Capítulo XIII

Palmira, primavera de 264;

1017 de la fundación de Roma

Cuando Giorgios regresó a Palmira tras su larga estancia en La Meca ya había nacido el tercer hijo de Odenato y Zenobia. Fue un varón y recibió el nombre de Vabalato, que en árabe se pronunciaba Waballath, y que era el mismo que había llevado el padre de Odenato. Su significado era «el regalo de la diosa». Además, al niño se le impusieron varios nombres romanos, como se acostumbraba en la familia de Odenato desde hacía cinco generaciones. Así, su nombre completo fue el de Lucio Julio Aurelio Septimio Vabalato Atenedoro. El nuevo hijo de Zenobia enseguida ocupó un lugar muy especial en el corazón de su madre.

—Bienvenido a casa. Te hemos echado de menos —Zabdas saludó a su lugarteniente con un fuerte abrazo.

—Espero que hayáis podido arreglároslas sin mí —bromeó Giorgios.

—Hemos hecho lo que hemos podido —ironizó Zabdas.

—Entonces…, ¿está bien?

—¿Te refieres a ella?

—También a ella.

—Sí; está bien. Su tercer hijo la ha colmado de felicidad; ha debido de ver algo especial en ese niño porque lo trata de manera diferente a los otros dos. Cuando parió a Hereniano y luego a Timolao no tuvo ningún inconveniente en dejarlos solos para acompañarnos a la guerra en Mesopotamia o para salir de caza, pero de Vabalato, que así se llama el niño, no se separa ni un instante. Quiere más a este niño que a los otros dos.

—No es mío, si es que es eso lo que estás pensando —asentó Giorgios.

—¿Estás seguro de eso?

—Ya te lo dije hace meses, antes de partir hacia Arabia: nada he tenido que ver con Zenobia, apenas la he rozado.

—¿Apenas?

—Bueno, en aquella ocasión en el palmeral ella cogió mi mano y la colocó sobre su piel, al lado de su corazón, pero sólo fue un instante.

—No me comentaste eso.

—No le di mayor importancia. Además, creía que no se te escapaba nada de cuanto sucedía en Palmira.

—¿Sigues enamorado de ella, verdad? —inquirió Zabdas.

Giorgios tomó aire y suspiró profundamente antes de responder.

—Nunca he sabido en qué consiste el auténtico amor. Se trata de una palabra que para mí carece de significado. Hace mucho tiempo, cuando Grecia era una tierra libre e independiente y sus ciudades asombraban al mundo, sólo se consideraba como verdadero y puro amor aquel que se profesaban dos hombres libres, es decir, dos seres iguales. Era el sentimiento que unía a las parejas de hoplitas de la falange de los Inmortales de Tebas, ese lazo invisible pero irrompible, como la más recia de las cadenas, que hacía que lucharan codo con codo, cada miembro de una pareja en defensa de la vida de su amante, y por eso eran invencibles. Ese tipo de amor es el que unía a Aquiles, el mayor de los héroes griegos, con su amado Patroclo, como cuenta Homero en la Ilíada. Y por ese mismo amor perdido, por esa rabia y ese odio desatados, fue por lo que el Pélida entró en combate en la guerra de Troya al lado de los aqueos, tras haber permanecido impasible durante años a la vista de los griegos muertos ante las murallas de Ilion. Ni uno solo de sus camaradas caídos en combate le despertó el menor arrebato de cólera ni el más mínimo afán de venganza, y eso que caían a centenares; sólo la muerte de Patroclo, su gran amor, su pareja, a manos del príncipe troyano Héctor desató su furia de titán y lo arrojó a la guerra y a la venganza en desafío mortal con el hijo de Priamo. Tal vez ese sentimiento de desgarro que sintió Aquiles ante su amado muerto sea la respuesta del verdadero amante por el amor perdido, tal vez.

—Pero el amor de las mujeres…

—No, las mujeres, como nos enseñó Aristóteles, son inferiores a los hombres e imperfectas; por eso no podían ser amadas de la misma manera por los varones, que cuando se acercaban hasta ellas lo hacían para copular con el fin de procrear hijos y herederos.

—Sí, sigues enamorado. Lo veo en tus ojos. Eso que cuentas de Aquiles y Patroclo no es sino una excusa que tú te has buscado para no caer en la desesperación; tal vez la misma que sintió Aquiles, pero ahora volcada hacia el amor de una mujer.

—Si he decirte la verdad, no ha pasado un solo día desde que la conocí en el que la imagen de esa mujer no haya estado presente en cada uno de mis pensamientos, pero te aseguro que no ha ocurrido nada entre nosotros, nada.

—Te creo, pero ándate con cuidado, Giorgios. Eres el mejor soldado que tengo y me disgustaría mucho que peligrara tu cuello.

—Descuida, amigo. Estimo demasiado mi cabeza como para perderla por una locura.

Giorgios mintió; por Zenobia sí estaba dispuesto a arriesgar su cuello.

Tres días después del regreso de La Meca, Odenato y Zenobia recibieron a Giorgios en el palacio de gobierno. Zenobia estaba muy hermosa; la maternidad no había estropeado su figura y, en cambio, había proporcionado una mayor rotundidad a sus formas que la hacía mucho más atractiva a los ojos de los hombres.

—Bienvenido a Palmira, general. Por tu primer informe ya he visto que este viaje ha resultado de gran provecho.

—Mi señor, mi señora… —Giorgios inclinó con respeto la cabeza ante los soberanos de Palmira. Los ojos de Zenobia lo atraían irresistiblemente, aunque él procuró desviar su mirada y fijarla en Odenato—. Los mecanos no están dispuestos a abandonar su independencia y no desean fijar ningún acuerdo político que les coarte su libertad, pero sí han accedido a firmar los tratados comerciales que les propusimos.

—Esa es una muy buena noticia y eso tratábamos de conseguir con tu viaje a Arabia —adujo Zenobia.

—Pero nuestro propósito, señora, era alcanzar un acuerdo para unir a todos los pueblos de estirpe árabe contra los persas. Y ahí he fracasado.

—No importa. Por ahora somos aliados comerciales, ya veremos la manera de lograr más adelante que esos acuerdos sean también militares. Enhorabuena, Giorgios, has hecho un gran trabajo; Palmira te está agradecida.

—Permitidme, mis señores, que os felicite por el nacimiento de vuestro tercer hijo; me he enterado al llegar a Palmira. Es una grata noticia.

—¿Quieres conocerlo? —le preguntó Zenobia.

—¿Yo…? —Giorgios balbució azorado.

—Ven con nosotros.

Los dos esposos se levantaron y Giorgios los siguió a las estancias privadas del palacio.

En una cunita de madera decorada con remaches dorados de bronce con forma de cabeza de león dormía un niñito de apenas tres meses. Al contemplarlo, Giorgios entendió la querencia que había mostrado Zenobia hacia su tercer hijo. Los dos anteriores eran iguales a Odenato, recios y macizos como pesadas y antiguas esculturas de bronce. Pero Vabalato se parecía a Zenobia; a pesar de su corta edad ya tenía sus mismos ojos negros, su pelo lacio de reflejo metálico, el color dorado de su piel, su refinada nariz, sus delicadas orejas…

—Es un niño muy hermoso —se limitó a comentar Giorgios.

—Tiene el aspecto de un rey. ¿No crees?

Antes de que el griego respondiera, Odenato intervino.

—Mi esposa asegura que este niño gobernará un reino. Me confesó que lo había soñado durante el embarazo. ¿Crees que el destino se revela en los sueños, general?

—Los sacerdotes y los oráculos de todos los santuarios aseguran que ciertos sueños suelen cumplirse, mi señor; tal vez este sea uno de ellos.

—Eso sería terrible —alegó Odenato.

—No te entiendo, mi señor.

—Vabalato es mi cuarto hijo. Hairam, el mayor, es mi heredero legítimo, y luego están Hereniano y Timolao. Si Vabalato reina algún día en Palmira, eso querrá decir que antes han muerto, sin herederos, sus tres hermanos mayores.

—O que tal vez Vabalato sea capaz de conquistar un reino por sí mismo, mi señor —aclaró Giorgios.

—Tienes razón, general. Quizá este niño se convierta en rey de Persia. Sería magnífico, ¿eh? Vabalato, hijo de Odenato y de Zenobia de Palmira, rey de Persia. Suena bien, ¿no te parece, Zenobia?

—Muy bien, esposo. Ojalá que los dioses favorezcan mi sueño y otorguen ese reino a nuestro hijo.

Zenobia se acercó a Vabalato, lo cogió en brazos y lo acercó a su regazo. Instintivamente el niño abrió los ojos y buscó el pecho de su madre, que lo liberó de la túnica y ofreció uno de sus pezones a la boca del niño. Giorgios no pudo dejar de contemplar el pezón terso y oscuro y el pecho hinchado por la leche materna pero firme y redondo de Zenobia, y procuró no ruborizarse ante la presencia de Odenato, que contemplaba divertido a su hijito y a su esposa.

—Vamos, general, dejemos que mi hijo se alimente tranquilo para que crezca fuerte, pues no tengo duda de que sus brazos serán necesarios para defender Palmira.

Palmira, fines de verano de 264;

1017 de la fundación de Roma

De Antioquía llegaron noticias inquietantes. Pablo de Samosata se mantenía firme en su sede patriarcal ante la oposición de la mayoría de los cristianos de la ciudad y de todos los obispos de las demás diócesis de Siria, que se reunieron en un concilio para conminar al patriarca para que abandonara su cargo.

Un delegado de Odenato le relataba al dux de Siria y a Zenobia lo que había presenciado unas semanas atrás en Antioquía.

—En este segundo intento por derrocar al patriarca Pablo han intervenido teólogos cristianos desplazados desde las ciudades de Cesarea, Jerusalén y Tarso, la que fuera patria natal de su apóstol Pablo. Pero ni aun con esa ayuda han logrado doblegar a Pablo de Samosata, cuya capacidad dialéctica es muy superior a la de todos sus detractores. En todos los debates los ha derrotado como si se tratara de inexpertos escolares debatiendo con un reputado maestro en retórica —refirió el delegado.

—¿Crees que los cristianos de Antioquía pueden rebelarse si Pablo sigue al frente del patriarcado? —demandó Odenato.

—No, mi señor, no lo creo. Los cristianos trinitarios, que son mayoría en esa secta, odian al patriarca y rechazan su doctrina sobre la no divinidad de su fundador, pero no se levantarán abiertamente contra él porque saben que, si lo hacen, cometerán un delito de rebelión contra tu poder, pues Pablo es tu procurador delegado en esa provincia. Sólo cuestionan y rechazan los postulados teológicos de Pablo, no tu autoridad, mi señor.

—Dices que ha derrotado con sus argumentos a esos teólogos llegados a Antioquía desde otras ciudades —terció Zenobia.

—Con suma facilidad, mi señora. Yo mismo asistí a los debates que tuvieron lugar en un sínodo celebrado en el templo donde se reúnen, al que llaman ecclesia. —El delegado pronunció esta palabra en griego—. Un tal Firmiliano, obispo, creo, de Cesarea y hombre que goza de mucho prestigio entre ellos, intentó rebatir la tesis de Pablo de que Jesús no fue Dios, ni tan siquiera hijo de Dios, sino un hombre extraordinario pero sólo un hombre, y este le respondió con tal contundencia que hasta sus más iracundos detractores dudaron sobre si no tendría razón. Incluso Himeneo, a quien los cristianos de Siria consideran investido de la máxima autoridad teológica, pues no en vano es patriarca de Jerusalén, fue derrotado por Pablo en cada uno de sus envites dialécticos.

—¿De qué acusaron esos clérigos cristianos a Pablo? —preguntó Zenobia.

—Heleno de Tarso, un hombre tan vehemente y locuaz como poco inteligente, le reprochó que explicara en sus sermones cosas de Jesucristo contrarias a las enseñanzas de los auténticos cristianos. Y Gregorio Taumaturgo, un obispo a quien consideran santo en vida, acusó a Pablo de insultar a Jesús al considerarlo un ser de naturaleza ordinaria y humana y no divina.

—¿Y qué les replicó el patriarca Pablo? —Zenobia parecía interesada en el debate.

—En un discurso brillante, documentado con decenas de citas pero emotivo a la vez, rebatió una a una las acusaciones que se le imputaban; acusó a la jerarquía episcopal de haber destruido algunos de esos textos porque no eran conformes a los postulados de los más ortodoxos, y de seguir a ciegas las enseñanzas erróneas de Pablo de Tarso. Citó de memoria algunos, rechazados y censurados por sus opositores, a los que tildó de hipócritas, falsarios y manipuladores de la verdad. Continuó afirmando que en el único y verdadero Dios sólo puede existir una única persona, pues es la unicidad lo que constituye la esencia divina. Luego afirmó que Jesús fue un hombre, aunque engendrado por obra del Espíritu Divino en el vientre de María, una mujer mortal, y que, por tanto, en Jesús habitó el Logos, es decir, la sabiduría de Dios, pero no fue Dios mismo.

—Pero si fue el mismo Dios quien preñó a María, su hijo sería hijo de Dios…

—Eso aseguran los defensores de la ortodoxia cristiana, mi señora, pero Pablo de Samosata arremetió contra ese aserto asegurando que Jesús fue concebido de una manera impersonal.

—¿Y cómo explicó esa aseveración?

—Aseguró que fue el Logos, o el Verbo, quien se apoderó del cuerpo humano de Jesús a través de una fuerza divina que Pablo denominó dinamis —el enviado de Odenato, que estaba hablando en palmireno, pronunció esta palabra en griego—, y que fue esa energía celestial la que se introdujo en Jesús y lo impulsó a cumplir su misión en el mundo como Redentor, así lo llaman los cristianos, de todo el género humano. De este modo, Jesús fue elevado en dignidad por encima de todos los demás profetas y de todos los hombres, pero no fue Dios, porque esa unión del Logos con Cristo, el Ungido, como también lo llaman los cristianos, fue de carácter externo.

—¿Y en cuanto a los milagros? ¿Cómo justifica Pablo que Jesucristo, si no era Dios, resucitara a los muertos, como dicen que hizo en alguna ocasión?

—Eso también lo evidenció el patriarca de Antioquía. Lo aclaró explicando que cuando Jesús fue bautizado en el río Jordán por su pariente Juan, otro de los innumerables santones a los que veneran los cristianos, alcanzó la perfección moral y Dios le confirió el poder de hacer milagros y de redimir de sus pecados al género humano; así es como podría cumplir su misión en la tierra. Y aquí, Pablo de Samosata refirió algo que no entendí bien. Aseguró que tras su pasión y muerte, Jesús se había convertido en juez de vivos y muertos y se había unido con Dios, pero no de forma personal, sino sustancial, de modo que, por ello, sí podía ser designado como Dios desde el momento de su sacrificio, aunque antes de su muerte no lo fuera.

—Eso es difícil de comprender hasta para los más reputados teólogos. ¿Cómo acabó aquello? —Zenobia se mostraba casa vez más interesada en tanto Odenato comenzaba a aburrirse ante el pormenorizado relato sobre aquel debate.

—Pablo culminó su intervención explicando que Jesús había sido predestinado por Dios y anunciado a los profetas. Fue Dios quien lo eligió y quien le insufló esa fuerza vital o dinamis. Por ello, aunque Jesús no fue Dios por naturaleza, tras su martirio sí alcanzó una especie de grado divino a causa de su virtud.

—Por lo que respecta a la función política que ejerce Pablo, ¿tienes alguna queja? —preguntó Odenato a su legado.

—He podido comprobar que es cierto que se comporta de modo altanero en el ejercicio de su cargo y se muestra encantado con los símbolos de su poder como procurador ducenviro, pero administra bien sus competencias en la ciudad de Antioquía, consigue recaudar abundantes tributos y goza de gran influencia entre los que no son cristianos. Cumple con sus funciones y es fiel a Palmira y a tu persona, mi señor.

—En ese caso, Pablo de Samosata seguirá ejerciendo su cargo —dispuso Odenato ante la mirada complacida de Zenobia.