliza y su limpieza era fácil de ejecutar. Las calles sin pavimentar de Palmira se alfombraban periódicamente con hojas de palmera recién cortadas, que cubrían la tierra pisada a modo de una alfombra vegetal siempre verde. Cuando se secaban y se tornaban amarillentas o cuando acumulaban suciedad procedente de los seres humanos o de las deposiciones de las numerosas bestias de carga que las atravesaban, unos operarios a sueldo de la ciudad recogían los desechos en unas carretas a la vez que reponían una nueva cobertura de hojas de palma verdes y frescas. Lo que se retiraba se transportaba a una explanada en las afueras de la ciudad, donde se dejaba secar por completo para ser utilizado como combustible para calentar el agua de los baños o para alimentar las fraguas de los talleres, los hornos de pan y las cocinas domésticas.

Aquella primavera la frontera con Persia se mantenía tranquila, y las caravanas habían circulado con fluidez por Palmira durante todo el otoño y el invierno anteriores. Entre tanto, el emperador Galieno parecía ganar terreno a los rivales que pretendían disputarle el trono, de modo que Giorgios pudo descansar unas semanas antes de volver a su puesto en el ejército. Aprovechando aquella calma y con un permiso militar en su bolsa, decidió visitar Damasco y allí pasó algunos días en los que no hizo otra cosa que descansar en sus magníficos baños y recorrer sus afamados burdeles para copular con cuantas prostitutas pudo. Cualquier excusa era buena si con ello podía olvidar, siquiera por un momento, a Zenobia, cuya hermosa figura volvía una y otra vez a su pensamiento hasta provocarle un verdadero tormento. Seguía sin saber si aquello significaba el verdadero amor entre un hombre y una mujer o se trataba de una atracción carnal irresistible; pero fuera lo que fuese aquella comezón que lo angustiaba, Afrodita y Eros, los dioses griegos del amor, estaban siendo muy crueles con él.

A su regreso a Palmira a comienzos de la primavera, Zabilas informó a Giorgios de que Odenato había ordenado preparar una nueva campaña militar contra Persia. Las arcas del tesoro de la ciudad rebosaban de oro y de plata y con una parte de lo que contenían se podía costear la formación de un nuevo ejército. Algunos espías destacados en Ctesifonte habían informado que Sapor I se había planteado contraatacar para vengarse de los palmirenos y como única manera de demostrar a su pueblo que no temía a Odenato y que su victoria sobre Valeriano, cuyo paradero en Persia permanecía desconocido a pesar de las decenas de espías romanos y palmirenos que lo buscaban por todas partes, no había sido una afortunada casualidad. El todopoderoso rey de reyes, señor de un centenar de pueblos y naciones, había sido humillado por un vulgar sicario a sueldo de Roma y no estaba dispuesto a seguir siendo el hazmerreír de sus súbditos, algunos de los cuales ya lo cuestionaban en secreto como soberano.

—En los próximos días comenzaremos el reclutamiento de nuevos soldados. Odenato ha impartido las órdenes oportunas para que los veteranos de las campañas anteriores se incorporen al ejército. Además quiere aumentar los efectivos casi hasta el doble; en esta nueva ocasión seremos veinte mil —le explicaba Zabdas a Giorgios.

—Eso son dos legiones completas; pero ni siquiera bien manejadas suponen una fuerza suficiente como para ocupar Ctesifonte.

—No es esa su intención. De momento debemos ocuparnos de formar un nuevo ejército más eficaz si cabe que los dos anteriores.

Durante varias semanas acudieron a la llamada de Palmira centenares de mercenarios para alistarse. A los ya veteranos se unieron nuevos guerreros procedentes de las montañas del Líbano, de los altiplanos del interior de Anatolia y de las tierras quebradas de Armenia. También se alistaron varios escuadrones de caballería ligera procedentes de las tribus beduinas del norte de Arabia.

Los armenios estaban mandados por un formidable guerrero, altísimo y fornido, de músculos duros forjados como láminas de acero. Se llamaba Kitot y en otro tiempo había sido un afamado gladiador, vencedor en cuantos combates había participado. Gracias a sus victorias en la arena había conseguido la libertad y había regresado, ya libre, a su aldea natal, donde había comprado unas tierras. Pero Kitot no era un campesino ni le interesaba la monótona vida que marcaba el ritmo de las cosechas y de las estaciones. Al enterarse de que en Palmira necesitaban hombres para la guerra y de que se podía conseguir dinero abundante por ello, no lo dudó: convenció a varios vecinos de su aldea y de otras de su región y partió al frente de ellos hacia el sur para enrolarse en el ejército palmireno.

Zabdas, Giorgios y Hairam observaban el primer entrenamiento de los mercenarios recién llegados en la amplia palestra habilitada en el exterior de la puerta norte. El primogénito de Odenato no se separaba un momento de Giorgios y se mostraba atento a todos los consejos e indicaciones que el griego daba a sus hombres. Meonio, que merodeaba por allí como un hurón al acecho, se mantenía algo alejado, en posición indolente, intentando disimular su resquemor porque su sobrino Hairam prefería la compañía de Giorgios a la suya.

A lo largo del amplio campo de maniobras había desplegados más de tres mil hombres que practicaban con espadas de madera y escudos los golpes, fintas y defensas que los instructores iban marcando.

Giorgios no tardó en fijarse en la figura imponente de Kitot. El armenio destacaba por su enorme altura: sobrepasaba al menos en una cabeza al más alto de los mercenarios, y por el poderío de sus brazos parecía el mismísimo Hércules. Usaba la espada como si fuera una maza y golpeaba con tal fuerza sobre los escudos de sus oponentes que a cada golpe provocaba que su pareja en el combate doblara la rodilla.

—¿Has visto cómo lucha ese hombre? —preguntó Giorgios a Zabdas.

—¿Te refieres al gigante? He preguntado por él y sé que es armenio. Ha sido gladiador, invicto en más de un centenar de combates.

—Observa: maneja la espada como si se tratara de un martillo o un hacha. Es una técnica que he visto utilizar a algunos gladiadores: consiste en lanzar golpes de arriba abajo para que un oponente mantenga la guardia alta y después, al menor síntoma de flaqueza, atacar por los flancos con una finta lateral. Si se ejecuta bien y se mantiene la guardia centrada, casi nunca falla.

—¿Podrías enseñarme esa técnica? —preguntó Hairam.

—Tal vez lo pueda hacer ese gigante; por lo que veo, la ejecuta mucho mejor que yo. Vamos a verlo.

—Yo os dejo; nos veremos en el almuerzo —les dijo Zabdas, que siguió adelante inspeccionando los ejercicios militares.

Giorgios y Hairam se acercaron hasta el armenio, que acababa de derribar a un contrincante muy poderoso pero que a su lado parecía un alfeñique.

—¿Eres tú el gladiador armenio? —le preguntó Giorgios.

—¿Quién lo quiere saber?

—Mi nombre es Giorgios de Atenas y soy tu general. Me acompaña Hairam, el heredero del trono de Palmira.

—Sí, soy Kitot —bramó el gigante.

—Te he visto luchar y he comprobado que dominas varias técnicas de esgrima.

—En mi anterior trabajo o combatías bien o estabas muerto.

—En ese caso, si continúas vivo es que eres muy bueno.

—El mejor. ¿Deseas comprobarlo?

Kitot avanzó su brazo derecho y apuntó a Giorgios con la punta de su espada de madera en una clara señal de reto. Los hombres que los rodeaban miraron expectantes a su general. Giorgios comprendió que no tenía otro remedio que aceptar.

—Vamos a ver si luchas tan bien como presumes —dijo mientras desmontaba del caballo.

Giorgios cogió una espada y un escudo de entrenamiento y se dispuso a enfrentarse a Kitot. Los que estaban más cerca abandonaron sus ejercicios y formaron un corro alrededor de la pareja de formidables luchadores.

El armenio, confiado en su imponente altura y en su enorme fuerza, lanzó un poderoso golpe de arriba abajo, intentando desarbolar la guardia alta de Giorgios, que esperaba ese ataque. El impacto de la espada de madera de Kitot con el escudo del ateniense fue tremendo y el griego se tambaleó al recibir en su brazo izquierdo todo el poder de su oponente. Enseguida se dio cuenta de que sólo podría vencer a Kitot mediante la astucia, pues aquel primer golpe fue tan contundente que le dejó el brazo y el hombro doloridos.

Giorgios dio dos pasos atrás para tomar mayor distancia y colocarse suficientemente alejado del alcance de Kitot, flexionó las piernas y comenzó a moverse en círculo hacia su lado izquierdo, manteniendo siempre la guardia alta pero sin descuidar sus flancos. Conocía bien la técnica de ataque que empleaba el armenio —la había aprendido en los campamentos legionarios del Danubio de manos de experimentados gladiadores—, de modo que esperó paciente un nuevo envite. El segundo golpe fue si cabe más contundente que el primero; el armenio lo descargó con tanta violencia que a punto estuvo de desarbolar la guardia del ateniense, que trastabilló hacia el lado derecho dejando ligeramente desprotegido su flanco izquierdo. Eso fue precisamente lo que había pretendido Kitot quien, confiado en su triunfo, lanzó un golpe lateral a las costillas del griego descuidando por completo su guardia. Giorgios estaba preparado; sabía que ese iba a ser el siguiente movimiento del gigante, de manera que giró deprisa sobre su pie derecho escapando de la acometida y dibujó un molinete en el aire con su espada. En un instante la punta de la espada de madera del griego señalaba directamente al cuello de Kitot que, desequilibrado y sorprendido por su fallido ataque, había olvidado su defensa.

—Nunca subestimes a tu rival, armenio.

Hairam observaba asombrado aquella escena.

—Conocías mi técnica de ataque y estabas preparado para rechazarla. ¿También has sido gladiador?

—No, pero he combatido al lado de algunos en el limes danubiano.

—Te mueves muy rápido, general. Eres el primer hombre que me ha vencido en combate.

—Cuestión de suerte. Necesitamos soldados como tú. Escuchad. —Giorgios devolvió las armas de entrenamiento al soldado que se las había prestado y se dirigió a todos los que se habían arremolinado para contemplar la pelea—. Este hombre —señaló a Kitot— es mucho más fuerte que yo y me hubiera vencido fácilmente si no se hubiera confiado y hubiera mantenido toda su atención en la pelea. Calibró mal mi habilidad y creyó que me vencería sin esforzarse, y no ha sido así. En la batalla, la fuerza no es la única arma. No debéis subestimar jamás el potencial de nuestro adversario; no debéis valorarlo por lo que parece, sino por lo que pueda hacer; debéis permanecer siempre alerta y no confiaros nunca aunque percibáis una aparente debilidad en vuestro oponente y consideréis que se encuentra al borde de la derrota. Las tumbas están llenas de cadáveres de tipos demasiado confiados.

»Serás mi lugarteniente —le propuso a Kitot.

—¿Yo? Pero me has vencido…

—Estoy seguro de que si nos enfrentáramos cien veces, tú ganarías noventa y nueve. Hoy tuve suerte, no te iba la vida en el combate, te relajaste y los dioses estuvieron de mi parte, nada más.

Giorgios alargó la mano al estilo de Roma y Kitot le ofreció la suya.

—Seré tu más fiel servidor —le dijo.

—Aquí todos servimos a una misma señora, a Palmira.

Dijo Palmira, pero Giorgios estaba pensando en Zenobia.

Zabdas, Giorgios, Hairam y Kitot compartían el almuerzo en el cuartel principal del ejército palmireno. Comían torcaces asadas en espetones rellenas de dátiles y pasas y bañadas en una espesa salsa de sésamo.

—¿Cómo conseguiste la libertad? —le preguntó Hairam al antiguo gladiador.

—Fue hace tres años, en el transcurso de las decennalia…, una fiesta que instauró Octavio Augusto en honor del Senado. Galieno, para ganarse los favores de la plebe de Roma y festejar su triunfo sobre algunos rivales, preparó un desfile como jamás se había visto antes en la capital del Imperio. Lo encabezaban centenares de esclavos y esclavas que portaban antorchas y lámparas de cera, y tras ellos marchaban cien bueyes blancos con sus cuernos engalanados con cintas doradas; después formaban doscientas ovejas de purísima lana blanca y diez elefantes pintados de blanco. Tras ellos desfilamos mil doscientos gladiadores, todos cuantos se pudieron reclutar en Roma y en las ciudades más próximas; íbamos vestidos con mantos dorados y cada uno de nosotros llevaba un perro con su correa. Después venían carrozas sobre las que centenares de mimos y actores no cesaban de ejecutar malabares y representar chanzas burlescas. Por fin, cerraban aquella deslumbrante comitiva todos los senadores, vestidos con sus togas albas ribeteadas de rojo, y los caballeros miembros del orden ecuestre con túnicas blancas. Entre ellos desfiló el emperador Galieno, investido con la túnica triunfal, la toga palmada y las fasces laureadas, como es propio de su cargo, escoltado por centenares de lanceros que portaban en las puntas de sus armas banderas con los colores y emblemas de las diferentes corporaciones profesionales y religiosas de Roma, y centenares de individuos de las diversas naciones del Imperio e incluso de pueblos bárbaros; hasta un grupo de persas había en aquel extraño cortejo. Desfilamos por las calzadas de piedra del imponente Foro imperial, pasamos junto a la estatua del Coloso, la que erigiera el emperador Nerón con su propio rostro pero al que le cambiaron la cabeza hace años por la del dios Helios, y llegamos hasta el Capitolio, donde el emperador fue aclamado por los más egregios representantes del pueblo.

—Debió de ser un desfile magnífico, con toda esa gente y esos animales de blanco y de oro… —Hairam escuchaba atento a Kitot.

—Y todavía fue más imponente lo que siguió después. Durante varios días se celebraron juegos y festejos en el Coliseo, en el circo Máximo, en el de Domiciano y en los teatros: comitates de fieras, luchas de gladiadores, representaciones teatrales, mimos, bailes, banquetes… Toda Roma se convirtió en una enorme fiesta que recordaba la que se celebró unos años antes con motivo del milenario de la fundación de la ciudad, pero algunos romanos, los de mayor enjundia moral, comenzaron a criticar aquellos exagerados y costosísimos fastos. Los más valientes, o tal vez los más insensatos, denunciaron que Galieno se entregara a los banquetes más ubérrimos y a los festejos más fastuosos mientras su padre, el recordado emperador Valeriano, seguía en manos de Sapor, pudriéndose en alguna prisión persa.

—Un hijo debe honrar a quien le ha dado la vida; recuérdalo, Hairam —terció Zabdas.

—Siempre lo haré, general.

—Bien. Así estaban las cosas cuando una tarde un grupo de bufones, sin duda muy afectados por el vino que corría en abundancia, comenzaron a interpretar mimos grotescos y comedias satíricas donde se ridiculizaba, sin duda con acierto pero sin disimulo, al emperador Galieno por no intentar ninguna acción para liberar a su padre del cautiverio en Persia. Esas críticas dignas de haber sido recogidas en los versos más ácidos y socarrones del epigramista Marcial, llegaron a oídos del emperador, que ordenó la ejecución inmediata de todos aquellos atrevidos cómicos. Los irreverentes artistas que habían criticado al emperador ardieron al día siguiente sobre unas piras de leña junto a la orilla del Tiber mientras Galieno se atiborraba de los manjares más exquisitos en un banquete que organizó en su palacio. Esos cómicos murieron abrasados, ante los ojos enardecidos de la plebe romana, siempre sedienta de sangre y de muerte.

»Pero yo conseguí la libertad. Para ello tuve que pelear en la arena del Coliseo contra tres compañeros a los que no tuve más remedio que matar para no morir. Su sangre fue el doloroso precio de mi liberación. —Kitot escupió sobre la arena.

—¿Qué sientes al matar a un hombre? —le preguntó Hairam al antiguo gladiador.

—Imagino que lo mismo que sentirás tú, príncipe: que he salvado mi vida.

Tal vez esa fuera la sensación de Kitot ante la muerte de un enemigo o de un gladiador abatido por su espada, pero no era eso precisamente lo que sentía el ateniense. Su primera víctima, a la que ya no recordaba pero que debió de ser algún bárbaro en las guerras de la frontera del Danubio, le despertó el instinto de la venganza cumplida por el asesinato de sus padres y de su hermana, y lo mismo ocurrió con las siguientes, hasta que llegó un momento en que matar a un hombre en el combate ya no significó nada, absolutamente nada, para Giorgios.

Odenato y Zenobia acababan de hacer el amor. Tres partos consecutivos no habían ajado la tersa piel del escultural cuerpo de la señora de las palmeras, como solían llamarla sus súbditos.

—Vamos a liberar al emperador Valeriano —soltó de pronto Odenato.

—Entonces esa es la razón por la que estás equipando un ejército tan numeroso.

—Así es. Hasta ahora nos hemos limitado a acosar a los persas y vencerlos, pero es hora de asestarles el golpe definitivo.

—¿Qué estás tramando?

—Quiero ofrecerte la corona de Oriente.

—Ya la tengo; soy la esposa del rey de reyes.

—Me refiero a la corona imperial; no reconozco otro imperio que el de Roma.

—¿Deseas convertirte en emperador? Muchos lo han intentado pero han sido considerados usurpadores y ejecutados por traición en cuanto han caído en manos del emperador o de sus legados. ¿Aspiras a ser uno más de ellos? ¿Tanta prisa tienes por morir?

—Claro que no. Mi intención es compartir el imperio con Valeriano una vez que consiga su liberación.

—¿Dos emperadores?

—Uno en Occidente, en Roma, y otro en Oriente, en Palmira. Un mismo imperio alumbrado por dos soles. El Imperio es demasiado extenso para ser gobernado por un solo hombre.

—Galieno no lo admitirá; desde que su padre fue capturado por los persas se considera el único emperador.

—Es un cobarde. Si consigo liberar a Valeriano y llevarlo de vuelta a Roma, el Senado le devolverá sus insignias imperiales y los soldados de todas las legiones lo aclamarán de nuevo como emperador legítimo. Galieno deberá aceptar la nueva situación o se convertirá en un mal recuerdo.

—¿Ha sido todo esto idea tuya?

—Bueno, lo he comentado con mi primo Meonio.

—No me gusta. Siempre está adulándote, siempre a tu sombra como un chacal en busca de la carroña. Cuídate de él; bajo su apariencia sumisa y dócil esconde un carácter ambicioso. Hace unos días me envió como presente dos copas de oro, o al menos lo parecían, porque en realidad eran de siderita bañadas con una capa dorada muy fina. El hierro es el metal que siembra la discordia; por eso lo hizo.

—Exageras, esposa. Eso solo significa que Meonio es un tacaño. Se mantendrá siempre leal y fiel a mí. Lo conozco bien; crecimos juntos, hemos participado en muchas cacerías y hemos combatido codo a codo en demasiadas batallas.

—Longino me ha enseñado una máxima de un sabio griego llamado Quilón que dice: «Sal fiador y tendrás preocupaciones».

—De acuerdo, lo vigilaré, pero te aseguro que es inofensivo.